Así pues, Wallander se aplicó a escribir: «Había una vez un viejo abogado que fue a visitar el castillo de un hombre muy rico. Tras la visita y en el camino de vuelta a casa, alguien lo mató e intentó hacernos creer que había sido un accidente de tráfico. Poco después, el hijo de este abogado resulta muerto por varios disparos de bala, en su propio despacho. El caso es que el hijo, antes de morir, había empezado a sospechar que su padre no había muerto en un accidente. Además, había venido a hablar conmigo para pedirme ayuda y con esta intención viajó a Dinamarca, donde yo me encontraba, aunque le dejó dicho a su secretaria que iría a Finlandia, desde donde llegó una postal que él remitió. Unos días después, alguien enterró una mina en el jardín de la secretaria de ambos abogados. Una agente de policía de Ystad, una mujer muy despierta, advierte que un coche viene siguiéndonos mientras viajamos juntos hacia Helsingborg. El bufete de abogados recibió dos cartas de amenaza de un auditor provincial que más tarde se quita la vida colgándose de un árbol en un soto a las afueras de Malmö. Aunque lo más verosímil es que también él haya sido asesinado y que, tal y como ocurrió con el accidente de tráfico, el suicidio estuviese amañado. Todos estos sucesos guardan relación, pero no se nos presenta ninguna explicación inmediata que los justifique. No se ha cometido ningún robo, no cabe hablar de la mediación de pasión alguna, ni de odio ni de celos. Tan sólo tenemos un curioso recipiente de plástico. Y podemos volver a empezar. Había una vez un viejo abogado que fue a visitar el castillo de un hombre muy rico».
Wallander dejó el bolígrafo.
«Alfred Harderberg», se dijo. «Un Caballero de Seda de nuestro tiempo. De esos que se ocultan en el trasfondo. En el trasfondo de todos nosotros. De los que van volando por todo el mundo y cierran negocios impenetrables, como si se tratase de un ritual cuyas reglas sólo conocen los iniciados.»
Leyó lo que había escrito y, pese a lo transparente del enunciado, no halló nada que arrojase el menor rayo de luz acerca de la investigación. Y, sobre todo, no halló nada que indicase que Alfred Harderberg pudiese estar implicado.
«Debe de tratarse de algo de mucha envergadura», resolvió. «Si estoy en lo cierto, si ese hombre está detrás de todo esto, no cabe duda de que Gustaf Torstensson, y también Lars Borman, tuvieron que haber descubierto algo que amenazaba todo su imperio. Con toda probabilidad, Sten Torstensson ignoraba qué podía ser. Pero vino en mi busca, y se temía que lo hubiesen vigilado, lo cual resultó ser verdad. Y ellos no podían arriesgarse a que él difundiera lo que sabía, ni siquiera podían correr el riesgo de que Berta Dunér tuviese la menor idea.»
»Así que debe de ser algo grande», se repitió. «Algo que quizá quepa en un recipiente de plástico que se parece a una nevera portátil.»
Fue a buscar un café y volvió al despacho para llamar a su padre.
—Hay tormenta —señaló Wallander—. Es posible que tu tejado no aguante.
—Eso espero —replicó el padre.
—¡¿Eso esperas?! ¿Qué es lo que esperas?
—Vivir la experiencia de ver mi tejado volando por los aires, como unas alas que sobrevolaran los campos. Sería una experiencia nueva.
—Lo cierto es que tendría que haberlo reparado hace ya tiempo —se excusó Wallander—. Pero te lo tendré listo antes de que llegue el invierno.
—Ya veremos —lo retó el padre—. Para eso, tendrías que venir aquí.
—No te preocupes, que encontraré el momento —prometió Wallander—. ¿Has pensado en lo que ocurrió en Simrishamn?
—¿Y qué es lo que tengo que pensar? —se extrañó el padre—. Hice lo correcto.
—Uno no puede ir por ahí golpeando a la gente como le venga en gana —le advirtió Wallander.
—Pues yo no pienso pagar ninguna multa —aseguró el padre—. Prefiero ir a la cárcel.
—No vas a ir a la cárcel —atajó Wallander—. Te llamaré esta noche para ver qué ha pasado con el tejado. Pueden soplar vientos huracanados.
—Pues me subiré a la chimenea —dijo el padre.
—¡Dios santo! ¿Por qué ibas a hacer tal cosa?
—Para darme una vuelta volando.
—Te matarás. ¿No está Gertrud ahí?
—Sí. Me la llevaré a ella también —afirmó el padre antes de colgar.
Wallander quedó allí sentado, con el auricular en la mano, cuando Björk entró en el despacho.
—Si vas a hacer una llamada, me espero —dijo Björk.
Entonces Wallander colgó el auricular.
—Me ha dicho Martinson que el doctor Harderberg ha dado señales de vida —comentó Björk.
El inspector aguardaba una continuación que no se produjo.
—¿Eso era una pregunta? En tal caso, te diré que Martinson tiene razón. Aunque no fue Harderberg en persona quien llamó, puesto que él se encuentra en Barcelona y se espera que vuelva hoy mismo, así que he pedido una cita con él esta noche.
Wallander notó que Björk se sentía atribulado.
—Martinson me dijo también que él iba a acompañarte. La cuestión es si eso es lo más apropiado.
—¿Y qué hay de inapropiado en ello? —inquirió Wallander perplejo.
—No quiero decir que Martinson no sea la persona indicada —corrigió Björk—. Es sólo que se me ha ocurrido que podría ir yo en su lugar.
—Y eso, ¿por qué?
—Bueno, el doctor Harderberg no es un ciudadano cualquiera, después de todo.
—¡Pero tú no estás tan enterado de los detalles de la investigación como Martinson y yo! Además, no vamos al castillo de Farnholm en visita de cortesía.
—Mi presencia podría surtir un efecto tranquilizador sobre la situación. Un objetivo que, si no recuerdo mal, hemos decidido perseguir. No creo que debamos inquietar al doctor Harderberg.
Wallander reflexionó un instante, antes de responder. Aunque, para irritación suya, comprendía que lo que Björk pretendía acompañándolo era controlar que él no se comportase de un modo, a su juicio, poco profesional desde el punto de vista policial, perjudicando así la imagen del cuerpo; intuía al mismo tiempo que tenía razón, que no convenía que Harderberg empezase a inquietarse al ver el interés que la policía mostraba por él.
—Entiendo lo que quieres decir —concedió—. Pero también cabe la posibilidad de que tu presencia surta el efecto contrario. Puede resultar demasiado llamativo que el comisario jefe en persona asista a un interrogatorio rutinario.
—En fin, no era más que una idea —claudicó Björk.
—Será mejor que venga Martinson —concluyó Wallander al tiempo que se ponía en pie—. Bueno, creo que nuestra reunión está a punto de empezar.
De camino a la sala de reuniones, Wallander se permitió una reflexión acerca del hecho de que, algún día, tendría que aprender a proceder con sinceridad. Tendría que haberle dicho a Björk lo que pensaba, que no quería que lo acompañase él, que le costaba aceptar su actitud servil para con Alfred Harderberg. En el comportamiento de Björk, adivinaba un aspecto de las condiciones impuestas por el poder en el que no había reparado con anterioridad. Pese a todo, era consciente de que aquél era un tipo de comportamiento que afectaba a toda la sociedad. Siempre habla alguien por encima que dictaba las condiciones, expresas o tácitas, para quienes estaban debajo. De hecho, aún recordaba cuando, siendo niño, veía cómo los trabajadores se descubrían y aguardaban con la gorra en la mano hasta que habían pasado sus superiores, aquellos de quienes dependían sus vidas. Se acordó de la espalda de su padre doblegada ante los Caballeros de Seda y comprendió que la actitud era la misma, aunque la gorra ya no fuese visible.
«Yo también llevo una gorra en la mano», se recriminó. «Sólo que a veces no me doy cuenta de que está ahí.»
Se distribuyeron en torno a la mesa de la sala de reuniones. Svedberg mostró sombrío una propuesta del nuevo uniforme de la policía, que se había distribuido por todos los distritos policiales del país.
—¿Quieres ver qué aspecto vamos a tener en el futuro? —inquirió.
—Pero si nosotros no llevamos uniforme nunca —atajó Wallander.
—Ann-Britt no es tan negativa como nosotros —comentó Svedberg—. Ella opina que el nuevo uniforme puede quedar hasta bonito.
Björk había ocupado su lugar y dejó caer las palmas de las manos sobre la mesa, en señal de que daba comienzo la reunión.
—Esta mañana Per no estará con nosotros —anunció—. Está intentando que condenen a los dos gemelos del asalto al banco, los del año pasado.
—¿Qué gemelos? —quiso saber Wallander.
—¿Es que puede haber alguien que no se haya enterado de eso? El año pasado, una sucursal del banco Handelsbanken sufrió un robo a manos de dos individuos que resultaron ser gemelos.
—Yo no estaba aquí el año pasado —le recordó Wallander—. Así que no sé nada.
—Bueno, al final los pillamos —dijo Martinson—. Se habían procurado una formación económica elemental en una de las afamadas escuelas superiores del país y necesitaban el capital inicial para hacer realidad sus ideas. Por lo visto, tenían en mente la construcción de un paraíso terrenal flotante que se desplazase por la costa sur.
—Pues no me parece mala idea —observó Svedberg meditabundo, mientras se rascaba la calva.
Wallander echó una ojeada a su alrededor.
—Alfred Harderberg ha llamado. Iré a hablar con él esta tarde. Martinson vendrá conmigo. Existe cierto riesgo de que modifique sus planes y no vuelva hoy, pero ya les he advertido que nuestra paciencia no es infinita.
—¿No crees que eso puede despertar sus sospechas? —preguntó Svedberg.
—He insistido en todo momento en que se trata de un interrogatorio rutinario —indicó Wallander—. Pues, después de todo, él fue la última persona que vio a Gustaf Torstensson con vida.
—¡En fin, ya era hora de que llamase, la verdad! —comentó Martinson—. Aunque hemos de pensar muy bien de qué vamos a hablar con él.
—Tenemos todo el día por delante —lo animó Wallander—. Desde el castillo nos harán llegar la confirmación de su regreso.
—¿Dónde se encuentra, esta vez? —quiso saber Martinson.
—En Barcelona —respondió Wallander.
—Sí, allí posee propiedades inmobiliarias de gran volumen —recordó Svedberg—. Además, tiene negocios en zonas turísticas en construcción a las afueras de Marbella. Todo ello gestionado por una sola empresa, llamada Casaco. He visto un prospecto de acciones en alguna parte. Si no recuerdo mal, todas las transacciones se realizan a través de un banco de Macao, a saber dónde está eso.
—Pues yo tampoco lo sé —confesó Wallander—. Pero en estos momentos, eso carece de importancia.
—Macao está al sur de Hong Kong —aclaró Martinson—. ¿Qué tal lleváis la geografía, chicos?
Wallander se sirvió un vaso de agua, mientras la reunión empezaba a discurrir por su rutina habitual. Uno tras otro, los colegas expusieron lo ocurrido desde la última vez que se habían visto. Así, cada uno de ellos dio cuenta de los resultados de sus pesquisas respectivas. Martinson les transmitió algunos mensajes de Ann-Britt Höglund. Lo más importante era que, al día siguiente, se vería tanto con los hijos de Lars Borman como con su viuda, que estaba de visita en Suecia. Cuando le tocó el turno, Wallander empezó por hablarles acerca del recipiente de plástico, aunque no tardó en darse cuenta de que a sus colegas les costaba comprender que ese detalle fuese tan significativo. «Bueno, mejor así», resolvió. «Esa actitud suya mitigará mis expectativas.»
Media hora más tarde, la conversación degeneró en una discusión de carácter general. Todos convenían con Wallander en dejar a un lado, hasta nueva orden, los cabos sueltos que no apuntasen directamente hacia el castillo de Farnholm.
—Seguimos esperando los resultados de los grupos de delincuencia económica de Estocolmo y Malmö —les recordó Wallander cuando la reunión estaba a punto de acabar—. Por ahora, lo único que podemos asegurar es que no hemos descubierto ningún móvil evidente para los asesinatos de Gustaf y Sten Torstensson; es decir, que el móvil no ha sido ni el robo ni la venganza. Como es natural, debemos continuar examinando la documentación relativa a los clientes, si la pista del castillo de Farnholm resulta improductiva. En cualquier caso, ahora hemos de concentrarnos en Harderberg y Lars Borman. Esperemos que Ann-Britt obtenga alguna información relevante de las entrevistas con los hijos y la viuda de éste.
—¿Tú crees que será capaz? —inquirió Svedberg.
—¿Y por qué no iba a serlo? —preguntó a su vez Wallander, sorprendido.
—Bueno, no tiene mucha experiencia que digamos —aclaró Svedberg—. Pero no era más que una pregunta.
—Pues yo creo que va a hacerlo estupendamente —sostuvo Wallander—. Si no hay más preguntas, podemos dar por concluida la reunión.
Wallander regresó a su despacho, donde se quedó un instante junto a la ventana, sin pensar en nada Después, se sentó y empezó a revisar por enésima vez todo el material recopilado hasta el momento acerca de la persona de Alfred Harderberg y su imperio económico. Gran parte de la documentación la tenía ya más que leída, pero la examinó una vez más, sin llegar a comprenderlo todo. Las transacciones financieras más complicadas, cómo una compañía se transformaba en otra diferente de forma imperceptible, el complejo juego de las emisiones de acciones, todo aquello provocaba en él la sensación de adentrarse en un país cuyas leyes desconocía. De vez en cuando hacía una pausa que aprovechaba para intentar localizar a Sven Nyberg, sin lograrlo. Se saltó el almuerzo y no salió de la comisaría hasta las tres y media. Nyberg seguía sin dar señales de vida y Wallander empezó a temer que tendría que partir hacia el castillo de Farnholm sin saber para qué servía el dichoso recipiente de plástico. Atravesó la tormenta hasta alcanzar la kebabería de la plaza de Stortorget, donde almorzó sin dejar de pensar ni un minuto en Alfred Harderberg.
Cuando volvió a la comisaría, halló sobre su escritorio un mensaje del castillo de Farnholm en el que le comunicaban que el doctor Harderberg estaba dispuesto a recibirlo a las siete y media, aquella misma tarde. Fue a buscar a Martinson para hablar con él, pues debían prepararse bien, acordar las preguntas que le harían y las que se guardarían para otra ocasión, y se topó con Svedberg en el pasillo.
—Martinson dejó recado de que lo llamases a casa —lo informó Svedberg—. Se marchó hace un rato. Al parecer, había ocurrido algo, pero no sé qué.
Ya en su despacho, Wallander llamó a su colega.
—No voy a poder acompañarte —se lamentó Martinson—Mi mujer está enferma y no puedo contar con la canguro para esta tarde. Tal vez Svedberg pueda ir contigo.