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El hombre sonriente (39 page)

—Tiempo —reiteró Wallander—. Eso es lo que necesitamos. También podríamos darle la vuelta a tu argumento y acordar que, en el momento mismo en que podamos eliminar a Alfred Harderberg como sospechoso, estaremos mejor preparados para abordar el caso desde otra perspectiva.

Björk no pronunciaba palabra mientras Per Åkeson observaba a Wallander.

—En realidad, y como tú ya sospechas, debería dar el alto aquí mismo —amenazó—. Así que tendrás que persuadirme de que es acertado continuar concentrándonos en Alfred Harderberg por más tiempo.

—Los argumentos están en la documentación sobre el caso —aseguró Wallander—. Yo sigo convencido de que vamos bien encaminados. Por cierto, que el resto del grupo también lo está.

—Pese a todo, yo opino que deberíamos considerar la posibilidad de diversificar ya al personal para investigar el caso desde otra perspectiva —insistió Per Åkeson.

—¿Qué perspectiva? —opuso Wallander—. No hay ningún otro punto de partida posible. ¿Quién camuflaría un asesinato como un accidente de tráfico, y con qué motivo? ¿Por qué mataría nadie a tiros a un abogado en su despacho? ¿Quién colocaría una mina en el jardín de una señora mayor? ¿Quién tendría interés en hacer volar mi coche en mil pedazos? ¿Acaso estás sugiriendo que pensemos en un demente que, sin motivo alguno, toma la determinación de acabar con la vida del personal de un bufete de abogados de Ystad y, a ser posible, quitar de en medio a un policía o dos?

—A decir verdad, aún no habéis revisado toda la documentación de los clientes del despacho de abogados —le recordó Per Åkeson—. No es poco lo que todavía ignoramos.

—Y aun así, te pido más tiempo —repitió Wallander—. No ilimitado, pero sí un poco más.

—Está bien. Os doy dos semanas —concedió el fiscal—. Si no tenéis nada más convincente que presentar dentro de dos semanas, tendremos que volver a diseñar el plan de trabajo.

—Dos semanas es poco —presionó Wallander.

—De acuerdo, lo prolongaré a tres semanas —cedió al final Per Åkeson.

—Permítenos que nos concentremos en esta línea hasta antes de Navidad —rogó Wallander—. Si se produjese algún acontecimiento que indicase que estábamos en un error, cambiamos el rumbo de inmediato, pero permítenos continuar hasta Navidad.

El fiscal se volvió hacia Björk.

—¿Tú que opinas?

—Yo estoy preocupado —confesó Björk—. A mi también me da la impresión de que no llegamos a ninguna parte por esta vía. Por otro lado, mis dudas acerca de que el doctor Harderberg pueda tener alguna relación con todo esto no son ninguna novedad.

Wallander sentía un fuerte deseo de manifestarse en contra, pero renunció a ello. En el peor de los casos, aceptaría las tres semanas.

De repente, Per Åkeson empezó a rebuscar entre la montaña de papeles que tenía sobre la mesa.

—¿Qué es esto de los trasplantes? —inquirió—. He leído en alguna parte que hallasteis una nevera para el transporte de órganos humanos en el maletero de Gustaf Torstensson. ¿Es eso cierto?

Wallander le expuso las conclusiones de Sven Nyberg al respecto y la información recabada hasta el momento.

—Avanca —repitió el fiscal cuando Wallander hubo concluido—. ¿Sabes si cotiza en Bolsa? Jamás había oído ese nombre con anterioridad.

—No, se trata de una empresa pequeña, propiedad de la familia Roman, que puso en marcha la actividad en los años treinta, con la importación de sillas de ruedas.

—En otras palabras, que no pertenece a Harderberg —concretó Per Åkeson.

—Eso es algo que aún no sabemos.

El fiscal observó a Wallander con atención.

—¿Cómo es posible que una empresa propiedad de una familia llamada Roman sea al mismo tiempo propiedad de Alfred Harderberg? Me gustaría oír una explicación.

—Te lo explicaré en cuanto lo sepa —aseguró Wallander—. Por ahora te puedo decir que este mes he aprendido lo suficiente como para poder afirmar que, en ocasiones, la situación real de propiedad en las empresas no tiene nada que ver con lo que rece el logotipo de las mismas.

Per Åkeson meneó la cabeza.

—Ya veo que no te rindes —comentó, antes de echar mano del calendario que tenía sobre la mesa.

—El lunes 20 de diciembre tomaremos una determinación —resolvió al fin—. Si es que antes no hallamos signos claros de avance. Pero ten en cuenta que entonces no os daré ni un solo día más, a menos que la investigación haya arrojado resultados notables.

—No vamos a malgastar ese tiempo —prometió Wallander—. Espero que seas consciente de que trabajamos todo lo que podemos.

—Lo sé, pero no puedo dejar de cumplir con mi deber como fiscal.

Así terminó la entrevista. Björk y Wallander regresaron taciturnos a sus respectivos despachos.

—Se ha portado bien al concederte tanto tiempo —opinó Björk cuando se detuvieron en el pasillo ante la puerta de su despacho.

—¿Al concedérmelo a mí? —preguntó perplejo—. Querrás decir a todos, ¿no es así?

—Sabes perfectamente lo que quiero decir —atajó Björk—. Mejor será que evitemos una discusión innecesaria.

—Eso mismo pienso yo —dijo Wallander antes de marcharse.

Una vez en su despacho y con la puerta cerrada, se sintió invadido por una intensa apatía. Alguien le había dejado sobre el escritorio una fotografía del jet de Harderberg, en el aeropuerto de Sturup. Wallander le dedicó una mirada ausente antes de apartarla.

«He perdido el tren», se lamentó. «La investigación está yéndose al garete. A decir verdad, debería renunciar a la dirección del grupo. No lo conseguiré.»

Permaneció allí sentado largo rato, sin hacer nada en absoluto. Viajó con el pensamiento a Riga, con Baiba Liepa. Cuando no pudo soportar la ociosidad por más tiempo, comenzó a escribirle una carta en la que la invitaba a pasar el día de Navidad y el fin de año en Ystad. Para evitar que la carta quedase sobre su mesa sin echar al correo o para no caer en la tentación de romperla en pedazos, la metió enseguida en un sobre, escribió la dirección del destinatario, fue a la recepción y se la dejó a Ebba.

—Échala al correo hoy mismo —ordenó—. Es muy importante.

—Me encargaré personalmente —aseguró ella con una sonrisa—. Sigues teniendo aspecto de estar totalmente agotado. ¿Es que no duermes por las noches?

—No como debiera —admitió Wallander.

—¿Quién crees que te lo agradecerá si te matas trabajando? —preguntó Ebba—. Desde luego, yo no.

Wallander volvió a su despacho sin responder.

«Un mes», se dijo. «Un mes para reventar esa sonrisa.»

No creía que fuese posible.

Sin embargo, se obligó a sí mismo a volver al trabajo. Entonces, marcó el número de Sten Widén.

Mientras lo hacía, tomó la decisión de comprar algunas cintas con sus óperas favoritas. Echaba de menos su música.

13

Hacia la hora de la cena, el lunes 22 de noviembre, Kurt Wallander se acomodó en el coche de policía con el que sustituía su propio vehículo incendiado y salió de Ystad en dirección oeste.

Se dirigía a las caballerizas que, situadas junto a las ruinas de Stjärnsund, constituían el refugio de su amigo Sten Widén. Al llegar a la colina que se erguía tímida a las afueras de Ystad, se desvió hacia un aparcamiento, detuvo el motor y se puso a contemplar el mar. A lo lejos, en el horizonte, adivinaba el contorno de un carguero que se deslizaba hacia el Báltico.

Durante unos segundos, quedó paralizado por un mareo repentino. Al principio creyó, horrorizado, que era el corazón. Sin embargo, comprendió después que debía de ser algo distinto, como si estuviese a punto de perder el timón de toda su existencia. Cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás e intentó no pensar en nada. Tras un par de minutos, abrió los ojos de nuevo. Allí estaba aún el mar, el carguero infatigable rozando la superficie rumbo al este.

«Estoy cansado», resolvió. «A pesar de haber descansado durante el fin de semana. La sensación de agotamiento se apodera de mí sin que yo pueda atisbar las causas. Además, lo más probable es que yo mismo no pueda hacer nada por paliar este cansancio. Ya es demasiado tarde, ahora que he tomado la determinación de volver a mi puesto en el cuerpo de Policía. La playa de Jutlandia ha dejado de existir para mí. Renuncié a ella de forma voluntaria.»

Ignoraba cuánto tiempo había estado allí sentado meditando pero, cuando el frío empezó a dejarse sentir, puso en marcha el motor y prosiguió el viaje. En realidad, le habría gustado volver a Ystad y encerrarse en su apartamento, invisible al resto del mundo. No obstante, se obligó a seguir adelante. Tomó el desvío hacia Stjärnsund hasta que, tras haber recorrido aproximadamente un kilómetro, el piso de la calzada empezó a empeorar de forma ostensible. Como siempre que se dirigía a casa de Sten Widén, se preguntó cómo era posible que aquellas enormes caravanas para el transporte de los caballos pudiesen atravesar una carretera tan mala.

El paisaje se inclinó de forma abrupta pendiente abajo y, de pronto, tuvo ante sí la extensa finca en la que se alineaban las cuadras en interminables hileras. Aparcó en el patio de entrada y se detuvo. Una bandada de cuervos alborotaba en tono altanero desde la copa de un árbol.

Salió del coche y se encaminó al edificio de ladrillo rojo en el que Sten Widén tenía su combinación de oficina y vivienda. La puerta estaba entreabierta y oyó que su amigo hablaba por teléfono. Dio unos toques en la puerta y entró en una habitación que, como era costumbre, se veía desordenada y olía a caballo. Sobre la cama deshecha yacían dos gatos dormidos. Wallander se preguntó cómo era posible que Sten Widén pudiese soportar vivir de aquella manera año tras año.

El hombre que, sin interrumpir la conversación telefónica, le hizo una señal de asentimiento cuando entró, era escuálido, tenía el cabello revuelto y un eccema de un color rojo ardiente en la barbilla, junto a la boca. Tenía el mismo aspecto que hacía quince años, cuando eran amigos y se veían con regularidad. Entonces, Sten Widén soñaba con convertirse en cantante de ópera. Tenía una hermosa voz de tenor y, juntos, se habían imaginado un futuro en el que Wallander se convertiría en su representante. Mas, su sueño se había quebrado o más bien desvaído en sus mentes, de modo que Wallander continuó en la policía y Widén acabó heredando el negocio de entrenamiento de caballos de carreras de su padre. Se fueron alejando sin que ninguno de los dos supiese por qué hasta que, a principios de los noventa, con motivo de la larga y complicada investigación de un asesinato, volvieron a encontrarse.

«Hubo un tiempo en que fue mi mejor amigo», recordó Wallander. «No ha habido ningún otro después de él. Tal vez sea el único buen amigo que tenga nunca.»

Widén concluyó su conversación telefónica y colgó el auricular inalámbrico con brusquedad.

—¡Qué hijo de puta! —barbotó.

—¿El propietario de algún caballo?

—Un sinvergüenza —afirmó Widén—. Le compré un caballo hace un mes. Tiene unas caballerizas en Höör y llegado el momento de recogerlo, va y se arrepiente. ¡Qué asco de gente!

—Si ya le has pagado el caballo, no puede arrepentirse, supongo —observó Wallander.

—Sólo le pagué una cantidad a cuenta —se lamentó Widén—. Pero pienso ir a recoger al animal, diga lo que diga.

Sten Widén desapareció hacia la cocina y, cuando regresó, Wallander percibió enseguida un ligero aroma a alcohol.

—Siempre llegas sin avisar —comentó Sten Widén—. ¿Quieres un café?

Wallander aceptó y ambos se fueron a la cocina. Sten Widén apartó desganado unos montones de viejos programas de carreras que había sobre el mantel.

—¿Te apetece un trago? —lo invitó mientras preparaba el café.

—No, gracias, tengo que conducir —rechazó Wallander—. ¿Qué tal va lo de los caballos?

—Éste ha sido un mal año. El que viene será mejor. Hay muy poco dinero en circulación, cada vez menos caballos y me veo obligado a subir las tarifas de entrenamiento para que me cuadren las cuentas. A veces me dan ganas de vender el picadero, pero los precios de los inmuebles están por los suelos, así que estoy atrapado en este barro escaniano.

Sirvió el café y se sentó junto a Wallander, que vio la mano trémula con la que quería alcanzar la taza. «El alcohol lo está matando», se dijo Wallander. «Jamás lo había visto temblar de ese modo durante el día.»

—Y a ti, ¿qué tal te va? —inquirió Sten Widén—. ¿A qué te dedicas ahora? ¿Sigues de baja?

—No, me he reincorporado, así que vuelvo a ser policía.

Sten Widén lo observó con súbita perplejidad.

—¡Vaya! Pues eso sí que no me lo habría imaginado —exclamó.

—¿El qué?

—Pues que volvieras al trabajo.

—¿Y qué iba a hacer si no?

—¿No decías que ibas a buscar trabajo como guarda de seguridad o de jefe de seguridad de alguna empresa?

—Yo siempre seré policía.

—Así es. Y yo no saldré nunca de esta finca. Además, el caballo que he comprado en Höör es muy bueno. Creo que llegará lejos. Es hijo de Queen Blue, así que no hay pegas que ponerle al pedigrí.

En ese momento, una joven pasó a caballo ante la ventana.

—¿Cuántos empleados tienes? —quiso saber Wallander.

—Tres, aunque en realidad no puedo permitirme más que dos y necesitaría cuatro.

—Ya, bueno, la verdad es que por eso he venido —señaló Wallander.

—¿No habrás pensado buscar trabajo como mozo de cuadra? —ironizó Sten Widén—. No creo que estés cualificado para esa tarea.

—Seguramente —admitió Wallander—. A ver, voy a explicártelo.

Wallander no halló motivo alguno para ocultarle el asunto de Alfred Harderberg, pues sabía que Sten Widén jamás difundiría una palabra.

—La idea no es mía —confesó Wallander—. Nos han traído refuerzos, una mujer policía para el grupo de homicidios. Es muy buena. Ella fue quien vio el anuncio y me sugirió la idea.

—O sea, que quieres que prescinda de una de mis chicas para enviarla al castillo de Farnholm —adivinó Sten Widén—. Como una especie de espía, vamos. Me parece que te has vuelto loco.

—Bueno, un asesinato es un asesinato —sentenció Wallander—. El castillo está herméticamente cerrado y esto es una posibilidad de penetrar en él. ¿No has dicho que te sobraba?

—No, lo que dije es que me falta una.

—No puede ser una lela —advirtió Wallander—. Ha de ser despierta y observadora.

—Pues tengo una que encaja a la perfección —aseguró Widén—. Es avispada y audaz. Pero hay una pega.

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