El Grumman Gulfstream de Harderberg seguía allí. La pálida luz amarillenta de los focos resplandecía sobre el fuselaje del avión.
Los dos pilotos que iban camino del avión se detuvieron al oír el disparo. Wallander dio un salto desde el techo del coche para que no lo descubriesen y se dio un fuerte golpe en el hombro al dar contra el suelo. Pero el dolor lo encolerizó aún más. Sabía que Alfred Harderberg se encontraba allí, en algún lugar del edificio amarillo del aeropuerto y no tenía intención de dejarlo ir. Se precipitó hacia las puertas de entrada, tropezando con las maletas y carritos que hallaba a su paso, seguido a unos pasos por Ann-Britt Höglund. Aún llevaba la pistola en la mano cuando atravesó las puertas de cristal dirigiéndose a toda velocidad a las oficinas de la policía de Sturup. Puesto que era domingo y muy temprano, la afluencia de pasajeros era escasa y no había más que una cola de facturación para un vuelo chárter con destino a España. Al hacer su entrada acelerado, lleno de sangre y sucio, Wallander provocó un verdadero caos. Ann-Britt Höglund les gritaba que no se preocupasen, que no corrían ningún peligro, pero su voz se diluía en el alboroto. Un policía que volvía de comprar el periódico vio a Wallander acercarse a la carrera con la pistola bien visible en la mano. El agente arrojó el periódico y, presa de gran angustia, empezó a marcar el código de la puerta de la comisaría. Pero Wallander lo agarró por el brazo antes de que la puerta se hubiese abierto.
—Soy Wallander, de la policía de Ystad —anunció a gritos—. Hemos de impedir el despegue de un avión. El Gulfstream de Alfred Harderberg. ¡Y no hay, tiempo que perder!
—¡No dispares! —acertó a balbucir el aterrado agente.
—¡Pero joder! —rugió Wallander—. Te digo que soy policía. ¿Es que no me oyes?
—No dispares —repitió el agente.
Y después, se desmayó.
Wallander contemplaba incrédulo al hombre que yacía a sus pies y empezó a aporrear la puerta con los puños. Ann-Britt Höglund acababa de llegar.
—Deja que lo intente yo —propuso.
Wallander echó una ojeada a su alrededor, como si esperase ver a Alfred Harderberg de un momento a otro. Después, echó a correr hacia los grandes ventanales que daban a las pistas de despegue.
Alfred Harderberg estaba ya sobre la escalerilla que conducía al interior del avión. Se agachó levemente, subió los últimos peldaños y desapareció de su vista. La puerta empezó a cerrarse enseguida.
—¡No llegaremos! —le gritó Wallander a su colega.
Salió corriendo de nuevo hacia el exterior del edificio, con Ann-Britt pisándole los talones. Vio que uno de los coches del aeropuerto se disponía a atravesar las puertas de acceso a las pistas. Hizo acopio de sus ya menguadas fuerzas y logró alcanzar y atravesar las puertas antes de que éstas se hubiesen cerrado. Aporreó la puerta del maletero al tiempo que le gritaba al conductor que detuviese el vehículo, pero el hombre pisó el acelerador hasta el fondo y huyó aterrado. Ann-Britt Höglund se encontraba al otro lado de las puertas, pues no le había dado tiempo de cruzarlas antes de que se cerrasen de nuevo. Wallander alzó los brazos resignado y se dio media vuelta. El Gulfstream iba ya camino de la pista para efectuar el despegue. De hecho, no le quedaban más que cien metros para girar e iniciar el despegue tan pronto como los pilotos hubiesen recibido la señal.
Junto a Wallander, había un tractor para el transporte de equipajes en el aeropuerto. Ya no podía elegir, de modo que trepó hasta la cabina del tractor, puso en marcha el motor y se encaminó a la pista. Según pudo ver en el retrovisor, lo seguía una larga serpiente de vagones cargados de maletas, pues no se había dado cuenta de que los vagones estaban acoplados al tractor y ya era demasiado tarde para detenerse. El Gultstream estaba a punto de entrar en posición de despegue. Los vagones empezaron a volcarse mientras él intentaba atajar atravesando el césped que había entre las plataformas de estacionamiento y la pista de despegue.
Finalmente, ganó la larga pista en la que las huellas de las ruedas de los aviones parecían anchas grietas abiertas en el asfalto. Dirigió el tractor hacia el Gulfstream, que le apuntaba con la proa. Le faltaban doscientos metros para alcanzar el avión cuando vio que éste empezaba a moverse. Pero, para entonces, ya sabía que lo había conseguido. Antes de que el avión hubiese adquirido la velocidad suficiente para despegar, los pilotos se verían obligados a detenerse para evitar una colisión con el tractor.
Wallander quiso entonces aminorar la marcha. Pero el freno no funcionaba. Por más que tiraba de la palanca y que pisaba el pedal, el vehículo no reaccionaba. No llevaba mucha velocidad, pero si la suficiente como para que la rueda delantera del Gulfstream quedase destrozada cuando el tractor chocó con el avión. Wallander se arrojó fuera de la cabina al mismo tiempo que los vagones empezaban a soltarse y a colisionar los unos contra los otros.
Los pilotos habían detenido los motores para evitar un incendio. Wallander se levantó aturdido por el golpe que se había dado contra uno de los vagones. Todo lo veía confuso, a causa de la sangre que volvía a correrle por los ojos. Por alguna razón inexplicable, el arma seguía en su mano.
Cuando se abrió la puerta del avión y la escalerilla estuvo dispuesta, oyó cientos de sirenas que se aproximaban por detrás. Wallander esperaba.
Entonces, Alfred Harderberg salió del avión y descendió hasta el asfalto.
Wallander pensó que había algo distinto en su semblante. Entonces vio de qué se trataba.
La sonrisa había desaparecido.
Ann-Britt Höglund salió de un salto del primero de los coches de policía que alcanzaron el avión cuando Wallander estaba secándose la sangre de los ojos con un retazo de su camisa rota.
—¿Estás herido? —preguntó.
Wallander meneó la cabeza negando. Se había mordido la lengua y le costaba hablar.
—Será mejor que llames a Björk —señaló ella.
Wallander se quedó mirándola un buen rato.
—No —opuso al cabo—. Tendrás que Ilamarlo tú. ¡Ah! Y hazte cargo de Alfred Harderberg.
Dicho esto, empezó a alejarse del lugar. Ella fue detrás hasta alcanzarlo.
—¿Adónde vas? —le preguntó.
—A casa a acostarme —aclaró Wallander con sencillez—. Te aseguro que estoy agotado. Y también triste, pese a que salió bien.
Hubo algo en el tono de su voz que la movió a no hacer más preguntas.
Wallander se marchó.
Por alguna extraña razón, nadie intentó detenerlo.
La mañana del jueves 23 de diciembre, Kurt Wallander se encaminó indeciso a la plaza de Österporttorget de Ystad para comprar un abeto. Hacía un día brumoso que no auguraba unas navidades nevadas y típicamente invernales en Escania aquel año de 1993. Estuvo considerando las distintas alternativas durante largo rato, vacilando entre qué abeto elegir, hasta que por fin se decidió por uno tan pequeño que podría ponerlo sobre la mesa. De vuelta en su apartamento de la calle de Mariagatan y después de haber buscado, en vano, el pequeño soporte para el abeto que creía tener pero que comprendió habría desaparecido durante la separación de su ex mujer Mona, se sentó en la cocina y confeccionó una lista con todo lo que necesitaba comprar para las fiestas de Navidad. Cayó en la cuenta de que, durante los últimos años, había vivido en un ambiente cada vez más árido e insulso. En sus armarios y cajones faltaba casi de todo, con lo que la lista no tardó en llenar toda una página de su bloc escolar. Cuando pasó la hoja para continuar, descubrió de pronto que había allí algo escrito. Era sólo un nombre.
«Sten Torstensson.»
Recordó entonces que aquélla había sido la primera anotación realizada la mañana de primeros de noviembre, hacía ya casi dos meses, en que se había reincorporado a su trabajo. Recordó el momento en que, sentado ante la mesa de la cocina, leyó en el diario Ystads Allehanda una necrológica que llamó su atención. Y pensó que, en aquellos dos meses, todo había cambiado. Al mirar atrás, aquella mañana de noviembre se le antojaba remota, como perteneciente a otra época.
Alfred Harderberg y sus sombras estaban en prisión preventiva y, después de las fiestas navideñas, Wallander seguiría adelante con la investigación, que se prolongaría sin duda durante mucho tiempo.
Se preguntaba distraído lo que ocurriría a partir de ahora con el castillo de Farnholm.
Por otro lado, pensó en llamar a Sten Widén para preguntarle si el comportamiento de Sofía había mejorado algo después de los acontecimientos vividos en el castillo.
De repente, se levantó de la mesa y fue al cuarto de baño para mirarse en el espejo. Al estudiar su rostro, observó que había adelgazado. Pero también había envejecido. Nadie podía dudar ya de que cumpliría cincuenta dentro de unos pocos años. Abrió la boca y se fijó en sus dientes. Sin poder determinar si estaba abatido o irritado, decidió que visitaría al dentista después de Año Nuevo. Regresó, pues, a la lista que tenia a medias en la cocina, tachó el nombre de Sten Torstensson y anotó un cepillo de dientes.
Realizar todas las compras de la lista, bajo la llovizna, le llevó tres horas. Además, tuvo que ir al cajero dos veces mientras se atormentaba pensando por qué todo aquello que creía necesitar tenía que ser tan caro. Cuando, al fin, poco antes de la una, se encontró en casa con todas las bolsas y se sentó a la mesa para comprobar la lista por última vez, se dio cuenta de que, a pesar de todo, había olvidado comprar el soporte para el abeto.
En ese momento sonó el teléfono. Puesto que había tomado vacaciones durante las fiestas de Navidad, no pensó que fuese de la comisaría. Sin embargo, cuando descolgó el auricular, fue para oír la voz de Ann-Britt Höglund.
—Ya sé que estás de vacaciones —se excusó—. No te habría llamado si no fuese por un motivo importante.
—Cuando empecé a trabajar para el cuerpo, hace ya muchos años, tuve la oportunidad de aprender que un policía nunca está de vacaciones —aseguró—. ¿Qué opinan hoy al respecto en la Escuela Superior de Policía?
—El profesor Persson mencionó algo, en alguna ocasión —vaciló ella—. Pero, a decir verdad, no lo recuerdo.
—En fin, ¿qué querías?
—Estoy, llamando desde el despacho de Svedberg —aclaró ella—. En el mío se encuentra en estos momentos la señora Dunér, que tiene muchísimo interés en hablar contigo.
—¿Sobre qué?
—Eso no me lo dijo. Sólo que quería hablar contigo.
Wallander se decidió de inmediato.
—Dile que estoy en camino —anunció—. Puede esperarme en mi despacho.
—De acuerdo. Por lo demás, la cosa está tranquila por aquí. Sólo estamos Martinson y yo. La policía de tráfico está preparándose para las vacaciones de Navidad. Este año, la gente de Escania tendrá que soplar el globito más que nunca.
—Eso está bien —aprobó Wallander—. Cada vez hay más gente que conduce borracha. Y eso hay, que penalizarlo.
—¡Vaya! A veces hablas como Björk —aseguró ella con una carcajada.
—¡No me lo puedo creer! —exclamó él alarmado.
—¿Puedes nombrar algún tipo de delito que no vaya en aumento? —quiso saber ella.
Wallander meditó un instante.
—El robo de aparatos de televisión en blanco y negro —se rindió al fin—. No creo que haya otro.
Concluyó la conversación preguntándose intrigado qué querría de él la señora Dunér, pero no pudo hallar ninguna respuesta satisfactoria.
Wallander llegó a la comisaría poco después de la una. El árbol de Navidad centelleaba en la recepción y recordó que aún no le había comprado flores a Ebba. De camino a su despacho, se asomó al comedor y deseó felices fiestas a los compañeros. Llamó después a la puerta de Ann-Britt Höglund, sin obtener respuesta. La señora Dunér lo aguardaba sentada en la silla de las visitas y él constató que el brazo izquierdo de la silla estaba a punto de caerse. Ella se levantó cuando lo vio entrar, se dieron la mano y él se quitó la chaqueta antes de tomar asiento y observar que parecía cansada.
—Quería usted hablar conmigo —comenzó en tono amable.
—No era mi intención molestar —se disculpó ella—. Se olvida una de que la policía siempre tiene mucho que hacer.
—Bueno, ahora tengo tiempo. ¿Qué quería usted?
La mujer sacó un paquete de una bolsa que tenía en el suelo, junto a la silla y se lo tendió a Wallander.
—Es un regalo para usted. Puede abrirlo ahora, o esperar a mañana.
—¿Y por qué me hace usted un regalo? —inquirió Wallander perplejo.
—Porque ahora ya sé lo que les ocurrió a los dos abogados —repuso ella—. Es un mérito haber atrapado a los asesinos.
Wallander meneó la cabeza poniendo de manifiesto su desacuerdo con un gesto de la mano.
—Eso no es correcto —objetó—. Fue el trabajo de todo un equipo, con muchos implicados. No puede darme las gracias a mí solo.
Su respuesta lo sorprendió.
—Señor Wallander, debería usted abstenerse de hacer gala de falsa modestia —dijo ella en tono severo—. Todos saben que ha sido gracias a usted.
Como no sabía qué decir, empezó a abrir el paquete, que contenía uno de los iconos que había descubierto en el sótano de Gustaf Torstensson.
—No puedo aceptarlo —resolvió—. Si no me equivoco, pertenece a la colección del abogado Gustaf Torstensson.
—Pertenecía —corrigió la señora Dunér—. Él me legó en su testamento todos los iconos. Y para mí es un honor regalarle uno a usted.
—Debe de ser un objeto muy valioso —se resistió aún Wallander—. No puedo aceptarlo, por mi condición de agente de policía. Al menos, tendría que hablar con mi jefe antes.
La mujer lo sorprendió de nuevo.
—Eso ya lo he hecho yo. Dijo que podía usted aceptarlo.
—¿Quiere decir que ha estado hablando con Björk? —preguntó Wallander incrédulo.
—Así es. Pensé que sería lo mejor.
Wallander contempló el icono, que le recordaba a Riga. A Letonia. Y, sobre todo, a Baiba Liepa.
—No es tan valioso como cree —aseguró ella—. Pero es hermoso.
—Sí —admitió Wallander—. Es muy hermoso. Y yo no lo merezco.
—No vine sólo por esto —añadió la señora Dunér
Wallander la observaba mientras aguardaba que continuase.
—También quería hacerle una pregunta. ¿Es posible que no haya límites para la maldad humana?
—No creo que yo sea la persona adecuada para responder a esa pregunta —observó Wallander.