El hombre sonriente (35 page)

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—Acaba de irse —le respondió Wallander—. No sé adónde.

—De verdad que lo siento —se disculpó Martinson.

—No te preocupes. Tu deber es quedarte en casa. Ya lo arreglaré de algún modo —lo tranquilizó Wallander.

—Bueno, siempre puedes llevarte a Björk —ironizó Martinson.

—Oye, pues es verdad —respondió Wallander muy serio—. Lo pensaré.

Sin embargo, tan pronto como hubo colgado el auricular, tomó la decisión de visitar el castillo él solo, pues sabía que eso era lo que deseaba en realidad.

«Ésa es mi mayor debilidad como policía», se recriminó. «Que prefiero trabajar solo.» Aunque, con los años, había empezado a dudar de que fuese realmente una debilidad.

A fin de poder concentrarse, salió de la comisaría, se sentó al volante y partió hacia el centro de Ystad. La tormenta había arreciado y el viento soplaba ya huracanado, de modo que el coche oscilaba tambaleándose de un lado a otro. Bancos de nubes desgarradas se precipitaban por el cielo, lo que lo hizo pensar en el tejado de su padre. De repente, sintió nostalgia de las óperas que solía escuchar también cuando iba en el coche, así que se detuvo en el arcén y encendió la luz interior, pero su búsqueda fue en vano, ya que no encontró ninguna de sus viejas casetes. Entonces cayó en la cuenta de que aquel coche no era el suyo, sino uno prestado. Continuó, pues, hacia Kristianstad mientras intentaba repasar mentalmente lo que le diría a Alfred Harderberg. Pero tomó conciencia de que lo que más expectativas creaba en él era el encuentro mismo. Había leído, en los numerosos informes de que disponían, que no existía ni una sola fotografía de aquel hombre y Ann-Britt Höglund le había contado que era extremadamente huraño con los fotógrafos. En las contadas ocasiones en que se dejaba ver en público, sus colaboradores procuraban que nunca hubiese ninguno presente y, en una ocasión en que la televisión sueca le había pedido una entrevista, pudieron comprobar después que no había en los archivos ni una sola secuencia en que él apareciese.

Wallander pensó en su primera visita al castillo de Farnholm. Aquella vez concluyó que la quietud de los lugares apartados constituían la característica más sobresaliente de los propietarios de las grandes fortunas. Ahora se encontraba en disposición de añadir otro rasgo: eran seres imperceptibles, personas sin rostro cuyas vidas discurrían en hermosos entornos.

Poco antes de llegar a Tomelilla atropelló a una liebre que descubrió, como un torbellino, a la luz de los faros. Se detuvo y salió al vendaval, que estuvo a punto de arrastrarlo. La liebre estaba allí tendida, en nervioso pataleo de sus patas traseras. Wallander fue a buscar una piedra al borde de la carretera pero, cuando regresó, la liebre ya estaba muerta. La apartó de la calzada con el pie y regresó al coche algo abatido. El viento soplaba con tal fuerza que poco faltó para llevarse la puerta del coche. Prosiguió hasta Tomelilla, y allí paró ante una cafetería en la que se tomó un bocadillo y un café. Eran ya las seis menos cuarto. Sacó un bloc de notas y anotó el enunciado de algunas preguntas, sin dejar de advertir la tensión que le producía la idea del encuentro. Al mismo tiempo, le daba vueltas en la cabeza a lo absurdo que resultaba el hecho de que él esperase hallarse ante un asesino.

Estuvo sentado en aquella cafetería casi una hora, tomando café y dejando vagar sus pensamientos hasta que, de repente, se sorprendió recordando a Rydberg. Por un instante, le costó reconstruir la imagen de su rostro y sintió cierto temor. «Perder a Rydberg sería como perder a mi único amigo verdadero, por más que esté muerto», se dijo.

Pagó la cuenta y, al salir, vio que el viento había derribado el letrero de la entrada de la cafetería. Circulaban coches, pero ni un alma andaba por las calles. «Una auténtica tormenta de otoño», constató mientras ponía el motor en marcha dispuesto a partir. «Es el invierno que se abre paso con la ventolera.»

Llegó a la verja del castillo a las siete y veinticinco, imaginándose que Kurt Ström iría a recibirlo. Sin embargo, nadie se presentó. El oscuro búnker parecía abandonado. El portón se abrió silencioso y él prosiguió el trayecto hacia el castillo, cuya fachada se presentaba, al igual que los jardines, iluminada por la potente luz de algunos focos, que les daban el aspecto de un escenario. «Un reflejo de la realidad, pero no la realidad misma», sentenció para sí.

Se detuvo ante la escalinata que conducía al castillo y apago el motor. Cuando salió del coche, la puerta de entrada se abrió. Hacia la mitad de la escalera, dio un traspié, empujado por el viento, y el bloc de notas se le escapó de las manos y desapareció arrastrado en volandas por la tormenta. Meneó la cabeza disgustado y prosiguió su ascenso hasta la puerta, donde lo aguardaba una mujer de unos veinticinco años, con el pelo muy corto, casi rapado.

—¿Era importante? —inquirió ella solícita.

Wallander reconoció su voz.

—No, era sólo un bloc de notas —explicó él.

—Como es natural, enviaremos a alguien para que lo busque —aseguró Jenny Lind.

Wallander observó sus pesados pendientes y las mechas azules que salpicaban su cabello negro.

—No había nada escrito —aseguró él.

—¿No dijo usted que vendría acompañado?

—Sí, pero no ha sido así.

En ese preciso instante, Wallander descubrió la presencia de los dos hombres que, estáticos, se mantenían apostados entre las sombras de la gran escalinata que conducía a la planta alta del castillo, y recordó las sombras entrevistas la primera vez que visitó Farnholm. No era capaz de distinguir sus rostros y, por un instante, albergó serias dudas sobre si serian personas de carne y hueso, o si no se trataría más bien de un par de viejas armaduras.

—El doctor Harderberg vendrá enseguida —anunció Jenny Lind—. Puede esperarlo en la biblioteca.

Lo llevó entonces hacia una puerta que había a la izquierda del amplio rellano de la escalera. Wallander oía el eco de sus propios pasos. Se preguntó entonces cómo aquella joven podía moverse sin hacer el menor ruido y, al mirar hacia el suelo, vio con no poca sorpresa que iba descalza.

—¿No tiene frío? —le preguntó al tiempo que señalaba los pies de la secretaria.

—La calefacción va por el suelo, mediante tubos caloríficos —aclaró ella sin inmutarse antes de abrirle la puerta de la biblioteca—. Encontraremos el bloc que se ha llevado el viento —declaró antes de marcharse y cerrar la puerta tras de sí.

Se encontraba en una gran sala ovalada, de paredes recubiertas de librerías. En el centro había unos cuantos sillones de piel en torno a una mesa baja. Había una luz tenue y, a diferencia de lo que ocurría en el descansillo, allí el suelo estaba cubierto de alfombras orientales. Wallander permanecía inmóvil. Aplicó el oído, sorprendido de no percibir el menor ruido del vendaval que soplaba fuera. Concluyó que la habitación estaba insonorizada y recordó que fue allí mismo donde Gustaf Torstensson había pasado la última tarde de su vida. Allí se había reunido con unos desconocidos y de allí partió en su coche camino de Ystad, adonde no llegó jamás.

Wallander echó una ojeada a la sala y descubrió, tras una columna, un acuario enorme en el que aleteaban algunos peces de especies singulares. Se aproximó al cristal para cerciorarse de que la arena del fondo era, en verdad, de oro, y comprobó que despedía destellos, aunque no habría sabido decir si el polvo que reposaba en la base era de aquel precioso metal. Continuó, pues, dando vueltas por la sala. «Me estarán observando, sin duda», se dijo. «Pese a que no puedo ver ninguna cámara, supongo que estarán escondidas entre los libros y serán tan sensibles a la luz que la escasa iluminación del recinto es más que suficiente. Por supuesto que también habrán instalado micrófonos ocultos. Contaban con que vendría acompañado y nos habrían dejado aquí solos unos minutos para espiar lo que haríamos o diríamos. Quién sabe, quizás incluso puedan leer mis pensamientos…»

El inspector no oyó entrar a Harderberg y aun así, intuyó de repente que ya no estaba solo en la biblioteca. Cuando se dio la vuelta, vio a un hombre en pie junto a uno de los hondos sillones de piel.

—Inspector Wallander —dijo el hombre con una sonrisa que, según Wallander tendría ocasión de comprobar, nunca desaparecía de su rostro bronceado y que el inspector jamás pudo olvidar después.

—Alfred Harderberg —lo imitó Wallander a modo de saludo—. Le agradezco mucho que haya realizado un esfuerzo por recibirme.

—Todos debemos colaborar cuando la policía requiere nuestro apoyo —aseguró Alfred Harderberg.

Mientras se daban la mano, Wallander pensó que tenía una voz muy agradable. Harderberg vestía un traje a rayas de buen corte y con toda probabilidad muy caro, y la primera impresión de Wallander fue que todo en aquel hombre era perfecto, su vestimenta, su manera de moverse, su modo de hablar. Y aquella eterna sonrisa que no parecía dispuesta a abandonar su rostro.

Así pues, tomaron asiento antes de iniciar la entrevista.

—He pedido que nos traigan té —anunció Harderberg solícito—. Espero que le guste el té.

—Sí, mucho —repuso Wallander—. Y con el tiempo que hace, es lo que más apetece. Los muros de este castillo deben de ser muy gruesos.

—Supongo que lo dice porque no se oye el viento —adivinó Harderberg—. Así es, son muy gruesos. Están construidos para ofrecer resistencia, tanto a los soldados enemigos como a los vientos indómitos.

—No habrá sido un aterrizaje muy agradable —comentó Wallander—. ¿Llegó usted al aeropuerto de Everöd o al de Sturup?

—Siempre utilizo el de Sturup, pues desde allí hay conexión directa con las vías aéreas internacionales. Y el aterrizaje fue impecable. Le aseguro que seleccioné a mis pilotos con el mayor esmero.

La figura de la mujer africana que Wallander había visto en su primera visita al castillo se desgajó de las sombras y los dos hombres guardaron silencio mientras ella les servía.

—Éste es un té muy especial —afirmó Harderberg.

Wallander recordó algo que había leído aquella tarde.

—Imagino que procede de alguna de sus plantaciones.

La sonrisa inquebrantable le impidió a Wallander averiguar si Harderberg quedó sorprendido de que él conociese la existencia de aquellas plantaciones de té.

—Ya veo que el inspector está bien informado —constató—. En efecto, somos propietarios de una parte de las plantaciones que Lonhros posee en Mozambique.

—Está muy bueno —convino Wallander—. La verdad, a mí me cuesta trabajo imaginarme lo que implica poder hacer negocios en todo el mundo. La existencia de un policía es bien distinta. El paso decisivo debió de constituir un abismo también para usted, de Vimmerby a las plantaciones de té en África.

—Cierto, un abismo —aceptó Harderberg.

Wallander comprobó que el doctor clausuraba la recién iniciada conversación sobre el tema con un punto invisible. Dejó la taza de té sobre la mesa y, de pronto, se sintió algo inseguro. El hombre que tenía frente a sí emanaba una autoridad controlada pero infinita.

—Bien, haremos que este encuentro no se prolongue más de lo necesario —anunció Wallander tras un instante de silencio durante el que, en vano, intentó oír el bramido del viento—. El abogado Gustaf Torstensson, que falleció en un accidente de coche tras una visita a este castillo fue, en realidad, asesinado. El accidente fue una componenda destinada a ocultar el crimen. Aparte de la persona o personas que le quitaron la vida, fue usted el último que lo vio con vida.

—He de admitir que todo esto es absolutamente incomprensible para mí —sostuvo Alfred Harderberg—. ¿Quién iba a querer matar al viejo Torstensson?

—Sí, la misma pregunta que nos hacemos nosotros —apuntó Wallander—. Además, ¿quién tendría la suficiente sangre fría como para ocultar el crimen bajo la apariencia de un accidente de tráfico?

—Claro, pero supongo que ya tendrán ustedes alguna idea.

—Así es, aunque no me es posible comentarla con usted.

—Me hago cargo —aseguró Harderberg—. En cualquier caso, estoy seguro de que usted se figura la conmoción que nos produjo el suceso, pues el viejo Torstensson era un colaborador de confianza.

—Sí, bueno. El caso es que ese suceso vino a complicarse con el hecho de que su hijo, Sten Torstensson, también resultase asesinado. ¿Lo conocía usted?

—No, jamás lo vi aunque, como es natural, estoy al corriente de lo ocurrido.

Wallander sentía crecer su inseguridad ante la imperturbabilidad de Harderberg. En condiciones normales, solía detectar muy pronto si la persona que tenía frente a sí estaba mintiéndole o no. Sin embargo, aquel hombre, el hombre sonriente, era distinto.

—Usted se dedica a realizar grandes negocios por todo el mundo —afirmó Wallander—. Y gobierna un imperio que factura miles de millones. Por lo que he podido entender, está usted a punto de entrar a formar parte de la lista de los propietarios de las compañías más grandes del mundo.

—En efecto, lo más probable es que, ya el año próximo, superemos tanto a Kankaku Securities como a Pechiney Internacional —se ufanó Harderberg—. En tal caso, podremos contarnos entre las mil compañías más grandes del mundo.

Jamás he oído hablar de ninguna de las dos —confesó Wallander.

—Kankaku es una multinacional japonesa y Pechiney, francesa —lo informó Harderberg—. Sus respectivos presidentes del consejo de administración y yo nos vemos de vez en cuando, nos encanta divertirnos haciendo pronósticos sobre el momento en que nos hallaremos entre las mil compañías del mundo con la mayor facturación.

—Bien, ese mundo me es totalmente ajeno —admitió Wallander—. Como creo que lo era para Gustaf Torstensson, que jamás fue otra cosa que un simple abogado de provincias. Y pese a todo, usted halló un lugar para él en su organización…

—No tengo inconveniente en reconocer que yo fui el primer sorprendido —repuso Harderberg—. Sin embargo, cuando decidimos establecer nuestra central sueca en el castillo de Farnholm, caímos en la cuenta de que necesitábamos un abogado que conociese el entorno; y me propusieron a Gustaf Torstensson.

—¿Quién?

—Pues la verdad, ya no me acuerdo.

«Ahí lo tenemos», se dijo Wallander, a quien no se le ocultó el cambio apenas perceptible en aquel rostro por lo demás impasible. «Claro que lo recuerda. Es sólo que no le interesa responder a esa pregunta.»

—Según tengo entendido, se dedicaba de forma exclusiva a la asesoría financiera —indagó Wallander.

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