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El hombre sonriente (22 page)

—¿Qué ha sucedido?

—Quiero que le eche un vistazo a mi coche.

—Pues si has detectado algún fallo en el motor, ¿por qué no llamas a la grúa? —sugirió Martinson atónito.

—No tengo tiempo para explicaciones —atajó Wallander notando que empezaba a indignarse—. Haz lo que te digo. Dile a Nyberg que se traiga el material necesario para comprobar si voy conduciendo por ahí con una bomba bajo los pies.

—Una bomba?

—Así es. Ya me has oído.

Wallander colgó y meneó la cabeza.

—Lo cierto es que tiene razón —admitió—. Por supuesto que es un completo despropósito que nosotros estemos aquí, en la E—Sesenta y cinco a media noche y pensemos que llevamos una bomba en el coche.

—Y, ¿la llevamos?

—No lo sé. Espero que no, claro. Pero no estoy seguro.

Nyberg tardó una hora en llegar al lugar indicado. Para entonces, tanto Wallander como Ann-Britt Höglund estaban helados. El inspector se había preparado para la circunstancia de que Nyberg desatase su ira al llegar, al verse arrancado de su sueño por razones que, sin duda, le habrían parecido de lo más cuestionables. No obstante y para sorpresa suya, el técnico se presentó con un talante amable y convencido de que había ocurrido algo grave. Wallander envió a Ann-Britt al coche de Nyberg, pese a las protestas de la colega, para que entrase en calor.

—En el asiento delantero tienes un termo —ofreció Nyberg—. Puede que el café aún esté caliente.

Dicho esto, se dirigió a Wallander, que vio que el técnico llevaba el pijama debajo del abrigo.

—¿Qué le ocurre al coche? —le preguntó.

—Espero que tú sepas decírmelo —admitió Wallander—. Hay bastantes probabilidades de que no sea nada en absoluto.

—¿Qué quieres que busque?

—Te confieso que no lo sé. Lo único que puedo darte es una presuposición. El coche estuvo fuera de control durante unos treinta minutos. Y estaba cerrado.

—¿Tienes alarma? —lo interrumpió Nyberg.

—¡Qué voy a tener! —exclamó Wallander—. Es un coche viejo y malo. Siempre he supuesto que a nadie le interesaría robarlo.

—Bien, continúa —lo invitó el técnico.

—Como te decía, durante treinta minutos —repitió Wallander—. Cuando puse en marcha el motor, no ocurrió nada, todo normal. Desde Helsingborg hasta aquí debe de haber unos cien kilómetros. Nos detuvimos por el camino a tomar café. Yo había llenado el depósito cuando íbamos camino de Helsingborg y habrían pasado unas tres horas desde que el coche estuvo sin vigilancia.

—En realidad, no debería ponerle la mano encima —advirtió Nyberg—. Si es que sospechas que el coche puede salir volando por los aires.

—Eso es. Aunque yo creía que eso ocurría al ponerlo en marcha —comentó Wallander.

—Hoy en día, las explosiones se pueden controlar a gusto del consumidor —aclaró Nyberg—. Puedes encontrar cualquier cosa, desde modelos con retardador incorporado y dispositivo de auto control, hasta señales de encendido manipuladas por radio, que pueden dirigirse desde muy lejos.

—En ese caso, tal vez sea más sensato dejarlo —propuso Wallander.

—Tal vez —concedió Nyberg—. Pero yo quiero echarle una mirada, de todos modos. Digamos que lo hago por voluntad propia, que no es una orden tuya.

Nyberg se acercó a su coche a buscar una de sus potentes linternas. Wallander tomó la taza de café que le ofrecía Ann-Britt Höglund, que había salido del coche. Ambos vieron cómo Nyberg se tumbaba junto al vehículo e iluminaba la parte inferior del mismo.

Después, fue dándole la vuelta, muy despacio.

—Debo de estar soñando —musitó Ann-Britt Höglund.

Nyberg se detuvo junto a la puerta abierta del conductor y enfocó la linterna hacia el interior. Un autocar con letreros en polaco y algo sobrecargado pasó ante ellos a toda velocidad camino, sin duda, del transbordador de Ystad. Nyberg retiró la linterna y se les acercó.

—No sé si te he entendido mal. ¿No dijiste que habías llenado el depósito de camino a Helsingborg?

—Así es —corroboró Wallander—. Lo llené en Lund. No le habría cabido ni una gota más.

—Y luego os fuisteis a Helsingborg y desde allí, hasta aquí, ¿cierto?

Wallander calculó mentalmente.

—Cierto. No puede haber más de ciento cincuenta kilómetros.

Entonces, vio que Nyberg meditaba con el entrecejo fruncido.

—¿Cuál es el problema? —quiso saber Wallander.

—¿Es posible que tengas mal el indicador del nivel de gasolina? —preguntó a su vez Nyberg.

—Nunca. Siempre indica fielmente la cantidad que hay.

—¿Cuántos litros caben en el depósito?

—Sesenta.

—Pues explícame entonces por qué, según el indicador, no te queda más que una cuarta parte del depósito.

Al principio, Wallander no comprendió lo que quería decir Nyberg pero enseguida cayó en la cuenta del alcance de su pregunta.

—Quiere decir que alguien ha extraído gasolina de mi depósito, porque el coche consume menos de un litro cada diez kilómetros.

—Bien, alejémonos diez metros de tu coche —sugirió Nyberg—. Además, voy a apartar el mío.

Lo vieron retirar su propio vehículo mientras las luces de emergencia del otro seguían encendidas. El viento seguía soplando racheado. Otro turismo polaco, también éste con exceso de pasajeros, pasó en dirección este. Nyberg volvió de aparcar el coche, y se puso, como sus dos colegas, a contemplar el de Wallander.

—Si uno extrae gasolina de un depósito lo hace, normalmente, para hacerle sitio a otra sustancia —explicó Nyberg—. En otras palabras, que alguien puede haber metido una carga de explosivos con un retardador que la gasolina va desgastando. Hasta que salta la chispa. ¿Baja el indicador cuando el coche está parado con el motor en marcha?

—No.

—En ese caso, creo que lo mejor será que no toquemos el coche hasta mañana —sugirió Nyberg—. A decir verdad, tendríamos que solicitar que cortasen la E—Sesenta y cinco.

—Björk no lo permitiría nunca. Máxime, cuando ni siquiera sabemos si han llegado a manipular el depósito.

—A pesar de todo, tendremos que buscar gente que corte la autovía —insistió Nyberg—. Éste es el distrito de Malmö, ¿no?

—Sí, por desgracia —se lamentó Wallander—. Pero ya los llamo yo.

—Tengo el bolso en el coche —intervino Ann-Britt Höglund—. ¿Puedo ir a buscarlo?

—De ninguna manera —repuso Nyberg—. Déjalo allí. Y el motor puede seguir en marcha.

Así, Ann-Britt Höglund volvió a sentarse en el coche de Nyberg. Wallander marcó el número de la policía de Malmö. Nyberg se había puesto a orinar al borde del arcén. El inspector contemplaba el cielo estrellado mientras aguardaba que pasaran su llamada. Respondieron de Malmö al mismo. tiempo que vio a Nyberg subirse la cremallera del pantalón.

En ese preciso momento, la noche estalló en blanco resplandor. El teléfono salió despedido de la mano de Wallander.

Eran la tres y cuatro minutos de la madrugada.

8

Una calma descarnada.

Así recordaría Wallander la explosión, como una habitación espaciosa de la que hubiesen extraído el oxigeno, la presencia de un extraño vacío allí, en la E—65 y en medio de la noche otoñal, un agujero negro en el que, incluso la energía del viento se vio conminada, por un instante, al silencio. Todo sucedió como el rayo, pero la memoria tenía una capacidad sorprendente de alargar las imágenes de modo que, al final, quedó en él la sensación de que la explosión no había sido sino una sucesión apresurada de acontecimientos encadenados pero perfectamente interpretables.

El signo externo que mayor sorpresa le había causado fue el hecho de que el teléfono estuviese allí, tendido sobre el asfalto húmedo, a varios metros de distancia de donde él se encontraba. Veía en aquella circunstancia el más claro exponente del absurdo de la situación, más incluso que la evidencia de que su coche se hallase envuelto en arrebatadas llamas que parecían someter al vehículo a un rápido proceso de licuación.

Fue Nyberg quien reaccionó. En efecto, él fue quien se aferró a Wallander para arrancarlo de allí, como si hubiese temido que el coche ardiendo originase nuevas explosiones. Ann-Britt Höglund se había lanzado al exterior del vehículo de Nyberg, donde se encontraba, antes de cruzar la calle en precipitada carrera. Era probable que hubiese lanzado un grito, aunque Wallander ignoraba si no habría sido él mismo, o Nyberg, el origen de aquel alarido o tal vez ninguno de ellos había gritado y el lamento hubiese sido fruto de su imaginación.

No obstante, él pensaba que debería haberlo hecho. Él debería haber proferido un grito, un rugido con el que maldecir el hecho complejo de haber vuelto al trabajo, de que Sten Torstensson hubiese ido a visitarlo a Skagen y lo hubiese involucrado en una investigación de asesinato en la que nunca debería haberse implicado. No debería haber regresado, tendría que haber estampado su firma en aquellos papeles que Björk había preparado, tendría que haber dado aquella conferencia de prensa y haberse dejado entrevistar para una columna en la revista Svensk Polis, o para la contraportada, antes de dar esa etapa por clausurada.

En cualquier caso, en pleno desconcierto después de la explosión, se produjo un instante de calma tortuosa, en el que Wallander pudo razonar con total lucidez, mientras contemplaba el teléfono del coche sobre el asfalto y las lenguas de fuego que emergían de su viejo Peugeot, mientras éste se consumía sobre el arcén. Los pensamientos habían sido claros y distintos; cada uno lo había conducido sin dificultad al siguiente, hasta la formulación natural de la conclusión primera de que el doble asesinato de los abogados, la mina enterrada en el jardín de la señora Dunér y el intento de asesinato de que él había sido víctima, desvelaban un modelo, por impreciso y poco transparente que aún fuese.

Sin embargo, le había resultado posible e incluso inevitable concluir, aún inmerso en el caos, que, por espantoso que pareciese, alguien creía que él sabía algo que no debía saber. En efecto, estaba convencido de que quien había colocado el explosivo en su depósito no perseguía la muerte de Ann-Britt Höglund. Lo cual le proporcionaba otro dato acerca de las personas que se ocultaban tras la oscura maraña: su total despreocupación por la vida humana.

Presa del miedo y la desesperación, Wallander era consciente de que aquellas personas, camufladas en coches blancos con matrícula falsa, se equivocaban por completo. De hecho, nada le habría impedido ofrecer una declaración pública en la que, con total franqueza, hubiese anunciado que desconocía la trama que sostenía el asesinato de los dos abogados, la aparición de la mina en el jardín de la señora Dunér y quizá también el suicidio del auditor provincial Lars Borman, si es que había sido un suicidio.

Él no sabía nada. Sin embargo, mientras el coche aún alimentaba las llamas y Nyberg, junto con Ann-Britt Höglund, desviaban a los curiosos conductores nocturnos y se dedicaban a llamar a los bomberos y a la policía, él había permanecido inmóvil en medio de la carretera con la idea de llevar a término su reflexión. Comprendía que el único origen lógico del funesto error de aquellas personas, al creer que él estaba en posesión de alguna información, lo constituía la visita de Sten Torstensson a Skagen. La postal que había encargado enviar desde Finlandia no había sido suficiente. Lo habían seguido hasta Jutlandia; y lo habían estado espiando entre los grumos de niebla y las dunas de arena; lo habían seguido hasta el museo Konstmuseet, donde estuvieron tomando café. Nunca llegaron a estar tan cerca que pudiesen oír el contenido de su conversación pues, en tal caso, habrían descubierto que Wallander nada sabía, ya que tampoco Sten Torstensson poseía ningún conocimiento comprometedor para nadie: todo eran presentimientos y conjeturas. Pese a todo, aquellas personas no podían correr el riesgo de lo contrario. Y ésa era la razón por la que, en aquel momento, su viejo Peugeot ardía sobre el arcén; y por eso había estado ladrando el perro del vecino durante su visita a la familia Forsdahl.

«Esta quebrantadora calma», se dijo, «es el punto en el que me encuentro, y desde el que puedo extraer aún otra conclusión que quizá sea la más importante de todas, ya que significa que hemos hallado una de las claves de esta investigación espantosa, un principio organizador sobre el que inclinarse a estudiar y sobre el que decir: aquí podemos tomar impulso. Es muy posible que no se esconda en él la piedra angular del caso, pero sí algo que, simplemente, debemos encontrar.»

Pensó que la cronología era auténtica, que el punto de partida no podía ser otro que aquellos campos en los que Gustaf Torstensson había perdido la vida hacía ya casi un mes. Todo lo demás, incluida la ejecución del hijo, debía ser consecuencia de lo ocurrido aquella noche en que el anciano regresaba de su visita al castillo de Farnholm. «Ahora ya lo sabemos», resolvió. «De modo que podemos definir el curso a seguir.»

Se agachó a recoger su teléfono. El número de la central de alarmas de la policía de Malmö se iluminó en la pantalla. Desconectó el teléfono, convencido de que el golpe contra el asfalto lo habría dañado.

Entonces llegaron los bomberos y él se dispuso a observar cómo la blanca espuma en que envolvían el vehículo en llamas extinguía el fuego que lo estaba consumiendo. De repente, Nyberg apareció a su lado, sudoroso y asustado, según observó Wallander.

—Estuvo cerca —dijo lacónico.

—Sí —repuso Wallander—. Pero no lo suficiente.

Nyberg lo miró inquisitivo.

En ese momento, un jefe de la policía de Malmö se acercó a Wallander, que recordaba haberlo visto con anterioridad, si bien no fue capaz de recordar su nombre.

—Según me han informado, es tu coche el que ha ardido —dijo el policía de Malmö—. Corría el rumor de que habías abandonado el cuerpo. Acabas de reincorporarte y te ponen una bomba en el coche.

Wallander dudó, por un instante, de si el hombre de Malmö estaba siendo irónico. Al cabo decidió que no, sino que su razonamiento era lógico, pero él quería evitar que se originase un revuelo innecesario.

—Sí, el caso es que iba de vuelta a casa, junto con una colega.

—Ya, Ann-Britt Höglund —se adelantó el hombre de Malmö—. Ya nos hemos presentado. Ella me recomendó que hablase contigo.

«Bien hecho», pensó Wallander. «Cuantas menos versiones se divulguen, más fácil resultará mantener una unívoca. La verdad es que esta chica aprende muy rápido.»

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