El hombre sonriente (8 page)

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Wallander asintió despacio, consciente de lo que quería decir la mujer aunque preguntándose si no habría querido decir algo más, si no habría lanzado, aun de forma inconsciente, un mensaje que corroborase las sospechas motivo de la visita de Sten Torstensson a Skagen.

De pronto, se le ocurrió una idea.

—¿Podría recordar sin más qué hizo Sten Torstensson la semana anterior a su muerte, el martes 24 y el miércoles 25 de octubre?

La respuesta fue inmediata.

—Estuvo de viaje.

«Es decir, que no emprendió el viaje en secreto», concluyó Wallander.

—Dijo que necesitaba marcharse unos días, para reponerse del dolor por la muerte de su padre —prosiguió ella—. Como es natural, cancelé todas las citas que tenía previstas para aquellos dos días.

Entonces, de forma tan repentina como inesperada, la señora Dunér rompió a llorar, sin que Wallander supiese cómo reaccionar, mientras oía el crujir de la silla bajo el peso de su cuerpo.

Ella se levantó rauda del sofá y fue a la cocina, donde, según pudo oír Wallander, se sonó la nariz antes de regresar a la sala de estar.

—Es terrible —comentó—. ¡Es tan terrible!

—Lo comprendo —confesó Wallander.

—Me envió una postal —explicó ella con un atisbo de sonrisa, que hizo sospechar a Wallander que se echaría a llorar de nuevo en cualquier momento. Sin embargo, resultó estar más serena de lo que él había supuesto.

—¿Quiere verla?

Wallander asintió.

—Sí, claro.

La mujer se levantó, se dirigió a la estantería que había contra una de las paredes y, de un jarrón de porcelana, sacó una postal que le tendió a Wallander.

—Finlandia debe de ser un país muy hermoso —señaló la señora Dunér—. Yo no he estado nunca allí. ¿Y usted? Wallander clavaba la mirada, sin comprender nada, en el paisaje marítimo y crepuscular de la postal.

—Sí —afirmó despacio—. Sí que he estado en Finlandia. Es, tal como usted dice, un país bellísimo.

—Le ruego disculpe que me haya dejado llevar por el dolor —se excusó ella—. Resulta que la postal llegó el mismo día que lo hallé muerto.

Wallander asintió ausente.

Sin duda, tenía que hacerle a la señora Dunér muchas más preguntas de las que él mismo había podido imaginar. Sin embargo, era consciente de que aún no era el momento. Aquello significaba, pues, que Sten Torstensson le había dicho a su secretaria que iba a Finlandia y, como prueba misteriosa de ello, la mujer había recibido una postal de aquel país. Pero ¿quién la habría enviado si, como él sabía, Sten Torstensson se encontraba, en aquellos momentos, en Jutlandia?

—Necesitaría quedarme con la postal unos días, como prueba para la investigación —comentó Wallander—. Pero tiene mi palabra de que le será devuelta.

—Sí, claro, lo comprendo.

—Quisiera hacerle una última pregunta, antes de marcharme —añadió Wallander—. ¿No notaría usted nada anormal durante las semanas anteriores a su muerte?

—¿A qué se refiere exactamente?

—Que su comportamiento fuese anómalo en alguna medida.

—Como comprenderá, estaba profundamente afectado por la muerte de su padre.

—¿Sólo eso?

Wallander se percató de hasta qué punto su insistencia y su pregunta resultaban inapropiadas, pero siguió aguardando la respuesta.

—No —aseguró ella—. Se comportaba como era habitual en él.

El inspector se levantó de la silla de rejilla.

—Lo más seguro es que necesite hablar con usted más adelante —anunció.

La señora Dunér no se movía del sofá.

—¿Quién puede ser capaz de algo tan atroz? —inquirió—. Entrar así por una puerta, matar a un hombre y luego marcharse, como si nada hubiese ocurrido.

—Eso es lo que tenemos que averiguar —afirmó Wallander—. ¿Usted no sabrá si tenía algún enemigo?

—¿Cómo iba a tener enemigos? No se me ocurre quiénes.

Wallander dudó un instante, antes de formular su última pregunta.

—¿Qué es lo que usted cree que ha sucedido?

La mujer se puso en pie antes de responder.

—Hubo un tiempo en que las causas del mal eran menos complejas —indicó—. Pero ya no es así. Eso ya no sucede.

Wallander se puso el chaquetón, aún pesado por la humedad. Ya en la calle, permaneció inmóvil un momento, mientras rememoraba aquella máxima que, en su día, como policía recién salido de la academia, había hecho suya:

«Hay un tiempo para vivir y otro para morir».

También le hicieron reflexionar las palabras que la señora Dunér había pronunciado a modo de despedida. De forma más que vaga, barruntaba que se trataba de una apreciación importante sobre Suecia. Sin duda algo sobre lo que debía volver más tarde. No obstante prefirió, por el momento, dejar a un lado aquellos pensamientos.

«No parece sino que deba intentar, en este caso, comprender el razonar de los muertos», resolvió. Aquella postal de Finlandia, con matasellos de un día en que Sten Torstensson se encontraba, sin lugar a dudas, tomando café con él en Skagen, era prueba evidente de que no había dicho la verdad. Al menos, no toda la verdad. «Una persona no puede mentir sin ser consciente de estar mintiendo.»

Se sentó al volante mientras hacía un esfuerzo por decidir qué hacer. Como ciudadano de a pie, lo que más le apetecía era marcharse a su apartamento de la calle de Mariagatan y echarse en la cama, con las cortinas corridas. Mas, como policía, se veía obligado a pensar de otro modo.

Miró su reloj de pulsera. Eran las dos menos cuarto. Tenía que estar de vuelta en la comisaría como máximo a las cuatro, cuando daría comienzo la reunión vespertina del grupo de investigación.

De manera que meditó un instante, antes de decidirse. Puso el coche en marcha, giró hacia la calle de Hamngatan y se mantuvo en el carril de la izquierda para salir de nuevo a Österleden. Continuó luego por la calle de Malmövägen, hasta llegar al desvío hacia Bjäresjö. La fina lluvia había cesado, pero el viento seguía soplando racheado. Tras haber recorrido varios kilómetros, abandonó la carretera principal y se detuvo ante una zona vallada donde un letrero oxidado informaba a los visitantes de que habían llegado a Desguaces Niklasson. La verja estaba abierta, de modo que entró con su vehículo a través de las pilas de esqueletos de coches. Mientras lo hacía, se preguntaba cuántas veces en su vida no habría visitado aquel desguace. En repetidas ocasiones, el propietario, Niklasson, había sido sospechoso en varios casos de encubrimiento de delincuentes, y su nombre había salido a relucir a menudo. Sin embargo, se había convertido en todo un personaje para la policía de Ystad ya que nunca había llegado a ser detenido. En efecto, aunque las pruebas contra él habían resultado más que suficientes, solía suceder que una especie de mano invisible retiraba los eslabones de la argumentación en contra de Niklasson, con lo que éste podía regresar a las dos caravanas contiguas que constituían su combinación de vivienda y oficina.

Wallander se detuvo y salió del coche. Un gato mugriento lo observaba desde el capó oxidado de un viejo Peugeot. En ese momento, descubrió a Niklasson, que salía de entre una torre de neumáticos, enfundado en una bata oscura y cubierto con un sucio sombrero, bien encajado sobre sus largos cabellos. Wallander no recordaba haberlo visto nunca con otra vestimenta.

—¡Kurt Wallander! —anunció Niklasson con una sonrisa—. ¡Cuánto tiempo! ¿Has venido para llevarme contigo?

—¿Hay algún motivo? —quiso saber el inspector.

Niklasson profirió una sonora carcajada.

—¡Eso lo sabrás tú! —respondió.

—No. Es que quiero ver un coche que ha venido á parar aquí. Un Opel azul oscuro, propiedad del abogado Gustaf Torstensson.

—¡Ah, sí, ése! —exclamó Niklasson, al tiempo que echaba a andar—. Lo tengo por aquí. ¿Por qué quieres verlo?

—Porque quien iba al volante murió en el accidente.

—Sí, la gente conduce como una mierda —sentenció Niklasson—. A mí me extraña que no se mate más gente conduciendo. Aquí lo tenemos. Aún no he empezado a desguazarlo, así que está tal y como lo trajeron.

Wallander asintió.

—Bueno, ya no te necesito.

—Seguro que no —convino Niklasson—. Oye, ¿sabes?, siempre me preguntado cómo se siente uno cuando mata a una persona.

Lo inopinado de la pregunta sorprendió a Wallander.

—Pues como una mierda —explicó éste—. ¿Qué te creías?

—No sé, nada. Era sólo una pregunta —afirmó Niklasson.

Una vez que se hubo quedado solo, el inspector dio un par de vueltas alrededor del coche, y quedó no poco sorprendido al comprobar que los daños externos que presentaba eran mínimos, pese a que se suponía que se había estrellado contra un muro de piedra que había junto a la plantación, después de dar, al menos, dos vueltas completas. Se sentó en cuclillas para examinar el asiento del conductor. Las llaves, que estaban en el suelo del coche, junto al acelerador, llamaron enseguida su atención. Logró abrir la puerta, tras cierto forcejeo, tomó el llavero y probó a meter la llave en el contacto. Sten Torstensson tenía toda la razón: ni la llave ni el contacto presentaban ningún desperfecto. Mientras reflexionaba, dio una tercera vuelta en torno al vehículo, antes de escurrirse hacia su interior con la idea de descubrir contra qué se habría golpeado la nuca Gustaf Torstensson. Pese a lo exhaustivo de su reconocimiento, no logró comprender cómo había podido golpearse. De hecho, había varias manchas esparcidas por el interior del coche, que supuso eran de sangre ya seca pero, por más que buscó, no pudo hallar el punto en el que tuvo que producirse el choque.

Se arrastró de nuevo para salir del coche, con el llavero en la mano. Sin saber muy bien por qué lo hacía, abrió el maletero, donde encontró unos cuantos periódicos viejos y los restos de una silla rota, que le hicieron pensar en la pata de la silla que había hallado en la plantación. Sacó la esquina de uno de los periódicos y leyó la fecha, comprobando que era de hacía más de medio año. Hecho esto, cerró otra vez el maletero.

En ese momento, comprendió qué era lo que había visto, sin reaccionar de forma inmediata.

Recordaba con perfecta claridad lo que decía el informe de Martinson, que, al menos en ese punto, había sido exhaustivo. En efecto, según dicho informe, todas las puertas del coche, salvo la del conductor, tenían el seguro echado, y el maletero estaba cerrado con llave.

Permaneció inmóvil durante un momento.

«Me encuentro una silla rota en el maletero», razonó. «Y una de sus patas medio hundida en el barro. Dentro del coche y sentado al volante, hay un hombre muerto.»

Su primera reacción fue de enojo ante la negligencia con que se había llevado a cabo la inspección del vehículo y lo rutinario de las conclusiones. Reparó además en el detalle de que tampoco Sten Torstensson había visto la pata de la silla, por lo que no había reaccionado ante el hecho de que el maletero hubiese estado cerrado.

Volvió a su coche, con paso despacioso.

Aquello significaba que Sten Torstensson tenía razón. Su padre no había fallecido en un simple accidente de tráfico. Así, aunque aún no era capaz de figurarse qué podía ser, sí que tenía ya la certeza de que aquella noche, en medio de la niebla que inundaba la carretera desierta, había ocurrido algo extraño. Allí tuvo que haber, al menos, otra persona más. Pero ¿quién?

En ese punto de su reflexión, Niklasson salió de su caravana.

—¿Te apetece un café? —lo invitó.

Wallander dijo que no.

—No toques el coche —le ordenó—. Tenemos que examinarlo de nuevo.

—Pues ten cuidado —advirtió Niklasson.

—¿Por qué? —inquirió Wallander con el entrecejo fruncido.

—¿Cómo se llamaba el hijo? Sten Torstensson, ¿no? Pues él también estuvo aquí echándole un vistazo al coche. Y ahora está muerto. Solo por eso.

Niklasson se encogió de hombros.

—No, nada. Sólo eso —repitió.

De repente, a Wallander se le ocurrió preguntar:

—¿Ha venido alguien más a inspeccionar el coche?

Niklasson meneó la cabeza.

—No, nadie más.

El inspector se puso en marcha hacia Ystad. Se sentía fatigado e incapaz, aún, de dar una visión de conjunto de lo que había descubierto.

Sin embargo, en el fondo, no le cabía ya la menor duda de que Sten Torstensson tenía razón. El accidente de tráfico era una tapadera que ocultaba otro suceso muy distinto.

A las cuatro y siete minutos, Björk cerró la puerta de la sala de reuniones. A Wallander no le pasaron inadvertidas la falta de entusiasmo ni la sensación de estancamiento de sus colegas. Sospechaba que ninguno de los presentes tenía nada de lo que informar. Al menos, nada que modificase el sentido de la investigación de un modo decisivo ni espectacular. «He aquí un momento del trabajo policial que siempre queda censurado en las películas», se dijo. «Y, a pesar de todo, estos instantes de silencio, en los que todos son víctimas del cansancio que se manifiesta a veces incluso en cierta hostilidad recíproca, suelen ser el escenario en el que se saca adelante el trabajo. Como si tuviésemos que contarnos unos a otros que no sabemos nada, para así obligarnos a seguir buscando.»

En ese preciso momento, tomó una decisión. Nunca llegó a decirse a sí mismo si fue un vanidoso intento de asegurarse la excusa para volver y reclamar su antiguo puesto. En cualquier caso, fue en aquel ambiente de desánimo donde creyó hallar una posibilidad de destacarse de nuevo, un escenario más que suficiente para mostrar que, pese a todo, seguía siendo policía, y no un desecho consumido que, por decencia, debería haberse retirado en discreto silencio.

El curso de su reflexión se vio interrumpido por la mirada intensa de Björk. Wallander negó con la cabeza en un movimiento apenas perceptible: aún no tenía nada que decir.

—Bien. ¿Qué tenemos? ¿En qué punto nos hallamos? —comenzó Björk.

—Yo he ido haciendo una ronda por cada una de las casas de los alrededores —reveló Svedberg—. Al parecer, y por extraño que parezca, nadie ha oído ni visto nada. No es menos curioso el hecho de que no nos haya llegado ningún soplo ni hayamos recibido información alguna de la gente. La investigación parece estar acabada.

Svedberg guardó silencio, y Björk se volvió hacia Martinson.

—Yo he inspeccionado su apartamento de la calle de Regementsgatan —explicó éste—. Creo que nunca en mi vida he estado menos seguro de qué buscaba exactamente. Lo único que puedo asegurar es que Sten Torstensson tenía predilección por el buen coñac y que poseía una serie de libros antiguos que sospecho valen una fortuna. Además, he estado intentando sacarles algo a los técnicos de Linköping sobre los casquillos de bala. Pero me dijeron que los llamase de nuevo mañana.

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