El hombre sonriente (21 page)

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—Me suena a una de aquellas máximas con las que nos llenaban la cabeza en la Escuela Superior de Policía —observó ella—. De esas que apuntábamos y que olvidábamos a la primera de cambio.

Wallander se indignó, pues no soportaba que nadie cuestionase la capacidad de Rydberg.

—Lo que vosotros anotaseis o dejaseis de anotar en la Escuela Superior de Policía no me interesa lo más mínimo —barbotó—. Pero sí que creo que deberías prestar atención a lo que te digo. O a lo que decía Rydberg.

—Oye, ¿te has enfadado? —preguntó ella sorprendida.

—Yo no me enfado nunca —sostuvo Wallander—. Es sólo que, en mi opinión, has hecho una síntesis bastante mala de lo que sabemos acerca de Lars Borman.

—¡Vaya! Pero quizá tú seas capaz de hacer una mejor —lo retó ella, de nuevo con voz chillona.

«Bueno, parece que es bastante susceptible», resolvió Wallander. «Por lo visto, es mucho más difícil de lo que yo creía ser la única mujer entre los agentes de la brigada criminal de Ystad.»

—En realidad no quería decir que tu síntesis sea mala —se retractó—. Pero creo que has obviado algunos detalles.

—Bien, te escucho —repuso ella—. Eso es algo que se me da muy bien

Wallander apartó el plato y fue a buscar una taza de café. Los dos camioneros daneses habían abandonado la cafetería, por lo que se habían quedado solos. Desde la cocina, se oía la débil melodía de una radio.

—Por supuesto que no es factible sacar ninguna conclusión —comenzó Wallander—. Sin embargo, sí que podemos elaborar ciertas hipótesis. De hecho, podemos hacer una prueba con el rompecabezas y ver si el motivo parece razonable o, al menos, si se puede entrever algún motivo.

—Hasta aquí, estoy de acuerdo —admitió ella.

—De Lars Borman sabemos que era auditor —continuó Wallander—. Además, sabemos que era un hombre de honradez inquebrantable. Y éste ha sido el rasgo más sobresaliente de los indicados por Forsdahl y su mujer, aparte de que fuese amante de la tranquilidad y la lectura. Sé por experiencia que es bastante insólito que nadie empiece a describir a una persona de ese modo. Lo cual me indica que, en verdad, era un apasionado de la probidad.

—Un auditor apasionado de la probidad —concretó ella.

—Bien, de pronto, este hombre íntegro escribe dos cartas con severas amenazas al bufete de abogados Torstensson de Ystad. Las firma con su nombre, pero tacha el membrete del hotel de uno de los sobres. Es decir, que podemos jugar con varias suposiciones.

—No desea quedar en el anonimato —propuso Ann-Britt Höglund—. Pero tampoco quiere mezclar al hotel en el asunto.

—No sólo no desea actuar de forma anónima —completó Wallander—. En realidad, creo que podemos suponer sin temor a equivocarnos que los abogados sabían quién era Lars Borman.

—Sí, un hombre honrado que se indigna ante un agravio. La cuestión es qué implica el agravio de que habla —continuó ella.

—En este punto, es lícito hacer una penúltima conjetura —intervino Wallander—. Que nos falta un eslabón intermedio. Lars Borman no era cliente de los abogados. Pero puede haber otra persona; alguien que tenía contacto con Lars Borman por un lado y con los abogados, por otro.

Ella asintió reflexiva, antes de responder.

—¿Qué hace un auditor, exactamente? —prosiguió el razonamiento—. Controlar que el dinero se maneje como es debido. Revisa los recibos y da cuenta y acredita en sus informes de auditoría que todas las operaciones se han realizado según la ley. ¿Es a eso a lo que te refieres?

—Exacto. Gustaf Torstensson trabajaba como consultor financiero —le recordó Wallander—. Y el trabajo de un auditor consiste en hacer cumplir las leyes y normativas. Es decir que, aunque bajo apariencias distintas, un abogado que actúa como consultor financiero y un auditor, realizan prácticamente la misma labor. O, al menos, así debería ser.

—Bien. Ésa era tu penúltima conjetura —señaló ella—. Lo que quiere decir que aún te queda una, ¿cierto?

—Así es. Lars Borman escribió dos cartas —retomó Wallander—. Puede que hubiese escrito más, pero eso es algo que desconocemos. Sin embargo, sí conocemos el hecho de que simplemente, las metió en un sobre y las envió…

—Ya, pero hoy los dos abogados están muertos —interrumpió ella—. Y esta misma mañana, alguien intentó eliminar a la señora Dunér.

—Sí, pero Lars Borman se suicidó después de haber enviado las cartas —observó Wallander—. Y es ahí donde debemos empezar. Por su suicidio. Tendremos que ponernos en contacto con los colegas de Malmö. Tiene que existir un documento en el que se descarte la sospecha de delito. Y seguro que hay un informe médico.

—Además, tenemos a una viuda en España —añadió ella.

—Y los hijos, que, con toda probabilidad, viven en Suecia. Tendremos que hablar con ellos también.

Dicho esto, se levantaron y abandonaron la cafetería.

—Deberíamos practicar este ejercicio más a menudo —propuso Wallander—. Es estupendo hablar contigo.

—¿A pesar de que no comprendo nada de nada, y de que mis síntesis no son buenas? —ironizó ella.

Wallander se encogió de hombros.

—Sí, a veces, me voy de la lengua.

Ya en el coche, casi a la una de la madrugada, Wallander sufría ante la idea de la soledad que lo aguardaba en su apartamento de Ystad. Se sentía como si, en su vida, algo hubiese concluido hacía ya mucho tiempo, mucho antes de que se viese arrodillado entre la niebla en el campo de tiro próximo a la ciudad. Algo de lo que él no había tomado conciencia. Le vino a la mente el cuadro de su padre que había visto colgado en la casa de la calle de Gjutargatan. Hasta aquel momento, había considerado las pinturas de su padre como una manifestación vergonzosa de dudoso valor artístico, un escarceo con el mercado del mal gusto. Sin embargo, ahora se le ocurría de repente que quizá tuviese que empezar a contemplar sus obras con otros ojos. Que muy bien podría ser que su padre pintase cuadros que inspiraban esa armonía y ese equilibrio que las personas solían buscar, y que hallaban en lo estático de su paisaje. Recordó su reflexión acerca de esa visión de sí mismo como un policía de pacotilla. Cabía la posibilidad de que, en el fondo, el desprecio que sentía por sí mismo fuese injustificado.

—¿En qué estás pensando? —dijo Ann-Britt Höglund, interrumpiendo el hilo de su discurrir.

—No, en nada —mintió él evasivo—. Es sólo que estoy cansado, supongo.

Puso rumbo a Malmö pues, aunque el camino resultara más largo, no quería apartarse de las carreteras principales en su trayecto de vuelta a Ystad. Había poco tráfico y no parecía que los fuese siguiendo ningún coche. El viento volvía a soplar racheado y oponía resistencia al avance del vehículo.

—Yo pensaba que eso no podía ocurrir aquí —comentó ella de repente—. El que unos desconocidos pudieran perseguirte en un coche.

—Y no sucedía, hasta hace unos años —aseguró Wallander—. Pero las cosas empezaron a cambiar. Dicen que Suecia empezó a modificar su apariencia despacio, sin sentir. Aunque, en mi opinión, todo era completamente evidente y previsible, para quien estaba dispuesto a abrir los ojos.

—Cuéntame cómo era antes y qué fue lo que pasó —le pidió ella.

—Pues no sé si sabré hacerlo —confesó él tras un breve silencio—. Mis opiniones son las de cualquier otro ciudadano. Sin embargo, en el trabajo diario, incluso en una ciudad tan pequeña y, en cierto modo, insignificante como la de Ystad, se percibía la diferencia. Los delitos aumentaban en número y cambiaban de naturaleza, se volvían más brutales y complejos. Y empezamos a encontrar delincuentes entre personas que, hasta entonces, habían sido ciudadanos impecables. Lo que no sé decirte es el porqué de toda esa transformación.

—En cualquier caso, eso no explica las causas de que tengamos uno de los peores índices de resolución de casos del mundo. La policía sueca soluciona menos casos de actos delictivos que casi todos los demás cuerpos de policía —afirmó su colega.

—Ya. Cuéntaselo a Björk —bromeó Wallander—. Es algo que le quita el sueño. A veces me da la impresión de que pretende que la policía de Ystad restablezca sola el buen nombre de toda la policía sueca.

—Bueno, pero tiene que haber una explicación, digo yo —insistió ella—. Me niego a creer que se deba a la falta de personal o a la carencia de esos recursos de los que todos hablan sin que nadie sea capaz de precisar en qué consisten.

—Es como el encuentro de dos mundos —aventuró Wallander—. Muchos policías experimentan la misma sensación que yo y piensan que nosotros recibimos la instrucción y atesoramos la experiencia en un tiempo en que todo era diferente, los delitos más transparentes, la moral más firme, la autoridad de la policía, incuestionable. Hoy, tendríamos que vivir, en nuestra formación, otras experiencias y recibir otros conocimientos para ser tan útiles como antes. Pero no es así. Por otro lado, los nuevos agentes, los policías como tú, tienen pocas posibilidades de ejercer su influencia sobre el trabajo diario, de decidir a qué debemos dar prioridad. A veces me da la impresión de que la ventaja que nos llevan los delincuentes aumenta sin ningún tipo de trabas. Y la sociedad responde manipulando los datos estadísticos. En lugar de permitir que la policía solucione los crímenes que se cometen, hacen que prescriban. Lo que, hace diez años, se consideraba como acciones ilícitas, hoy se tiene por actitudes no delictivas. Se produce a diario una especie de corrimiento. Lo que ayer se castigaba, puede hoy pasar inadvertido o haber prescrito poco después de haberse producido. A lo sumo, se redacta un informe destinado a desaparecer en alguna prensa de papel usado y, lo único que queda de todo ello es algo que, en realidad, nunca sucedió.

—Vaya. Pues eso no resulta muy halagüeño —sentenció ella recalcando cada palabra.

Wallander le lanzó una mirada.

—¿Y quién ha dicho que lo sea?

Ya habían sobrepasado Landskrona y se encontraban cerca de Malmö cuando los adelantó una ambulancia con las luces de emergencia y a gran velocidad. Wallander se encontraba agotado. Sin poder explicarse el motivo, se compadeció, por un instante, de la colega que tenía a su lado pues, durante los próximos años, se vería obligada a reconsiderar su labor de policía. A menos que fuese una persona extraordinaria, experimentaría una larga cadena de decepciones interrumpida por contadas alegrías.

No le cabía la menor duda de ello.

Asimismo, pensó que los rumores que sobre ella circulaban parecían coincidir con la realidad. Recordaba el primer año de Martinson cuando, recién salido de la Escuela Superior de Policía, llegó a Ystad. La verdad es que, por aquel entonces, no les fue de gran ayuda, si bien se había convertido, en la actualidad, en uno de sus mejores agentes.

—Mañana haremos un repaso a fondo de todo el material —anunció en un intento de animarla—. Algún lugar habrá por el que sea posible perforar el muro.

—Eso espero —repuso ella—. Aunque puede que también aquí la situación se vuelva tan extrema que empecemos a considerar ciertos tipos de asesinato como actos que haya que pasar por alto.

—Entonces, el cuerpo de Policía no tendrá más remedio que hacer la revolución —bromeó Wallander.

—El director general de la policía nunca aceptaría tal medida.

—Pues aprovecharemos la ocasión cuando esté en el extranjero en una de sus cenas de representación —resolvió Wallander.

—En ese caso, no nos faltarán oportunidades —concluyó ella.

Ahí se agotó el tema de conversación. Wallander seguía la autopista que discurría al este de la ciudad. Se dispuso a concentrarse del todo en la conducción, pensando de pasada en cuanto había acontecido a lo largo del día.

Cuando hubieron abandonado Malmö y se encontraban ya camino de Ystad por la E—65, Wallander tuvo un presentimiento repentino de que algo no andaba bien. En aquel punto del viaje, Ann-Britt Höglund llevaba ya un rato con los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia un lado. No se veían las luces de ningún vehículo que les fuese a la zaga.

En un segundo, se aguzaron todos sus sentidos. «Siempre acabo pensando en el sentido equivocado», se recriminó a sí mismo. «En lugar de constatar que no nos persiguen, he de preguntarme por qué. Si Ann-Britt Höglund estaba en lo cierto y, de hecho, no tengo ya ningún motivo para dudar de que un coche viniera persiguiéndonos desde que salimos de la comisaría de Ystad, el que ahora no nos sigan será indicio de que, simplemente, ya no consideran necesaria la persecución.»

Entonces, recordó la mina que había hallado en el jardín de la señora Dunér.

Sin pensárselo dos veces, aminoró la marcha y se desvió hacia el arcén con las luces de emergencia encendidas. Ann-Britt Höglund se despertó al notar que el coche se había parado, y lo miró interrogante y con cara soñolienta.

—Sal del coche —ordenó Wallander.

—¿Por qué?

—¡Haz lo que te digo! —rugió él.

Ella se quitó el cinturón de seguridad a toda prisa y salió antes que él.

—¡Apártate! —exclamó Wallander.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella mientras ambos veían cómo se encendían y apagaban las luces de emergencia. Un viento helado soplaba con violencia.

—No lo sé —confesó Wallander—. Puede que nada en absoluto. Me inquietó la idea de que ningún coche viniese siguiéndonos.

No tuvo que explicar su razonamiento. Ella lo comprendió en el acto. En ese momento, Wallander tomó conciencia de que era, desde el principio, una buena policía. Era inteligente, sabía adaptarse a situaciones inesperadas. Pero también supo que, por primera vez en mucho tiempo, contaba con una persona con la que compartir su miedo. Fue entonces, en aquel arcén próximo a la salida hacia Svedala, cuando comprendió que el interminable deambular por las playas de Skagen había alcanzado definitivamente su punto final.

Había tenido la presencia de ánimo suficiente como para llevarse el teléfono del coche, y empezó a marcar el número particular de Martinson.

—Pensará que he perdido el juicio —dijo mientras aguardaba la respuesta.

—¿Qué crees que puede suceder?

—No sé. Pero me imagino que quienes son capaces de enterrar minas en los jardines suecos, también pueden manipular un coche.

—Si es que son los mismos —precisó ella.

—Sí, si es que son los mismos —repitió Wallander.

Martinson respondió por fin y Wallander oyó que aún estaba medio dormido.

—Soy Kurt. Estoy en la E—Sesenta y cinco, justo a la altura de Svedala. Ann-Britt está conmigo. Quiero que llames a Nyberg y le pidas que venga aquí.

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