—¡Vaya! No había ningún coche y pensé que aún no habrías llegado —le explicó.
—Pues no es así. Y cómo he llegado aquí no es asunto tuyo —barbotó al tiempo que le hacía seña de que entrase.
Wallander percibió enseguida un vago perfume a manzanas. Las cortinas estaban echadas y los muebles cubiertos con sábanas blancas.
—¡Vaya casa bonita que tienes! —exclamó Wallander.
—¿Y quién te Ira dicho que sea mía? —corrigió Ström en tono cortante mientras retiraba las sábanas de un par de sillas.
—No tengo café —advirtió—. Así que tendrás que pasar sin tomar nada.
Wallander se sentó en una de las sillas notando el aire húmedo y frío que se respiraba en el interior de la vivienda. Kurt Ström, enfundado en un traje arrugado y un abrigo largo y grueso, se sentó en la silla que había frente a él.
—Querías verme —comenzó Wallander—. Y aquí me tienes.
—Así es. Se me ocurrió que tú y yo podríamos negociar un acuerdo.
—Yo no hago negocios —respondió Wallander.
—Una respuesta demasiado rápida —observó Ström—. Si yo estuviese en tu lugar, me detendría a escuchar la oferta, por lo menos.
Wallander comprendió que Ström tenía razón, que debería habérselo pensado antes de rechazar su propuesta, así que le indicó que continuase con un gesto.
—He estado fuera un par de semanas, para enterrar a mi madre —aclaró—. Durante ese tiempo, he tenido ocasión de reflexionar bastante. Entre otras cosas, sobre por qué razón muestra la policía tanto interés en el castillo de Farnholm. Tras tu visita a mi casa, comprendí que pensáis que la muerte de los dos abogados tiene algo que ver con el castillo. El problema es que no alcanzo a comprender por qué. De hecho, el hijo nunca lo visitó. Siempre fue el padre quien trabajó con Harderberg. El que creíamos que se había matarlo con el coche.
En este punto, observó a Wallander, como si esperase de él algún comentario.
—Continúa —lo invitó el inspector.
—Comprenderás que, cuando volví del entierro y me incorporé al trabajo, yo ya me había olvidado de tu visita —aseguró. Sin embargo, de repente, el asunto adquirió un nuevo cariz.
Kurt Ström buscó el paquete de cigarrillos y un encendedor en el bolsillo del abrigo. Le tendió el paquete a Wallander, que negó con un gesto.
—Si algo he aprendido en esta vida —prosiguió Ström—, es que uno debe mantener a los amigos a la distancia adecuada. Pero a los enemigos, a ésos hay, que tenerlos tan cerca como sea posible.
—Ya, y me figuro que ése es el motivo por el que yo estoy aquí —adivinó Wallander.
—Es posible —corroboró Ström—. Te diré que no me gustas ni un pelo, Wallander. Para mi representas la peor clase de esa honradez que inunda el cuerpo de Policía. Pero uno también puede hacer negocios con sus enemigos, incluso buenos negocios.
Dicho esto, se marchó a la cocina para volver con el platillo de una taza que utilizó como cenicero, mientras Wallander aguardaba.
—Como te decía, todo ha adquirido otro cariz —repitió Ström—. Resulta que, cuando volví, me informaron de que iban a despedirme en Navidad. Para mí fue algo inesperado, pero parece que Harderberg ha pensado mudarse de Farnholm.
«Vaya, antes era el doctor Harderberg…, y ahora es sólo Harderberg, como mucho» se dijo Wallander.
—Como podrás imaginar, me fastidió bastante —continuó Ström—. De hecho, cuando acepté el trabajo como jefe de seguridad, me dijeron que sería un empleo fijo. Nadie me advirtió de que Harderberg podría, un día, trasladarse de allí. Tenía un buen sueldo, así que me compré una casa. Pero ahora me iba a ver sin trabajo otra vez. Y no me hizo la menor gracia.
Wallander empezó a pensar que se había equivocado y que era muy posible que Kurt Ström tuviese alguna información valiosa que proporcionarle.
—Sí, claro, a nadie le gusta perder el empleo —convino WaIlander.
—¿Qué sabrás tú de eso?
—Por supuesto que no sé tanto como tú.
Kurt Ström aplastó la colilla contra el platillo.
—Bien, a ver si hablamos claro —propuso—. Tú necesitas información de lo que se cuece en el castillo. Una información que tú mismo no puedes obtener sin evidenciar tu interés, cosa que no deseas que suceda pues, en ese caso, ya habrías atravesado las puertas de Farnholm y habrías sometido a Harderberg a un interrogatorio. El porqué quieres averiguar una serie de detalles sin que se note es algo que no me incumbe. Lo único que importa es que sólo yo puedo proporcionártelos, a cambio de algo que tú me puedes dar.
Wallander consideró fugazmente la posibilidad de que se tratase de una trampa. ¿Era posible que Alfred Harderberg hubiese enviado a Ström para que lo sondease? No obstante, resolvió que aquello no era ninguna treta, pues el riesgo de que él se percatase de todo era demasiado grande.
—Tienes razón, hay, datos que necesito obtener sin que se note. ¿Qué es lo que quieres a cambio?
—Muy poco —aseguró Kurt Ström—. Un papel.
—¿Un papel?
—Así es. Yo tengo que pensar en mi futuro —sostuvo Ström—. Y si tengo alguno, ha de ser en el ramo de la seguridad privada. Cuando conseguí el trabajo en el castillo de Farnholm tuve la sensación de que, en realidad, era una ventaja el no estar muy bien avenido con la policía sueca. Sin embargo, en otra situación, esto podría resultar muy, negativo.
—¿Qué quieres que diga ese papel?
—Será un certificado formulado en términos elogiosos —aclaró Ström—. En el papel timbrado de la Policía y con la firma de Björk.
—Eso es imposible. Nos descubrirían de inmediato, puesto que tú nunca has prestado servicio en Ystad. Además, un simple control en la Dirección General de la Policía bastaría para comprobar que te expulsaron del cuerpo.
—Bueno, yo sé que si tú quieres puedes hacerte con ese certificado. De lo que tengan archivado en la Dirección General me encargo yo a mi manera.
—¿Ah, sí? ¿Cómo?
—Eso es asunto mío. Lo que quiero de ti es el certificado.
—¿Y cómo podría persuadir a Björk de que firmase un certificado falso?
—Ése es tu problema. Además, nunca te pillarían. El mundo está lleno de documentos falsos.
—Entonces podrás arreglar el certificado tú mismo, sin mi ayuda, pues no es difícil falsificar la firma de Björk.
—¡Por supuesto! Pero el certificado ha de quedar registrado en el sistema, en los ordenadores. Y ahí es donde te necesito.
Wallander sabía que Ström estaba en lo cierto. Él mismo había contribuido en una ocasión a la falsificación de un pasaporte, aunque no era algo que le gustase recordar
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—Bien, digamos que me lo voy a pensar —empezó a ceder WaIlander—. Pero permíteme que te haga algunas preguntas, cuyas respuestas podemos considerar como muestras del producto. Después te contestaré si acepto o no.
—Yo decido cuándo dejo de contestar —puntualizó Ström—. Y llegaremos a un acuerdo aquí y ahora, antes de que te marches.
—Hecho.
Kurt Ström encendió otro cigarrillo y observó a Wallander expectante.
—¿Por qué quiere trasladarse Alfred Harderberg?
—No lo sé.
—¿Adónde piensa irse?
—Tampoco lo sé pero es muy probable que se marche al extranjero.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Porque, durante la última semana, ha recibido varias visitas de corredores de fincas extranjeros.
—¿De dónde?
—Sudamérica, Ucrania, Birmania…
—¿Tiene intención de vender el castillo?
—Alfred Harderberg suele conservar todas sus viviendas, así que no venderá el castillo de Farnholm. El que ya no piense vivir allí él mismo no significa que acepte que otro lo haga. Lo dejará aparcado.
—¿Cuándo piensa dejarlo?
—Él se va mañana, pero nadie sabe nada. Yo sospecho que sucederá muy pronto, probablemente antes de Navidad.
Wallander pensaba cómo seguir. Tenía muchas preguntas, demasiadas. Y no era capaz de decidir cuáles eran las más importantes.
—Los hombres de las sombras, ¿quiénes son? —preguntó al fin.
Kurt Ström asintió impresionado.
—Una descripción sorprendentemente buena.
—Bueno, entreví a dos hombres en el gran vestíbulo —prosiguió Wallander—. Los vi el día que visité a Alfred Harderberg, pero también la primera vez que fui al castillo, cuando hablé con Anita Karlén. Y bien, ¿quiénes son?
Kurt Ström contempló meditabundo el humo que despedía su cigarrillo.
—Te lo diré. Pero ésta ha sido tu última pregunta.
—Eso será si la respuesta es buena —precisó Wallander—. ¿Quiénes son?
—Uno se llama Richard Tolpin, nacido en Sudáfrica. Es un soldado, un mercenario. No creo que se haya originado ningún conflicto o guerra en África durante los últimos veinte años sin que él haya estado en alguno de los bandos.
—¿Qué bando?
—En el que haya pagado mejor en cada momento. Pero sé que estuvo a punto de acabar mal ya desde el principio. Cuando Angola expulsó a los portugueses en 1975, tomaron prisioneros a unos veinticinco mercenarios, entre los que se encontraba Richard Tolpin. Fusilaron a catorce de ellos, pero ignoro por qué a él lo dejaron con vida. Lo más probable es que hubiese dado muestras de su valía también a los nuevos gobernantes.
—¿Qué edad tiene?
—Unos cuarenta. Excelente forma física, experto en kárate, tirador impecable.
—¿Y el otro?
—Ése es belga. Maurice Obadia. También soldado, pero más joven que Tolpin, unos treinta y cuatro o treinta y cinco. Es cuanto sé de él.
—¿Qué hacen en el castillo de Farnholm?
—Se los llama «consejeros especiales», pero en el fondo no son más que los guardaespaldas de Harderberg. Sería difícil dar con otros más hábiles o peligrosos. Además, Harderberg parece disfrutar de su compañía.
—Y tú, ¿cómo lo sabes?
—A veces, por las noches, hacen prácticas de tiro en los jardines del castillo, utilizando como blanco objetos muy especiales.
—¡Vaya! Cuéntame.
—Maniquíes del tamaño de una persona. Siempre apuntan a la cabeza. Y apenas si fallan alguna vez.
—¿Suele acompañarlos Harderberg?
—Así es. Pueden pasarse noches enteras.
—¿Sabes si alguno de ellos, Tolpin u Obadia, tiene una pistola de la marca Bernadelli?
—Yo me mantengo tan apartado como puedo de sus armas de fuego —se apresuró a asegurar Ström—. Hay cierta clase de personas en este mundo a las que uno no debe ni acercarse.
—Ya. Bueno, han de tener licencia de armas —señaló Wallander.
Kurt Ström sonrió.
—Así es, pero sólo si están en Suecia.
Wallander alzó las cejas.
—¿Qué quieres decir? El castillo de Farnholm está en Suecia, si no me equivoco.
—Claro, lo que ocurre es que los «consejeros especiales» presentan una característica también especial: nunca han entrado en Suecia, así que no puede decirse que estén aquí.
Kurt Ström apagó su cigarrillo con gran cuidado y deleite, antes de proseguir.
—En las inmediaciones del castillo hay, una plataforma para helicópteros —aclaró—. En ocasiones, aunque siempre de noche, unos focos que por norma se mantienen bajo tierra se encienden para iluminar el aterrizaje de un helicóptero, a veces dos. Llegan con la oscuridad y se marchan siempre antes del amanecer. Son aparatos de vuelo bajo, de los que no se captan con ningún radar. Cuando Harderberg va a salir de viaje con su Gulfstream, Tolpin y Obadia desaparecen la noche antes en uno de ellos. Después se ven en algún lugar, quizás en Berlín, donde los helicópteros están registrados. El regreso se produce de la misma forma. Es decir que, de hecho, nunca atraviesan ninguna frontera de manera oficial.
Wallander asintió pensativo.
—Entiendo. Una última pregunta —anunció—. ¿Cómo es que tú sabes todo esto? En realidad, estás siempre encerrado en el búnker, junto a la verja. Me figuro que no podrás moverte a tu antojo.
—Ésa es una pregunta que no pienso contestar —repuso Ström con gravedad—. Digamos que se trata de un secreto profesional que no tengo ningún deseo de compartir.
—Arreglaré lo de tu certificado —prometió Wallander.
—¿Puedo preguntarte qué es lo que quieres averiguar? —preguntó Ström con una sonrisa—. Ya sabía que llegaríamos a un acuerdo.
—¡Tú qué ibas a saber! ¿Cuándo entrarás de servicio en el castillo?
—Suelo trabajar tres noches consecutivas y empiezo esta noche a las siete.
—A las tres de la tarde vendré a verte aquí de nuevo para mostrarte algo. Conocerás la pregunta entonces.
Ström se levantó y echó una ojeada por entre las cortinas.
—¿Acaso te siguen? —inquirió Wallander.
—Bueno, toda cautela es poca —repuso Ström—. Creí que, a estas alturas, lo habrías aprendido.
Wallander abandonó la casa y se dirigió a su coche con paso presuroso. Se marchó directamente a la comisaría y, una vez en la recepción, le pidió a Ebba que convocase al grupo de investigación a una reunión urgente.
—¡Pareces tan estresado! —observó Ebba solícita—. ¿Ha ocurrido alguna cosa?
—Así es —corroboró Wallander—. Por fin ha ocurrido algo. ¡Ah! Y no te olvides de llamar a Nyberg. Quiero que él también acuda.
Veinte minutos más tarde estaban todos reunidos. No obstante, Ebba no había logrado localizar a Hanson, que había abandonado la comisaría aquella mañana muy temprano, sin dejar dicho adónde iba. Per Åkeson y Björk entraron en la sala justo cuando Wallander había decidido no esperar ni un minuto más. Entonces les refirió su encuentro con Kurt Ström en la casa junto a la carretera de Svarta, eso sí, sin mencionar ni una palabra acerca del acuerdo que ambos habían alcanzado. De repente, el abatimiento que había marcado las reuniones de los últimos días se le antojaba menos pesado, si bien Wallander no pudo evitar la detección de una duda en el rostro de sus colegas. Pensó que su situación resultaba fácilmente comparable a la del capitán de un equipo deportivo que se esfuerza por convencer a sus jugadores de que pueden obtener una victoria, pese a haber perdido todos los partidos jugados durante los últimos seis meses.
—Yo tengo fe en esta vía —afirmó al concluir su exposición—. Kurt Ström puede resultar de gran utilidad.
Per Åkeson movió la cabeza.
—A mí esto no me gusta lo más mínimo —sentenció—. O sea que ahora, en pro del destino y futuro de la investigación, hemos de confiar en que un guarda de seguridad que fue expulsado de la policía se convierta en nuestro ángel redentor.