El hombre sonriente (40 page)

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—¿Cuál?

—No le gustan los policías.

—¡Anda! Y eso, ¿por qué?

—Bueno, ya sabes que suelo emplear a chicas algo casquivanas. Me han dado buenos resultados. Además, colaboro con una asociación de jóvenes de Malmö y precisamente hace poco me enviaron a una de diecinueve años que se llama Sofía. Es la que acaba de pasar a caballo.

—Ya, pero no hay por qué mencionar a la policía —sugirió Wallander—. Podemos inventarnos alguna excusa que justifique por qué quieres que mantenga los ojos abiertos en el castillo. Y luego tú y yo nos reunimos y me informas.

—Preferiría no mezclarme en esto, la verdad —confesó Sten Widén—. Pero no tenemos por qué decirle que tú eres policía, sino simplemente alguien a quien le interesa saber lo que ocurre en el castillo. Si yo le digo que eres de fiar, es que eres de fiar.

—Podemos intentarlo —se animó Wallander.

—Bueno, aún no le han dado el trabajo —advirtió Sten Widén—. Me imagino que habrá muchas chicas interesadas por los caballos a las que les encantaría trabajar en un castillo.

—A ver, dile que venga —le pidió Wallander—. Pero no le digas cómo me llamo.

—¿Y cómo coño quieres que te llame, entonces?

Wallander reflexionó un momento.

—Roger Lundin —dijo al fin.

—¿Y quién es Roger Lundin?

—Pues, a partir de ahora, soy yo.

Sten Widén meneó la cabeza.

—Supongo que lo has pensado bien. En fin, voy a buscarla.

La chica llamada Sofía era delgada y tenía las piernas esbeltas y una melena larga y despeinada. Entró en la cocina, saludó con indiferencia a Wallander y se sentó a tomarse el café que quedaba en la taza de Widén. Wallander se preguntó si no sería una de las que solía compartir la cama con su amigo, pues sabía desde hacía tiempo que Widén mantenía relaciones con algunas de las chicas que trabajaban para él.

—En realidad, debería despedirte —le espetó a bocajarro Sten Widén—. Ya sabes que tengo que recortar gastos. Pero resulta que hemos sabido que ofrecen un puesto en un castillo de Österleden que te puede venir bien. Si lo aceptas, o si te lo dan…, en fin, la cosa puede mejorar más adelante. Entonces volvería a contratarte, te lo aseguro.

—¿Y, qué caballos tienen? —quiso saber la chica.

Sien Widén miró a Wallander, que respondió encogiéndose de hombros.

—Pues no creo que se trate de caballos de las Ardenas —afirmó Sten Widén—. ¿Qué coño importa eso? Es algo provisional. Además, lo que tú tienes que hacer es ayudar a mi amigo Roger, y mantener los ojos bien abiertos para ver qué pasa allí dentro. Bueno, no mucho, sólo especialmente atenta.

—¿Y cuánto pagan?

—No lo sé —confesó Wallander.

—¡Pero, qué cojones! —exclamó Sten Widén—. Es un castillo, así que no líes la cosa, ¿vale?

Widén desapareció en la habitación contigua y regresó con un ejemplar de Ystads Allehanda. Wallander buscó el anuncio.

—Entrevista personal, pero hay que llamar primero —leyó. —Bueno, eso lo arreglamos nosotros —atajó Widén—. Te llevo allí esta misma tarde.

De pronto, la joven levantó la vista del mantel y dedicó a Wallander una mirada enconada.

—¿Qué clase de caballos son? —repitió.

—No lo sé —volvió a admitir Wallander.

Ella inclinó la cabeza.

—A mí me parece que tú eres policía.

—¡Vaya! Y, ¿se puede saber por qué? —preguntó Wallander atónito.

—Bueno, me da la impresión.

Sten Widén tomó enseguida el mando de la conversación.

—Se llama Roger. Y eso es todo lo que necesitas saber, así que no seas tan preguntona. Intenta mejorar tu aspecto para cuando nos vayamos esta tarde. Podrías…, no sé, lavarte el pelo, por ejemplo. Y no olvides que Winters Moon necesita una venda en la pata trasera izquierda.

La muchacha abandonó la cocina sin decir adiós.

—Ya lo has visto —comentó Sten Widén—. No resulta fácil dársela con queso.

—Gracias por tu ayuda. Esperemos que funcione.

—La llevaré en el coche hasta el castillo. Eso es todo lo que puedo hacer.

—De acuerdo. Llámame a casa —pidió Wallander—. Si le dan el trabajo, necesito saberlo enseguida.

Salieron juntos en dirección al coche del inspector.

—A veces me doy cuenta de que estoy harto de todo —manifestó de repente Sten Widén.

—Sí, imagínate que pudiésemos empezar de nuevo —suspiró Wallander.

—Hay días en que me pregunto: ¿y esto es la vida? Algunas arias, un montón de caballos de la peor clase, constantes problemas de dinero…

—Bueno, creo que exageras, ¿no te parece?

—A ver, convénceme de lo contrario.

—Venga, ahora tendremos oportunidad de vernos más a menudo y podremos hablar.

—Ya, pero aún no le han dado el trabajo.

—Lo sé —convino Wallander—. Llámame esta noche.

Se sentó al volante, le hizo a Widén una seña de despedida y se marchó. Miró el reloj y comprobó que aún tenía toda la jornada por delante. Y había decidido hacer otra visita aquel día.

Media hora después efectuaba un aparcamiento indebido en la angosta calleja a espaldas del hotel Continental y se encaminó hacia la casa rosa de la señora Dunér. Se asombró al descubrir que no había ningún coche de la policía por allí cerca y se preguntó, irritado e inquieto a un tiempo, qué habría ocurrido con la protección que había ordenado para ella. La mina que explotó en su jardín no era ninguna broma. Si la hubiese pisado, habría muerto o se habría quedado tullida. Llamó a la puerta mientras decidía mentalmente que le consultaría a Björk de inmediato.

Ella abrió la puerta con cautela y, al reconocerlo, dio muestras de sincero alivio.

—Siento no haber llamado antes para avisar de mi visita —se excusó Wallander.

—Puede usted venir cuando quiera —contestó ella.

Aceptó el café que ella le ofrecía, aunque consciente de que ya había tomado demasiados durante aquella mañana. Mientras la mujer estaba en la cocina, él se puso a contemplar el jardín. El césped maltrecho aparecía ahora fresco y cuidado y se preguntó si la señora Dunér esperaba tal vez que la policía le proporcionase una guía de teléfonos nueva.

«En este caso, todo da la impresión de haber ocurrido hace tiempo», reflexionó. «Y, sin embargo, no hace tantos días que arrojé al jardín la guía que provocó la explosión.»

La mujer sirvió el café ante el sofá estampado en el que se había sentado Wallander.

—No he visto ningún coche patrulla ahí fuera al llegar —comentó el inspector.

—Bueno, es que unas veces vienen y otras no —explicó ella.

—Averiguaré por qué —prometió Wallander.

—¿De verdad cree que es necesario? —inquirió la mujer—. ¿Que aún pueden querer hacerme daño?

—Ya sabe lo que les sucedió a los dos abogados —le recordó Wallander—. Antes de que colocaran la mina en su jardín. La verdad, no creo que vaya a ocurrir nada más, pero hemos de tomar todas las precauciones de seguridad posibles.

—Sinceramente, no acabo de comprenderlo —admitió ella.

—Pues sí, ése es el motivo de mi visita —declaró Wallander—. A estas alturas, ha tenido usted tiempo suficiente para pensar. A menudo lo necesitamos para ver las cosas con más claridad. A veces uno tiene que poner a punto la memoria.

La señora Dunér asintió despacio.

—Créame que lo he intentado —se lamentó—. Día y noche.

—Retrocedamos unos años en el tiempo —propuso Wallander—. Cuando a Gustaf Torstensson le ofrecieron trabajar para Alfred Harderberg. ¿Tuvo usted ocasión de verlo en persona alguna vez?

—Nunca.

—Es decir, que sólo habló con él por teléfono.

—Pues, ni siquiera eso. Siempre era una secretaria quien llamaba.

—Me figuro que tener un cliente de tal magnitud significó mucho para el bufete.

—¡Por supuesto! De pronto, empezó a entrar mucho más dinero de lo que nunca habíamos visto. De hecho, gracias a ello pudimos renovar el edificio.

—Aunque nunca habló ni vio a Alfred Harderberg, se habrá forjado usted una idea de su persona. Me he dado cuenta de que tiene usted buena memoria.

La mujer reflexionó un instante antes de responder mientras Wallander contemplaba una golondrina que recorría el jardín a saltitos nerviosos.

—Siempre tenían prisa —explicó ella—. Cuando lo llamaban del castillo, había que dejarlo todo.

—¿Observó usted algún otro detalle?

Ella negó con la cabeza y Wallander prosiguió.

—Gustaf Torstensson le hablaría en alguna ocasión acerca de su cliente —comentó—. Y sobre las visitas que realizaba al castillo.

—Yo creo que todo aquello lo impresionaba bastante y lo hacía sentirse nervioso ante la posibilidad de cometer un error. Esto era, por cierto, fundamental, pues solía decir que los errores estaban prohibidos allí.

—¿Qué cree usted que quería decir exactamente?

—Pues que Alfred Harderberg solicitaría de inmediato los servicios de otro bufete.

—Algo le contaría acerca de Harderberg, ¿no es así? Y sobre el castillo. ¿No sentía usted curiosidad?

—Claro que sí, pero él nunca se prodigaba en explicaciones. Se mostraba impresionado y taciturno. En alguna ocasión le oí afirmar que Suecia tenía mucho que agradecerle a Alfred Harderberg.

—Y, ¿no dijo jamás nada negativo sobre él?

Wallander no se esperaba aquella respuesta.

—¡Vaya si lo dijo! Lo recuerdo muy bien porque me llamó la atención y, además, fue la única vez.

—¿Qué fue lo que dijo?

—Textualmente: «El doctor Harderberg tiene un humor macabro».

—¿A qué se refería exactamente?

—Pues no lo sé. Ni yo indagué ni él lo explicó.

—«El doctor Harderberg tiene un humor macabro.»

—Exacto, eso dijo.

—¿Cuándo?

—Hará un año.

—¿En qué contexto se pronunció en esos términos acerca de su cliente?

—Había estado en el castillo de Farnholm, para acudir a una de las reuniones periódicas y, si he de ser sincera, no recuerdo que ocurriese nada especial.

Wallander comprendió que no lograría averiguar más, pues estaba claro que Gustaf Torstensson no había revelado ningún tipo de detalles sobre sus visitas al poderoso señor del castillo.

—Bien, cambiemos de tema —sugirió—. El trabajo de un abogado genera una gran cantidad de papeleo. El Colegio de Abogados nos ha informado de que la documentación concerniente al trabajo que Gustaf Torstensson realizaba para Alfred Harderberg es mínima.

—Sí, la verdad, me esperaba esa pregunta desde hace tiempo. Resulta que los procedimientos que había que aplicar en el caso del señor Harderberg eran muy especiales. Aquí teníamos archivada tan sólo aquella documentación que, por ley, debía custodiarse por un abogado. Por otro lado, habíamos recibido órdenes estrictas de no copiar ni guardar ningún documento sin necesidad. Todo el material con el que Gustaf Torstensson trabajaba en el despacho debía ser devuelto a Farnholm. De ahí que no haya prácticamente nada.

—A usted debió de parecerle muy extraño, ¿no es así?

—Sí, bueno. Nos dijeron que los negocios de Alfred Harderberg eran muy delicados. A decir verdad, yo no tenía ninguna razón para oponerme a aquellas normas, siempre y cuando no contraviniéramos ninguna normativa.

—Ya. Sé bien que Gustaf Torstensson se dedicaba al asesoramiento fiscal —afirmó Wallander—. ¿Puedo pedirle que haga un esfuerzo por rememorar algún detalle acerca de sus cometidos?

—Lo siento, pero me resulta imposible —confesó la mujer—. Se trataba de contratos muy complejos entre bancos y empresas distribuidas por todo el mundo. Por lo general, eran sus propias secretarias quienes pasaban a limpio todos los documentos. Rara vez me pidió el señor Torstensson que le redactase nada relacionado con los negocios de Harderberg. Sin embargo, él sí que lo hacía, y mucho.

—Y no era algo que hiciese cuando se trataba de otros clientes, ¿me equivoco?

—No, nunca.

—¿Tiene usted alguna explicación para ello?

—Supuse que eran asuntos tan delicados que no resultaba conveniente que yo los viese siquiera —respondió la señora Dunér con sinceridad.

Wallander rechazó la segunda taza de café que ella le ofreció antes de proseguir.

—¿Recuerda usted haber leído el nombre de una empresa llamada Avanca en alguno de los escasos documentos que vio?

La mujer se esforzaba por hacer memoria.

—No —aseguró al fin—. Es posible que en alguno figurase ese nombre, pero no lo recuerdo.

—Bien, en ese caso, no me queda más que una pregunta —anunció Wallander—. ¿Conocía usted la existencia de las cartas en las que Lars Borman amenazaba al personal del bufete?

—Gustaf Torstensson me las mostró —explicó—. Pero me dijo que no tenían importancia. Por esa razón no las archivamos y yo pensaba que las habría tirado.

—¿Tampoco sabía que el autor y Gustaf Torstensson se conociesen?

—No, y me sorprendió.

—Se conocieron en una asociación de aficionados al estudio de la iconografía sagrada.

—Sí, yo sabía de la existencia de dicha asociación, pero ignoraba que el autor de las cartas fuese miembro de ella.

Wallander dejó la taza sobre la mesa.

—Bien, no la molesto más —afirmó antes de ponerse en pie.

Ella permaneció sentada, observándolo expectante.

—¿No han descubierto nada todavía?

—Pues no. Seguimos sin saber quién asesinó a los dos abogados —admitió Wallander—. Ni por qué. Cuando lo averigüemos, podremos explicar lo que ocurrió en su jardín.

Entonces ella se levantó y le tendió la mano.

—Tiene que atraparlos —rogó ella.

—Sí, y así lo haremos, aunque nos llevará tiempo.

—No quisiera morirme sin saber qué ocurrió y por qué.

—En cuanto tenga alguna noticia, se la comunicaré —aseveró él, sin dejar de percibir lo poco convincente que el tono de su respuesta debió de parecerle a la mujer.

Wallander se marchó a la comisaría e intentó localizar a Björk. Cuando supo que se encontraba en Malmö, entró en el despacho de Svedberg y le pidió que investigase por qué era tan irregular la vigilancia en la casa de la señora Dunér.

—¿De verdad crees que pueda suceder algo? —inquirió Svedberg.

—Yo no creo nada —atajó Wallander—.Pero me parece que ya se han producido más sucesos desagradables de lo recomendable.

Estaba a punto de irse cuando Svedberg le tendió una nota.

—Una tal Lisbeth Norin llamó preguntando por ti —anunció—. Dijo que podías localizarla en este número hasta las cinco.

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