El honorable colegial (39 page)

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Authors: John Le Carré

Y, más en concreto: hasta mediados de enero, en el curso de sus continuadas excursiones a las minucias de los antecedentes de Ko, no desveló el doctor di Salis su asombroso descubrimiento de la supervivencia de un tal señor Hibbert, misionero en China del gremio anabaptista al que Ko había mencionado como referencia al solicitar el permiso para estudiar derecho en Londres.

Todo mucho más esparcido, en consecuencia, de lo que permite normalmente la memoria contemporánea: y, en consecuencia, la tensión de Jerry era mucho mayor.

—Existe la posibilidad de un título de caballero —dijo Connie Sachs. Lo habían dicho ya por teléfono.

Era una escena muy sobria. Connie se había cortado el pelo. Llevaba un sombrero castaño oscuro y un traje castaño oscuro y un bolso castaño oscuro que contenía el micrófono radiofónico. Fuera, en la calle, en una furgoneta azul con el motor y la calefacción encendidos, Toby Esterhase, el artista de acera húngaro, que llevaba una gorra de pico, fingía dormitar mientras recibía y registraba la conversación en los instrumentos que había debajo de su asiento. La extravagante figura de Connie había adquirido una decorosa disciplina. Llevaba un manejable cuaderno en la mano y un bolígrafo entre sus artríticos dedos. En cuanto al trasnochado di Salis, había costado trabajo modernizarle un poco. Llevaba, pese a sus protestas, una de las camisas a rayas de Guillam, con una corbata oscura a juego. El resultado fue bastante aceptable, para sorpresa de todos.

—Es
sumamente
confidencial —dijo Connie al señor Hibbert, hablando alto y claro. También se lo había dicho ya por teléfono.

—Enormemente —murmuró confirmatorio di Salis, y movió los brazos, hasta que le quedó un codo torpemente asentado en la huesuda rodilla, y una retorcida mano encapsuló el mentón y luego lo frotó.

El gobernador había recomendado a uno, dijo Connie, y ahora dependía del Consejo decidir si pasarían o no a
Palacio
la recomendación. Y con la palabra
Palacio
lanzó una mirada contenida a di Salis, que esbozó de inmediato una sonrisa luminosa aunque modesta, de celebridad entrevistada en la tele. Sus mechones de pelo gris estaban fijados con crema, y parecían (diría Connie más tarde) dispuestos para el homo.

—Así que comprenderá usted —dijo Connie con los tonos precisos de locutora de telediario— que para
proteger
nuestras más nobles instituciones contra un posible error, ha de hacerse una investigación escrupulosa.

—En
Palacio —
repitió el señor Hibbert, con un guiño a di Salis—. En fin, estoy abrumado.
Palacio,
¿has oído, Doris?

El señor Hibbert era muy viejo. La ficha decía ochenta y uno, pero sus rasgos habían alcanzado la edad en que eran ya de nuevo ajenos al paso del tiempo. Llevaba su alzacuello y un jersey tostado con coderas de cuero y un chal por los hombros. El fondo de mar gris formaba un halo alrededor de su cabello blanco.


Sir
Drake Ko —
dijo—. Nunca imaginé una cosa así, se lo confieso.

Su acento norteño era tan puro que, como su blanco cabello, parecía falso.


Sir
Drake —
repitió—. En fin, estoy asombrado. ¿Verdad, Doris?

Estaba allí sentada con ellos su hija, una rubia de treinta a cuarenta y tantos; vestía un traje amarillo y llevaba colorete, pero los labios sin pintar. Nada parecía haberle sucedido a aquella cara desde la mocedad, aparte de un progresivo marchitarse de toda esperanza. Se ruborizaba al hablar, pero hablaba muy poco. Había hecho pastas y emparedados, finos como pañuelos, y había una torta de semillas sobre un tapetito. Para colar el té utilizaba un trozo de muselina con cuentas en los bordes para mantenerlo tenso y fijo. Colgaba del techo una pantalla de lámpara de pergamino agujereada en forma de estrella. Arrimado a una pared había un piano vertical con la partitura de
Lead kindly light
abierta. Sobre la rejilla de la chimenea vacía colgaba un ejemplar del
If
de Kipling, y las cortinas de terciopelo que colgaban a ambos lados de la ventana que daba al mar eran tan gruesas que parecían estar allí para ocultar una parte de vida no usada. No había libros, no había siquiera una Biblia. Había un televisor en color, muy grande, y una hilera larga de tarjetas de Navidad que colgaban de un cordel, las alas hacia abajo, como aves heridas en vuelo a punto de caer a tierra. No había nada que recordase la costa china, salvo que fuese la sombra de un mar invernal. Era un día sin viento ni mal tiempo. En el jardín, aguardaban dóciles en el frío cactos y arbustos. Pasaban por el paseo apresurados caminantes.

Les gustaría tomar notas, añadió Connie: en el Circus existe la tradición de que cuando se roba sonido deben tomarse notas, como reserva y como cobertura.

—Oh, escriban ustedes —dijo cordial el señor Hibbert—. No todos somos elefantes, ¿eh Doris? Doris tiene, bueno, una memoria magnífica; sí, tan buena como la de su madre.

—Bueno, lo que nos gustaría hacer antes que nada —dijo Connie, que procuraba a toda costa adaptarse al ritmo del viejo—, si fuese posible, es lo que hacemos siempre con los testigos de la persona, como le llamamos nosotros: nos gustaría determinar exactamente cuánto hace que conoció al señor Ko y las circunstancias de su relación con él.

Describa su acceso a Dolphin, estaba diciéndole Connie, con un lenguaje algo distinto.

Los viejos, cuando hablan de otro, hablan de sí mismos, estudian su propia imagen en borrosos espejos.

—Nací para la vocación —dijo el señor Hibbert—. Mi abuelo, la siguió. Mi padre, tenía una parroquia grande en Macclesfield. Mi tío murió a los doce años, pero ya había hecho sus votos, ¿verdad, Doris? Yo ingresé en una escuela de misioneros a los veinte. A los veinticuatro, zarpé para Shanghai destinado a la misión Vida del Señor.
Empire Queen
se llamaba el barco. Llevaba más camareros que pasajeros, si no recuerdo mal. Ay, sí, querida.

Se proponía pasar unos años en Saigón dando clases y aprendiendo el idioma, explicó, y luego tener la suerte de que le trasladasen a la misión de la China continental y pasar al interior del país.

—Me hubiese gustado. Me gustaba la causa. Siempre me han gustado los chinos. Nuestra misión no era muy rica, pero hacía una tarea. En fin, esas misiones
católicas,
bueno, eran más parecidas a sus monasterios, y con todas esas vinculaciones —dijo el señor Hibbert.

Di Salis, que había sido jesuita en tiempos, esbozó una leve sonrisa.

—Bueno, nosotros teníamos que conseguir a
nuestros
chicos por las calles —dijo—. Shanghai era un batiburrillo extraño, se lo aseguro. Había toda clase de cosas y de gente. Bandas, corrupción, prostitución a todo pasto, teníamos políticos, dinero y codicia y miseria. Todas las formas de vida humana estaban allí, ¿verdad, Doris? Ella no puede acordarse, en realidad. Volvimos después de la guerra, ¿verdad?, pero pronto nos echaron otra vez. Ella no tenía más de once, por entonces, ¿verdad? Después de aquello, ya no había plazas, ya no era Shanghai, así que volvimos aquí. Pero nos gusta aquello, ¿verdad, Doris? —dijo el señor Hibbert, muy consciente de hablar para ambos—. Nos gusta el
aire. Eso es
lo que nos gusta.

—Muchísimo —dijo Doris, y carraspeó en un puño muy grande.

—Así que nos las arreglábamos con lo que podíamos conseguir, esa es la verdad —siguió el viejo—. Teníamos a la buena de la vieja Fong. ¿Te acuerdas de Daisy Fong, Doris? Cómo no vas a acordarte… ¿Te acuerdas de Daisy y de su campanilla? Bueno, quizá no se acuerde. Ay, cómo pasa el tiempo, caramba. Una flautista de Hamelin, eso era Daisy, salvo que ella con una campanilla, y no era un hombre, y trabajaba para Dios, aunque luego cayese. La mejor conversa que tuvimos, hasta que llegaron los japoneses. Se iba por las calles, Daisy, haciendo milagros con aquella campanilla. A veces, se iba con ella el buen Charlie Wan, a veces iba yo, preferíamos los puertos o las zonas de los clubs nocturnos… detrás del Bund, por ejemplo,…Callejón Maldito llamábamos a aquello, ¿te acuerdas, Doris?… No puede acordarse, en realidad… y la buena de Daisy tocaba su campanilla, ¡ring ring ring!

Se echó a reír al recordarlo: la estaba viendo ante sí allí con toda claridad, porque su mano hacía inconsciente los vigorosos movimientos de la campanilla. Di Salis y Connie se unieron corteses a la risa, pero Doris se limitó a fruncir el ceño.

—La Rue de Jaffe, ese era el peor sitio. En la parte francesa estaba, claro, que era donde estaban las casas de pecado. Bueno, en realidad, en Shanghai había en todas partes. Todo Shanghai estaba lleno. Ciudad Pecado, le llamábamos. Y con mucha razón. En fin, acudían los niños y ella les preguntaba: «¿Alguno de vosotros ha perdido a su madre?» Y cogíamos una pareja. No muchos a la vez, uno aquí, otro allá. Algunos probaban, en fin, por el arroz de la cena, luego teníamos que mandarles a casa con una bofetada. Pero siempre encontrábamos
unos cuantos
buenos, verdad que sí Doris, y poco a poco pusimos en marcha una escuela, cuarenta y cuatro teníamos al final, ¿verdad?, algunos a pensión, todos no. La Biblia, las cuatro reglas, algo de geografía y de historia. Tampoco podíamos hacer más.

Di Salis, conteniendo su impaciencia, había fijado la vista en el grisáceo mar y no la apartaba de allí. Pero Connie había inmovilizado su cara en una firme sonrisa de admiración y no apartaba los ojos del viejo ni un instante.

—Así fue como Daisy encontró a los Ko —continuó, sin retomar el errático hilo de la narración—. Fue abajo en los muelles, verdad, Doris, buscaban a su madre. Venían de Swatow, los dos. ¿Cuándo fue eso? 1936, creo. El pequeño Drake tenía diez u once, y su hermano Nelson tenía ocho. Flacos como el alambre, estaban. Llevaban semanas sin una comida decente. ¡Se hicieron cristianos de arroz en un día, se lo aseguro! Y bueno, por entonces ellos no tenían nombre, nombres ingleses, me refiero. Eran chiu—chows, de los que viven en las barcas. Nunca llegamos a encontrar a su madre, ¿verdad Doris? «Muerta de bombas», decían. «Muerta de bombas». Pudieron haber sido los japoneses, o los de la Kuomintang. Nunca llegamos a saberlo, nunca, y para qué, en realidad… se la llevó el Señor, eso fue todo. Pero será mejor que deje eso y que vaya al asunto. En fin, el pequeño Nelson tenía el brazo destrozado. Una cosa espantosa de verdad. El hueso roto le salía por la manga, supongo que había sido de las bombas. Drake tenía cogido a Nelson por la mano buena y no le soltaba ni por amor ni por dinero ni por nada, al principio, ni siquiera para dejarle comer. Nosotros solíamos decir que tenían una mano buena entre los dos, ¿te acuerdas, Doris? Drake se sentaba allí a la mesa sujetándole, y dándole arroz sin parar. Teníamos un médico allí: ni siquiera
él
podía separarles. Teníamos que transigir con aquello. «Tú serás Drake», le dije. «Y tú serás Nelson, porque sois dos valientes marinos, ¿qué os parece?» Fue idea de tu madre ¿eh Doris? no te acuerdas. Ella siempre había querido tener chicos.

Doris miró a su padre y empezó a decir algo, pero cambió de idea.

—Solían acariciarle el pelo, sí —dijo el viejo, en un tono como misterioso—. Le acariciaban el pelo a tu madre, sí, y tocaban la campanilla de la vieja Daisy, era lo que más les gustaba. Hasta entonces, nunca habían visto un pelo rubio. Oye, Doris, ¿qué te parece un poquito más de
saw
? A mí se me ha quedado frío y estoy seguro de que también a ellos.
Saw
es como se dice té en shanghainés —explicó—. En Cantón dicen
cha.
Aún seguimos utilizando algunas palabras de allá, no sé por qué…

Con un cuchicheo irritado, Doris salió del cuarto y Connie aprovechó la oportunidad para hablar.

—Escuche, señor Hibbert, verá, nosotros no teníamos, hasta ahora noticia de un
hermano —
dijo, en tono de leve reproche—. Era más joven, dice usted… ¿dos años menos? ¿Tres?

—¿Qué no tenían noticia de Nelson? —dijo el viejo asombrado—. ¡Vaya, con lo que él le quería! Era toda su vida, Nelson, sí. Hacía lo que fuera por él. ¿No tenían noticia de Nelson, Doris?

Pero Doris estaba en la cocina, preparando
saw.

Al referirse a sus notas, Connie utilizaba una escueta sonrisa.

—Me temo, señor Hibbert, que la culpa sea nuestra. Aquí veo que los del departamento del gobierno han dejado un espacio en blanco frente a
hermanos y hermanas.
Alguien lo lamentará en Hong Kong dentro de poco, se lo aseguro. Supongo que usted no recordará la fecha de nacimiento de Nelson… sólo por abreviar los trámites.

—¡No, Dios mío! Daisy Fong seguro que la recordaría, pero murió hace mucho. Les daba a todos fecha de nacimiento ella, Daisy, hasta cuando ni ellos la conocían.

Di Salis tiró del lóbulo de una oreja, hacía abajo bajando la cabeza.

—¿O sus nombres chinos? —masculló, con voz destemplada—. Podrían ser útiles, para la comprobación…

El señor Hibbert seguía moviendo la cabeza.

—¡No tenían noticia de Nelson! ¡Bendito sea Dios! Si no se puede pensar siquiera en Drake sin el pequeño Nelson al lado. Iban tan juntos como el pan y el queso, eso solíamos decir… siendo huérfanos es natural.

Oyeron el teléfono en el recibidor y, con oculta sorpresa de Connie y de di Salis, un claro «Maldita sea» de Doris en la cocina, al descolgar para contestarlo. Oyeron retazos de belicosa conversación por encima del creciente rumor de la tetera, «Bueno, y por qué ahora no… si eran los malditos frenos, por
qué
dice ahora que es el embrague… No, no queremos un coche nuevo. Queremos que nos reparen el viejo, que demonios.» Con un sonoro «Cristo», colgó y volvió a la silbante tetera.

—Los nombres chinos de Nelson —instó Connie, con suavidad, sonriendo, pero el viejo hizo un gesto negativo.

—Eso tendrían que preguntárselo a la vieja Daisy —dijo—. Ya hace mucho que está en el cielo. Dios la bendiga.

Di Salis parecía a punto de negar la pretensión de ignorancia del viejo, pero Connie le hizo desistir de ello con una mirada.
Dale cuerda,
le decía en ella. Si
le fuerzas, lo perderemos todo.

El viejo se mecía en la silla. Inconscientemente, había dado una vuelta completa y ahora hablaba al mar.

—Eran el día y la noche —decía el señor Hibbert—. Nunca vi hermanos tan distintos, ni tan fieles, ésa es la verdad.

—¿Diferentes en qué sentido? —preguntó invitadoramente Connie.

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