—Era el cliente personal más importante del bufete —prosiguió la señora Dunér—. De hecho, durante los últimos años, fue el único cliente de Gustaf Torstensson.
Wallander anotó el nombre en un trozo de papel que encontró en el bolsillo.
—Es la primera vez que oigo ese nombre —admitió—. Es un hacendado, supongo.
—Bueno, es una buena manera de calificar a quien posee un castillo —afirmó ella—. Sin embargo, su principal actividad son los grandes negocios a escala internacional.
—Bien, ni que decir tiene que me pondré en contacto con él —reveló Wallander—. Debe de haber sido una de las últimas personas que vieron a Gustaf Torstensson con vida.
De repente, un repartidor echó unos folletos publicitarios por la ranura del correo. La señora Dunér dio un respingo cuando cayeron al suelo de la entrada.
«Tres personas asustadas», constató Wallander. «Pero ¿cuál es el origen de ese miedo?»
—En fin, hablemos de Gustaf Torstensson —insistió—. Vamos a intentarlo de nuevo. Haga un esfuerzo por describírmelo.
—Era la persona más reservada que jamás conocí —aseveró ella en un tono que Wallander creyó poder interpretar como ligeramente agresivo—. Nunca permitió que nadie se le aproximase. Era tan meticuloso que nunca jamás modificó una rutina. Era una de esas personas de las que suele decirse que se puede poner en hora el reloj según sus costumbres. En el caso de Gustaf Torstensson era más cierto que en ningún otro. Era como la imagen recortada de una silueta, sin sangre en las venas. Por otro lado, no resultaba ni amable ni desagradable, sino simplemente aburrido.
—Según Sten Torstensson era también una persona de carácter alegre —opuso Wallander.
—En tal caso, yo nunca lo noté —negó la señora Dunér.
—¿Cómo era la relación entre ellos?
La mujer no se lo pensó ni un segundo, sino que contestó de inmediato y con decisión.
—A Gustaf Torstensson lo irritaba que su hijo intentase modernizar el bufete —explicó—. Y para Sten Torstensson su padre era, en muchos sentidos, un lastre. Sin embargo, ambos ocultaban su parecer, pues ambos temían los conflictos en la misma medida.
—Antes de morir, Sten Torstensson me reveló el hecho de que alguna circunstancia que él ignoraba había estado preocupando e inquietando a su padre durante los últimos meses —explicó Wallander—. ¿Tiene usted algo que decir al respecto?
En esta ocasión, la señora Dunér meditó un momento antes de responder.
—Es posible —admitió—. Ahora que usted lo dice. Durante sus últimos meses de vida, estaba como ausente.
—¿Se le ocurre alguna explicación?
—No.
—¿No había ocurrido nada especial?
—No, nada.
—Quiero que piense bien la respuesta, pues podría ser muy importante.
La mujer se sirvió más té mientras reflexionaba. Wallander aguardaba paciente. Entonces, ella alzó la vista y lo miró.
—No, no puedo contestar a esa pregunta —replicó—. Lo cierto es que no se me ocurre ninguna explicación.
En ese momento, al mismo tiempo que escuchaba sus palabras, Wallander se dio perfecta cuenta de que no decía la verdad. Sin embargo, decidió no presionarla. Todo era aún demasiado confuso e impreciso. Todavía no había llegado el momento.
El inspector apartó la taza y se levantó.
—Bien, en ese caso, no la molestaré más —declaró con una sonrisa—. Gracias por la charla. Sin embargo, me temo que debo advertirla de que volveré con nuevas preguntas.
—¡Faltaría más! —aceptó la señora Dunér.
—Si se le ocurre alguna otra cosa, no tiene más que llamarme —le recordó él ya en la calle—. No lo dude, el menor detalle puede ser muy valioso para la investigación.
—Lo tendré en cuenta —afirmó ella antes de cerrar la puerta.
Wallander se sentó al volante, pero no puso en marcha el motor. Le había sobrevenido una sensación profundamente desagradable. Si bien no era capaz de explicar por qué, barruntaba que, detrás de la muerte de los dos abogados, se ocultaba algo de envergadura, pesado y horrendo. Aún no había hecho más que raspar la superficie.
«Aquí hay algo que nos está orientando en una dirección errónea», se dijo. «Tal vez deba considerar la posibilidad de que aquella postal que fue enviada desde Finlandia no sea una pista falsa, sino más bien la auténtica pista. Pero ¿hacia dónde nos lleva?»
Estaba a punto de poner en marcha el motor para alejarse de allí, cuando descubrió a una persona que, en pie sobre la acera contraria, lo miraba con fijeza.
Era una mujer joven, de apenas veinte años, de origen asiático indefinible. Al darse cuenta de que Wallander la había visto, se fue a toda prisa. Por el espejo retrovisor, la vio girar a la derecha, en dirección a la calle de Hamngatan, sin darse la vuelta para mirar.
Estaba seguro de no haberla visto nunca con anterioridad. Aquello no tenía por qué significar que ella lo hubiese reconocido. Durante sus años de servicio como inspector de policía, había estado en contacto con refugiados en busca de asilo en contextos muy diversos.
Emprendió el regreso a la comisaría. El viento seguía siendo racheado. Una pantalla de nubes se aproximaba por el este. No había hecho más que girar para entrar en la carretera de Kristianstadvägen cuando, de repente, frenó en seco. El conductor del camión que tenía detrás dio un bocinazo airado.
«Mis reacciones son demasiado lentas», resolvió. «Ni siquiera me doy cuenta de lo evidente.»
Realizó una maniobra de tráfico prohibida y volvió por el mismo camino por el que había venido. Aparcó el coche ante la puerta de la oficina de Correos de la calle de Hamngatan y se apresuró después a tomar la perpendicular que conducía hasta la parte norte de la calle de Stickgatan. Se colocó de modo que pudiese ver de lejos la casa rosa en la que vivía la señora Dunér.
Hacía fresco y empezó a caminar por la acera de arriba abajo. Una hora más tarde, comenzó a sopesar la idea de abandonar. Mas ¡estaba tan seguro de haber acertado…! Así, siguió vigilando la casa. A aquellas horas, Per Åkeson estaría esperándolo, pero lo haría en vano.
A las tres y veintitrés minutos exactamente, se abrió la puerta de la casa rosa. Wallander se deslizó a toda prisa hasta ocultarse tras una esquina.
En efecto, estaba en lo cierto. Era aquella mujer de aspecto asiático impreciso la que abandonaba la casa de la señora Berta Dunér.
La joven desapareció al volver la esquina.
En ese momento, Wallander notó que empezaba a llover.
La reunión del grupo de investigación que dio comienzo a las cuatro se prolongó durante siete minutos exactamente. Wallander fue el último en entrar y hundirse en su silla, sin resuello y con la cara sudorosa. Sus colegas lo miraban inquisitivos desde sus asientos en torno a la mesa, pero ninguno de ellos hizo comentario alguno. A Björk le llevó unos minutos hacerse a la idea de que nadie tenía nada relevante de lo que informar o que exponer para su discusión. En aquel tipo de situaciones los policías se convertían en lo que, en su propia jerga, se denominaba «cavadores de túneles». En efecto, todos intentaban perforar diversas superficies con objeto de acceder a lo que pudiera hallarse oculto debajo. Se trataba por tanto de un periodo recurrente en el curso de toda investigación, que no solía originar conversaciones innecesarias. El único que tenía algo que preguntar era Wallander.
—Muy bien, pero ¿quién es Alfred Harderberg? —inquirió tras consultar la nota en la que había garabateado el nombre.
—¡Vaya! ¡Yo creía que eso lo sabía todo el mundo! —exclamó Björk con sorpresa manifiesta—. Es uno de los hombres de negocios más prósperos y exitosos del momento. Vive aquí, en Escania, cuando no está de viaje en su avión privado.
—Es el propietario del castillo de Farnholm —aclaró Svedberg—. Dicen que tiene un acuario con arena de oro en el fondo.
—Pues era cliente de Gustaf Torstensson —intervino Wallander—. Su principal cliente, para ser exactos. Y el último, pues venía de visitarlo la noche que murió en la plantación.
—Yo sé que suele organizar colectas privadas para los necesitados en las zonas de guerra de los Balcanes —reveló Martinson—. Claro que eso no debe de ser tan difícil cuando uno dispone de una cuenta corriente ilimitada.
—Alfred Harderberg es un hombre digno de respeto —sentenció Björk.
Wallander notó que empezaba a irritarse.
—¿Y quién no lo es? —le espetó—. De todos modos, yo pienso ir a hacerle una visita.
—De acuerdo, pero llámalo antes —advirtió Björk al tiempo que se levantaba.
La reunión había concluido. Wallander fue a buscar una taza de café y entró en su despacho. Necesitaba meditar un rato a solas sobre el posible significado del hecho de que una joven de origen asiático hubiese visitado a la señora Dunér. Cabía la posibilidad de que no significase nada en absoluto. Pero el instinto de Wallander lo hacía inclinarse por lo contrario. Puso los pies sobre la mesa y se echó hacia atrás en la silla, con la taza de café en equilibrio sobre una de sus rodillas.
Entonces, sonó el teléfono y, cuando fue a echar mano del auricular, se le escapó la taza, de modo que el café se le derramó sobre la pierna y la taza salió rodando por el suelo.
—¡Joder! —exclamó irritado con el auricular a medio camino hacia la oreja.
—No es necesario que seas desagradable —oyó decir a su padre—. Sólo quería saber por qué no llamas nunca.
Enseguida lo invadió el cargo de conciencia, lo que a su vez lo inducía a caer en un profundo estado de irritación. Se preguntó si la relación entre su padre y él llegaría a verse alguna vez libre de todas aquellas tensiones que emergían a la superficie al menor motivo.
—No, es que se me ha caído una taza de café al suelo —explicó a modo de excusa—. Y me he quemado la pierna.
El padre no pareció haber oído sus palabras.
—¿Por qué estás en tu despacho? —preguntó—. ¿No estabas de baja?
—Ya no. He vuelto al trabajo.
—¿Cuándo?
—Ayer.
—¿Ayer?
Wallander comprendió que, a menos que fuese capaz de finalizar la conversación de inmediato, aquélla podría prolongarse más de lo deseado.
—Ya sé que te debo una explicación —comenzó—. Pero es que ahora no tengo tiempo—Iré a verte mañana por la noche y te contaré lo que ha sucedido.
—Hace mucho tiempo que no te veo —recriminó el padre antes de colgar.
Wallander permaneció un instante sentado, con el auricular en la mano. Su padre, que cumpliría setenta y cinco años al año siguiente, no cesaba de llenar su alma de sentimientos harto contradictorios. Su relación había sido complicada, desde que él podía recordar. Y había estallado el día en que Wallander le comunicó a su padre su intención de convertirse en policía. Durante los veinticinco años que habían transcurrido desde aquel momento, su progenitor no había dejado pasar la menor oportunidad de criticar aquella decisión. Por su parte, Wallander era incapaz de liberarse del cargo de conciencia que le producía el no dedicarse más a su anciano padre. El año anterior, cuando recibió la apabullante noticia de que el anciano había tomado la determinación de casarse con una mujer treinta años más joven que él y que, por si fuera poco, era la asistente social que había estado ayudándole en casa tres veces por semana, pensó que, a partir de aquel momento, su padre no echaría en falta la compañía. Mas, aquella mañana, al quedar así, con el auricular en la mano tras la conversación telefónica con él, comprendió que, en el fondo, nada había cambiado.
Colgó por fin el auricular y recogió la taza de café, se secó la pernera del pantalón con una hoja que arrancó del bloc escolar que usaba para sus notas y recordó que debía ponerse en contacto con el fiscal, Per Åkeson, cuya secretaria le pasó la llamada enseguida. Wallander le explicó que le había surgido un imprevisto y Per Åkeson le propuso otra cita para la mañana siguiente.
Una vez que la conversación hubo concluido, fue a buscar otra taza de café y se cruzó en el pasillo con Ann-Britt Höglund, que iba cargada con una montaña de archivadores.
—¿Qué tal va eso? —preguntó Wallander.
—Muy despacio —aseguró ella—. No puedo evitar pensar que hay algo extraño en la muerte de estos dos abogados.
—Eso mismo pienso yo —convino Wallander sorprendido—. ¿Qué es lo que te sugiere tal cosa?
—La verdad, no lo sé.
—En fin, hablaremos de ello mañana —resolvió Wallander—. La experiencia me dice que no hay que menospreciar el valor de aquello que no somos capaces de expresar en palabras.
Volvió a su despacho y buscó su bloc, mientras los recuerdos lo devolvían a las heladas playas de Skagen, donde Sten Torstensson apareció de entre la niebla. «Fue allí donde esta investigación empezó para mí», se dijo. «En efecto, comenzó cuando Sten Torstensson aún estaba con vida.»
Muy despacio, fue revisando lo que había llegado a saber hasta el momento acerca de los dos abogados muertos. Se sentía como el soldado que, al acometer la retirada, mira cauto y alerta a ambos lados del camino. Más de una hora le llevó organizar y obtener una visión de conjunto de los datos que él y sus colegas habían logrado recabar hasta el momento.
«¿Qué es lo que veo, sin poder decir que lo vea realmente?», se preguntaba una y otra vez mientras revisaba el material. Sin embargo, cuando al cabo dejó a un lado el bolígrafo, pensó mal humorado que lo único que había obtenido era un perfecto signo de interrogación.
«Dos abogados muertos», prosiguió en su reflexión. «El uno en un curioso accidente de tráfico con toda probabilidad amañado por alguien. Y ese alguien, que acabó con la vida de Gustaf Torstensson, era un asesino que, con cálculo premeditado, se tomó la molestia de ocultar su crimen. La solitaria pata de aquella silla a medio enterrar en el barro fue un error más que llamativo. Está claro que aquí hay un porqué y un quién», concluyó. «E incluso es posible que haya algo más.»
Y, de repente, se dio cuenta de que se hallaba ante una roca que podía levantar de inmediato. Buscó el número de la señora Dunér en sus notas. Ella contestó casi al instante.
—Hola, soy el inspector Wallander. Lamento molestarla —se excusó—. Pero es que tengo una pregunta a la que quisiera me respondiese ahora mismo.
—Si está en mi mano, no dude que lo haré —respondió ella solícita.
«En realidad, son dos las preguntas que quiero hacerle», se dijo Wallander. «Pero lo de la joven asiática lo reservaré para otro momento.»