Wallander empezaba a no saber qué preguntar. Era como si las respuestas que recibía dejasen el asunto fuera del núcleo de la cuestión, así que decidió intentar una aproximación desde otro frente.
—Acaba de decir que el doctor Harderberg tiene once secretarias. ¿Podría decirme cuántos abogados tiene?
—Otros tantos, supongo.
—Pero no le está permitido revelarme el número exacto, ¿me equivoco?
—Ignoro el número exacto.
Wallander asintió. Iba tomando conciencia de que entraba en un callejón sin salida.
—¿Durante cuánto tiempo estuvo trabajando el señor Torstensson como abogado del doctor Harderberg?
—Desde que adquirió el castillo de Farnholm y lo convirtió en su cuartel general de operaciones hace cinco años, más o menos.
—El señor Torstensson había trabajado toda su vida en Ystad —observó Wallander—. Y, de pronto, alguien lo considera con la preparación suficiente como para actuar de asesor en negocios a escala internacional. ¿No le resulta un tanto curioso?
—Eso es algo que tendrá que consultarle al doctor Harderberg.
Wallander cerró su bloc de notas.
—Tiene toda la razón —convino—. De hecho, quiero que le haga llegar un mensaje, ya esté en Ginebra o en Dubai, o donde quiera que se encuentre, en el que se le comunique que el inspector Wallander desea hablar con él lo antes posible. En otras palabras, el mismo día que regrese a Suecia.
Dicho esto, se levantó y dejó la taza sobre la mesa con sumo cuidado.
—La policía de Ystad no cuenta con los servicios de once secretarias —ironizó—. Pero nuestras recepcionistas son muy eficaces, así que podrá dejarles recado de cuándo me puede recibir el doctor.
De nuevo la siguió hasta el gran rellano de la escalera y, ya junto a la puerta principal vio, sobre una mesa de mármol, un archivador de piel bastante grueso.
—Aquí tiene la relación de los negocios del doctor Harderberg que solicitó —explicó Anita Karlén.
«Es decir, que alguien ha estado escuchando la conversación», concluyó Wallander. «Alguien ha estado siguiendo toda la entrevista. Lo más probable es que ya le estén enviando una copia a Harderberg, donde quiera que esté. Si es que le interesa, cosa que dudo.»
—No olvide advertirle al doctor lo urgente de nuestro encuentro —insistió Wallander al despedirse. En esta ocasión, Anita Karlén sí le estrechó la mano.
Wallander lanzó una ojeada a la gran escalera que seguía a media luz, pero las sombras habían desaparecido.
Ya en el exterior, el cielo se mostraba despejado. Se sentó al volante. Anita Karlén seguía sobre la escalera, el cabello meciéndose al viento. Cuando Wallander arrancó y se marchó, comprobó en el espejo retrovisor que ella seguía allí, viéndolo partir. En esta ocasión, no tuvo que detenerse en la salida. La verja empezó a abrirse a medida que él se aproximaba. Kurt Ström no se dejó ver, y la verja volvió a deslizarse a sus espaldas, hasta quedar cerrada de nuevo. Fue conduciendo despacio de regreso a Ystad. Era un claro día de otoño. Cayó en la cuenta de que no hacía más de tres días que había decidido, de forma repentina, regresar a su puesto de trabajo, aunque a él le parecía que hiciese un siglo. Como si su persona hubiese tomado una dirección mientras sus recuerdos se alejaban, a velocidad de vértigo, en sentido contrario.
Inmediatamente después del cruce hacia la carretera principal descubrió ante sí una liebre muerta en medio de la calzada. La esquivó sin dejar de pensar una y otra vez en el hecho de que aún se hallaba lejos de dar con una explicación satisfactoria a las muertes de Gustaf Torstensson y de su hijo. Le resultaba del todo inverosímil que existiese relación alguna entre los abogados muertos y la gente que vivía en el castillo, protegida por una doble valla. En cualquier caso, tenía decidido revisar aquel archivador ese mismo día, a fin de, en la medida de lo posible, forjarse una idea de las dimensiones y calidad del imperio de Alfred Harderberg.
Se hallaba inmerso en aquellas reflexiones cuando el teléfono del coche empezó a zumbar. Al descolgar el auricular, oyó la voz de Svedberg.
—¡Aquí Svedberg! —gritó éste—. ¿Dónde estás?
—A unos cuarenta minutos de Ystad.
—Martinson nos dijo que pensabas ir a Farnholm.
—Sí, de allí vengo, pero no ha dado muchos resultados.
La conversación se vio interrumpida por unas interferencias, hasta que la voz de Svedberg volvió clara al auricular.
—Ha llamado Berta Dunér. Quería hablar contigo —informó Svedberg—. Dijo tener mucho interés en que te pusieras en contacto con ella de inmediato.
—¿Por qué motivo?
—Pues eso no lo dijo.
—Dame su número de teléfono y la llamo ahora mismo.
—Será mejor que vayas a su casa directamente. Parecía muy urgente.
Wallander miró el reloj y comprobó que eran ya las nueve menos cuarto.
—¿Qué ha pasado en la reunión de esta mañana?
—Nada importante.
—Está bien, iré para su casa en cuanto llegue a Ystad —acordó Wallander.
—Muy bien —repuso Svedberg.
Concluyó la conversación, que dejó a Wallander inmerso en la duda de cuál podría ser el motivo tan acuciante por el que la señora Dunér quería verlo. Presa de una vaga tensión, pisó ligeramente el acelerador.
A las nueve y veinticinco aparcó de mala manera enfrente de la casa rosa en la que vivía Berta Dunér. Cruzó la calle a toda prisa y llamó a la puerta. Cuando ella le abrió, concluyó enseguida que algo había ocurrido, pues la mujer parecía aterrada.
—Me han dicho que ha llamado preguntando por mí —explicó Wallander.
Ella asintió y lo hizo pasar. Estaba a punto de quitarse los zapatos llenos de barro cuando ella lo agarró del brazo y lo llevó a la sala de estar que daba al pequeño jardín. Desde allí, le señaló hacia fuera.
—Alguien ha estado ahí fuera esta noche —aclaró.
Parecía tremendamente asustada; hasta el punto de que Wallander se sintió, en cierto modo, contagiado de su pánico. El inspector se acercó hasta la cristalera y contempló el césped, los setos de flores enterradas en nieve, las enredaderas sobre la piedra calcárea del muro, que separaba el jardín de Berta Dunér del de su vecino.
—Pues yo no veo nada —aseguró él.
Ella se había mantenido detrás de él, algo apartada, como si no se atreviese a acercarse a la ventana. Wallander empezaba a preguntarse si la mujer no habría caído víctima de un trastorno mental transitorio, consecuencia de los violentos acontecimientos de las últimas semanas.
Ella se colocó a su lado y le señaló de nuevo.
—Allí —musitó—. Allí. Alguien ha estado cavando allí esta noche.
—¿Llegó usted a ver a alguna persona? —quiso saber Wallander.
—No.
—Entonces, ¿oyó algún ruido?
—No. Pero sé que esta noche ha venido alguien.
Wallander intentó seguir la dirección de su dedo. Al fin, pudo distinguir a duras penas una pequeña porción de césped pisoteada.
—Bueno, puede haber sido un gato —sugirió—. O un topo, incluso una rata.
Ella negó con un gesto.
—Aquí ha venido alguien esta noche —se empecinó.
Wallander abrió la cristalera y salió al jardín, donde empezó a caminar por el césped. Visto de cerca, parecía que hubiesen arrancado una mata para volverla a colocar de nuevo en su lugar. Se agachó y pasó la palma de la mano sobre el césped. Sus dedos sintieron la resistencia de un objeto duro, de plástico o de metal, un pincho que sobresalía por encima de la superficie. Retiró las briznas de césped con cuidado y descubrió que allí, bajo la capa de hierba, había un objeto de color grisáceo enterrado. Quedó helado ante tal visión. Apartó la mano y se levantó despacio. Durante un instante pensó si no estaría volviéndose loco: aquello no podía ser verdad. Era tan fabuloso, tan incomprensible que no se atrevía ni a contemplarlo como una posibilidad.
Muy lentamente, regresó a la cristalera, poniendo los pies sobre las débiles huellas que había ido dejando. Cuando alcanzó la casa, se dio la vuelta. Seguía sin poder creerlo.
—¿Qué es? —inquirió la señora Dunér.
—Vaya a buscar la guía de teléfonos —respondió Wallander, que notó la tensión en su propia voz.
Ella lo miró sin comprender.
—¿Para qué quiere la guía de teléfonos?
—Haga lo que le digo —ordenó él.
La mujer salió al vestíbulo para regresar al momento con las páginas blancas de la guía de Ystad.
Wallander la tomó en sus manos como calculando el peso.
—Vaya a la cocina. Y quédese allí —le recomendó.
Ella obedeció.
Wallander pensó que, con total seguridad, aquello no serían más que figuraciones suyas.
De haber existido la menor posibilidad de que lo inverosímil fuese cierto, él debería estar haciendo algo muy distinto de lo que se disponía a hacer en aquel momento. Atravesó la cristalera y se colocó tan lejos de ella como pudo, en el interior de la habitación. Luego calibró un poco la distancia y apuntó con la guía, que lanzó contra el pincho que sobresalía del césped.
El estallido lo dejó aturdido.
Después de la explosión, le resultó inexplicable que los cristales de las ventanas hubiesen quedado enteros.
Echó una ojeada al cráter que se había formado en el césped. Acto seguido, se apresuró en dirección a la cocina, desde donde había oído el grito cortante de la señora Dunér. Y allí la encontró, paralizada, en medio de la cocina tapándose los oídos con las manos. Él la condujo hacia una de las sillas.
—No es nada —la tranquilizó—. Voy a hacer una llamada, pero vuelvo enseguida.
Marcó el número de la policía y se alegró al oír la voz de Ebba.
—Hola, soy Kurt. Tengo que localizar a Martinson o a Svedberg. O a quien sea.
Ebba sabía interpretar el tono de su voz. Había captado la gravedad del asunto. De eso estaba seguro. Así pues, se dispuso a hacer lo que le había pedido sin más preguntas.
Al cabo de un instante, la voz de Martinson se oyó al otro lado del hilo telefónico.
—Soy Kurt. La policía recibirá una llamada de alarma, de un momento a otro, sobre una violenta explosión que se ha producido en la parte trasera del hotel Continental. Procura que no se organice ninguna patrulla de emergencia. No quiero que esto se llene de coches de bomberos y de ambulancias. Busca a algún colega y ven para acá. Estoy en casa de la señora Dunér, la secretaria de los abogados Torstensson, en la calle de Stickgatan número veintiséis. Una casa rosa.
—¿Qué es lo que ha sucedido? —quiso saber Martinson.
—Ya lo verás cuando llegues —aseguró Wallander—. De todos modos, si te lo explicase, no darías crédito a mis palabras.
—Bueno, hombre, inténtalo.
Wallander dudó antes de responder.
—Si te dijese que alguien ha enterrado una mina en el jardín de la señora Dunér, ¿me creerías?
—Pues no —confirmó Martinson.
—Lo sabía.
Wallander colgó el auricular y regresó a la cristalera.
Allí estaba el cráter, en medio del jardín. Y no era fruto de su imaginación.
Días después, Kurt Wallander recordaría aquel miércoles 3 de noviembre como una jornada de cuya existencia no estaba totalmente seguro. ¿Cómo iba a soñar siquiera con encontrarse, un buen día, con una mina explosiva enterrada en un jardín del centro de Ystad?
De hecho, cuando Martinson llegó a la casa de la señora Dunér, en compañía de Ann-Britt Höglund, aún no acababa de creerse que una mina hubiese explosionado realmente. Sin embargo, antes de salir de la comisaría, Martinson, que había otorgado más crédito a sus palabras que él mismo, le había dejado un mensaje a Sven Nyberg, el técnico, que llegó a la casa rosa tan sólo unos minutos después de que Martinson y Ann-Britt Höglund hubiesen empezado a examinar el cráter del jardín. Puesto que no podían estar seguros de que no hubiese más minas ocultas bajo el césped, se mantuvieron bien pegados a la pared. Por iniciativa propia, Ann-Britt Höglund se sentó en la cocina, con la ya algo más serena señora Dunér, para interrogarla.
—¿Qué es lo que está ocurriendo aquí? —inquirió Martinson visiblemente alterado.
—¿Y a mí me lo preguntas? Yo no tengo ni idea —confesó Wallander.
Ahí terminó la charla, que abandonaron para continuar con la reflexiva observación del agujero que se abría en el suelo, hasta que poco después, aparecieron los técnicos criminales, encabezados por el experto pero colérico Sven Nyberg que, al ver a Wallander, se detuvo en seco.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó en un tono tal que Wallander pensó si no habría cometido un acto en extremo inapropiado volviendo al trabajo.
—¡Pues trabajar! —exclamó sin poder evitar una postura defensiva.
—¡Ah! Creía que ibas a retirarte.
—Ya, eso creía yo también, pero me di cuenta de que no os las arreglaríais nada bien sin mí.
Sven Nyberg hizo amago de ir a replicar, pero Wallander alzó la mano en señal de protesta.
—Yo no soy tan importante como ese agujero que hay en el césped —atajó.
Entonces recordó que Sven Nyberg había trabajado para varias sedes de las Naciones Unidas en el extranjero.
—Tú que has estado en Chipre y en Oriente Medio, sabrás si ha sido una mina lo que ha explotado aquí —observó Wallander—. Pero antes, quizá sea mejor que compruebes si no hay alguna más.
—Yo no soy ningún perro —farfulló Nyberg al tiempo que se sentaba en cuclillas junto a la fachada de la casa.
Wallander le habló del pincho que sobresalía y le relató cómo había provocado la explosión con la guía de teléfonos. Sven Nyberg asintió.
—El número de sustancias o de mezclas explosivas capaces de producir una detonación como consecuencia de un simple golpe es reducidísimo —aclaró—. Una de ellas son las minas. Precisamente, han sido ingeniadas con ese fin, para que la gente o los vehículos salgan disparados por los aires con tan sólo poner un pie o una rueda sobre ellas. En el caso de las minas personales, es suficiente con que se las someta a una presión de pocos kilos: el pie de un niño, o una guía telefónica. Las minas para vehículos precisan de varios cientos de kilos para estallar.
Se levantó y miró interrogante a Wallander y a Martinson.
—¿Quién es capaz de enterrar una mina en un jardín? —preguntó—. Deberíais atrapar al responsable lo antes posible.
—Entonces, ¿estás seguro de que era una mina? —quiso saber Wallander.