El honorable colegial (34 page)

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Authors: John Le Carré

«Tras cada pintor —le gustaba decir— y tras cada agente de campo, camaradas, debe haber un colega de pie con un mazo, dispuesto a atizarle en la cabeza cuando ya ha ido lo suficientemente lejos.»

En el taxi, camino ya de casa, Phoebe se tranquilizó de nuevo, aunque temblaba. Él la acompañó hasta la puerta, según las normas. Se había olvidado por completo de ella. En la puerta, fue a besarla, pero ella le contuvo.

—Bill. ¿Soy útil en realidad? Dímelo. Cuando no lo sea, debes prescindir de mí, insisto. Esta noche no sirvió para nada. Tú eres bueno, finges, yo me esfuerzo. Pero, de todos modos, no sirvió para nada. Si hubiera otro trabajo para mí, lo cogería. Si no, tienes que prescindir de mí. Sin contemplaciones.

—Habrá otras noches —le aseguró él, y sólo entonces le permitió ella que la besara.

—Gracias, Bill —dijo.

«Así que vean ustedes, señorías —reflexionaba Craw muy satisfecho, mientras tomaba un taxi camino del Hilton—. Nombre cifrado Susan rodaba y trajinaba y valía un poco menos cada día, porque los agentes son sólo tan buenos como el objetivo al que apuntan, y esa es la verdad sobre ellos. Y cuando ella nos dio oro, oro puro. Monseñores —con sus ojos mentales, alzó el mismo gordo índice, un mensaje para los muchachos bisoños que le contemplaban hechizados desde las primeras filas—, la
única vez
que nos lo dio, ni siquiera llegó a saber que estaba haciéndolo…
¡y nunca llegaría a saberlo!

Craw había escrito una vez que los mejores chistes de Hong Kong raras veces hacen reír, porque son demasiado serios. Aquel año, estaba el Bar Tudor en un elevado edificio aún por terminar, por ejemplo, donde auténticas mozas inglesas de agrio semblante en
decolleté
característico de la época, servían auténtica cerveza inglesa a veinte grados por debajo de su temperatura inglesa, mientras fuera, en el vestíbulo, vigorosos
coolies
de cascos amarillos trajinaban sin cesar para terminar los ascensores. O podías visitar la Taberna italiana, donde una escalera en espiral de hierro forjado apuntaba hacia el balcón de Julieta, pero sin llegar a él, pues terminaba en un techo blanquecino enyesado; o la Posada Escocesa con escoceses chinos con faldas que de vez en cuando se sublevaban por el calor, o cuando subían los precios de los viajes en el transbordador. Craw había visitado incluso un fumadero de opio con aire acondicionado e hilo musical chorreando Greensleeves. Pero lo más extraño, lo más opuesto al dinero de Craw, era aquel bar de azotea que dominaba el puerto, con su banda china de cuatro instrumentos tocando cosas de Noel Coward, y sus camareros chinos muy serios con peluca empolvada y levita que atisbaban en la oscuridad y preguntaban en buen americachino, «¿Cuál siendo su bebida placentera?»

—Una cerveza —gruñó el invitado de Craw, sirviéndose un puñado de almendras saladas—. Pero
fría.
¿Me has oído?
Mucho fría.
Y tráela
chop chop.


¿Le sonríe la vida a Su Eminencia? —preguntó Craw.

—Deja todo eso a un lado, ¿quieres? Vamos al asunto.

El rostro adusto del superintendente tenía sólo una expresión y ésta era de un cinismo insondable. Si el hombre podía elegir entre el bien y el mal, decía su maléfico ceño, elegía el mal siempre: Y el mundo estaba dividido por la mitad entre los que sabían esto y lo aceptaban, y aquellos mariquitas melenudos de Whitehall que creían en los Reyes Magos.

—¿Has encontrado ya su ficha?

—No.

—Dice llamarse Worth. Ha acortado el apellido.

—Sé muy bien cómo dice llamarse. Para mí, podría decir que se llama Matahari. Ya no hay ficha suya.

—¿Pero la hubo?

—Sí, camarada, la
hubo —
dijo furioso el Rocker con una sonrisa bobalicona, remedando el acento de Craw—. «La
hubo
y ahora no la hay.» ¿Me expreso con claridad o tendré que escribírtelo, con tinta invisible en el culo de una paloma mensajera, australiano de mierda?

Craw siguió un rato allí sentado en silencio, dando sorbos a su vaso con movimientos firmes y repetitivos.

—¿Habrá sido obra de Ko?

—¿El qué? —el Rocker se mostraba voluntariamente obtuso.

—Lo de la desaparición de la ficha.

—Podría ser obra suya, sí.

—Este mal de la pérdida de fichas parece estar extendiéndose —comentó Craw, tras otra pausa de refresco—. Londres estornuda y Hong Kong coge catarro. Mis simpatías profesionales. Monseñor. Mi fraternal compasión.

Luego bajó la voz hasta un monótono murmullo.

—Dime —dijo—, ¿el nombre de Sally Cale suena a música a los oídos de vuestra gracia?

—Nunca he oído hablar de ella.

—¿A qué se dedica?

—Antigüedades Chichi sociedad limitada, Kowloonside. Se dedican al saqueo de obras de arte, a falsificaciones de calidad, imágenes del señor Buda.

—¿Desde dónde?

—El material auténtico procede de Birmania, viene a través de Vientiane. Las falsificaciones son de producción casera. Una machorra de sesenta años —añadió con acritud, dirigiéndose cautamente a otra cerveza—. Tiene alsacianos y chimpancés. Justo en tu calle, un poco más arriba.

—¿Buena posición?

—¿Bromeas?

—Me dijeron que había sido Cale quien le había presentado la chica a Ko.

—¿Y qué? Cale hace de alcahueta de las zorras ojirredondas. Los chows la estiman por eso y yo también. Una vez le pedí que me proporcionase un apaño. Dijo que no tenía nada lo bastante pequeño. Cerda descarada.

—Nuestra frágil belleza vino aquí supuestamente para una compra de oro. ¿Es correcto eso?

El Rocker miró a Craw con nuevo desprecio y Craw miró al Rocker, y se produjo una colisión de dos objetos inamovibles.

—Claro que sí —dijo el Rocker despectivamente—. Cale tenía montado un asunto de oro desde Macao, ¿no?

—Pero, ¿cómo encaja Ko en todo esto?

—Oh, vamos, no te andes con rodeos. Cale era el hombre de paja. Todo el asunto era un apaño de Ko. Ese perro guardián gordo que tiene figuraba como socio de ella.

—¿Tiu?

El Rocker había caído una vez más en melancolía cervecesca, pero Craw no se arredró y acercó su cara pecosa a la abollada oreja del Rocker.

—Mi tío George agradecerá mucho todas las informaciones disponibles sobre la dicha Cale. ¿Entendido? Recompensará esos servicios espléndidamente. Está en especial interesado en ella desde el momento decisivo en que presentó nuestra querida damita a su protector chow hasta el presente. Nombres, fechas, antecedentes, todo lo que puedas tener en la nevera. ¿Entendido?

—¡Pues dile a tu tío George que me consiga cinco cochinos años en la cárcel de Stanley!

—No necesitará usted compañía allí tampoco, ¿verdad, caballero? —dijo sarcásticamente Craw.

Se trataba de una desabrida referencia a tristes y recientes acontecimientos del mundo del Rocker. Dos de sus colegas veteranos habían sido condenados a varios años de cárcel cada uno, y había otros que estaban esperando para seguir el mismo camino.

—Corrupción —murmuró furioso el Rocker—. Luego nos vendrán con que han descubierto el vapor. Malditos novatos, me dan asco.

Craw había oído todo aquello antes, pero volvió a oírlo porque tenía el valioso don de saber escuchar, cosa que en Sarratt estimaban más, mucho más, que el don de la comunicación.

—Treinta mil cochinos europeos y cuatro millones de ojirrasgados, una moral distinta, algunos de los sindicatos del delito mejor organizados de este maldito mundo. ¿Qué esperan que haga yo? No podemos acabar con el delito, así que ¿cómo controlarlo? Localizamos a los peces gordos y hacemos un trato con ellos, pues claro, ¿qué podemos hacer? «Bueno, muy bien, chico. Ningún delito accidental, nada de violaciones territoriales, todo limpio y decente y que mi hija pueda andar por la calle a cualquier hora del día y de la noche. Quiero muchas detenciones para que los jueces estén contentos y para ganarme mi patética pensión, y Dios ampare al que viole las normas o no respete a la autoridad.» Muy bien, ellos pagan un poquillo de dinero de sobornos. Dime una persona de esta isla tenebrosa que no pague también sus pequeños sobornos. Si hay gente pagándolos, tiene que haber quien los reciba. Es natural. Y si hay gente que los recibe… además —añadió el Rocker, aburrido de pronto con su propio tema—, tu tío George ya lo sabe todo.

La cabeza de león de Craw se alzó despacio, hasta que sus ojos terribles se fijaron directamente en la cara desviada del Rocker.

—¿Qué sabe George? Si se me permite preguntarlo.

—Lo de esa maldita Sally Cale. Le hicimos un repaso completo hace unos años para tu gente. Planeaba desestabilizar la libra esterlina o algo parecido. Invadir los mercados de oro de Zurich con lingotes. Un montón de viejos chapuceros, como siempre, si quieres saber mi opinión.

Transcurrió otra media hora, tras la cual el australiano se levantó cansinamente y deseó al Rocker larga vida y felicidad.

—Y tú pon el trasero mirando al crepúsculo —gruñó el Rocker.

Craw no se fue a casa aquella noche. Tenía amigos, un abogado de Yale y su esposa, que poseían una de las doscientas y pico casas particulares de Hong Kong, un lugar vetusto y destartalado en Pollock’s Path, en la cima del Pico, y le habían dado una llave. A la entrada, había aparcado un coche consular, pero los amigos de Craw eran famosos por su adicción al mundillo diplomático. Craw no pareció en absoluto sorprendido al encontrar en su habitación a un respetuoso joven norteamericano sentado en el sillón de mimbre leyendo una gruesa novela: Un muchacho rubio y pulido, de impecable traje diplomático. Craw no le saludó, ni reaccionó en absoluto ante su presencia, sino que se acomodó en el escritorio y, en una sola hoja de papel, siguiendo la mejor tradición de su mentor papal Smiley, comenzó a redactar un mensaje en mayúsculas, personal para Su Santidad, manos heréticas abstenerse. Después, en otra hoja, reseñó la clave correspondiente. Una vez terminada su tarea, entregó ambos papeles al muchacho que, con gran deferencia, los metió en el bolsillo y salió rápidamente sin decir palabra. Una vez solo, Craw esperó hasta oír el gruñido del coche antes de abrir y leer el recado que el muchacho le había dejado. Luego lo quemó y echó la ceniza por el desagüe antes de estirarse satisfecho en la cama.

Un día terrible, pero aún puedo sorprenderles, pensó. Estaba cansado. Dios, qué cansado estaba. Vio los apiñados rostros de los chicos de Sarratt. Pero avanzamos. Eminencias. Avanzamos inexorablemente. Aunque sea a ritmo de ciego, tanteando en la oscuridad. Es hora de que fume un poco de opio, pensó. Ya es hora de que tenga una linda muchachita que me anime un poco. Dios, qué cansado estaba.

Smiley quizás estuviese igualmente cansado, pero el texto del mensaje de Craw, que recibió al cabo de una hora, le estimuló considerablemente: sobre todo porque la ficha de la señorita Cale, Sally, última dirección conocida Hong Kong, falsificadora de arte, contrabandista de oro en lingotes y traficante de heroína a ratos, estaba por una vez sana y salva e intacta en los archivos del Circus. No sólo eso. El nombre cifrado de Sam Collins, en su condición de residente extraoficial del Circus en Vientiane, aparecía por todas partes como el emblema de un triunfo largo tiempo esperado.

10
Té y simpatía

Después de haberse puesto punto final al caso Dolphin, más de una vez acusaron a Smiley de que ese era el momento, en que debía volver a visitar a Sam Collins y atizarle duro y directo, justo donde podía dolerle. George podría haberse ahorrado mucho trabajo de este modo, dicen los entendidos, podría haber aprovechado un tiempo vital.

Lo que dicen son puros disparates simplistas.

En primer lugar, el tiempo no tiene importancia. La veta de oro rusa, y la operación que financiaba, fuese la que fuese, llevaba funcionando años, y seguiría haciéndolo muchos más si nadie intervenía. Los únicos que exigían acción eran los barones de Whitehall, el propio Circus e, indirectamente, Jerry Westerby, que tuvo que soportar dos semanas más de aburrimiento mientras Smiley preparaba meticulosamente la siguiente jugada. Además, se acercaba Navidad, y eso impacienta a todo el mundo. Ko, y la operación que estaba controlando, fuese la que fuese, no mostraban signo alguno de evolución. «Ko y su dinero ruso se alzaban inmóviles como una montaña ante nosotros», escribió más tarde Smiley, en su documento final sobre el caso Dolphin. «Podíamos contemplar el caso cuanto quisiéramos, pero no podíamos moverlo. El problema no sería cómo movemos nosotros, sino cómo mover a Ko hasta el punto en el que pudiéramos descubrirle.»

La lección era clara: mucho antes que ningún otro, salvo quizás Connie Sachs, Smiley veía ya a la chica como una palanca potencial y, en cuanto tal, el personaje más importante del reparto… mucho más importante, por ejemplo, que Jerry Westerby, que era sustituible en cualquier momento. Ésta era una de las varias y buenas razones de que Smiley se dedicara a acercarse a ella todo lo que permitían las normas de seguridad. Otra razón era que el carácter de la relación entre Sam Collins y la chica aún flotaba en la bruma. Es muy fácil volverse ahora y decir «evidente», pero en aquel momento, las cosas no estaban tan claras. La ficha de Cale proporcionaba un indicio. La percepción intuitiva de Smiley permitía rellenar algunos datos en blanco del trabajo de campo de Sam; precipitadas orientaciones de Registro proporcionaron claves y el lote habitual de casos análogos; la antología de los informes de campo de Sam resultaba iluminadora. Sigue en pie el hecho de que cuanto más a distancia mantenía Smiley a Sam, más se acercaba a una comprensión independiente de las relaciones entre la chica y Ko y entre la chica y Sam, y más tantos acumulaba para cuando él y Sam volvieran a reunirse.

Y, ¿quién demonios podría decir honradamente cómo habría reaccionado Sam si le presionaran? Ciertamente, los inquisidores han logrado sus éxitos, pero también han tenido fracasos. Sam era un hueso duro de roer.

También influyó en Smiley otra consideración, aunque es demasiado caballeroso en su documento informativo final para mencionarlo. En los días que siguieron a la caída, surgieron muchos espectros, y uno de ellos era el temor a que, enterrado en alguna parte del Circus, se hallase el sucesor elegido de Billy Haydon: que Bill le hubiese introducido, reclutado y educado precisamente para el día en que él, de un modo u otro, desapareciese de escena. En principio, Sam había sido nombrado por Haydon. El que éste le hubiese sacrificado después muy bien podría ser puro fingimiento. ¿Quién podía estar seguro, en aquella atmósfera inquietante, de que Sam Collins no estuviera maniobrando para que le readmitiesen por ser el heredero elegido para proseguir la tarea de traición de Haydon?

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