Pero no realizó aquella llamada. Dejó pasar los catorce minutos y entonces envió la señal por el radioteléfono. Ella respondió de inmediato.
—¿Qué está pasando? —inquirió Ann-Britt Höglund.
—Nada, todavía. Vuelvo a llamarte dentro de una hora.
—¿Has encontrado a Ström?
Antes de darle tiempo a repetir la pregunta, apagó el transmisor. De nuevo se hallaba solo en la oscuridad. Había decidido hacer algo sin saber muy bien qué era. Se concedió a sí mismo una hora para llevar a cabo un objetivo cuya naturaleza ignoraba. Se levantó despacio. Notó que tenía frío. Trepó hasta salir del lecho del lago y se dirigió hacia la luz que se vislumbraba entre los árboles. Se detuvo en el punto en que se acababan los arbustos y donde la gran planicie de césped empezaba a extenderse hacia el castillo.
Se erguía éste como una fortaleza inexpugnable y, pese a todo, Wallander tenía el plan aún no definido de salvar sus muros. Kurt Ström estaba muerto, y nadie podía culparlo de ello. Como tampoco nadie podía responsabilizarlo de que Sten Torstensson hubiese sido asesinado. Su sentimiento de culpa tenia otro origen, la sensación de que estaba a punto de fallar de nuevo, cuando tal vez se hallase muy cerca de la solución. Pensó que, después de todo, debía de existir un limite en algún lugar; que, simplemente, no podían matarlo a tiros a él, a un policía de la brigada criminal de Ystad que lo único que pretendía era realizar su trabajo. O, ¿acaso no había límites para aquellas personas? Ponía todo su empeño en hallar una única respuesta, la correcta, pero fue en vano, de modo que se dispuso a rodear el castillo para llegar a la parte posterior del edificio, una parte del mismo que nunca había visto. Le llevó diez minutos llegar hasta allí pese a haber ido bastante deprisa, no sólo porque tenia miedo, sino también a causa del frío tan intenso que había empezado a sentir y que lo hacia temblar. A la espalda del castillo había una terraza en forma de media luna que se adentraba en los jardines. La zona izquierda de la terraza estaba en sombra y dedujo que alguno de los focos invisibles habría dejado de funcionar. Desde la terraza partía una escalera que conducía hasta el césped. Corrió tanto como pudo hasta que de nuevo estuvo a cubierto en las sombras. Con gran cautela, subió la escalera con el radioteléfono en una mano, la linterna en la otra y la pistola en el bolsillo.
De repente, se paró en seco y se dispuso a escuchar. ¿Había oído algo? Pero comprendió enseguida que se trataba de una de sus alarmas interiores que le estaba avisando. «Algo va mal», pensó excitado. «Pero ¿qué puede ser?» Prestó atención. Todo estaba en silencio y la única presencia sonora era la del vaivén del viento. «Aquí pasa algo raro con la luz», concluyó. «Me veo arrastrado hacia las sombras, y las sombras están allí, como si me aguardasen.» Cuando al fin comprendió que se había dejado engañar, ya era demasiado tarde. Se dio la vuelta para desaparecer de nuevo escaleras abajo cuando, de repente, una potente luz lo cegó. Un resplandor blanco y cortante le dio en el rostro: lo habían llevado hasta una trampa cuyo cebo era la sombra, que ahora le daba su otra cara. Se cubrió los ojos con la mano en la que llevaba el radioteléfono, para mitigar aquella claridad tan intensa. Entonces, sintió que alguien lo agarraba por detrás. Intentó zafarse, pero fue imposible. Después su cabeza estalló y otra vez reinó la tiniebla.
De algún modo difícil de precisar no dejaba de tener conciencia de lo que le ocurría. Unos brazos lo levantaron, lo transportaban. Oyó una voz que hablaba, otra que reía. Se abrió una puerta y cesó el ruido de las pisadas contra las losas de piedra de la escalera. Se hallaba dentro del castillo, parecía que lo hubiesen llevado arriba por unas escaleras y, después, lo tendieron sobre una superficie blanda. No sabía decir si era la sensación de dolor en la cabeza o la de encontrarse de pronto en una habitación con la luz apagada o, al menos, muy atenuada, pero en cualquier caso, cuando abrió los ojos, se vio medio tumbado en un sofá, en el interior de una habitación enorme. El suelo era de piedra, quizá de mármol. Había una mesa alargada llena de ordenadores cuyas pantallas irradiaban una luz fría. Oía el murmullo de los ventiladores y, de algún punto indeterminado el tictac de un télex. Intentaba no mover la cabeza, pues sentía un dolor tremendo junto a la oreja derecha. Súbitamente, alguien empezó a hablarle a su espalda, muy cerca de él, una voz que reconoció enseguida.
—La hora de la insensatez —anunció Alfred Harderberg—. A veces un ser humano acomete una acción que sólo puede conducirlo a quedar herido o destruido.
Wallander giró el cuerpo con cuidado y lo miró. Allí estaba, sonriendo. Algo más apartadas, fuera del alcance del haz de luz, se adivinaban las siluetas de dos hombres inmóviles.
Harderberg rodeó el sofá y le tendió el radioteléfono. Llevaba un traje impecable; los zapatos negros, relucientes.
—Son las doce de la noche y tres minutos —aseguró Harderberg—. Hace un momento, alguien intentó ponerse en contacto con usted. Como es natural, ignoro quién fue, pero tampoco me importa. Aunque supongo que esa persona aún espera que usted la llame, así que será mejor que lo haga. Doy por hecho que ni se le va a ocurrir enviar ninguna llamada de auxilio. Ya está bien de despropósitos, creo yo.
Wallander encendió el aparato y ella respondió enseguida.
—Todo en orden —mintió—. Te llamaré otra vez dentro de una hora.
—¿Has encontrado a Ström? —inquirió Ann-Britt Höglund.
El dudó un momento sobre qué responder. Entonces vio que Alfred Harderberg le dedicaba un gesto alentador.
—Sí, lo he encontrado —afirmó entonces—. La próxima conexión será a la una.
Wallander dejó el transmisor a su lado, en el sofá.
—La mujer policía —concluyó Harderberg—. Me figuro que se encuentra por aquí cerca. Por supuesto que podríamos ir en su busca hasta dar con ella, pero no lo haremos.
Wallander apretó los dientes y se puso en pie.
—He venido para comunicarle que existe la sospecha de su complicidad en una serie de delitos graves —declaró.
Harderberg lo miró reflexivo.
—Bien, renuncio al derecho que me asiste de hablar en presencia de mí abogado. Continúe, si es tan amable, inspector Wallander.
—Es usted sospechoso de complicidad en la muerte de Gustaf Torstensson y de su hijo Sten Torstensson. Asimismo, es sospechoso de complicidad en la muerte de su propio jefe de seguridad, Kurt Ström. Por otro lado, he de añadir el intento de asesinato de la secretaria del bufete de abogados, la señora Dunér, y de mi colega Ann-Britt Höglund y de mí mismo. Existen, finalmente, otros motivos de acusación probables, entre ellos, lo que le aconteció al auditor provincial Lars Borman. Pero de ello se encargará el fiscal.
Harderberg se sentó en uno de los sillones con parsimonia manifiesta.
—¿Pretende usted decirme que estoy detenido? —preguntó.
Wallander, que notó que estaba a punto de desmayarse, cayó de nuevo para quedar hundido en el sofá.
—Carezco de una orden formalmente emitida —admitió—. Pero esa circunstancia no cambia las cosas de forma sustancial.
Harderberg estaba sentado en el sillón con la cabeza adelantada y la barbilla apoyada en una mano. Entonces se echó hacia atrás asintiendo.
—Ya veo. En fin, voy a ponérselo muy fácil. Voy a confesar.
Wallander lo observó sin comprender.
—Sí, sí. Me ha oído bien —repitió Harderberg—. Confieso que soy culpable de cuantas acusaciones acaba de enumerar.
—¿Incluso en el caso de Lars Borman?
—¡Por supuesto! También en ese caso.
Wallander sintió que el miedo se le acercaba a rastras más frío, más amenazante en esta ocasión que en otras anteriores. Aquella situación era absurda. Tenia que salir del castillo, antes de que fuese demasiado tarde.
Alfred Harderberg lo observaba atento, como si pretendiese seguir el curso de sus reflexiones. A fin de darse tiempo para que se le ocurriese un modo de enviar una llamada de socorro a Ann-Britt Höglund sin que Harderberg lo notase, empezó a formularle preguntas, como si se hallasen en una sala de interrogatorios. Sin embargo, seguía sin poder determinar adónde quería ir a parar aquel hombre. ¿Supo que Wallander estaba en las tierras del castillo tan pronto como hubo pasado la verja? ¿Cuánto les habría contado Kurt Ström antes de ser asesinado?
—La verdad —irrumpió Alfred Harderberg de pronto, cortando el hilo de sus pensamientos—. ¿Acaso existe la verdad para un policía sueco?
—La base de todo trabajo policial es precisamente determinar dónde trazar la línea que separa la mentira de la verdad objetiva v auténtica —sentenció Wallander.
—Una buena respuesta —aprobó Harderberg—. Y, pese a todo, es la equivocada. Puesto que la verdad o la mentira absolutas no existen. Lo único real son los acuerdos que pueden alcanzarse, cumplirse o romperse.
—Ya, pero cuando alguien utiliza un arma y mata a otra persona…, eso sólo puede calificarse como un hecho objetivo —rebatió Wallander, que percibió un leve tono de irritación en la voz de Harderberg cuando éste respondió:
—No tenemos por qué discutir lo que es obvio —atajó—. La verdad que yo busco es más profunda.
—Pues para mi, la muerte es suficiente —se opuso de nuevo Wallander—. Gustaf Torstensson era su abogado. Y lo mandó matar. El intento de ocultar el delito bajo la apariencia de un accidente de coche fracasó.
—Me gustaría saber cómo llegó a esa conclusión.
—Había una pata de una silla en el barro. Y en el maletero estaba el resto de la silla. El maletero estaba cerrado con llave.
—Así de fácil. Una negligencia.
Harderberg no se esforzó en ocultar una mirada elocuente hacia las sombras que cubrían a los dos hombres.
—¿Qué ocurrió? —quiso saber Wallander.
—La lealtad de Gustaf Torstensson empezó a flaquear. Vio cosas que jamás debió presenciar y nos vimos obligados a probar su apego incondicional de forma definitiva. Aquí nos divertimos de vez en cuando realizando prácticas de tiro. Y utilizamos maniquíes como diana. Así que le pusimos uno de ellos en la carretera. Se detuvo y murió.
—¿Y así pudo probar su lealtad?
Harderberg asintió con expresión ausente. Después se levantó rápido y se puso a observar los renglones de cifras que aparecían en la pantalla de uno de los ordenadores. Wallander adivinó que serían comunicaciones de Bolsa procedentes de algún lugar del mundo en el que ya era de día. Pero ¿acaso abría la Bolsa los domingos? ¿O eran otras las anotaciones financieras que estaba examinando? Harderberg regresó a su sillón.
—Nos resultaba imposible determinar cuánto sabía el hijo —prosiguió impertérrito—. Así que lo mantuvimos vigilado. Él le hizo a usted una visita en Jutlandia. Y tampoco nos era posible de terminar cuánto le había confiado a usted. O a la señora Dunér, por cierto. Me he dado cuenta de que su análisis ha sido muy ingenioso, inspector Wallander. Pero, claro está, nosotros intuimos enseguida su intención de hacernos creer que seguía otra pista. Le aseguro que me dolió que nos subestimase.
Wallander notó que empezaba a sentirse mareado. La frialdad desnuda que despedía como un torrente aquel hombre sentado en su sillón era algo con lo que él jamás se había enfrentado antes. Pero la curiosidad pudo con él y lo impulsó a seguir haciendo preguntas.
—Encontramos un recipiente de plástico en el coche de Gustan Torstensson —comentó—. Sospecho que había sido cambiado por otro cuando lo asesinaron, ¿me equivoco?
—¿Y por qué íbamos a cambiarlo?
—Nuestros técnicos llegaron a la conclusión de que nunca había contenido nada. Supusimos que no significaba nada por sí mismo, pero sí el fin para el que se utilice.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál podría ser ese fin?
—¡Vaya! Ahora resulta que usted es quien hace las preguntas y yo quien ha de responder —ironizó Wallander.
—Bueno, es muy tarde —aclaró Harderberg—. ¿Por qué no darle a esta conversación, que no tendrá mayores consecuencias, un tono lúdico?
—Porque estamos hablando de asesinato —repuso Wallander—. Sospecho que aquel recipiente de plástico se utilizaba para conservar y transportar órganos para trasplantes, previamente extraídos a personas asesinadas.
Por un instante, Harderberg quedó helado. Fue un espacio de tiempo brevísimo, pero Wallander detectó su reacción, que le confirmó que estaba en lo cierto.
—Yo busco el negocio allí donde se encuentra —explicó Harderberg—. Si hay mercado para los riñones, por poner un ejemplo, yo compro y vendo riñones.
—¿Y de dónde proceden esos riñones?
—De personas que han fallecido.
—A las que usted manda matar.
—Yo nunca me he dedicado a otra actividad que la de la compraventa —repitió Harderberg paciente—. Las circunstancias que preceden a la obtención del producto no me interesan. Las ignoro por completo.
Wallander quedó estupefacto.
—Jamás pensé que hubiese gente como usted —confesó al fin.
Alfred Harderberg se inclinó con rapidez hacia él.
—¡Mentira!. —exclamó—. Porque usted sabe perfectamente que existimos. Incluso me atrevería a sostener que, en el fondo, me tiene cierta envidia.
—Está loco —sentenció Wallander sin ocultar su desprecio.
—Sí, así es, loco de felicidad, loco de ira. Pero no sólo estoy loco, inspector Wallander. Debe usted comprender que yo soy un hombre apasionado. Me encanta hacer negocios, ver caer a mis adversarios, incrementar mis posesiones y no verme en la necesidad de negarme a mí mismo nada en este mundo. Es posible que sea como un infatigable holandés errante pero, ante todo, soy un pagano, en el sentido correcto y bueno de la palabra. ¿No conoce usted a Maquiavelo, inspector Wallander?
Él negó con un gesto.
—Según este pensador italiano, el cristiano afirma que la máxima felicidad radica en la humildad, el rechazo y el desprecio de todo lo humano. El pagano, por el contrario, reconoce el bien supremo en la magnanimidad, en la fortaleza física y en todas esas cualidades que hacen del hombre un ser terrible. Sabias palabras éstas, sobre las que yo no dejo de meditar.
Wallander no dijo nada. Harderberg le señaló en primer lugar el radioteléfono y después su reloj de pulsera. Era la una. Wallander lo encendió y pensó que iba siendo hora de decidir cómo enviar una llamada de socorro. De nuevo le dijo a la agente que todo iba bien, todo en orden, que esperase una nueva toma de contacto a las dos.