Wallander acababa de decidirse por concluir el encuentro cuando Per Åkeson alzó la mano para pedir la palabra.
—Creo que debemos hablar del estado de la investigación —comenzó—. Tal y como está planteada, concentrándonos en las indagaciones acerca de Harderberg, le he concedido un mes más. Sin embargo, no puedo pasar por alto el hecho de que, por el momento, no contamos más que con vagos indicios. A mí me da la sensación de que cada día que pasa nos alejamos de algo, en lugar de estar cada vez más próximos. Lo que quiero decir es que, en mi opinión, sería conveniente que aclarásemos nuestras posiciones de forma sencilla y contundente y basándonos exclusivamente en hechos reales.
Dicho esto, las miradas de todos los presentes se dirigieron a Wallander. Las palabras del fiscal no sorprendieron a nadie, ni siquiera a él, aunque había confiado en no tener que oírlas.
—Tienes razón —convino—. Hemos de ser conscientes de dónde nos hallamos aunque, por desgracia, sigamos sin contar con los resultados de los grupos de delincuencia económica.
—El que nos apliquemos a diseccionar e investigar un imperio financiero no tiene por qué conducirnos a dar con uno o más asesinos —objetó Per Åkeson
—Lo sé —admitió Wallander—. Pero la imagen no será completa sin la información que ellos puedan proporcionarnos.
—No existe la imagen completa —intervino Martinson resignado—. De hecho, no tenemos ninguna imagen en absoluto.
Wallander comprendió que tenía que tomar las riendas de la situación si quería evitar que se le escapase de las manos totalmente. Así, a fin de poder ordenar sus pensamientos, propuso una pausa de unos minutos para ventilar la sala, algo que todos aceptaron. Ya sentados de nuevo en tomo a la mesa, tomó la palabra en tono decidido.
—Yo si que veo una línea probable —comenzó—. La misma que vosotros. Pero os propongo que tomemos otro camino para ver dónde no hallaremos la solución a este caso. Nada nos induce a pensar en la actuación de un loco. Cierto que un psicópata con la inteligencia suficiente podría haber ideado camuflar un asesinato bajo la apariencia de un accidente de tráfico. Sin embargo, no contamos con un solo motivo claro, además de que lo que ocurrió con Sten Torstensson no cuadra en modo alguno con la perspectiva del psicópata ni con lo que le ocurrió al padre. Como tampoco es muy acorde con el hecho de que alguien intentase hacer volar por los aires a la señora Dunér, o a mí mismo. Y si no menciono aquí a Ann-Britt Höglund es porque creo que no iban a por ella. Todo esto me conduce a una línea de investigación que incluye el castillo de Farnholm y la persona de Alfred Harderberg. Retrocedamos algo en el tiempo, al día en que, hace ya cinco años, Harderberg se puso en contacto con Gustaf Torstensson por primera vez.
En ese preciso momento, Björk entró en la sala y tomó asiento. Wallander sospechaba que había sido Per Åkeson quien, durante la corta pausa propuesta por Wallander, le había pedido que asistiese al resto de la reunión.
—Gustaf Torstensson comenzó, pues, a trabajar para Harderberg —prosiguió Wallander—. Se trata de una relación profesional inusitada, habida cuenta de que resulta sorprendente que los servicios de un abogado de pueblo puedan llegar a ser de utilidad para un hombre de negocios de alcance internacional. Cabe aquí la posibilidad de pensar que Alfred Harderberg tuviese en mente aprovechar las carencias de Torstensson en beneficio propio, manipulándolo si fuese necesario. Eso no es más que una conjetura mía, nada que sepamos con certeza. En cualquier caso, en algún punto del camino, se produce un hecho inesperado. Gustaf Torstensson empieza a mostrar un comportamiento inquieto o quizá más bien compungido, del que se percatan tanto su hijo como su secretaria. No olvidemos que ésta llegó a afirmar que daba la impresión de estar asustado. Más o menos al mismo tiempo, tiene lugar otro acontecimiento: a través de una asociación que se dedica al estudio de la pintura de iconos, Lars Borman conoce a Gustaf Torstensson En algún momento se produce una tensión entre ambos, que podemos suponer está relacionada con Harderberg, pues su nombre aparece relacionado con el desfalco al Landsting de la provincia de Malmö. No obstante, sigue sin respuesta la pregunta más importante: ¿por qué empezó Gustaf Torstensson a comportarse de un modo tan extraño? Lo que yo creo es que, en su trabajo con Alfred Harderberg, debió de descubrir algo que le afectó. Tal vez lo mismo que indignó a Lars Borman. El caso es que lo ignoramos. Y luego muere nuestro abogado en un accidente de tráfico amañado. Después de lo que nos reveló Kurt Ström, podemos figurarnos cómo sucedió. Por otro lado, Sten Torstensson viene a verme a Skagen y, días después, también él aparece muerto. Ni que decir tiene que debía de sentirse amenazado, ya que intentó dejar una pista falsa, al decir que se marchaba a Finlandia cuando, en realidad, fue a Dinamarca. Y estoy convencido de que alguien lo siguió hasta allí, de que alguien presenció nuestro encuentro en la playa. Quienes mataron a su padre, iban pisándole los talones, pues era imposible que supiesen si Gustaf Torstensson le había revelado algo a su hijo; como tampoco pudieron conocer el contenido ni los términos de nuestra conversación. O lo que había llegado a conocimiento de la señora Dunér. Por ese motivo murió Sten Torstensson, por ese motivo intentaron hacer saltar en pedazos el jardín de la señora Dunér, por ese motivo pusieron una bomba en mi coche. El mismo motivo por el que me mantienen bajo vigilancia a mí, y no a vosotros. Y todo esto nos lleva de nuevo a lo que Gustaf Torstensson hubiese podido descubrir. Intentamos averiguar si se trata de algo relacionado con el recipiente de plástico que hallamos en el maletero de su coche. Pero aún no lo sabemos. También puede ser algo que nuestros expertos en asuntos económicos estén en condiciones de revelarnos en su momento. Lo importante es que sí que hay una línea clara que comienza con el asesinato a sangre fría de Gustaf Torstensson, mientras su hijo determinó su propio destino al visitarme en Skagen. Ésta es la línea cuyas señales intentamos interpretar. En el trasfondo no hay nada más que Alfred Harderberg y su imperio. Al menos, nada que nos resulte evidente.
Una vez que Wallander hubo concluido su exposición, se adueñó de la sala un silencio cuyo significado intentaba comprender: ¿habría intensificado el abatimiento con sus palabras o habrían producido el efecto contrario?
—Nos has ofrecido una imagen muy seductora —intervino Per Åkeson cuando el silencio empezaba a pesar demasiado en el ambiente—. Podríamos incluso suponer que tienes toda la razón. El único problema es que carecemos de cualquier tipo de pruebas, incluidas las de carácter técnico.
—Por eso debemos intensificar el trabajo con el recipiente de plástico —rebatió Wallander—. Hemos de levantar la tapadera de Avanca para ver qué se esconde dentro. Estoy seguro de que, en algún lugar, existe un hilo por el que sacar el ovillo.
—Me pregunto si no deberíamos mantener una buena charla con Kurt Ström —sugirió el fiscal—. Esos hombres que siempre andan cerca de Harderberg, ¿quiénes son?
—Si, yo también lo he pensado —afirmó Wallander—. Es posible que Ström pueda proporcionamos más información. En el preciso momento en que formulemos Las preguntas a la gente del castillo, Harderberg comprenderá que sospechamos de él como principal implicado. Si eso sucediese, dudo mucho de que fuésemos capaces de aclarar estos asesinatos jamás. Cuenta con los recursos suficientes como para dejarlo todo limpio a su alrededor. Es más, creo que soy a ir a visitarlo de nuevo para continuar sembrando nuestra falsa semilla,
—Has de ser convincente De lo contrario, sabrá ver cuáles son tus intenciones —le advirtió Per Åkeson, antes de colocar la cartera sobre la mesa para guardar en ella sus archivadores—. Kurt ha descrito nuestra posición, probable pero aún sin demostrar. En fin, aguardemos a ver qué nos dicen el lunes los grupos de delincuencia económica.
Así finalizó la reunión, que dejó a Wallander sumido en una profunda preocupación, con sus propias palabras retumbándole en la cabeza. ¿Y si Per Åkeson tenia razón, y su síntesis de la investigación era atractiva pero, pese a todo, una pista que los conduciría finalmente a la nada?
«Aquí tiene que ocurrir algo», resolvió.
«Y muy pronto.»
Después, cuando todo hubo pasado, Wallander recordaría las semanas que siguieron a aquella reunión como algunas de las peores de toda su vida profesional. En efecto y en contra de lo que él esperaba, nada sucedió. Los grupos económicos realizaban sondeos interminables que, al final, desembocaban en la conclusión de que necesitaban más tiempo. Wallander logró domeñar su impaciencia o, tal vez, su decepción, pues era consciente de que los economistas trabajaban con toda la rapidez y entrega posibles. El día que Wallander decidió visitar a Kurt Ström por segunda vez, resultó que se había marchado a Västerås para enterrar a su madre. Pero en lugar de ir en su busca hasta aquella ciudad, resolvió aguardar a que él regresase. Hanson no consiguió ponerse en contacto con los pilotos del Gulfstream, pues siempre estaban fuera volando con Harderberg. Lo único que lograron durante aquellos días de desconsuelo fueron los planes de vuelo del avión. Wallander constató, junto con sus colegas, que Alfred Harderberg tenía un programa de viajes sorprendente. Svedberg calculó que debía de gastar muchos millones de coronas al año tan sólo en carburante. Los expertos en economía copiaron los planes de vuelo para intentar casarlos con los acelerados negocios de Harderberg.
El inspector se puso en contacto con Sofía en dos ocasiones, ambas en la pastelería de Simrishamn, aunque la joven no le aportó ningún dato nuevo.
Y la investigación llegó al mes de diciembre, en que Wallander empezaba a tomar conciencia de que estaba a punto de naufragar, si es que no lo había hecho ya.
Nada decisivo. Nada en absoluto.
El sábado 4 de diciembre, Ann-Britt Höglund lo invitó a cenar. Su marido se encontraba en casa, una corta visita entre sus viajes alrededor del planeta a la caza de bombas de agua que reparar. Wallander bebió demasiado. Ninguno de los dos mencionó la investigación a lo largo de la velada. Cuando, ya bien entrada la noche, Wallander se disponía a marcharse a casa, decidió hacerlo a pie. Cerca de las oficinas de Correos de la calle de Kyrkogårdsgatan, vomitó apoyado contra una fachada. Cuando, por fin, llegó a la calle de Mariagatan se lanzó al teléfono con la intención de llamar a Baiba. No obstante, en lugar de llamar a Riga, logró controlarse y llamar a Linda, a Estocolmo. Cuando la muchacha oyó que era su padre, se irritó y le pidió que la llamase por la mañana. Tras la breve conversación, Wallander adivinó que probablemente no se encontraba sola en el apartamento, lo cual lo inundó de un malestar del que, además, se sentía avergonzado. Sin embargo, al llamarla de nuevo por la mañana, no le hizo ninguna pregunta al respecto. Ella le habló de su trabajo como aprendiza de un taller de tapicería y el inspector comprobó que la joven estaba contenta con lo que hacía. Sin embargo, lo decepcionó al revelarle que no iría a Escania en Navidad, sino que partiría hacia las montañas de la región de Västerbotten, donde había alquilado una casa junto con unos amigos. A continuación, Linda le preguntó a qué se dedicaba él.
—A la caza de un Caballero de Seda —repuso él enigmático.
—¿Un Caballero de Seda?
—Así es. Algún día te explicaré qué es.
—Suena muy hermoso.
—Ya, pero no lo es. Yo soy policía. Los policías rara vez vamos a la caza de algo hermoso.
Y nada sucedía. El jueves 9 de diciembre, Wallander estaba ya dispuesto a rendirse. Al día siguiente le propondría a Per Åkeson un cambio en la línea de investigación del caso.
Sin embargo, el viernes 10 de diciembre, algo ocurrió por fin.
Sin que él lo supiese aún, el tiempo muerto había terminado. En efecto, al entrar en su despacho aquella mañana, se encontró con una nota en la que le advertían de que debía llamar a Kurt Ström de inmediato. Se quitó la chaqueta, se sentó en la silla y marcó el número. El ex policía respondió en el acto.
—Tengo que verte —aseguró.
—¿Aquí o en tu casa? —quiso saber Wallander.
—Ni en un sitio ni en el otro —rechazó Ström—. Yo tengo una casita de campo en Sandskogen, en la carretera de Svarta, número doce. Es una casa roja. ¿Podrías estar allí dentro de una hora?
—Allí estaré.
Wallander colgó el auricular y fue a mirar por la ventana. Después se levantó, echó mano de la chaqueta y abandonó la comisaría presa de un gran apremio.
Gruesas nubes cargadas de lluvia atravesaban precipitadas el cielo otoñal.
Wallander estaba nervioso. Cuando abandonó la comisaría, salió de la ciudad en dirección este. A la altura de la calle de Jaktpaviljonsvägen, giró hacia la derecha y se detuvo al llegar al albergue. A pesar del viento que soplaba helado, bajó hasta la playa desierta. Súbitamente, se sintió transportado varios meses atrás en el tiempo. Aquella playa era la de Jutlandia, su playa de Skagen, y él mismo era de nuevo el alma solitaria que patrullaba un distrito a merced del viento.
Sin embargo, la idea desapareció tan veloz como se le había presentado. No tenía tiempo que perder, y mucho menos que dedicar a ensoñaciones inútiles. Intentaba figurarse lo que habría movido a Kurt Ström a ponerse en contacto con él. Lo llenaban de inquietud sus expectativas de que el ex policía pudiese proporcionarle alguna información que, de una vez por todas, los condujese a ese despegue que tanto necesitaban. Pero era consciente de que aquello no era más que un deseo suyo, y de escaso fundamento. Kurt Ström odiaba no sólo al propio Wallander personalmente, sino a todo el cuerpo de Policía que lo había expulsado haciéndole el vacío, de modo que no parecía sensato contar con ninguna ayuda por su parte. De manera que lo que Kurt Ström pudiese querer de él se le antojaba un misterio.
Empezó a llover. El viento lo obligaba a retroceder hacia el coche. Una vez en el interior del vehículo, lo puso en marcha y encendió la calefacción. En aquel momento apareció una mujer paseando con un perro, y Wallander recordó a aquella otra con la que en tantas ocasiones se había tropezado en Skagen, también acompañada de su mascota. Aún faltaba casi media hora para la cita con Kurt Ström en la carretera de Svarta. Condujo, pues, despacio por la calle de Strandvägen, de nuevo hacia el centro de la ciudad, antes de dar la vuelta para ir a contemplar las casas de veraneo de Sandskogen. No tuvo dificultad alguna en dar con la casa roja que le había referido Ström. Aparcó y se encaminó hacia el pequeño jardín. La vivienda parecía una casa de muñecas a gran escala y, por cierto, de aspecto bastante descuidado. Dado que no vio ningún coche aparcado en la calle, dedujo que él había sido el primero en llegar cuando, de pronto, Kurt Ström abrió la puerta.