Cuando Gustaf Torstensson abandonó el castillo de Farnholm, el recipiente no estaba vacío. Contenía algo.
Lo cual indicaba, a su vez, que no se trataba del mismo recipiente, sino de otro que había sido cambiado en el trayecto a través de la bruma. Cuando Gustaf Torstensson se detuvo y se bajó del coche para morir de un golpe en la nuca.
Wallander miró el reloj, que indicaba que era ya más de medianoche. Aguardó un cuarto de hora antes de llamar a casa de Nyberg.
—¿Qué cojones pasa ahora? —vociferó Nyberg al oír la voz de Wallander.
—Quiero que vuelvas aquí. Enseguida —le ordenó.
El inspector se había preparado para capear uno de los ataques de ira de Nyberg.
Sin embargo, el técnico no pronunció palabra sino que colgó el auricular sin más.
A la una menos veinte, Nyberg entraba de nuevo en el despacho de Wallander.
Aquella charla nocturna con Nyberg resultó decisiva para Wallander. Una vez más, creyó poder constatar que los casos complicados solían aclararse de forma inesperada en los momentos más insospechados. Muchos de los colegas de Wallander veían en ello una prueba irrefutable de que también la policía necesitaba de vez en cuando una pequeña dosis de buena suerte para escapar de un callejón sin salida. Por su parte Wallander pensaba para sus adentros que, en realidad, todo aquello venía a demostrar cuánta razón tenía Rydberg cuando afirmaba que un buen policía debía prestar atención a su intuición aunque, eso sí, sin llegar a perder su juicio crítico. Así, él sabía, sin saberlo en realidad, que aquel recipiente de plástico hallado en el maletero del coche siniestrado de Gustaf Torstensson era importante y, aunque se sentía muy cansado, no había podido resistirse y aguardar hasta el día siguiente para confirmar su sospecha. Por este motivo llamó a Sven Nyberg, que no tardó en volver a atravesar la puerta de su despacho, por segunda vez aquella noche, para sentarse sin más en la misma silla de antes. El temido exabrupto del técnico, conocido por su mal genio, no llegó a producirse, aunque Wallander observó, algo sorprendido, que llevaba el pijama debajo del abrigo y que calzaba un par de botas de agua.
—¡Vaya! No has tardado mucho en irte a la cama, ¿no es así? —preguntó Wallander—. De haberlo sabido no te habría llamado.
—¿He de entender que me has hecho venir sin necesidad?
Wallander negó con un gesto.
—No, nada de eso. Se trata de ese recipiente de plástico. Quiero que me hables de él.
—No tengo nada más que decir, salvo lo que ya conoces —repuso Nyberg inquisitivo.
Wallander se sentó ante su escritorio y observó a Nyberg. Sabía que era un buen técnico criminal, además de estar dotado de mucha imaginación y una memoria inusitada.
—Ya, pero me dijiste que habías visto uno parecido en alguna ocasión —le recordó Wallander.
—Parecido no, sino exactamente igual —precisó Nyberg.
—Eso quiere decir que se trata de un recipiente especial —continuó Wallander—. ¿Podrías describírmelo?
—Claro pero ¿no será mejor que vaya a buscarlo? —sugirió Nyberg.
—Bueno, podemos ir a verlo juntos —propuso Wallander al tiempo que se ponía en pie.
Atravesaron el pasillo desierto de la comisaría mientras, desde algún despacho, se dejaba oír la música de una radio. Nyberg abrió el depósito donde la policía guardaba las pruebas de investigaciones en curso.
El recipiente estaba allí, en una estantería. Nyberg lo sacó y se lo dio a Wallander. Era de forma rectangular y su aspecto hizo pensar al inspector en una nevera portátil. Lo colocó sobre una mesa para intentar abrir la tapadera.
—Está atornillada —advirtió Nyberg—. Además, se ve que es totalmente hermético. Mira aquí, en este lateral, hay una abertura cuadrangular. Ignoro la utilidad que pueda tener, pero sospecho que debe de llevar un termómetro instalado en el interior.
—Ya. Tú viste uno igual en el hospital de Lund —comentó Wallander mientras examinaba el recipiente—. ¿Recuerdas dónde, exactamente? ¿En qué sección?
—Bueno, el hecho es que, cuando lo vi, estaba en movimiento —respondió Nyberg.
Wallander lo miró sin comprender.
—Sí, estaba en el pasillo de los quirófanos —prosiguió Nyberg—. Una enfermera apareció con él en la mano y me dio la impresión de que llevaba prisa.
—¿No recuerdas nada más?
—Nada.
Salieron, pues, en dirección al despacho de Wallander.
—A mí me recuerda a una nevera portátil —declaró Wallander.
—Pues sí, eso creo yo que es —convino Nyberg—. Puede que para conservar sangre.
—En fin. Quiero que lo averigües. Quiero saber qué hacía ese recipiente en el coche de Gustaf Torstensson la noche que murió.
Una vez en el despacho, Wallander cayó en la cuenta de algo que Nyberg había dicho antes, aquella tarde.
—Oye, ¿no dijiste que estaba fabricado en Francia?
—Sí, en el mango decía «Made in France».
—Vaya, pues no me di cuenta.
—Bueno, en el que vi en Lund, el texto era más legible —admitió Nyberg—. Así que creo que estás disculpado.
Wallander volvió a ocupar su silla, mientras Nyberg permanecía en pie junto a la puerta.
—Es posible que me equivoque, pero a mí me parece un tanto extraño que hubiese un recipiente de plástico de esas características en el coche de Gustaf Torstensson. ¿Qué hacía allí? Además, ¿estás seguro de que no había sido utilizado?
—Cuando desatornillé la tapadera, descubrí que aquélla era la primera vez que se abría desde que salió de la fábrica. ¿Quieres que te explique cómo lo supe?
—No, gracias. Me basta con que tú estés seguro de ello. De todos modos, no comprendería nada.
—Ya veo que tienes la sensación de que el recipiente es importante —aseguró Nyberg—. Pero yo suelo encontrar objetos poco usuales en los maleteros de coches siniestrados.
—Sí, sólo que en este caso no podemos permitirnos el lujo de pasar por alto el menor detalle —le advirtió Wallander.
—No creo que podamos hacerlo en ningún caso —objetó Nyberg sorprendido.
Wallander se levantó.
—Gracias por venir. Quisiera tener la respuesta acerca del uso del recipiente mañana mismo —le recordó.
Dicho esto, se separaron a la puerta de la comisaría. Wallander se marchó a casa, y se sentó en la cocina a comerse unos bocadillos antes de acostarse. Ya en la cama, no era capaz de conciliar el sueño y estuvo dando vueltas un buen rato para, al cabo, levantarse e ir de nuevo a la cocina. Se sentó a la mesa sin encender la lámpara. La luz de la farola transformaba la cocina en un curioso recinto fantasmagórico. Se sentía inquieto e impaciente debido a todos aquellos cabos sueltos que marcaban la investigación. Cierto que ya se habían decidido por el camino a seguir, pero a él lo embargaba la duda de si sería ésa la vía correcta. ¿No habrían obviado algún detalle importante? De nuevo lo transportó la memoria al día en que Sten Torstensson se le acercó avanzando por la playa de Jutlandia. Y aún creía poder recordar la conversación mantenida entre ambos casi punto por punto. Pese a todo, se preguntaba si sería posible que él no hubiese entendido bien el mensaje real del abogado, como si hubiese otro contenido subyacente a las palabras que en verdad pronunció.
Cuando por fin volvió a la cama, eran ya más de las cuatro de la mañana. En la calle, había empezado a soplar el viento y la temperatura había descendido. Sintió un escalofrío cuando se acurrucó bajo el edredón. No tenía la sensación de haber avanzado lo más mínimo. Como tampoco había logrado convencerse a sí mismo de que debía ser paciente. En definitiva, era incapaz de cumplir las exigencias que imponía a sus colegas.
Cuando llegó a la comisaría, poco antes de las ocho, soplaban vientos de tormenta. En la recepción oyó decir que existía el riesgo de que los vientos se convirtiesen en huracanados hacia la tarde y, mientras se encaminaba hacia su despacho, se preguntó si el techo de la casa de su padre en Löderup resistiría las acometidas. Lo cierto era que le remordía la conciencia desde hacía ya mucho tiempo por no haber encontrado un hueco para arreglárselo y sabía que, si la tormenta arreciaba, cabía la posibilidad de que el techo no aguantase y se viniese abajo. Se sentó y decidió que, después de todo, podía llamarlo, pues no había hablado con él desde la pelea en el Systembolaget. Y, justo cuando se disponía a descolgar el auricular, sonó el teléfono.
—Tienes una llamada —anunció Ebba—. ¿Te has dado cuenta del viento que hace?
—Pues consuélate pensando que, según dicen va a empeorar —ironizó Wallander—. ¿Quién me busca?
—Del castillo de Farnholm.
Wallander dio un respingo.
—Está bien. Pásamela —ordenó.
—Es una señora con un nombre muy curioso —aseguró Ebba—. Dijo llamarse Jenny Lind.
—Pues a mí me suena bastante normal.
—Yo no he dicho que sea raro, sino curioso —precisó Ebba—. ¿Tú no has oído hablar de la gran cantante Jenny Lind
[6]
?
—Anda, dale paso a la llamada.
Ya al teléfono, llegó a sus oídos la voz de una mujer joven. «Otra de las muchas secretarias», concluyó.
—¿El inspector Wallander?
—Sí, soy yo.
—En una visita al castillo, solicitó usted ser atendido por el doctor Harderberg, ¿cierto?
—Yo no suelo pedir audiencia —espetó Wallander notando que empezaba a irritarse—. Simplemente, tengo que hablar con él a propósito de la investigación de un asesinato.
—Lo entiendo. Acaba de llegar un télex en el que el doctor Harderberg nos comunica que llegará a Suecia a mediodía, y que podrá recibirlo mañana.
—¿Y de dónde procede ese télex? —inquirió Wallander.
—¿Tiene eso alguna importancia?
—De lo contrario, no le preguntaría —mintió Wallander.
—El doctor Harderberg se encuentra ahora mismo en Barcelona.
—Bien, pues yo no quiero esperar hasta mañana —declaró Wallander—. He de hablar con él lo antes posible. Si llega a Suecia a mediodía debe de poder recibirme esta tarde.
—No tiene ninguna cita para esta tarde, pero he de ponerme en contacto con él antes de confirmárselo.
—Haga usted lo que quiera —atajó Wallander—. Dígale que recibirá la visita de la policía de Ystad esta tarde, a las siete.
—Imposible. El doctor Harderberg organiza siempre sus visitas personalmente.
—Pues ésta es la excepción —sentenció Wallander—. Estaremos ahí a las siete.
—¿Vendrá usted acompañado?
—Así es.
—¿Puedo preguntarle el nombre del acompañante?
—Sí que puede, pero no se lo pienso dar. Será otro agente del grupo de homicidios de Ystad.
—Me pondré en contacto con el doctor Harderberg enseguida —aseguró Jenny Lind—. Por cierto, que debo hacerle saber que hay ocasiones en que el doctor cambia sus planes con poquísima antelación y que puede verse obligado a viajar a otro lugar antes de volver a Suecia.
—Pues no voy a poder consentirlo —objetó Wallander mientras empezaba a pensar que, en realidad, se excedía bastante en sus atribuciones al afirmar tal cosa.
—He de reconocer que me sorprende usted —confesó Jenny Lind—. ¿De verdad que un policía tiene potestad para decidir lo que hará o no el doctor Harderberg?
Wallander siguió extralimitándose.
—Bueno, si hablo con un fiscal, éste puede imponerle las exigencias necesarias.
En ese preciso momento, tomó conciencia de su error. Ciertamente, habían decidido proceder con cautela. Tan importante era que Alfred Harderberg respondiese a sus preguntas, como que quedase convencido de que el interés de la policía por su persona era de carácter puramente rutinario, por lo que intentó mitigar sus afirmaciones.
—Por supuesto que el doctor Harderberg no está bajo sospecha alguna de delito —afirmó—. Pero tenemos que hablar con él lo antes posible, con motivo de un aspecto de la investigación. Estoy convencido de que una persona tan prominente colaborará de buen grado con la policía en el esclarecimiento de un delito tan grave.
—Hablaré con él —repitió Jenny Lind.
—Le agradezco su llamada —aseguró Wallander a modo de despedida.
De repente, se le ocurrió una idea, y le pidió a Ebba que localizase a Martinson, al que hizo acudir a su despacho.
—Hemos tenido noticias de Alfred Harderberg —lo informó—.Se encuentra en Barcelona y a punto de regresar a Suecia. He pensado ir a verlo esta noche, con Ann-Britt Höglund.
—Pues tiene a un hijo enfermo y no vendrá hoy —le aclaró Martinson—. Acaba de llamar.
—En ese caso, te vienes tú —decidió Wallander.
—Con sumo gusto. Me muero por ver el acuario con arena de oro que dicen que tiene.
—¡Ah, sí! Por cierto, ¿sabes algo de aviones?
—No mucho, la verdad.
—Es que se me ha ocurrido una idea —explicó Wallander—. Alfred Harderberg tiene un reactor propio, un Gulfstream, que no sé si es mucho o poco. Y ese avión tiene que estar registrado en alguna parte. Además, seguro que existe una central a la que comunicar los planes de vuelo, donde podrán revelarnos cuándo piensa viajar y adónde.
—Y si no, me imagino que tendrá un par de pilotos, como mínimo —apuntó Martinson—. Me pongo a ello enseguida.
—No, encárgaselo a otro —se opuso Wallander—. Tú tienes tareas más importantes a las que dedicarte.
—Ann-Britt puede hacerlo desde su casa —sugirió Martinson—. Seguro que agradecerá sentirse de utilidad.
—Yo creo que puede llegar a ser una buena policía —comentó Wallander.
—Sí, esperemos que así sea —repuso Martinson—. Pero, a decir verdad, es imposible saberlo aún. Lo único indudable es que obtuvo muy buenas calificaciones en la Escuela de Policía.
—Claro, tienes razón. La realidad no puede mimetizarse en un centro de instrucción.
Cuando Martinson abandonó el despacho, Wallander se sentó con la intención de prepararse para la reunión del equipo que se celebraría a las nueve. Cuando se despertó aquella mañana, todas las reflexiones nocturnas acerca de los cabos sueltos que enmarañaban el caso seguían muy presentes. Había tomado la determinación de dejar a un lado cuanto no pudiese considerarse significativo para el caso de forma inmediata en la idea de que, si más tarde se demostraba que la pista que habían decidido seguir era errónea, siempre podrían recurrir a los cabos sueltos. Hasta que esto no sucediese, esos cabos sueltos no deberían reclamar su interés.
Apartó todos los documentos que tenía sobre el escritorio y colocó ante sí un folio en blanco. Hacía ya muchos años, Rydberg le había enseñado un modo de ver con otros ojos una investigación en la que se hallasen enfrascados. «Hemos de ir de una torre vigía a otra, cambiar de perspectiva de vez en cuando», recomendaba el compañero. «De lo contrario, nuestros puntos de vista carecerán de sentido. Por complicada que resulte una investigación, ha de existir un modo de explicársela a un niño. Y eso es lo que debemos hacer, ver las cosas de un modo simple, sin por ello caer en la tentación de simplificar.»