El honorable colegial (36 page)

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Authors: John Le Carré

—Mire. Lo que yo quiero es esto. Que el que se dirija a ella plantee las cosas tal como debe ser. No quiero ninguna reclamación apasionada, no quiero que se apele a su conciencia. Todo eso debe quedar descartado. Basta una exposición clara de lo que se ofrece; y que se la recibirá bien. Nada más.

Smiley se refugió en el impreso.

—Bueno, señor Worthington, qué le parece si, antes de llegar a
eso,
seguimos repasando los datos…

—No
hay datos —
dijo Peter Worthington, muy irritado de nuevo—. Lo único que hay son dos personas. Bueno, tres con Ian. En un asunto como éste
no hay
datos. En
ningún
matrimonio. Eso es lo que la vida nos enseña. Las relaciones son
totalmente
subjetivas. Yo estoy sentado en el suelo.
Eso
es un dato. Usted está escribiendo. Eso es un dato. La madre de Elizabeth estaba detrás del asunto.
Eso
es un dato. ¿Me entiende? Su padre es un chiflado y un criminal.
Eso es
un dato. Elizabeth
no
es hija de la Reina de Saba ni nieta natural de Lloyd George, diga ella lo que diga. Y
no
se ha licenciado en sánscrito, como le explicó a la directora, que aún hoy en día sigue creyéndoselo. «¿Cuánto volveremos a ver otra vez a su encantadora esposa oriental?» Y de joyería sabe tanto como yo.
Eso es
un dato.

—Datos y lugares —murmuró Smiley mirando el impreso—. Si pudiese aunque sólo fuera comprobar eso, para empezar.

—Por supuesto —dijo Worthington caballerosamente, y llenó de nuevo la taza de Smiley con una tetera de metal verde. Había tiza en las yemas de sus largos dedos. Era como el gris de su pelo.

—Creo que fue la madre en realidad la que la estropeó —continuó, en el mismo tono racional y claro—. Aquel afán de que subiera a un escenario, luego el ballet, luego lo de intentar meterla en televisión. Su madre lo único que quería era que admirasen a Elizabeth. Como sustituía de ella misma, claro. Es algo perfectamente natural, desde un punto de vista psicológico. Lea usted a Berne. A cualquiera. No era más que
su
modo de definir
su
personalidad individual. A través de su hija. Hay que tener en cuenta que esas cosas suceden. Yo ahora lo entiendo perfectamente todo, todo eso. Ella estaba bien, el mundo estaba bien, Ian estaba bien, y luego, de pronto, se larga.

—¿Sabe usted, por casualidad, si ella se comunica con su madre?

Peter Worthington negó con un gesto.

—En modo alguno, creo yo. La había calado bien. Por la época en que se fue. Había roto con ella del todo. El único lío que puedo decir con seguridad que le ayudé a resolver. Mi única contribución a su felicidad…

—Creo que no tenemos aquí la dirección de su madre —dijo Smiley, repasando minuciosamente las páginas—. Usted no…

Peter Worthington le dio la dirección a velocidad de dictado, un poco alto, quizás.

—Y ahora, fechas y lugares —repitió Smiley—.
Por favor.

Ella le había abandonado hacía dos años. Peter Worthington dijo no sólo la fecha sino la hora. No había habido ninguna escena; Peter Worthington no aprobaba las escenas; Elizabeth ya había tenido bastantes con su madre. Había sido una velada feliz, en realidad,
particularmente
feliz. La había llevado, para variar, a un restaurante próximo donde hacían
kebab.

—Quizás lo haya visto usted al venir… se llama Knossos, queda junto al Express Dairy…

Bebieron y festejaron, y, para completar el trío, había ido Andrew Wiltshire, el nuevo profesor de inglés. Elizabeth había introducido a este Andrew en el yoga hacía unas semanas. Habían ido juntos a clase al Sobell Centre y se habían hecho muy buenos amigos.

—A ella le interesaba mucho el yoga —dijo Peter moviendo aprobatoriamente su cabeza cana—. Era algo que le interesaba de veras. Andrew era sólo el tipo de camarada capaz de animarla. Extrovertido, irreflexivo, muy físico… perfecto para ella —añadió taxativamente.

Habían vuelto los tres a casa a las diez, por la canguro, dijo: él, Andrew y Elizabeth. Él había hecho un café, luego escucharon música, y, hacia las once, Elizabeth les dio un beso a cada uno y dijo que iba a casa de su madre a ver cómo estaba.

—Creí entender que había roto con su madre —objetó suavemente Smiley, pero Peter Worthington prefirió no oírle.

—Lo de los
besos
no tiene importancia para ella, por supuesto —explicó Peter Worthington, a título informativo—. Besa a todo el mundo, a los alumnos, a todas sus amistades… seria capaz de besar al basurero, a cualquiera. Es
muy
extrovertida. Repito, tiene que conquistar a todo el mundo. Quiero decir, que
toda
relación ha de ser una conquista. Sea su hijo, el camarero del restaurante, etc. Luego, una vez les ha conquistado, le aburren. Es muy lógico. Subió a ver a Ian, y estoy seguro de que utilizó ese momento para recoger el pasaporte y el dinero de los gastos de la casa, del dormitorio. Dejó una nota que decía «Lo siento» y no he vuelto a verla desde entonces. Ni yo ni Ian —añadió.

—Esto… ¿ha sabido Andrew algo de ella? —inquirió Smiley, colocándose de nuevo las gafas.

—¿Andrew? ¿Por qué Andrew?

—Usted dijo que eran amigos, señor Worthington. En estos asuntos, a veces las terceras personas se convierten en intermediarios.

Al decir la palabra
asunto
alzó la vista y se vio mirando directamente a los abyectos y honrados ojos de Peter Worthington: y, por un momento, cayeron a la vez las dos máscaras. ¿Estaba investigando Smiley? ¿O siendo investigado? Quizás sólo fuera su asediada imaginación… ¿O acaso percibía, dentro de sí, y en aquel muchacho débil que tenía ante sí, el estremecimiento de un parentesco embarazoso? «Debería existir una
liga de
maridos burlados que se compadecen de sí mismos. ¡Todos tenéis la misma horrorosa y aburrida bondad!» le había dicho Ann una vez. Jamás conociste a tu Elizabeth, pensó Smiley, mirando aún fijamente a Peter Worthington: y yo jamás conocí a mi Ann.

—En fin, eso es cuanto yo puedo recordar —dijo Peter Worthington—. Después de eso, todo está en blanco.

—Sí —dijo Smiley, refugiándose inconscientemente en la repetida aserción de Worthington—. Sí, ya comprendo.

Se levantó para irse. A la puerta, había un muchachito. Le miró receloso y hostil. Una mujer corpulenta y apacible le seguía, le llevaba además con las manos en alto, cogido por las muñecas, como columpiándole, aunque en realidad, el niño se sostenía por sí.

—Mira, ahí está papá —dijo la mujer, mirando con afecto a Worthington.

—Hola Jenny. Este es el señor Standfast, del Ministerio de Asuntos Exteriores.

—¿Cómo está usted? —dijo cortés Smiley y, tras unos minutos de charla intrascendente y la promesa de más información a su debido tiempo, si la había, se apresuró a marcharse.

—Ah, y muy felices Pascuas —dijo desde la puerta Peter Worthington.

—Ah sí. Sí, claro. También a usted. A todos ustedes. Muy felices Pascuas… y muchas.

Si no les indicabas lo contrario, en el bar de la carretera te ponían azúcar en el café, y cada vez que la india hacía una taza, la pequeña cocina se llenaba de vapor. En grupos de dos y de tres, sin hablar, los hombres desayunaban, comían o cenaban, según la etapa en la que estuviesen de sus diversos días. También allí se aproximaba Navidad. Sobre el mostrador, para dar navideña alegría al ambiente, balanceábanse seis grasientas bolas de cristal de colores, y una hucha pedía ayuda para los niños paralíticos. Smiley miraba el periódico de la tarde, pero no leía. En un rincón, a menos de cuatro metros de él, el pequeño Fawn había adoptado su clásica posición de niñera. Los ojos oscuros miraban afables a los parroquianos y hacia la entrada del local. Sostenía la taza en el aire con la mano izquierda, mientras la derecha le descansaba ociosa junto al pecho. ¿Se sentaría así Karla?, se dijo Smiley. ¿Se ocultaría Karla entre los libres de sospecha? Control lo había hecho. Control se había creado una segunda, tercera o cuarta vida entera para sí en un piso de dos habitaciones, junto a la vía de circunvalación del Western, bajo el modesto apellido Matthews, que no figuraba como alias en los archivos de los caseros. Bueno, lo de vida «entera» era algo exagerado. Pero había tenido ropa allí y una mujer, una señora Matthews; un gato incluso. Y tomado clases de golf en un club de artesanos los jueves de mañana temprano, mientras desde su mesa del Circus se burlaba del populacho y del golf y del amor y de cualquier otro ridículo objetivo humano que en secreto pudiese tentarle. Había alquilado incluso un huertecito, recordó Smiley, allí abajo, junto a un desvío de los ferrocarriles. La señora Matthews había insistido en llevar a Smiley a verlo en su pulcro Morris el día en que él le comunicó la, triste nueva. Era el mismo revoltillo de los demás huertos: las rosas de siempre, verduras de invierno que no habían comido, un cobertizo de herramientas lleno de mangueras y cajas de semillas.

La señora Matthews fue una viuda dócil, pero práctica.

—Yo lo único que quiero es saber —le había dicho, tras leer la cifra del cheque—. Lo único que quiero es estar segura, señor Standfast: ¿murió
de verdad
o volvió con su esposa?

—Murió de verdad —ratificó Smiley, y ella le creyó, agradecida.

No añadió que la esposa de Control se había ido a la tumba hacía ya once años, aún convencida de que su marido tenía un cargo en el Consejo del Carbón.

¿Tenía Karla que urdir y planear en comités? ¿Tenía que combatir las camarillas, engañar a los tontos, halagar a los listos, mirar en espejos deformantes como Peter Worthington, para hacer su tarea?

Miró el reloj, miró luego a Fawn. Junto al lavabo había una caja de cambio de moneda. Pero cuando Smiley pidió cambio al propietario, éste se lo negó, alegando que estaba ocupado.

—¡Dáselo, cabrón! —gritó un camionero todo de cuero. El propietario se lo dio de inmediato.

—¿Qué tal? —preguntó Guillam, contestando a la llamada por la línea directa.

—Buen ambiente —contestó Smiley.

—Hurra —dijo Guillam.

Otra de las acusaciones que se esgrimieron después contra Smiley fue la de que perdía el tiempo en tareas serviles, en vez de delegar en sus subordinados.

Hay bloques de pisos cerca del campo de golf Town and Country, en los arrabales norteños de Londres que son como la superestructura de barcos en naufragio perpetuo. Se extienden al final de largos campos de césped, donde las flores no florecen nunca del todo, los maridos se largan en los botes salvavidas, en bloque, hacia las ocho y media de la mañana y donde las mujeres y los niños se pasan el día manteniéndose a flote hasta que los varones regresan demasiado cansados ya de navegar. Estos edificios se construyeron en los años treinta y desde entonces conservan su blanco mugriento. Sus oblongas ventanas de marcos metálicos dan a las verdes y lozanas olas del campo de golf, donde esas mujeres de los días laborables vagan con sus viseras como almas perdidas. Uno de estos bloques se llama Mansiones Arcadia, y los Pelling vivían en el número siete, con una angosta vista del hoyo nueve del campo de golf que se esfumaba cuando las hayas echaban hojas. Cuando Smiley pulsó el timbre, sólo oyó el leve tintineo eléctrico: ni pisadas, ni perros, ni música. Se abrió la puerta y una cascada voz de hombre dijo «Sí» desde la oscuridad; pero la que habló era mujer. Una mujer alta y encorvada. Llevaba en la mano un cigarrillo.

—Me llamo
Oates —
dijo Smiley, ofreciendo una gran tarjeta verde forrada en celofán. A disfraz distinto, nombre distinto.

—Vaya, es usted, pase. Quédese a cenar y ver el espectáculo. Parecía usted más joven por teléfono —atronó con una voz ronca que pugnaba por afinarse—. Está aquí. Cree que es usted un espía —añadió, y miró bizqueando la tarjeta verde—. No lo es, ¿verdad?

—No —dijo Smiley—. Más bien no. Sólo un detective.

El piso era todo pasillo. Abrió marcha ella, dejando una vaporosa estela de ginebra. Arrastraba una pierna al andar, y tenía paralizado el brazo derecho. Smiley lo atribuyó a un ataque apopléjico. Vestía como si nadie se hubiese fijado jamás en su estatura o en su sexo. Y como si no le importara. Llevaba zapatos bajos y un jersey varonil con cinturón, que le hacía los hombros más anchos.

—Dice que nunca ha oído hablar de ustedes. Que ha buscado el nombre en la guía telefónica y que no existe.

—Nos gusta ser discretos —dijo Smiley.

La mujer abrió una puerta.

—Mira, existen —informó sonoramente, hacia el interior de la habitación—. Y no es un espía, es un detective.

En un sillón lejano, un hombre leía el
Daily Telegraph y
lo sostenía delante de la cara de modo que Smiley no veía más que la cabeza calva y la bata, y las cortas y cruzadas piernas rematadas por una chinelas de piel. Pero de algún modo supo de inmediato que el señor Pelling era de esos hombres bajitos que sólo se casan con mujeres altas. En la habitación había todo lo que podía necesitar para sobrevivir él solo. Televisor, cama, estufa de gas, una mesa para comer y un caballete para pintar por zonas numeradas. De la pared colgaba una foto pintada de una chica muy guapa con una inscripción garrapateada en diagonal en una esquina como hacen las estrellas de cine cuando dedican sus fotos con amor a la gente vulgar. Smiley reconoció a Elizabeth Worthington. Había visto ya muchas fotos.

—Señor Oates, aquí Nunc —dijo la mujer, haciendo casi una reverencia.

El
Daily Telegraph
descendió con lentitud de bandera de guarnición, y reveló una carita relumbrante y agresiva con tupidas cejas y gafas de directivo.

—Sí. Bueno, dígame quién es usted exactamente —dijo el señor Pelling—. ¿Es usted del servicio secreto o no? No quiero cuentos. Suelte lo que sea y acabemos. No soy partidario de los informes, ¿comprende? ¿Qué es eso? —exigió.

—Su
tarjeta —
dijo la señora Pelling, ofreciéndola—. Es verde.

—Vaya, ya estamos intercambiando notas, ¿eh? También yo necesito una tarjeta, eh, Cess, ¿verdad? Mejor algo impreso, querida mía. Acércate tú a Smith’s, ¿quieres?

—¿Quiere usted tomar
té? —
preguntó la señora Pelling, volviendo la cabeza y bajando los ojos hacia Smiley.

—¿Por qué le ofreces té? —gruñó el señor Pelling, viendo que ponía ya la tetera—. No tiene por qué tomar té. No es un invitado. Ni siquiera es del servicio secreto. Yo no pedí que viniera. Quédese a pasar la semana —dijo luego, dirigiéndose a Smiley—. Trasládese aquí, si lo desea. Ocupe la cama de ella.
Asesores de Seguridad Universal…
¡y yo Napoleón!

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