El recepcionista desapareció dejando a Wallander solo con sus bostezos. En efecto, se sentía hambriento. A través de una puerta entreabierta divisó un comedor, y se encaminó a él. Sobre una de las mesas, había una cesta llena de bocadillos de queso.
Se comió uno y después otro, antes de volver al sofá de la recepción.
Tuvo que esperar cinco minutos hasta que el recepcionista regresó del interior de la sala, acompañado de un hombre que Wallander supuso sería la persona que él buscaba, el auditor jefe Rundstedt.
El hombre era alto y de complexión robusta, lo que provocó en Wallander la reflexión de que él siempre había imaginado que los auditores habían de ser hombres menudos y ágiles, en tanto que el individuo que ahora tenía ante sí bien podría haber sido boxeador. Por si fuera poco, estaba totalmente calvo y observaba a Wallander con mirada suspicaz.
—Mi nombre es Kurt Wallander, de la brigada de policía judicial de Ystad —se presentó al tiempo que le tendía la mano—. Supongo que es usted Thomas Rundstedt, auditor jefe del Landsting de Malmö.
El hombre asintió con un gesto brevísimo.
—¿Cuál es el problema? —preguntó el auditor—. Hemos dejado notificación expresa de nuestro deseo de no ser molestados. Las finanzas del Landsting no son un tema con el que se pueda jugar. En especial, en los tiempos que corren.
—No me cabe la menor duda —repuso Wallander—. No es mi intención retenerlo mucho tiempo. ¿Qué le sugiere el nombre de Lars Borman?
Thomas Rundstedt alzó las cejas sin poder ocultar su perplejidad.
—Eso fue anterior a mi incorporación al Landsting —reveló el hombre—. Fue auditor provincial, pero falleció. Yo no llevo en este puesto más de seis meses.
«¡Joder!», profirió Wallander para sus adentros. «Este viaje hasta Höör ha sido inútil.»
—¿Alguna otra cosa? —preguntó Thomas Rundstedt.
—¿Quién fue su antecesor? —quiso saber Wallander.
—Martin Oscarsson —aclaró Rundstedt—. Se jubiló.
—Es decir, que él era el superior de Lars Borman.
—Así es.
—¿Dónde vive?
—En Limhamn, en una bonita casa junto al estrecho. En la calle de Möllevägen, pero no recuerdo el número. Supongo que lo podrá encontrar en la guía.
—Bien, pues, eso es todo —aseguró Wallander—. Lamento las molestias. Por cierto, ¿no sabrá usted cómo murió Lars Borman?
—Al parecer, se suicidó —explicó Rundstedt.
—Bien, suerte con el presupuesto —le deseó Wallander—. ¿Subirán los impuestos?
—¡Ojalá lo supiera! —exclamó Thomas Rundstedt antes de regresar al trabajo.
Wallander hizo una seña de despedida al recepcionista y se encaminó al coche, desde donde llamó al servicio de información telefónica para solicitar la dirección de Martin Oscarsson. «Calle de Möllevägen, treinta y dos», fue la respuesta.
Poco antes de las doce, se encontraba ante la puerta.
Era una casa construida en piedra, de principios de siglo. AÑO DE 1912, rezaba una placa que adornaba el gran portón de la entrada. Atravesó la verja y llamó a la puerta, que abrió un hombre de edad vestido con ropa deportiva. Wallander se presentó y le mostró su placa antes de que el hombre lo invitase a entrar. En contraste con el sombrío exterior de la vivienda, era el interior un lugar decorado con muebles claros, cortinas en color pastel y grandes espacios abiertos. Procedente de alguna parte de la casa se oía una melodía que surgía de un tocadiscos, y en la que Wallander creyó reconocer la voz del cantante de variedades Ernst Rolf. Martin Oscarsson lo invitó a sentarse en la sala de estar al tiempo que le preguntaba si le apetecía un café, que Wallander rechazó.
—El motivo de mi visita no es otro que hablar con usted de Lars Borman —comenzó—. Fue Thomas Rundstedt quien me facilitó su nombre. Hace un año, poco antes de su jubilación, Lars Borman murió. Según la versión oficial, se suicidó.
—¿Por qué quiere usted hablar de él? —dijo Martin Oscarsson en un tono reticente que no pasó inadvertido a Wallander.
—Su nombre ha salido a relucir en una investigación que estamos llevando a cabo en estos momentos —explicó Wallander.
—¿Y qué investigación es ésa?
El inspector pensó que no había motivos para ocultarle la verdad.
—Habrá leído en la prensa que un abogado de Ystad murió brutalmente asesinado hace unos días. Necesito hacerle algunas preguntas sobre Lars Borman relacionadas con la investigación de ese asesinato.
Martin Oscarsson lo observó largo rato antes de pronunciarse.
—Bien. Es cierto que soy ya un anciano, cansado aunque puede que no del todo acabado; sin embargo, he de admitir que ha despertado usted mi curiosidad. Responderé a sus preguntas, si puedo.
—Lars Borman trabajaba como auditor provincial —inició Wallander—. ¿Cuáles eran, exactamente, los cometidos que tenía a su cargo? ¿Cuánto tiempo estuvo trabajando para el Landsting?
—Un auditor no es ni más ni menos que eso, un auditor —sentenció Martin Oscarsson—. Y lo que hace, claro está, es auditar, es decir, revisar la contabilidad, en este caso, la del Landsting. Es su deber controlar que todas las operaciones se llevan a cabo conforme a la ley y que los importes para gastos presupuestados por la comisión administrativa no se sobrepasen. Asimismo, se cuenta entre sus obligaciones comprobar que el personal reciba el salario establecido. Es útil, en este punto, tener presente que un Landsting es como un imperio industrial de enormes proporciones, integrado por reinos menores. Uno de sus principales objetivos consiste en responder de la sanidad. Sin embargo, caen bajo su competencia otras muchas actividades de interés social, como la educación o la cultura. Como comprenderá, Lars Borman no era nuestro único revisor de cuentas. Cuando llegó, lo habían trasladado de la federación de municipios, a principios de los años ochenta.
—¿Considera usted que era un buen auditor? —quiso saber Wallander.
La respuesta de Martin Oscarsson fue rápida y terminante.
—El mejor de cuantos he conocido en mi vida.
—Y eso, ¿por qué?
—Era capaz de trabajar con rapidez sin dejar por ello de ser exhaustivo. Era una persona entregada a su profesión y nunca le faltaban sugerencias para hallar soluciones que permitiesen al organismo ahorrar dinero.
—Tengo entendido que era una persona honrada en extremo —apuntó Wallander.
—Por supuesto que lo era —confirmó Martin Oscarsson—. Pero no es nada que deba sorprendernos. Los revisores de cuentas suelen ser honrados. Cierto que puede haber excepciones, pero les resulta imposible sobrevivir en una institución como el Landsting.
Wallander reflexionó un instante antes de proseguir.
—Y, de repente, se suicidó —dijo al fin—. ¿No resultó algo inesperado?
—Claro que sí —admitió Martin Oscarsson—. ¿No lo es todo suicidio?
A partir de ese momento, Wallander no supo dar con una respuesta satisfactoria de qué fue lo que ocurrió en realidad. Algo cambió en la voz de Martin Oscarsson; un leve matiz de inseguridad, quizá de desinterés, impregnó su forma de responder. Y, desde ese momento, la conversación cambió de carácter para Wallander, de modo que aguzó su atención y sustituyó la actitud que la rutina invocaba por otra más alerta.
—Usted trabajó sin duda codo con codo junto a Lars Borman —prosiguió—. Y supongo que llegaría a conocerlo bien. ¿Qué clase de persona era?
—La verdad, nunca tuvimos una relación de amistad. Él vivía para su trabajo y para su familia. Nadie podía cuestionar su integridad, y siempre parecía presto a retirarse cuando alguien se le aproximaba demasiado.
—¿Tal vez padeciese alguna enfermedad grave?
—Lo ignoro.
—A usted debió de darle mucho que pensar su suicidio.
—Fueron días aciagos. Su suicidio oscureció mis últimos mees antes de la jubilación.
—¿Podría contarme cómo fue su último día de trabajo?
—Puesto que murió en domingo, lo vi por última vez la tarde del viernes anterior, en un consejo celebrado con los jefes del departamento de economía del Landsting. Un consejo en que los ánimos se soliviantaron demasiado, por desgracia.
—¿Por qué motivo?
—Había disparidad de opiniones acerca de la solución más conveniente a cierto problema.
—¿Qué problema?
Martin Oscarsson lo observó meditabundo.
—No estoy seguro de que deba responderle a esa pregunta —declaró al fin.
—¿Por qué?
—En primer lugar, porque ya estoy jubilado. Por otro lado, la ley de administraciones prescribe los asuntos que han de considerarse como secretos.
—Sí, pero en este país gozamos del principio de transparencia —le recordó Wallander.
—Cierto, del que, no obstante, quedan excluidos determinados asuntos que, por razones específicas, no se considera oportuno que salgan a la luz pública.
Wallander meditó un instante antes de formular la siguiente pregunta.
—Es decir, que en su último día de servicio, Lars Borman participó en un consejo con los jefes del departamento de economía del Landsting. ¿Es correcto?
Martin Oscarsson asintió.
—Un consejo en el que, con ánimo acalorado, se discutió un problema que luego se consideró como no apropiado para hacerse público. ¿Quiere eso decir que el acta de dicho consejo es secreta?
—No exactamente —señaló Martin Oscarsson—. A decir verdad, no se redactó acta alguna.
—Entonces, no puede haberse tratado de ningún consejo de administración normal —observó Wallander—. En esos casos ha de redactarse un acta, que después se somete a aprobación.
—Ya, bueno. Se trataba de una negociación secreta —confesó Martin Oscarsson—. Ahora es ya agua pasada. Y no creo que deba responder a más preguntas al respecto. Ya no soy joven y he olvidado cuanto ocurrió.
«Más bien me parece que sea justo al contrario», se dijo Wallander. «Este hombre no ha olvidado nada. ¿Cuál sería el asunto que trataron aquel viernes?»
—Como es natural, no puedo obligarlo a que conteste a mis preguntas —admitió Wallander—. Pero sí que puedo formularlas a través de un fiscal. O dirigirme a la comisión permanente de administración. En realidad, tengo un buen número de vías mediante las cuales obtener la información que deseo.
—No contestaré a más preguntas —se empecinó Martin Oscarsson terminante, al tiempo que se levantaba de la silla.
Wallander permaneció sentado.
—Siéntese —lo invitó—. Tengo una propuesta que hacerle.
Martin Oscarsson vaciló un instante antes de volver a ocupar su silla.
—Comportémonos como aquel viernes por la tarde —sugirió—. Yo no haré anotaciones de ningún tipo, como en una conversación de alto secreto. No habrá testigos, de modo que este consejo no se habrá celebrado jamás. Le doy mi palabra de que yo nunca mencionaré su nombre, no importa lo que usted me diga. Piense que, si fuera necesario, obtendría la información de otras fuentes.
Martin Oscarsson sopesó su propuesta.
—Thomas Rundstedt sabe que usted ha venido a verme —le recordó.
—Sí, pero ignora para qué —objetó Wallander.
El inspector aguardaba mientras Martin Oscarsson deliberaba consigo mismo. Aunque él sabía cuál sería su resolución, pues no dudaba de su sensatez.
—De acuerdo. Me acojo a su propuesta —aceptó por fin—. Pero no le garantizo que pueda responder a todas sus preguntas.
—¿Que pueda o que quiera? —inquirió Wallander.
—Eso es asunto mío —le espetó Martin Oscarsson.
Wallander asintió. Ambos estaban de acuerdo.
—Entonces, dígame. ¿Cuál era el problema?
—El Landsting de la provincia de Malmö había sido víctima de un gran desfalco —reveló Martin Oscarsson—. Entonces aún ignorábamos de cuánto dinero se trataba. Ahora ya contamos con ese dato.
—Y, ¿cuánto era?
—Cuatro millones de coronas. Dinero de los contribuyentes.
—¿Qué ocurrió?
—Para que pueda comprenderlo, he de ofrecerle una visión general del funcionamiento de un Landsting —advirtió Martin Oscarsson—. Nosotros manejamos muchos miles de millones al año, a través de un sinnúmero de actividades y departamentos. Claro que, la administración económica del organismo de que hablamos está centralizada y por completo informatizada, con diversos sistemas de seguridad incorporados a distintos niveles, a fin de evitar que se cometan malversaciones de fondos y otras irregularidades. Hay incluso sistemas de seguridad destinados a controlar a los más altos cargos y sobre los cuales no es preciso que me extienda. Lo que sí resulta importante subrayar es que, naturalmente, la revisión de todos los abonos que se realizan es constante. Es decir, que si alguien tuviera la intención de dedicarse a la delincuencia económica en el seno de un Landsting, esa persona tendría que estar muy bien informada sobre los procedimientos de traslado del dinero de una cuenta a otra. Y esto es más o menos lo que necesita saber.
—Sí, creo que lo entiendo —comentó Wallander dispuesto a seguir escuchando.
—Bien, pues lo que ocurrió nos hizo ver que las normas de seguridad eran demasiado endebles —prosiguió Martin Oscarsson—. Aunque, claro está, desde aquel incidente, se introdujeron unas nuevas, de modo que aquel tipo de desfalco seria imposible de llevar a cabo en la actualidad.
—Tómese el tiempo que necesite —lo animó Wallander—. Cuantos más detalles me proporcione sobre lo acontecido, mejor.
—Bien, el caso es que aún existen ciertas lagunas sobre el curso de aquellos acontecimientos —aseguró Martin Oscarsson—. Pero esto es lo que tenemos: como usted quizá sepa, toda la administración social sueca ha sufrido profundas transformaciones durante los últimos años, lo cual ha sido, en muchos casos, como sufrir una operación quirúrgica sin la suficiente dosis de anestesia. En especial nosotros, los funcionarios que nos habíamos formado en una tradición anterior dentro de la administración, experimentamos serias dificultades para adaptarnos a los violentos vaivenes. Dicha transformación no ha terminado de completarse aún y nos llevará mucho tiempo el poder calibrar todas sus consecuencias. Pero las administraciones de los distintos niveles de la sociedad empezarían a gestionarse del mismo modo que el sector privado, según las exigencias del mercado y la competencia. Así, varias unidades quedaron convertidas en empresas, los servicios de otras se sometieron a subcontratación, y a todas se les exigían niveles de eficacia cada vez mayores. Todo ello implicó, para nuestro Landsting, la constitución de una empresa que se hiciese cargo de toda la documentación que este tipo de organismo genera al año. Una de las mejores cosas que le puede ocurrir a una compañía es tener a un Landsting como cliente, ya sea para venderle cortadoras de césped o detergente. Así, para constituir la nueva empresa, contratamos los servicios de una asesoría que, entre muchas otras tareas, se responsabilizaría de valorar los currículos de los aspirantes a todos los puestos directivos que estaban vacantes. Y ahí fue donde resultamos víctimas del desfalco.