El hombre sonriente (16 page)

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—Bueno, no estoy seguro de nada, la verdad —admitió Nyberg—. Pero solicitaré un detector de minas del ejército para que rastree el jardín. Entretanto, sería conveniente que nadie pasease por él.

Mientras aguardaban la llegada del detector de minas, Martinson realizó algunas llamadas telefónicas y Wallander se sentó en el sofá a meditar sobre lo ocurrido. Desde donde estaba, podía oír las preguntas que Ann-Britt Höglund, en tono paciente y tranquilo, iba formulándole a la señora Dunér, que contestaba con tanta o más paciencia y lentitud.

«En primer lugar, dos abogados muertos», recapituló Wallander. «Luego, alguien coloca una mina en el jardín de la secretaria de esos dos abogados, con la intención indiscutible de que la mujer pise el explosivo y quede destrozada. Pese a que todo está aún muy en el aire y bastante difuso, creo que podemos sacar una conclusión: la solución se ha de encontrar en la actividad del bufete de abogados. Ya no cabe la posibilidad de que sea la vida privada y común de estas tres personas lo que arroje alguna luz sobre el asunto.»

Martinson vino a interrumpir su meditar cuando puso punto final a la última de sus conversaciones telefónicas.

—Björk me preguntaba si estoy en mi sano juicio —anunció con una mueca—. He de admitir que yo mismo no supe, por un momento, qué contestarle. Sostiene que es imposible que haya sido una mina, pero ha ordenado que lo informemos cuanto antes.

—Sí, bueno, en cuanto tengamos algo de lo que informar —observó Wallander—. ¿Dónde se ha metido Nyberg?

—Ha ido al cuartel del ejército para hacerse con el detector de minas lo antes posible —aclaró Martinson.

Wallander asintió y miró el reloj. Eran las diez y cuarto. Se le vino a la mente su visita a Farnholm, sin saber en realidad qué pensar. Martinson se colocó ante la puerta que daba al jardín, a contemplar el agujero.

—Hace veinte años sucedió algo similar en Söderhamn —comentó—. En los juzgados de la ciudad. ¿Lo recuerdas?

—Sí, pero vagamente —aseguró Wallander.

—Aquel caso de un viejo labriego que, durante una serie interminable de años anduvo interponiendo demandas contra todos y cada uno de sus vecinos y parientes. El hombre cayó víctima de un estado de psicosis que, por desgracia, nadie acertó a descubrir a tiempo. Entonces llegó a sentirse perseguido por sus honorables adversarios, incluso por sus abogados y hasta por el juez mismo. Al final, aquello estalló y, en medio de una negociación, sacó una escopeta y mató al juez y a su abogado defensor. Después, cuando la policía fue a inspeccionar su casa, situada en pleno bosque, resultó que había dispuesto una serie de explosivos en puertas y ventanas. Fue una suerte que nadie falleciese cuando empezaron a explosionar.

Wallander asintió, pues recordaba el suceso.

—A un fiscal de Estocolmo le vuelan la casa por los aires —concretó Martinson—. Los abogados se ven expuestos a todo tipo de abusos y amenazas. Y de los policías, mejor no hablar.

Wallander seguía sin responder. En ese momento, Ann-Britt Höglund llegó de la cocina con el bloc de notas en la mano. El inspector descubrió de repente, al verla sentada en la silla que tenía enfrente, que era una mujer atractiva, un detalle que, para su sorpresa, le había pasado inadvertido hasta entonces.

—Nada —sintetizó—. No oyó nada durante la noche, pero está segura de que el césped se hallaba en perfecto estado ayer tarde. Es una mujer madrugadora y, tan pronto como empezó a amanecer, notó que alguien había estado revolviendo en su jardín. Además, y como es natural, tampoco se explica por qué alguien querría matarla. O, por lo menos, volarle las piernas.

—¿Crees que dice la verdad? —inquirió Martinson.

—Bueno, no resulta nada fácil determinar si la gente miente o no cuando está alterada —indicó Ann-Britt Höglund—. Pero yo estoy convencida de que es sincera cuando asegura que alguien ha enterrado ahí esa mina durante la noche, y que ella ignora el motivo.

—Ya, pero, en cualquier caso, hay algo que a mí no acaba de convencerme —apuntó dudoso Wallander—. Aunque, la verdad, no estoy seguro de cómo expresar lo que quiero decir.

—A ver —lo animó Martinson—. Inténtalo.

—Bien, el caso es que hoy, de madrugada, esta mujer descubre que algo anómalo ha sucedido en su jardín durante la noche —comenzó Wallander—. Se asoma a la ventana y ve que alguien ha estado cavando en su jardín. Y, ¿qué hace entonces?

—Ya, ¿qué es lo que no hace? —precisó Ann-Britt Höglund.

—¡Exacto! —exclamó Wallander—. Lo lógico habría sido, simplemente, que hubiese abierto la cristalera y que hubiese salido al jardín para ver qué había ocurrido. Pero, curiosamente, ¿qué es lo que hace?

—Ya entiendo. En lugar de reaccionar de la forma esperada, llama a la policía… —completó Martinson.

—Eso es. Como si hubiese presentido que allí fuera la aguardaba algún peligro —concluyó Ann-Britt Höglund.

—Sí, o como si lo hubiese sabido —precisó Wallander.

—Claro, por ejemplo, una mina —añadió Martinson—. La verdad, cuando llamó a la comisaría, estaba muy nerviosa.

—Tanto como cuando yo llegué esta mañana —aclaró Wallander—. En realidad, a mí me ha parecido asustada e inquieta cada vez que he hablado con ella. Cierto que ese hecho puede muy bien tener su explicación en los sucesos de las últimas semanas. Sin embargo, no estoy del todo seguro.

En ese momento, se abrió la puerta de la calle, que dio paso a Sven Nyberg seguido de cerca por dos hombres de uniforme portadores de un objeto que a Wallander le hizo pensar en una aspiradora. A los dos militares no les llevó ni veinte minutos recorrer con el detector el pequeño jardín. Los policías se mantuvieron junto a las ventanas, desde donde seguían con interés los cautelosos pero decididos movimientos de los expertos. Cuando hubieron concluido, les aseguraron que el jardín estaba limpio y se dispusieron a marcharse. Wallander los acompañó hasta la calle, donde los aguardaba su vehículo.

—¿Qué puede decirse de la mina? —preguntó—. De su tamaño, de la potencia. ¿Es posible adivinar el país de fabricación? Cualquier dato puede resultar interesante.

CAPITÁN LUNDQVIST, rezaba la placa que llevaba prendida a la chaqueta del uniforme el mayor de los dos hombres, que fue quien respondió.

—No era una mina muy potente —aseguró—. Unos doscientos gramos de explosivo, como máximo. Pero lo suficiente para matar a una persona. Podemos decir que era un número cuatro.

—Y eso, ¿qué significa exactamente? —inquirió Wallander.

—Una persona pisa la mina —explicó el capitán—. Y luego hacen falta otras tres para llevarse al herido de aquel combate. Es decir, que la mina pone fuera de juego a cuatro combatientes.

Wallander asintió, en señal de que había comprendido el razonamiento.

—Las minas no se fabrican como las demás armas —continuó su exposición el capitán Lundqvist—. Bofors las produce, al igual que otros grandes fabricantes de armas. Pero, desde luego, todo país que se precie cuenta con minas de fabricación propia. Pueden fabricarse sin tapujos, bajo licencia, o bien como copias pirata. Los grupos terroristas disponen de modelos propios. Para poder pronunciarse acerca de la identidad de la mina, es necesario hallar fragmentos del explosivo utilizado y, a ser posible, un trozo del material del que está fabricada, que puede ser plástico o metal. Incluso madera.

—Bien, pues lo encontraremos —garantizó Wallander—. y entonces volveremos a ponernos en contacto.

—Las minas no son armas muy agradables que digamos —añadió el capitán Lundqvist—. Dicen que no hay soldado más barato ni más fiel. Lo puedes dejar en cualquier lugar: allí permanecerá durante años, si es preciso. No necesita agua ni alimento, n¡ tampoco un salario. Lo único que hace es existir y aguardar. Hasta que alguien llega y lo pisa. Entonces, ataca.

—¿Durante cuánto tiempo puede estar activa una mina? —quiso saber Wallander.

—Nadie lo puede asegurar. Aún hoy siguen detonando minas que se enterraron durante la primera guerra mundial.

Wallander regresó al interior de la casa, en cuyo jardín Sven Nyberg ya había dado comienzo a la inspección técnica del cráter.

—Algo de explosivo y, a ser posible, un fragmento de la mina —le indicó al técnico.

—¿Y qué querías que buscásemos? —le espetó Nyberg malhumorado—. ¿Huesos inhumados?

Wallander sopesó la alternativa de permitir a la señora Dunér que se tranquilizase durante unas horas, pero su impaciencia ya empezaba a reclamarlo de nuevo. Aquella impaciencia que le producía el ver que en ningún lugar atisbaba la posibilidad de un avance claro, de un punto de partida firme para el desarrollo de la investigación.

—Os tocará a vosotros encargaros de Björk —les anunció a Martinson y a Ann-Britt Höglund—. Esta tarde tendremos que darle un repaso a fondo al estado de la situación.

—Si es que hay algún estado de la situación, querrás decir —objetó Martinson.

—Siempre lo hay —apuntó Wallander—. Aunque no siempre seamos capaces de verlo. ¿Sabéis si Svedberg ha empezado a hablar con los abogados que revisan el material del bufete?

—Sí, lleva allí toda la mañana —lo informó Martinson—. Pero yo creo que lo que quiere es quitarse ese muerto de encima. Ya sabes que leer papeles no es su punto fuerte.

—Está bien, échale una mano —ordenó Wallander—. Tengo la vaga sensación de que es urgente.

Volvió al interior de la casa, se quitó la chaqueta y fue al aseo del vestíbulo. Al ver su rostro en el espejo, lanzó un grito. En efecto, iba sin afeitar, tenía los ojos enrojecidos y el cabello revuelto, lo que le hizo preguntarse cuál habría sido la impresión que habría dejado tras su visita al castillo de Farnholm. Se enjuagó la cara con agua fría mientras reflexionaba sobre la manera de hacerle ver a la señora Dunér que él era consciente de que ella, por razones que él desconocía, le estaba ocultando información de diversa índole. «Amabilidad ante todo», resolvió. «En caso contrario, clausurará sin duda todas las vías de acceso.»

Una vez que se hubo refrescado, entró en la cocina, donde la mujer seguía hundida en la silla. Fuera, en el jardín, los técnicos policiales lo ponían todo manga por hombro. De vez en cuando, se oía el tono áspero de la voz de Nyberg. Entonces experimentó la sensación de que había vivido aquel instante con anterioridad, el turbador descubrimiento de que, en realidad, había estado caminando en círculos y que había vuelto a un punto de partida remoto. Cerró los ojos y respiró hondo, antes de sentarse a la mesa de la cocina. Mientras miraba a la mujer que tenía frente a sí, creyó, por un momento, ver en ella la imagen de su madre, fallecida hacía ya muchos años. El cabello gris, el cuerpo escuálido bajo una piel tensada por un marco invisible. Sin embargo, cayó en la cuenta de que ya no recordaba los rasgos de su rostro, que había palidecido en su recuerdo, que se había ido alejando hasta desaparecer de su memoria.

—Comprendo perfectamente que está usted muy alterada —aseguró—. Pese a todo, tenemos que hablar.

Ella asintió en silencio.

—Veamos, esta mañana descubrió usted que alguien había estado hurgando en su jardín durante la noche —comenzó.

—Así es. Me di cuenta enseguida —continuó ella.

—Bien. Y, ¿qué hizo?

Ella lo miró con expresión de asombro.

—Ya se lo he contado. ¿Acaso he de repetirlo todo?

—Todo no —señaló Wallander paciente—. Lo único que debe hacer es responder a las preguntas que yo vaya haciéndole.

—Bien, pues, había empezado a clarear el día —obedeció la mujer—. Yo suelo madrugar. Me asomé al jardín y vi que alguien había estado ahí durante la noche. Entonces, llamé a la policía.

—Y, ¿por qué llamó usted a la policía? —preguntó Wallander sin dejar de observarla con atención.

—¿Qué iba a hacer si no?

—Pues, podría usted haber salido a ver qué había pasado.

—Ya, pero no me atreví.

—¿Por qué? ¿Porque sabía que podía ser peligroso?

Ella no contestó, pero Wallander aguardaba mientras oía refunfuñar a Nyberg en el jardín.

—Si he de ser sincero, creo que usted no ha sido honrada conmigo —apuntó Wallander—. En realidad, creo que conoce usted una serie de detalles que debería contarme.

La mujer se hizo sombra con la mano, como si la luz de la cocina le molestase. Wallander seguía esperando. En el reloj de la cocina estaban a punto de dar las once.

—Llevo mucho tiempo sintiendo miedo —reveló ella de pronto al tiempo que lanzaba a Wallander una mirada acusadora, como si él fuese el responsable de su temor.

La continuación que esperaba el inspector no llegaba, con lo que prosiguió:

—Uno no suele asustarse sin motivo. Para que la policía sea capaz de averiguar qué les sucedió a Gustaf y a Sten Torstensson, es indispensable que colabore.

—Yo no puedo ayudarles —afirmó ella.

Wallander comprendió que su interlocutora estaba a punto de venirse abajo. Pese a todo, siguió adelante.

—Pero sí puede responder a mis preguntas —propuso—. Puede empezar por contarme cuál es el origen de su miedo.

—¿Sabe qué es lo más aterrador en este mundo? —irrumpió ella de pronto—. Pues el miedo de los otros. Yo llevaba treinta años trabajando para Gustaf Torstensson. Y no lo conocía. Sin embargo, no pude evitar notar la transformación. Aquel miedo suyo se manifestaba como un olor extraño que su cuerpo hubiese empezado a exhalar.

—¿Cuándo fue la primera vez que lo advirtió?

—Hace tres años.

—¿Había acontecido algo especial?

—No, todo era como solía ser.

—Es muy importante que haga un esfuerzo por recordar.

—¿Y qué cree usted que he estado haciendo todo este tiempo?

Wallander intentaba meditar cada pregunta, para que ella no abandonase. Con todo, ahora le parecía dispuesta a responderle.

—¿Nunca habló de ello con Gustaf Torstensson?

—Nunca.

—¿Tampoco con su hijo?

—No creo que él notase nada.

«Puede que sea cierto», decidió Wallander. «Después de todo, ella era la secretaria de Gustaf Torstensson.»

—¿No se le ocurre ninguna explicación a lo ocurrido? Supongo que es consciente de que podría haber muerto en su jardín. Por eso, porque lo sospechaba, llamó a la policía, en lugar de ir a mirar. Usted esperaba que algo sucediese. Y quiere que crea que no sabe cómo explicarlo…

—Por las noches, venía gente al despacho —explicó ella—. Tanto Gustaf como yo lo notamos. Un bolígrafo que habían dejado en otro lugar, una silla sobre la que alguien había estado sentado y que había vuelto a colocar casi como estaba al principio…

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