El hombre sonriente (29 page)

Read El hombre sonriente Online

Authors: Autor

Tags: #Policiaca

—Tenemos dos abogados asesinados —comenzó—. Y el suicidio de Lars Borman, si es que lo fue. Tampoco debemos olvidar la mina del jardín de la señora Dunér. Ni mi coche, claro. Es evidente que nos enfrentamos a sujetos peligrosos. Además, son gente que somete a un control exhaustivo cuanto hacemos, por lo que hemos de estar atentos y andarnos con cuidado.

Recogieron sus notas y se despidieron. Wallander se marchó a comer a uno de los restaurantes del centro de Ystad, pues necesitaba estar solo. Poco después de la una ya estaba de vuelta en la comisaría, donde dedicó el resto del día a ponerse en contacto con la brigada de policía judicial nacional y sus expertos en delincuencia económica. Aún no habían dado las cuatro cuando atravesó el corredor que conducía a la parte del edificio donde se hallaban las dependencias de la fiscalía, para mantener una larga conversación con Per Åkeson. Hecho esto, regresó a su despacho Y no lo abandonó hasta casi las diez de la noche.

Sentía la necesidad de salir a respirar el aire y notó que echaba en falta los largos paseos por Skagen, así que dejó el coche y se fue a pie a su apartamento de la calle de Mariagatan. Hacía una noche templada y fue deteniéndose de vez en cuando ante algún escaparate para contemplar los productos que exponían. Llegó a casa poco antes de las once.

Habían dado ya las once y media cuando, de forma inesperada, sonó el teléfono. El acababa de servirse un vaso de whisky y se había sentado frente al televisor para ver una película. Fue al vestíbulo y descolgó el auricular, que le trajo la voz de Ann-Britt Höglund.

—¿Llamo en mal momento?

—No, en absoluto —respondió Wallander.

—Estoy en la comisaría —le reveló—. Creo que he encontrado algo.

Wallander comprendió que ella jamás lo habría llamado de no haberse tratado de algo muy importante, así que no se lo pensó ni un segundo.

—Voy ahora mismo —afirmó—. Estaré ahí en diez minutos.

Una vez en la comisaría, se encaminó directamente al despacho de su colega, que lo aguardaba en el pasillo.

—Me apetecía un café —explicó—. El comedor está vacío, pues Peters y Norén se marcharon hace un momento. Al parecer, se ha producido un accidente en el cruce hacia Bjäresjö.

Se sentaron, pues, con sendas tazas de café, junto a uno de los extremos de la mesa.

—Tuve un compañero en la Escuela Superior de Policía que se pagaba los estudios especulando en la Bolsa —comenzó.

Wallander no podía ocultar su asombro.

—Así que lo llamé —continuó ella, casi excusándose—. Hay ocasiones en que todo va más rápido si una recurre a contactos personales, si los tienes, claro. Le hablé de Strufab, de Sisyfos y de Smeden. Le di los nombres, Fjällsjö y Holmberg, y me prometió ver qué podía averiguar. Me llamó a casa hace una hora, y vine a la comisaría de inmediato.

Wallander aguardaba la continuación excitado y tenso.

—Tomé nota de cuanto me dijo. La compañía de inversiones Smeden ha sufrido un sinnúmero de transformaciones durante los últimos años. Los consejos de administración han cambiado cada dos por tres; en varias ocasiones bloquearon la comercialización de acciones por ciertas sospechas de delitos internos, entre otras transgresiones de la normativa de la Bolsa; paquetes de acciones mayoritarios pasaron de unas manos a otras en inextricable torbellino bursátil. Smeden ha sido como un laboratorio de todo tipo de experimentos que nosotros solemos considerar como indicio claro de la falta de sentido de la responsabilidad en el mundo financiero, hasta hace unos años. Entonces, una serie de inmobiliarias extranjeras, inglesas, belgas y españolas, entre otras, empezaron a comprar grandes paquetes de acciones aunque, eso sí, con la mayor discreción. En un principio, nada hizo pensar que fuese el mismo responsable quien, a la sombra, actuaba a través de las diversas inmobiliarias. Todo sucedía, además, de forma lenta y paulatina, como si tuviesen gran interés en no llamar la atención. En aquel momento, todo el mundo estaba ya tan hastiado de oír hablar de Smeden, que nadie se lo tomaba en serio; y menos aún los medios de comunicación. Cada vez que el director de la Bolsa se las tenía que ver con los periodistas, iniciaba su intervención solicitando que lo eximieran de todo interrogatorio acerca de Smeden, que estaba ya harto de cuanto guardaba relación con aquella empresa. Sin embargo, de repente, un buen día, las tres inmobiliarias adquirieron una serie de paquetes de acciones de tal magnitud, que los medios no pudieron seguir mirando a otro lado y empezaron a preguntarse quién o quiénes podían mostrar tanto interés por una compañía cuya imagen se hallaba tan empañada por el descrédito. Resultó entonces que Smeden había caído en manos de un ciudadano inglés no del todo desconocido, Robert Maxwell.

—Pues a mí no me dice nada su nombre —confesó Wallander—. ¿Quién es?

—Esta persona murió —aclaró ella—. Hace unos años, cayó por la borda de su yate de lujo cerca de las costas españolas. Corrió el rumor de que tal vez hubiese sido asesinado y se llegó a hablar del Mosad, el servicio de espionaje israelí y de poco claros pero sustanciosos negocios de tráfico de armas. Según la versión oficial, era propietario de periódicos y editoriales, todos gestionados desde Liechtenstein. Con su muerte, su imperio se derrumbó como un castillo de arena. No quedaron más que deudas y malversaciones de fondos de pensiones, con lo que la bancarrota fue inmediata y de proporciones colosales. Pero al parecer, sus hijos continuaron con el negocio.

—Un inglés —dijo Wallander meditabundo—. Y eso, ¿adónde nos conduce?

—Pues a que no es ése el final. Las acciones habían de pasar a otras manos.

—¿A quién?

—Había alguien entre bastidores —explicó ella—. Robert Maxwell había actuado por encargo de otra persona que deseaba permanecer en el anonimato. Y esa persona sí era sueca. De este modo se cerraba un círculo muy curioso.

Ella lo contemplaba atenta.

—¿No te imaginas quién es esa persona? —inquirió.

—Pues…, no.

—A ver, adivínalo.

En ese instante, Wallander comprendió que conocía la respuesta.

—Alfred Harderberg —declaró.

Ella asintió.

—El hombre del castillo de Farnholm —repitió despacio.

Permanecieron en silencio un momento.

—A través de Smeden, ese hombre dirigía también Strufab —añadió ella.

Wallander la observó reflexivo.

—Bien hecho —la felicitó—. Muy bien hecho.

—Puedes darle las gracias a mi compañero —indicó ella—. Es policía en Eskilstuna. Pero aún hay más.

—¿Ah, sí?

—La verdad, no sé si es importante o no pero, mientras te esperaba, se me ocurrió una idea. Gustaf Torstensson murió en el camino de regreso del castillo de Farnholm y Lars Borman se ahorcó. Pero es posible que ambos, cada uno a su manera, hubiesen descubierto lo mismo, lo que quiera que fuese.

Wallander mostró su conformidad con un gesto despacioso.

—Sí, puede que tengas razón —admitió—. Pero yo creo que podemos atrevernos a extraer otra conclusión, aún no probada, si bien determinante: que Lars Borman no se suicidó. Al igual que Gustaf Torstensson no murió en un accidente de tráfico.

Se hizo un nuevo silencio.

—Alfred Harderberg… ¿Es posible que él esté detrás de todo lo ocurrido? —inquirió ella.

Wallander miraba fijamente su taza. La idea le resultaba del todo nueva e inesperada. Y a pesar de todo, comprendió que él ya lo había sospechado, aunque inconscientemente.

Entonces miró a su colega.

—Por supuesto que puede ser Alfred Harderberg —declaróPor supuesto.

10

Wallander recordaría la semana siguiente como un periodo en que tanto él como sus colegas emplearon el tiempo en construir barricadas invisibles en torno a aquella investigación tan intrincada. Fue como si, en muy poco tiempo y bajo una presión extrema, hubiesen estado preparando un complejo ataque bélico. La idea no era del todo absurda, puesto que habían designado como su enemigo a Alfred Harderberg, un hombre que no sólo era un monumento viviente, sino que además actuaba como un señor en sus dominios, en sentido clásico, antes de haber cumplido los cincuenta.

Todo comenzó la misma noche del viernes, cuando Ann-Britt Höglund le reveló lo que había descubierto acerca del contacto inglés Robert Maxwell y su papel como testaferro en la compra de acciones y el descubrimiento de que el dueño de la compañía Smeden no era otro sino el mismo hombre del castillo de Farnholm que, en consecuencia, había pasado del más absoluto anonimato a, de improviso, convertirse en protagonista del crimen. También algo después, Wallander pensaría, con cierto remordimiento, en el hecho de que él debería haber sospechado de Alfred Harderberg mucho antes, sin ser nunca capaz de explicarse por qué no lo había hecho. En efecto, cualquier respuesta que lograba darse a sí mismo en este sentido le resultaba insuficiente y se le antojaba una excusa de la razón por la que él, con cierto grado de apatía y negligencia, le había concedido a Alfred Harderberg, en la fase inicial de la investigación, una inmunidad inmerecida; como si el castillo de Farnholm hubiese sido, pese a todo, un territorio extranjero donde aplicar las convenciones diplomáticas.

En cualquier caso, aquella semana supuso un cambio radical a este respecto. Cierto que se habían visto obligados a avanzar con gran cautela, no sólo por satisfacer los deseos de Björk, en parte apoyado por Per Åkeson, sino, muy especialmente debido a que los datos de que disponían eran en extremo limitados. Sabían de antemano que Gustaf Torstensson había prestado sus servicios de asesor financiero al hombre del castillo de Farnholm, pero ignoraban qué había hecho en realidad, en qué había consistido su trabajo exactamente; por otro lado, tampoco contaban con ningún indicio de que el imperio financiero de Harderberg se dedicase a actividades ilegales. Pero ahora tenían en su poder otros dos datos que podían guardar relación: Lars Borman y el desfalco al Landsting de la provincia de Malmö silenciado en su momento y enterrado de forma casi clandestina el año anterior, fuera del alcance del público. La conversación de aquella noche del viernes 5 de noviembre, cuando Wallander y Ann-Britt Höglund se quedaron hablando en la comisaría hasta bien entrada la madrugada, fue pura especulación. Sin embargo, también constituyó el germen de un modelo a seguir en la investigación, y Wallander tomó conciencia de que debían actuar con una buena dosis de cautela y discreción pues, de ser cierto que Harderberg estaba involucrado, y Wallander no dejó de pronunciar la expresión condicional «de ser cierto» durante toda la semana, debían recordar que aquel hombre tenía ojos y oídos prestos muy cerca de ellos, las veinticuatro horas, atentos a cuanto hiciesen y dondequiera que lo hiciesen. Además, debían tener en cuenta la posibilidad de que la relación entre Lars Borman, Harderberg y uno de los abogados muertos no implicase que tuviesen la solución en la mano.

Por otro lado, Wallander dudaba debido a motivos bien diferentes. En efecto, él había crecido y vivido en la creencia ciega y apenas meditada de que los artífices de la vida económica del país eran tan inmunes a la menor sospecha como la mujer del césar; los hombres y mujeres responsables de la gran industria sueca eran el apoyo y baluarte del milagroso estado del bienestar. La industria exportadora, en su calidad de condición indispensable de la prosperidad del país, resultaba, simplemente, incuestionable. Y mucho menos en aquellos momentos, cuando toda la construcción del bienestar empezaba a tambalearse sobre su base corrompida. Así, había que proteger a los artífices de ataques irresponsables, cualquiera que fuera su procedencia. No obstante y pese a sus dudas, sabía que era muy posible que hubiesen dado con la pista decisiva, por descabellado que pudiese parecer a simple vista.

—En realidad, ignoramos las circunstancias últimas —sentenció Ann-Britt aquella noche—. Contamos con una conexión, una posibilidad de establecer relaciones que hemos de investigar a fondo, pero no creo que debamos hacerlo con el convencimiento de que esa circunstancia nos conduzca al autor del crimen.

Se habían encerrado en el despacho de Wallander, con sendas tazas de café. A él le sorprendió que su colega no hubiese manifestado su deseo de marcharse a casa enseguida, ya que era bastante tarde y ella, a diferencia de lo que le ocurría a él, tenía una familia que la aguardaba en casa. Por otro lado, no era probable que lograsen ningún resultado aquella noche y era preferible que llegasen descansados y repuestos al trabajo al día siguiente. Sin embargo, ella quería proseguir la conversación, lo que le hizo pensar en la forma en que él mismo solía reaccionar cuando tenía su edad; incluso en el trabajo desesperanzado de la policía había momentos de inspiración y excitación creadoras, que propiciaban el deseo casi infantil de jugar con las posibles alternativas.

—Ya sé que eso no significa nada —apuntó ella—. Pero un delincuente de la talla de Al Capone, por ejemplo, fue descubierto y acusado por un auditor.

—Pues a mí no me parece comparable —objetó Wallander—. Él era un delincuente conocido por haber amasado su fortuna a base de robos, contrabando, extorsión, chantajes y asesinatos. En este caso sólo sabemos que un exitoso hombre de negocios sueco es accionista mayoritario en una compañía de inversiones que no goza de buena fama y que, entre otras actividades, controla una asesoría en la que unos individuos han perpetrado una gran estafa al Landsting. Eso es todo.

—Ya, bueno. Antes se decía que detrás de toda gran fortuna se escondía un crimen —comentó ella—. ¿Por qué ya no se piensa igual? No importa qué periódico leas hoy en día, todos están plagados de ejemplos que confirman la antigua creencia.

—Sí, hay muchos aforismos que ilustran la existencia humana —ironizó Wallander—. Siempre hay alguno apropiado a cada situación. Los japoneses dicen que los negocios son una guerra. Sin embargo, eso no legitima el asesinato, al menos en Suecia, como medio para que cuadren las cuentas de un balance final, si es que es eso lo que persiguen.

—Cierto. Además, contamos con un buen número de vacas sagradas en este país —advirtió ella—. Y somos bastante reacios a tratar con criminales si poseen apellidos ilustres o si pertenecen a alguna de las mejores y más antiguas familias nobles de Escania. No nos gusta llevarlos a juicio cuando han metido mano a la caja.

—Yo nunca he pensado así —aseguró Wallander, consciente de que no era sincero.

Other books

Retribution by Burgess, B. C.
Entwined Fates: Dominating Miya by Trista Ann Michaels
Saint Errant by Leslie Charteris
Topped by Kayti McGee
Jilted by Ann Barker
El único testigo by Jude Watson
Black Butterfly by Mark Gatiss
More Than Scars by Sarah Brocious