El honorable colegial (43 page)

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Authors: John Le Carré

—Los del Ejecutivo, bueno, como es lógico, tienen mucho interés en nuestro, bueno, en nuestra pequeña aventura conjunta, George —dijo Martello, y con esta fanfarria tan poco prometedora, anunció indirectamente la conexión Ricardo, aunque Guillam captó que había algo más, una misteriosa tensión, del lado norteamericano, la pretensión de fingir que la reunión tenía un motivo distinto… lo indicaban los vacuos comentarios iniciales de Martello.

—George, nuestra gente de Langley es partidaria de trabajar en estrecha relación con sus buenos amigos de narcóticos —declaró, con la calidez de una
note verbale
diplomática.

—La cosa funciona en ambos sentidos —masculló Sol, el veterano, confirmatoriamente, y expulsó más humo de cigarrillo y se rascó aquel pelo gris acero. A Guillam le parecía en realidad un hombre tímido, que no se sentía allí nada cómodo. Cy, su joven ayudante, estaba muchísimo más tranquilo que él:

—Son parámetros, comprende, señor Smiley. En un asunto como éste, hay algunos sectores que se superponen del todo —la voz de Cy era una pizca demasiado alta para su estatura.

—Cy y Sol han cazado ya antes con nosotros, George —dijo Martello, ofreciendo aún más seguridades—. Cy y Sol son de la familia, puedes creerme. Langley da acceso al Ejecutivo y el Ejecutivo de acceso a Langley. Así es cómo funciona la cosa, ¿verdad Sol?

—Verdad, sí —dijo Sol.

Si no se acuestan juntos pronto, pensó Guillam, es muy posible que acaben sacándose los ojos. Miró a Smiley y vio que también él se daba cuenta de la atmósfera tensa. Estaba sentado como una estatua de sí mismo, las manos en las rodillas, los ojos casi cerrados, como siempre, y parecía querer hundirse en la invisibilidad, mientras los otros le daban todas aquellas explicaciones.

—Puede que lo mejor sea que nos pongamos todos al día respecto a los últimos detalles antes de nada —sugirió Martello, como si estuviera invitando a todo el mundo a someterse a examen.

¿Antes de qué?, se preguntó Guillam.

Uno de los hombres silenciosos utilizaba el nombre de trabajo de Murphy. Murphy era tan rubio que casi parecía albino. Cogió de la mesa de palo de rosa una carpeta y empezó a leer de ella en voz alta con un tono de voz muy respetuoso. Cogía cada hoja, una a una, entre sus limpios dedos.

—Señor, el lunes el sujeto voló a Bangkok con Cathay Pacific Airlines, se adjuntan los datos del vuelo, y fue recogido en el aeropuerto por Tan Lee, según la referencia dada, en su coche particular. Se dirigieron luego inmediatamente a la
suite
permanente de Airsea en el Hotel Erawan —miró a Sol y continuó—: Tan es director ejecutivo de Asian Rice and General, señor, que es la subsidiaria que Airsea tiene en Bangkok, se añaden las referencias de archivo. Pasaron en la
suite
tres horas y…

—Oiga, Murphy —dijo Martello, interrumpiéndole.

—¿Señor?

—Todo eso de «se añaden referencias», «según nuestras referencias», etc., déjelo usted, ¿entendido? Ya sabemos todos que hay fichas de esos tipos, ¿de acuerdo?

—Entendido, señor.

—¿Ko sólo? —preguntó Sol.

—No señor, Ko llevó consigo a su ayudante, Tiu. Tiu va con él casi a todas partes..

Aquí Guillam, al mirar por casualidad a Smiley, interceptó una mirada inquisitiva de éste a Martello. A Guillam se le ocurrió la idea de que Smiley pensaba en la chica (¿había ido
ella
también?) pero la sonrisa indulgente de Martello no se alteró y, tras unos instantes, Smiley pareció aceptarlo y volvió su actitud atenta.

Sol se había vuelto, entretanto, a su ayudante y ambos tuvieron un breve coloquio privado:

—¿Por qué demonios no colocó alguien escuchas en la habitación del hotel, Cy? ¿Por qué nadie hizo nada?

—Ya sugerimos eso a Bangkok, Sol, pero tuvieron problemas con los tabiques, no había huecos adecuados, o algo así.

—Esos payasos de Bangkok están atontados de tanto joder. ¿Es el mismo Tan al que intentamos pillar el año pasado por heroína?

—No, ése era Tan
Ha,
Sol. Este es Tan
Lee.
Hay muchos Tans allí. Tan Lee es sólo una pantalla. Hace de contacto para Hong el Gordo de Chiang Mai. El que tiene las relaciones con los productores y los mayoristas es Hong.

—Debería ir alguien hasta allí a pegarle un tiro a ese cabrón —dijo Sol. No estaba claro del todo a qué cabrón se refería.

Martello indicó al pálido Murphy que siguiese.

—Señor, los tres hombres bajaron luego al puerto de Bangkok, es decir Ko y Tan Lee y Tiu, señor, y estuvieron viendo veinte o treinta embarcaciones pequeñas de cabotaje que había en el muelle. Luego, volvieron al aeropuerto de Bangkok y el sujeto voló a Manila, Filipinas, para una conferencia confirmatoria en el Hotel Edén y Bali.

—¿Tiu no fue a Manila? —preguntó Martello, comprando tiempo.

—No, señor. Volvió a casa —contestó Murphy, y Smiley miró una vez más a Martello.

—Qué confirmatoria ni qué ocho cuartos —exclamó Sol—. ¿No son esos los barcos que hacen el transporte a Hong Kong, Murphy?

—Sí, señor.

—Conocemos esos barcos —dijo Sol—. Llevamos años detrás de ellos. ¿Verdad, Cy?

—Verdad, sí.

Sol había atacado a Martello, como si fuese personalmente culpable.

—Dejan el puerto limpios. No suben la mercancía a bordo hasta que están en alta mar. Nadie sabe qué barco va a llevarla. Ni siquiera el capitán del navío elegido, hasta que la lancha se le pone al lado, y pasa la mercancía. Cuando entran en aguas de Hong Kong, la echan por la borda con señales y los juncos salen a buscarla.

Hablaba despacio, como si le hiciese daño hablar. Empujando ásperamente las palabras.

—Llevamos años —continuó— diciéndoles a los ingleses que acaben de una vez con esos juncos, pero los cabrones andan todos al quite.

—Eso es todo lo que tenemos —dijo Murphy, y posó el informe.

Volvieron a las pautas embarazosas. Una linda muchacha, armada con una bandeja de café y pastas, proporcionó un alivio fugaz, pero en cuanto se fue, el silencio se hizo aún peor.

—¿Por qué no se lo dices ya? —masculló al fin Sol—. Si no se lo digo yo.

Y fue entonces cuando, como habría dicho Martello, pasaron por fin al quid del asunto.

La actitud de Martello se hizo al mismo tiempo seria y confidencial: el abogado de la familia que lee el testamento a los herederos.

—Bueno, George, a petición nuestra, aquí los del Ejecutivo echaron una especie de segundo vistazo a los antecedentes y al historial del desaparecido piloto Ricardo y, tal como nosotros medio suponíamos, han descubierto mucho material que hasta ahora no había visto la luz y que debería haberla visto, debido todo ello a varios factores. De nada vale, según mi opinión, señalar con el dedo a nadie y además Ed Ristow es un hombre enfermo. Digamos simplemente que, prescindiendo de lo que haya podido pasar, el asunto Ricardo cayó en un pequeño hueco entre el Ejecutivo y nosotros. Ese hueco ha ido cubriéndose después y nos gustaría facilitarte la nueva información.

—Gracias, Marty —dijo Smiley pacientemente.

—Parece ser que Ricardo está vivo en realidad —declaró Sol—. Parece ser que se trataba de un
snafu
de primera magnitud.

—¿Un
qué
?

preguntó Smiley con viveza, antes quizás de que hubiese podido asimilarse por completo el pleno significado de la declaración de Sol.

Martello se apresuró a traducir:

—Error, George, error humano. Es algo que nos pasa a todos.
Snafu.
Incluso a ti, ¿no?

Guillam estudiaba los zapatos de Cy, que tenían un brillo gomoso y gruesas viras. Smiley tenía la vista alzada hacia la pared lateral, donde los rasgos benevolentes del presidente Nixon contemplaban alentadores la unión triangular. Nixon había dimitido sus buenos seis meses atrás, pero Martello parecía conmovedoramente decidido a mantener la llama encendida. Murphy y su nuevo acompañante seguían sentados e inmóviles como confirmantes ante un obispo. Sólo Sol permanecía en constante movimiento, rascándose la rizada cabellera o dándole al pitillo como una versión atlética de di Salís. Nunca sonríe, pensó de pasada Guillam: ya ni se acuerda de cómo se hace.

Martello continuó:

—La muerte de Ricardo está oficialmente reseñada en nuestros archivos sobre el 21 de agosto, más o menos, ¿no, George?

—Sí, eso es —dijo Smiley.

Martello resopló e inclinó la cabeza hacia el otro lado, sin dejar de leer.

—Sin embargo, en septiembre, bueno, sí, dos… un par de semanas después de su muerte, ¿no?… parece ser, bueno, que Ricardo estableció contacto personal con una de las oficinas de narcóticos del sector de Asia, que se llamaba entonces BNDD. Pero en el fondo la misma casa, ¿entendido? Aquí Sol, bueno, preferiría no mencionar
qué
departamento, y yo lo respeto.

El latiguillo
bueno,
decidió Guillam, era la forma que tenía Martello de seguir hablando mientras pensaba.

—Ricardo ofreció sus servicios al departamento —continuó Martello—, sobre la base de compra e información respecto a una, bueno, un transporte de opio que le habían ofrecido, tenía que pasar la frontera y llevarlo, bueno, a la China roja.

En este momento, una mano fría pareció agarrar a Guillam por el estómago y aposentarse allí. La impresión que le produjo el hecho fue mucho mayor por llegar poco a poco después de tanto detalle inconexo. A Molly le contaría más tarde que fue para él como si «todos los hilos del caso se hubieran enrollado de pronto en una madeja». Pero esto era una consideración retrospectiva y, en realidad, presumía un poco. Sin embargo, la impresión súbita (después de tanto andar de puntillas y tanta especulación y tanto papeleo), la simple impresión de verse casi físicamente proyectado al interior de la China continental: esto fue indudablemente algo real, que no precisaba ninguna exageración.

Martello hacía de nuevo el papel de abogado solícito.

—George, tengo que ponerte en antecedentes, bueno, decirte algo más, sobre las actividades de la familia. Durante el asunto de Laos, la Compañía utilizó a unas cuantas tribus montañesas del norte con objetivos bélicos, puede que ya lo sepas. Justamente allí en Birmania, no sé si conoces esa zona, los Shans. Voluntarios, ¿me entiendes? Muchas de esas tribus eran comunidades de monocultivo, bueno, comunidades dedicadas al cultivo del opio y, en interés de la guerra, la Compañía tuvo que, bueno, tuvo que hacer un poco la vista gorda ante lo que no podíamos cambiar. Esa buena gente tiene que vivir y muchos no sabían hacer otra cosa y no veían nada malo en, bueno, en cultivar ese producto. ¿Me entiendes?

—Dios mío —dijo Sol entre dientes—. ¿Has oído eso, Cy?

—Lo he oído. Sol.

Smiley dijo que sí, que entendía.

—Esta política, seguida, bueno, por la Compañía, dio lugar a desavenencias, muy breves y muy fugaces entre la Compañía por un lado y él, bueno, la gente del Ejecutivo, el antiguo departamento de narcóticos, porque, bueno, en fin, mientras los muchachos de Sol estaban allí para acabar con el abuso de drogas, y con toda la razón del mundo además, y para cortar los suministros, que es su trabajo, George, y su deber, a la Compañía le interesaba, por el bien de la guerra, es decir, en aquel momento concreto, comprendes, George… bueno, interesaba hacer un poco la vista gorda…

—La Compañía hizo de Padrino para los montañeses —masculló Sol—. Los hombres estaban todos luchando en la guerra y los agentes de la Compañía iban a las aldeas, compraban la mercancía, se jodían a las mujeres y sacaban de allí el material.

Martello no se dejaba marginar tan fácilmente.

—Bueno, nosotros consideramos que eso es exagerar un poco las cosas. Sol, pero, en fin, el caso es que había desavenencias y eso es lo único que le importa a nuestro amigo George. Ricardo, en fin, es un tipo muy especial. Hizo muchos vuelos para la Compañía en Laos y cuando terminó la guerra la Compañía le dejo otra vez en tierra, le dio el beso de despedida y recogió la escalerilla. Nadie quiere saber nada de esos tipos cuando ya no hay una guerra para ellos. Así que, bueno, quizá por eso él, bueno, Ricardo el guardabosques se convirtió en, bueno, en Ricardo el furtivo, supongo que me entiendes…

—Bueno, no del todo —confesó suavemente Smiley.

Sol no tenía tantos escrúpulos para decir verdades desagradables.

—Mientras duró la guerra, Ricardo estuvo transportando droga para la Compañía, para mantener encendidos los hogares en las aldeas de los montañeses. Cuando la guerra terminó, se dedicó a transportarla por su cuenta. Tenía los contactos y sabía dónde estaban enterrados los cadáveres. Se estableció por su cuenta, eso es todo.

—Gracias —dijo Smiley, y Sol volvió a rascarse el pelo a cepillo.

Martello retrocedió por segunda vez a la historia de la embarazosa resurrección de Ricardo.

Deben haber hecho un trato entre ellos, pensó Guillam. Martello se encarga de la charla. «Smiley es un contacto nuestro», debía haber dicho Martello. «Le manejamos a nuestro modo.»

El día 2 de septiembre del setenta y tres, dijo Martello, un
agente de narcóticos no especificado del área del Sudeste asiático,
como insistió en describirle, «un joven completamente nuevo en el campo, George», recibió en su casa una llamada telefónica nocturna de un supuesto capitán Ricardo el Chiquitín, hasta entonces dado por muerto, que había sido mercenario en Laos con el capitán Rocky. Ricardo ofreció una cantidad considerable de opio en crudo al precio normal de mercado. Además del opio, ofrecía información secreta: un precio de saldo por una venta rápida según sus palabras. Esto quería decir cincuenta mil dólares norteamericanos en billetes pequeños, y un pasaporte de Alemania Occidental válido para una sola operación. El agente de narcóticos no especificado se entrevistó con Ricardo aquella misma noche en un aparcamiento y cerraron en seguida la operación del opio.

—¿Quieres decir que lo
compró? —
preguntó Smiley, sorprendidísimo.

—Sol me dice que hay una, bueno, tarifa fija para estos tratos… ¿no, Sol?… es algo que todo el mundo que está en el ajo sabe, George, y, bueno, se basa en un porcentaje del valor del cargamento puesto en la calle, ¿no?

Sol emitió un gruñido afirmativo.

—Él, bueno, el agente no especificado tenía autorización permanente para comprar a ese precio y compró. Ningún problema. El agente también, bueno, manifestó deseos, pendientes del visto bueno de sus superiores, de proporcionar a Ricardo la documentación que él pedía, George… que era, según resultó más tarde, un pasaporte de la Alemania Occidental con sólo unos días de vigencia, en el caso, George… en el caso aún no comprobado, ¿comprendes…? de que la información de Ricardo resultase ser un valor aceptable, dado que la política que se sigue es alentar a los informadores a toda costa. Pero dejó claro, el agente, que todo el trato, el pasaporte y el pago por la información, dependía de su ratificación por la autoridad superior… la gente de Sol del cuartel general. Así que compró el opio, pero en lo de la información esperó. ¿No, Sol?

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