El rostro de Kurt Ström había adquirido un tono enrojecido, hasta el extremo de que, por un instante, Wallander pensó que se había extralimitado y que el antiguo colega estaba a punto de golpearlo.
—En fin, dejemos ese asunto —añadió conciliador—. Hablemos mejor de lo que sucedió el 11 de octubre, aquella noche de un lunes hace seis semanas. Ya sabes a qué día me refiero.
Kurt Ström asintió expectante sin pronunciar palabra.
—En realidad, no tengo más que una pregunta que hacerte —continuó Wallander—. Pero quiero dejar claro algo, antes de continuar: no pienso aceptar una negativa a contestarla apelando a las normas de seguridad del castillo de Farnholm. Si lo haces, te meteré en un lío de tal magnitud, que no puedes ni imaginártelo.
—Tú a mí no puedes hacerme nada —se jactó Kurt Ström.
—¿Estás seguro? —amenazó Wallander—. Puedo llevarte a la comisaría de Ystad y luego llamar a Farnholm diez veces al día y preguntar por ti, de modo que empiecen a tener la sensación de que la policía está demasiado interesada en su jefe de seguridad. La cuestión es si ellos están al corriente de tu pasado. No va a gustarles lo más mínimo. Tampoco creo que Alfred Harderberg tenga ningún interés en ver quebrantadas la paz y la tranquilidad de Farnholm.
—Ya puedes irte a la mierda —barbotó Kurt Ström—. Lárgate de aquí antes de que te estrelle contra la verja.
—Tan sólo quiero que contestes a una pregunta relativa a la noche del 11 de octubre —prosiguió Wallander impertérrito—. Y te prometo que la respuesta no saldrá de aquí. ¿De verdad crees que merece la pena arriesgar la existencia apacible que ahora llevas? Creo recordar que aseguraste estar muy satisfecho cuando nos vimos a la puerta del castillo.
Notó que Kurt Ström empezaba a vacilar y, aunque el odio que reflejaban sus ojos seguía siendo demasiado intenso, comprendió que saldría de allí con la respuesta que buscaba.
—Una única pregunta —repitió—. Y una respuesta. Verdadera, por supuesto. Después, me marcharé de aquí. Podrás seguir reparando el firme y olvidar mi visita. Podrás continuar vigilando la verja del castillo de Farnholm hasta que te jubiles. Una sola pregunta. Y su respuesta.
En ese momento, un avión cruzó el cielo a gran altura y a Wallander se le ocurrió que quizá fuese el Gulfstream de Alfred Harderberg, que regresaba de Nueva York.
—¿Y qué es lo que quieres saber? —se rindió por fin el ex policía.
—La noche del 11 de octubre —inició Wallander—. Gustaf Torstensson abandonó Farnholm a las ocho y catorce minutos exactamente, según los datos del ordenador del control de entrada que me dieron impresos. Ni que decir tiene que pueden estar falseados, pero partamos de la base de que son verídicos. En cualquier caso, tenemos la certeza de que abandonó el castillo. Mi pregunta, Kurt Ström, es muy sencilla. ¿Salió algún otro coche del castillo durante el tiempo transcurrido entre la llegada y la partida de Gustaf Torstensson?
Kurt Ström quedó mudo. Luego asintió despacio.
—Ésa era la primera parte de la pregunta —advirtió Wallander—. Y ahora formularé la segunda y última parte de la misma pregunta. ¿Quién fue la persona que abandonó el castillo?
—No lo sé.
—Pero sí viste un coche.
—Ya he contestado a más de una pregunta.
—No digas tonterías, Ström. Sigue siendo la misma pregunta. ¿Qué coche era y quién había dentro?
—Era uno de los coches del castillo, un BMW.
—¿Quién iba en el coche?
—Te digo que no lo sé.
—¡Vas a pasarlo muy mal si no me respondes!
Wallander notaba que no era necesario fingir un ataque de ira, pues estaba encolerizándose de verdad.
—Es la verdad. No sé quién iba en el coche.
El inspector comprendió que Kurt Ström era sincero y que así tendría que haberlo visto enseguida.
—Claro, porque el coche tiene los cristales oscuros —concluyó Wallander—. Y así no se ve desde fuera quién hay en el interior del coche, ¿cierto?
Kurt Ström asintió.
—Bien, ya tienes tu respuesta —lo apremió—. Ya puedes largarte de aquí.
—Siempre es un placer ver a un antiguo colega —lo provocó de nuevo Wallander—. Pero tienes razón, ya es hora de que me marche. Gracias por la charla.
En cuanto le volvió la espalda a Kurt Ström para regresar al coche, los perros empezaron a ladrar de nuevo. Mientras se alejaba, el ex policía permaneció mirándolo inmóvil en el jardín. Wallander comprobó que tenía la camisa empapada en sudor. Sabía que Kurt Ström era un hombre violento.
Sin embargo, acababa de obtener la respuesta a una cuestión que lo había tenido preocupado durante mucho tiempo: el hecho de que el origen de todo lo ocurrido se hallase en lo acontecido aquella noche de octubre en que Gustaf Torstensson murió solo en su coche. Ya podía figurarse cómo se habían desarrollado los acontecimientos. Mientras el viejo abogado estaba sentado en uno de los hondos sillones de piel charlando con Alfred Harderberg y los banqueros italianos, un coche abandonó el castillo de Farnholm con objeto de prepararse para encargarse de Gustaf Torstensson cuando fuese camino a casa. De algún modo, con violencia, con maña o con amabilidad convincente, lo hicieron detenerse en aquel tramo de carretera solitario que tan bien habían elegido. Wallander no sabía decir si la decisión de no permitir que llegase vivo a casa se había tomado aquella misma noche o si ya lo tenían decidido de antemano. En cualquier caso, ya veía la silueta de una explicación.
Pensó en los hombres que se confundían con las sombras en el gran vestíbulo.
De repente, sintió un escalofrío al recordar los sucesos de la noche anterior.
De forma inconsciente, empezó a pisar el acelerador con más intensidad. En las proximidades de Sandskogen era tal la velocidad a la que conducía que, de haberse topado con un control de tráfico, le habrían retirado el carnet de inmediato, de modo que frenó enseguida. Una vez en Ystad, se detuvo para entrar en la pastelería de Fridolfs Konditori, donde se tomó un café. Sabía muy bien cuál habría sido el consejo de Rydberg.
«Paciencia», le habría dicho el colega fallecido. «Cuando los cantos empiezan a rodar pendiente abajo, es importante no lanzarse tras ellos a la carrera. Hay, que detenerse y verlos caer girando, comprobar dónde se paran y se acomodan.»
«Exacto», se dijo Wallander.
«Así es como vamos a proseguir.»
Durante los días que siguieron a aquella entrevista, Wallander pudo comprobar una vez más que se hallaba rodeado de una serie de colaboradores que no se andaban reacios cuando se precisaba de su esfuerzo. Pese a que ya llevaban varios días de duras jornadas laborales, ninguno protestó cuando Wallander aseguró que debían esforzarse aún más. Habían empezado el miércoles por la tarde, cuando el inspector congregó al grupo en la sala de reuniones, incluido Per Åkeson, pese a que padecía gastroenteritis y tenía fiebre. Todos se mostraron de acuerdo ante la necesidad primordial e imperiosa de desgranar cuanto antes y con todo detalle el imperio internacional de Alfred Harderberg. En el transcurso de la reunión, Per Åkeson echó mano del teléfono y llamó a los grupos de delincuencia económica de Malmö y de Estocolmo. El resto de los concurrentes escucharon llenos de admiración cómo pedía más actividad y la mayor prioridad para este asunto, como si se tratase de la salvación del Estado. Al final de la conversación siguió una salva de aplausos espontánea. Por consejo suyo, decidieron también continuar ellos mismos concentrándose en Avanca, ya que ello no implicaba interferencias con el trabajo de los expertos en asuntos económicos. Wallander aprovechó la ocasión para indicar que Ann-Britt Höglund era la persona más adecuada para realizar este trabajo. Nadie tuvo nada que objetar, de modo que, a partir de aquel momento, la joven dejó de ser una recién llegada para convertirse en un miembro de pleno derecho del colectivo investigador. Svedberg asumió parte de sus tareas anteriores, sobre todo la de averiguar los planes de vuelo del Gulfstream. En el curso del encuentro, se suscitó una discusión entre Wallander y Per Åkeson acerca de si aquello sería en verdad una fuente de información suficiente como para dedicarle tanto esfuerzo. Wallander sostenía que, antes o después, necesitarían conocer las escapadas aéreas de Alfred Harderberg, en especial durante los días en que se habían cometido los asesinatos. Per Åkeson, por su parte, objetaba que, si en verdad Alfred Harderberg estaba detrás de lo ocurrido, habría que pensar que, sin duda, tenía acceso a los sistemas de comunicación más sofisticados que cupiera imaginar. Lo que a su vez implicaba que podía estar en contacto con Farnholm ya se encontrase sobrevolando el Atlántico o en el desierto australiano donde, según afirmaban los expertos en asuntos económicos, el sospechoso tenía importantes negocios de minas. Wallander comprendió que Per Åkeson tenía razón y, cuando estaba a punto de ceder, fue el fiscal quien alzó los brazos resignado admitiendo que no pretendía más que exponer su punto de vista y que no era su intención poner obstáculos a un trabajo que ya estaba en marcha. En cuanto a la entrada en escena de Sofía, la moza de cuadra de Widén, Wallander efectuó una presentación por la que Ann-Britt Höglund lo felicitó luego a solas. En efecto, se dio cuenta de que servirse de una persona ajena a la investigación podría constituir motivo de protesta no sólo por parte de Björk y de Per Åkeson, sino también de Martinson y Svedberg. Así, sin mentir aunque sin decir toda la verdad, les comunicó que, por pura casualidad, contaban desde hacía unos días con una fuente de información extraordinaria en el castillo de Farnholm, una moza de cuadra a la que él, dijo, conocía hacía ya algún tiempo. Lo explicó de pasada, justo en el momento en que pusieron sobre la mesa una bandeja con bocadillos y, en realidad, nadie estaba prestando atención a sus palabras más que a medias. Intercambió en silencio una mirada cómplice con Ann-Britt Höglund, quien le dio a entender que había comprendido su artimaña.
Una vez que hubieron dado cuenta de los bocadillos y que hubieron ventilado la habitación, Wallander los puso al corriente de su descubrimiento de la noche anterior sobre la vigilancia a la que lo habían sometido. Nada dijo, no obstante, sobre el hombre que lo acechaba sentado en el coche, como tampoco les reveló que lo vio subir a su apartamento, pues temía que este detalle hubiese impulsado a Björk a frenar el curso de la investigación y a imponer limitaciones en pro de la seguridad. En este punto, Svedberg intervino aportando el asombroso dato de que el coche estaba registrado a nombre de una persona que vivía en Östersund, vigilante de un barrio de casas de campo de la zona montañosa de Jämtland. Wallander siguió su política de presión asegurando que había que indagar tanto sobre aquel hombre como sobre la urbanización pues, según decía, nada impedía que Alfred Harderberg tuviese intereses tanto en la explotación de minas de Australia como en las estaciones de esquí de Jämtland. Finalmente, Wallander les expuso su visita a Kurt Ström, a cuyo relato siguió un profundo silencio.
—Ése era el dato que necesitábamos —le aseguró más tarde a Ann-Britt Höglund—. Los policías somos gente práctica, ¿no crees? El detalle insignificante de que un coche hubiese abandonado el castillo de Farnholm antes de que Gustaf Torstensson iniciase su último viaje hace que cuanto hasta el momento ha estado flotando en el aire pueda al fin posarse sobre un hecho concreto. Si fue así como ocurrió, y es algo que no debemos descartar, tenemos una confirmación de que Gustaf Torstensson fue asesinado con una alevosía muy planificada. En tal caso, sabemos también que debemos buscar una solución a un hecho que no fue casual; buscamos la respuesta a un crimen premeditado. Podemos olvidamos de las coincidencias y de las pasiones. Simplemente, sabemos dónde no debemos buscar.
La reunión se disolvió en un ambiente de determinación general que Wallander percibió con claridad y que era precisamente lo que él esperaba conseguir. Antes de regresar a su cama, Per Åkeson se rezagó un momento para hablar con Björk sobre la conferencia de prensa del día siguiente. Wallander insistía en que podían, sin mentir, asegurar que tenían una pista pero que, por razones técnicas de la investigación, no se hallaban en situación de expresarse con más claridad.
—Pero, en ese caso, tendrás que pronunciarte sobre dicha pista. Y no entiendo cómo podrás hacerlo sin que Alfred Harderberg sospeche que nuestras miras señalan hacia el castillo de Farnholm —objetó el fiscal.
—Diremos que fue una tragedia cuyo origen se encuentra en la vida privada —sintetizó Wallander.
—Bueno, eso no suena muy creíble —opuso Per Åkeson—, Además, es sospechosamente insignificante como para convocar una conferencia de prensa, pero prepárate bien. Debes tener respuestas lógicas y decididas para todo tipo de preguntas.
Concluida la reunión, Wallander se marchó a casa. Estuvo discutiendo consigo mismo si existía el riesgo de que se produjese una explosión en su domicilio tan pronto como introdujese la llave en la cerradura. Sin embargo, concluyó al final que el individuo, estaba seguro de ello, no llevaba nada consigo cuando subió al apartamento. Por otro lado, el tiempo transcurrido desde que entró en el portal hasta que salió de nuevo a la calle había sido insuficiente como para instalar ninguna bomba.
Pese a todo, entró en casa presa de una sensación muy desagradable. Examinó el teléfono, para comprobar si habían adaptado algún dispositivo de escucha, pero no halló nada. Aun así, decidió que no volvería a comentar nada relacionado con Alfred Harderberg desde su casa.
Después, se dio una ducha y se cambió de ropa.
Más tarde se fue a cenar a una pizzería de la calle de Hamngatan y pasó el resto de la noche preparando la conferencia de prensa. De vez en cuando se dirigía a la ventana de la cocina y observaba la calle, pero sólo se veía su propio coche.
La conferencia de prensa fue más fácil de lo que él había temido. Resultaba que la muerte de los dos abogados no parecía despertar mayor interés en los ciudadanos, con lo que los corresponsales de los diarios fueron escasos, la televisión no envió a nadie y la radio local no ofreció más que una emisión bastante corta.
—Bien, esto debería tranquilizar a Alfred Harderberg —le comentó Wallander a Björk una vez que los periodistas hubieron abandonado la comisaría.
—Si es que no está leyéndonos el pensamiento —advirtió Björk.
—En fin, claro que puede especular y albergar sospechas —admitió Wallander—. Pero nunca podrá estar seguro.