El hombre sonriente (41 page)

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Wallander comprobó que se trataba de un número de Malmö y no de Gotemburgo. Se fue, pues, a su despacho para efectuar la llamada. Fue un hombre quien contestó pero, transcurrido un instante, se oyó la voz de Lisbeth Norin. Wallander se presentó.

—Bueno, ha dado la coincidencia de que estoy de paso en Malmö unos días. He venido para ver a mi padre, que se ha fracturado una pierna. Llamé para escuchar mi contestador y escuché tu mensaje
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.

—Sí, me gustaría hablar contigo —explicó Wallander—. Aunque no por teléfono.

—¿De qué se trata?

—Tengo algunas preguntas que hacerte relacionadas con una investigación —aclaró—. Supe de ti a través de un médico de Lund llamado Strömberg.

—Mañana me viene bien, pero tendrá que ser aquí, en Malmö.

—De acuerdo, entonces iré a Malmö —aceptó Wallander—. ¿Qué te parece a las diez?

—Sí, a las diez es buena hora.

Ella le facilitó la dirección de su padre en Malmö y, una vez concluida la conversación, Wallander permaneció sentado preguntándose cómo era posible que hubiese sido aquel anciano con la pierna fracturada el que atendió el teléfono.

Se sintió muy hambriento y, dado que estaba ya entrada la tarde, decidió continuar trabajando desde casa. De hecho, aún le quedaba mucho material por leer sobre el imperio financiero de Alfred Harderberg, así que buscó en los cajones hasta hallar una bolsa de plástico que llenó de archivadores. Al llegar a la recepción, le comunicó a Ebba que estaría en casa el resto del día.

Se detuvo junto a un supermercado para comprar algo de comida y después en un comercio de tabaco, donde adquirió cinco boletos de lotería para rascar.

Una vez en casa, se hizo una loncha de budín de sangre de ternera que se tomó con una cerveza. En vano buscó el tarro de confitura que creía tener en el frigorífico, de modo que se tomó el filete sin guarnición.

Después del almuerzo, fregó los platos y rascó los boletos de lotería uno tras otro, sin obtener ningún premio. Decidió no tomar más café aquel día sino que se echó un rato en la cama deshecha para reposar antes de ponerse a estudiar el contenido de la bolsa. El ruido del teléfono lo despertó. Cuando miró el reloj, comprobó que había estado durmiendo durante varias horas, pues eran las nueve y diez.

Era Sten Widén quien llamaba.

—Te llamo desde una cabina —le comunicó—. Pensé que te gustaría saber que a Sofía le han dado el trabajo. Empieza mañana.

La noticia lo sacó del duermevela de inmediato.

—¡Estupendo! ¿Quién la entrevistó y la contrató?

—Una mujer llamada Karlén de apellido.

Wallander recordó su primera visita al castillo de Farnholm.

—¡Ah, sí! Anita Karlén.

—Tendrá que hacerse cargo de dos caballos de carreras —le reveló Sten Widén—. Y muy caros. El sueldo no estaba nada mal, claro. Las caballerizas son pequeñas pero ella dispone de un apartamento propio. Creo que ahora le caes a Sofía mucho mejor que antes.

—Me alegro —aseguró Wallander.

—Dijo que me llamaría dentro de unos días —prosiguió Sten Widén—. Lo único que ocurre es que no recuerdo tu nombre.

El propio Wallander tuvo que hacer un esfuerzo por recordarlo.

—Roger Lundin —cayó al fin.

—Pues voy a anotarlo ahora mismo.

—Si, creo que será mejor que yo también lo haga. Por cierto, es muy importante que no llame desde el castillo, sino como tú, desde una cabina.

—¡Pero si tiene un teléfono en el apartamento! ¿Por qué no iba a utilizarlo?

—Es posible que esté intervenido —advirtió Wallander, que oyó resoplar a Sten Widén al otro lado del hilo telefónico.

—Yo creo que no estás bien de la cabeza —comentó.

—En realidad, yo también debería tener cuidado con mi teléfono, aunque nosotros controlamos nuestras propias líneas con regularidad.

—¿Quién es Alfred Harderberg? ¿Un monstruo?

—Un hombre amable, bronceado y sonriente que, además, viste con suma elegancia. Los monstruos pueden presentarse con apariencias muy diversas.

El aparato empezó a lanzar el consabido pitido de fin de crédito.

—Ya te llamaré —prometió Widén.

Concluida la conversación, Wallander consideró un instante la posibilidad de llamar a Ann-Britt Höglund para ponerla al corriente de lo sucedido, pero no lo hizo, pues era ya algo tarde.

Dedicó el resto de la noche a estudiar el contenido de la bolsa que se había llevado a casa. Hacia las doce, sacó su viejo atlas escolar para localizar algunos de los lugares exóticos hasta los que se extendía el imperio de Alfred Harderberg. De este modo comprendió el alcance inaudito de su actividad. Mientras lo hacía, lo invadió de nuevo una inquietud insidiosa ante la posibilidad de que estuviese conduciendo la investigación y a sus compañeros por una línea equivocada. Tal vez, se decía, existiese una solución del todo diferente para la muerte de los dos abogados.

Al dar la una, se fue a la cama pensando que hacía ya mucho tiempo que no recibía noticias de Linda y que él mismo tendría que haberla llamado.

El martes 23 de noviembre amaneció como un claro y hermoso día de otoño.

Aquella mañana, Wallander se había permitido dormir un poco más y, a eso de las ocho, llamó a la comisaría para avisar de que pensaba viajar a Malmö. La dirección que Lisbeth Norin le había dado se encontraba cerca de la plaza Triangel, en el centro de la ciudad. Dejó el coche en un aparcamiento situado detrás del hotel Sheraton y, a las diez en punto, llamó a la puerta indicada. Le abrió una mujer que le pareció de su misma edad y que vestía un chándal de alegres colores. Por un momento, el inspector pensó que se había equivocado de casa, pues aquella señora no encajaba con la imagen que él se había forjado a partir de su voz ni, por supuesto, satisfacía sus expectativas generales y llenas de prejuicios que tenía sobre los periodistas.

—Tú debes de ser el policía —adivinó ella en tono jovial—. La verdad, me esperaba a un agente de uniforme.

—Vaya, pues siento decepcionarte —repuso Wallander.

La mujer lo invitó a entrar en un apartamento antiguo, de techos altos. Le presentó a su padre, que estaba sentado con la pierna escayolada. Wallander comprobó que tenía un teléfono inalámbrico en el regazo.

—Yo lo conozco a usted —dijo el anciano—. No paraban de escribir sobre usted en los periódicos, hace un año más o menos. ¿O estoy confundiéndolo con otra persona?

—Seguramente.

—Recuerdo algo relacionado con un coche que ardió en el puente de Ölandsbro
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—continuó el hombre—. Lo recuerdo bien porque yo aún estaba en la Marina cuando construyeron ese puente.

—Los periódicos suelen exagerar —dijo Wallander esquivo.

—Pues si no me equivoco, lo describían como un policía excelente.

—¡Exacto! —intervino Lisbeth Norin—. Publicaron varias fotografías tuyas en los periódicos y saliste en varios programas de debate en televisión, ¿no es así?

—No, no, en absoluto —negó Wallander—. Creo que me confundís con otro.

Lisbeth Norin comprendió que deseaba cambiar de tema.

—Bueno, hablaremos en la cocina —propuso.

El sol otoñal se filtraba por los vidrios de los altos ventanales, a través de los cuales se veía a un gato que dormitaba enroscado entre los maceteros. Wallander le aceptó una taza de café antes de tomar asiento.

—Me temo que las preguntas que voy a formularte serán bastante imprecisas —admitió—. Estoy convencido de que las respuestas resultarán mucho más interesantes. Para ponerte en antecedentes, te diré que en Ystad estamos investigando un asesinato, o quizá dos, en los que parece que ha desempeñado cierto papel el transporte y la venta ilegal de órganos humanos. Aún no sé si dicho papel ha sido decisivo o no. Por desgracia, no puedo darte más detalles, por razones técnicas de la investigación.

La intervención sonó como la de un autómata a sus propios oídos. «¿Por qué no podré expresarme con más sencillez?», se preguntó indignado. «Debo de parecer una parodia de policía.»

—En ese caso, comprendo que Lasse Strömberg te diese mi nombre —comentó la mujer con interés manifiesto.

—Me pareció entender que tú te dedicabas a investigar las circunstancias de ese tráfico espeluznante —continuó Wallander—. Y me sería de gran ayuda que me pusieses en antecedentes.

—Hablar de ello nos llevará todo el día —advirtió ella—. Puede que incluso hasta la noche. Por otro lado, no tardarás en detectar que ni yo misma estoy del todo segura de lo que he averiguado, pues se trata de una actividad clandestina a la que nadie se ha atrevido a hincar el diente, salvo unos cuantos periodistas americanos. Yo debo de ser la única periodista escandinava que se dedica a hurgar en ese tema.

—Me figuro que lleva aparejados una serie de riesgos —inquirió Wallander.

—No creo que los entrañe para mí, aquí en Suecia —repuso ella—. Pero lo cierto es que conozco personalmente a uno de los periodistas americanos, Gary Becker, de Minneapolis, que realizó un viaje a Brasil para investigar los rumores que corrían acerca de una liga que, decían, actuaba en São Paulo. Primero lo amenazaron de muerte, y luego, una noche, el taxi en que viajaba recibió una serie de disparos a la puerta del hotel en que se hospedaba, de modo que lo persuadieron para que tomase el primer avión y se marchase del país.

—¿Hay algún indicio de que existan intereses suecos involucrados en este asunto?

—No —negó ella—. ¿Acaso los hay?

—No era más que una pregunta.

Ella lo observó sin hacer ningún comentario y se le acercó antes de advertirle:

—Si quieres que tú y yo mantengamos una conversación, has de ser sincero conmigo. No olvides que soy periodista. No tendrás que pagar por esta charla, puesto que eres policía, pero lo menos que puedes hacer es decirme la verdad.

—Sí, bueno, tienes razón —concedió Wallander—. Puede que exista una posibilidad remota de conexión. Es cuanto puedo revelar, por el momento.

—Bien. Empezamos a entendernos. Sin embargo, quiero que me asegures que, de existir dicha relación, yo seré la primera periodista en saberlo.

—Eso es algo que no puedo prometer, pues va contra nuestras normas —se excusó Wallander.

—Seguro que sí, pero matar a la gente para robarle los órganos contraviene unas normas más importantes, a mi entender —objetó ella.

Wallander meditó un instante y comprendió que, en realidad, estaba apelando a unas normas y directrices que hacía tiempo había dejado de cumplir sin criticar. Como policía, había vivido sus últimos años en una especie de tierra fronteriza en la que, por lo general, era la utilidad de sus acciones lo que determinaba las reglas que él aceptaba y aquellas que decidía dejar a un lado. ¿Por qué motivo iba a cambiar de actitud?

—Serás la primera en saberlo —sostuvo al fin—. Pero sin mencionar mi nombre. Yo he de permanecer en el anonimato.

—¡Estupendo! —aceptó ella—. Ahora nos entendemos aún mejor.

Cuando Wallander, más tarde, rememoró todas las horas que había pasado en aquella silenciosa cocina, con la estampa del sueño perpetuo del gato entre los maceteros y los rayos del sol desplazándose despaciosos sobre el hule de la mesa, hasta perderse al fin sin dejar rastro, no pudo explicarse que el tiempo hubiese podido transcurrir a tal velocidad. En efecto, habían comenzado su entrevista a las diez, pero él no se dispuso a marcharse hasta ya entrada la noche. Se tomaron algunas pausas, mientras ella preparaba la comida y su anciano padre entretenía a Wallander con relatos de su época como comandante de diversos buques, en viajes a los países bálticos y, de forma excepcional, a Polonia. Tras la interrupción dedicada al almuerzo y el café, se encontraron de nuevo a solas en la cocina, donde ella retomó la exposición acerca de su trabajo, que Wallander envidiaba. Ambos se dedicaban a investigar, sus vidas discurrían próximas al crimen y a la miseria humana. La diferencia consistía en que ella aspiraba a descubrir a los autores para prevenir, mientras Wallander se entregaba a la tarea de hacer limpieza tras la escabechina.

En cualquier caso, aquel día que pasó en la cocina de la mujer permanecería en su memoria como un viaje a un país ignoto, en que los seres humanos y sus órganos se transformaban en productos de un mercado del que toda consideración moral parecía erradicada. Comprendió que, de ser ciertas las suposiciones de la periodista, el alcance de aquel mercado era tal que resultaba inabarcable. Sin embargo, lo que más lo sobrecogió fue el hecho de que, según ella misma aseguraba, creyese poder comprender a las personas que asesinaban a seres humanos sanos, a menudo jóvenes, para poder arrebatarles los órganos y comerciar con ellos.

—Es parte de nuestro mundo —sostenía—. Así es, nos guste o no. Una persona puede ser tan pobre que esté dispuesta a cometer cualquier despropósito por defender su vida, por terrible que eso suene. ¿Cómo podríamos condenarlo por amoral, cuando las circunstancias nos son ajenas? En los barrios bajos de ciudades como Río o Lagos, Calcuta o Madrás, puedes ponerte en una esquina, blandir treinta dólares y pedir que te pongan en contacto con alguien que esté dispuesto a matar a un ser humano. En el plazo de un minuto, tendrás una larga cola de verdugos voluntariosos, que ni siquiera preguntan a quién deben matar, ni por qué. Pero están dispuestos a hacerlo por veinte dólares, quizás incluso por diez. En el fondo, advierto un abismo en lo que hago, consciente de mi repulsa, de mi propia desesperación. Aunque también sé que cuanto hago resultará absurdo mientras el mundo sea como es.

Wallander había guardado silencio la mayor parte del tiempo, interrumpido por alguna que otra pregunta aclaratoria. Ella hablaba, demostrando que intentaba compartir cuanto sabía o suponía, pues no era mucho lo que se podía probar.

Y, muchas horas después, se acabó.

—Es cuanto sé —concluyó—. Si te resulta de alguna ayuda, me daré por satisfecha.

—Lo cierto es que ni siquiera sé si mi punto de partida es acertado —confesó Wallander—. Pero si lo es, estamos sobre la pista de un enlace sueco con esta actividad tremenda. En el supuesto de que pudiésemos detenerla, será, cuando menos, positivo, ¿no estás de acuerdo?

—Por supuesto. Si podemos contribuir a que descuarticen un cuerpo menos en algún país del tercer mundo, habrá merecido la pena.

Wallander abandonó Malmö casi a las siete. Sabía que tendría que haber llamado a Ystad para informar de dónde estaba y para qué, pero la conversación con Lisbeth Norin lo había absorbido por completo.

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