Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
—Sí, eso es —gruñó Sol.
—Oye, Sol, mira, quizá debieses manejar tú esta parte —dijo Martello.
Sol, al hablar, mantuvo inmóvil por una vez el resto de su persona. Sólo movía la boca.
—Nuestro agente le pidió a Ricardo una muestra para que pudieran valorar la información en casa. Lo que nosotros llamamos trasladarla a primera base. Ricardo sale con la historia de que le han mandado pasar la droga a la China roja y volver luego con una carga no especificada como pago. Eso fue lo que dijo. Su muestra. Dijo que sabía quién estaba detrás del asunto. Dijo que conocía al mayor Pez Gordo de todos los peces gordos. Todos lo dicen. Dijo que conocía toda la historia. Pero siempre dicen eso. Dijo que había iniciado el viaje al continente, pero que le había entrado miedo y había vuelto a casa pasando a baja altura sobre Laos para evitar el radar. Dijo que debía un favor a la gente que le envió y que si le encontraban le harían tragarse los dientes a patadas. Eso es lo que está en el informe, palabra por palabra. Tragarse los dientes. Así que tenía prisa y por eso daba aquel precio tan bajo de cincuenta billetes. No dijo quién era la gente, no aportó ni una pizca de información relacionada positiva aparte del opio, pero dijo que aún tenía el avión, escondido, un Beechcraft, y ofreció enseñárselo a nuestro agente la próxima vez que se vieran, lo que dependía de que hubiese verdadero interés en el cuartel general. Eso es todo lo que tenemos —dijo Sol, y pasó a consagrarse al cigarrillo—. El opio eran un par de cientos de kilos. Buena calidad.
Martello recuperó diestramente la pelota:
—Entonces el agente de narcóticos no especificado redactó su informe, George, e hizo lo que haríamos todos. Cogió la información y la envió al cuartel general y le dijo a Ricardo que no se dejase ver hasta que él tuviera noticias de sus superiores. Dijo que le vería en unos diez días, catorce quizás. Aquí está tu dinero del opio, pero el dinero de la información tendrá que esperar un poco. Hay normas, ¿entiendes?
Smiley afirmó comprensivo y Martello afirmó a su vez respondiéndole, mientras seguía hablando.
—Así que en esto estamos. Aquí es donde interviene el error humano, ¿no? Podría haber sido peor, pero no mucho. En nuestro equipo, hay dos visiones del asunto: conspiración y cagada. Aquí es donde tenemos la cagada, de eso no hay duda. El predecesor de Sol, Ed, que ahora está enfermo, valoró el material y, basándose en los datos… bueno, tú le conoces, George, Ed Ristow, un buen chico, sensato… y basándose en los datos de que disponía, Ed decidió, comprensible, pero erróneamente, no proceder. Ricardo quería cincuenta billetes. En fin, por un buen botín, una cosa importante, comprendo que no es nada. Pero Ricardo, quería pago inmediato. Un sólo pago y fuera Y Ed… bueno, Ed tenía responsabilidades, y muchos problemas de familia, y sencillamente no le pareció razonable invertir esa suma de dinero del contribuyente norteamericano en un personaje como Ricardo, cuando no había ningún botín garantizado, un tipo que se las sabe todas además, que sabe todas las triquiñuelas, y que podía estar preparándole a aquel agente de campo de Ed, que es sólo un chaval, un viaje infernal. Así que Ed le dio carpetazo. Asunto cerrado. Archivado y olvidado. Asunto concluido, compra el opio, pero del resto nada.
Quizá fuese trombosis coronaria de verdad, pensó Guillam, maravillado. Pero otra parte de él sabía que podría haberle pasado a él también e incluso que le había pasado: el buhonero que ve ante sí la gran pieza y que la deja escapar de entre los dedos.
En vez de perder el tiempo en recriminaciones, Smiley había pasado tranquilamente a considerar las restantes posibilidades.
—¿Dónde está ahora Ricardo, Marty? —preguntó.
—No se sabe.
Su siguiente pregunta tardó mucho más en llegar, y no era tanto una pregunta como una meditación en voz alta.
—Para volver con
un cargamento no especificado como pago —
repitió—. ¿Hay alguna teoría sobre el tipo de cargamento que podría ser?
—Sospechamos que oro. No somos magos, lo mismo que no lo eres tú —dijo ásperamente Sol.
Aquí, Smiley dejó simplemente de participar en el proceso durante un rato. Su expresión se inmovilizó, parecía inquieto y, para cualquiera que le conociese, retraído, y de pronto le tocó a Guillam mantener en juego la pelota. Para hacerlo, como Smiley, se dirigió a Martello.
—¿No dio Ricardo ninguna pista del sitio dónde tenía que llevar la carga de vuelta?
—Ya te lo dije. Pete. Eso es todo lo que tenemos.
Smiley seguía siendo no combatiente. Estaba quieto, mirando muy fijo, lúgubremente, sus manos enlazadas. Guillam buscó afanoso otra pregunta:
—¿Y ninguna pista del
peso
que podría tener la carga de vuelta tampoco? —preguntó.
—Dios santo —dijo Sol, e interpretando erróneamente la actitud de Smiley, afirmó despacio asombrado del tipo de gentuza que se veía obligado a tratar.
—¿Pero vosotros
estáis
convencidos de que fue Ricardo el que se puso en contacto con vuestro agente? —preguntó Guillam, aún al ataque, lanzando golpes.
—Al cien por cien —dijo Sol.
—Sol —sugirió Martello, inclinándose hacia él—. Sol, ¿por qué no le das a George una copia en limpio del informe original? Así tendrá lo mismo que nosotros.
Sol vaciló, miro a su ayudante, se encogió de hombros y, por último, a regañadientes, sacó de una carpeta que tenía en la mesa, al lado, una cuartilla de la que arrancó solemnemente la firma.
—Extraoficial —masculló, y en este momento, Smiley revivió de pronto y, recogiendo el informe de manos de Sol, lo estudió por ambos lados un rato atentamente en silencio.
—Y dónde está, por favor, el agente de narcóticos no especificado que redactó este documento —preguntó al fin, mirando primero a Martello y luego a Sol.
Sol se rascó el cuero cabelludo. Cy empezó a mover la cabeza irritado. Los dos hombres silenciosos de Martello no mostraban la menor curiosidad, sin embargo. El pálido Murphy seguía leyendo en sus notas y su colega miraba con los ojos en blanco al ex presidente.
—Se fue a vivir a una comuna
hippy
al norte de Katmandú —gruñó Sol, soltando un chorro de humo de cigarrillo—. Se pasó al enemigo el muy cabrón.
El alegre remate de Martello resultaba maravillosamente intrascendente:
—En fin, bueno, ésa es la razón, George, por la que
nuestra
computadora tenía a Ricardo muerto y enterrado, George, cuando los datos de que se dispone, que han vuelto a estudiar nuestros amigos del Ejecutivo, no dan verdaderos motivos para, bueno, para suponerlo.
A Guillam le había parecido hasta entonces que la bota estaba toda en el pie de Martello. Los muchachos de Sol habían hecho el ridículo, venía a decir, pero los primos eran después de todo magnánimos y estaban deseando dar el beso y hacer las paces. En la calma postcoito que siguió a las revelaciones de Martello, prevaleció un poco más esta falsa impresión.
—En fin, bueno, George, yo diría que a partir de ahora, podemos contar… vosotros, nosotros, aquí Sol… con la cooperación sin reservas de todas nuestras agencias. Yo diría que esto tiene un aspecto muy positivo. ¿No, George? Constructivo.
Pero Smiley, en su renovada distracción, se limitó a enarcar las cejas y a fruncir los labios.
—¿Estás pensando algo especial, George? —preguntó Martello—. Quiero decir, ¿te preocupa algo?
—Oh. Gracias, sí.
Beechcraft —
dijo Smiley—. ¿Es un avión de un solo motor?
—Dios santo —dijo Sol entre dientes.
—De dos, George, de dos —dijo Martello—. Es un aparato pequeño, un modele de ejecutivo…
—Y según el informe el cargamento de opio pesaba cuatrocientos kilos.
—Casi media tonelada, George —dijo Martello muy solícito—. Tonelada
métrica —
añadió dubitativo, ante la expresión sombría de Smiley—. No vuestras toneladas inglesas, George, naturalmente. Métrica.
—¿Y
dónde
debía llevarse? El opio, quiero decir…
—En la cabina —dijo Sol—. Lo más probable es que fuese debajo de los asientos de reserva. Ese tipo de aviones no tienen todos la misma forma. No sabemos de qué tipo era éste porque no llegamos a verlo.
Smiley examinó una vez más la cuartilla que aún tenía en su mano regordeta.
—Sí —murmuró—. Sí, supongo que harían eso.
Y con un lapicero dorado escribió un pequeño jeroglífico en el margen antes de volver a hundirse en su ensueño privado.
—Bueno —dijo animosamente Martello—. ¿Qué os parece si nosotros, buenas abejitas obreras volvemos a nuestras colmenas y miramos a dónde nos lleva todo esto, ¿eh, Pete?
Guillam estaba ya poniéndose en pie cuando habló Sol. Sol tenía el don raro, y más bien terrible, de la rudeza natural. Nada había cambiado en él. No se había alterado lo más mínimo. Aquél era su modo de hablar, era así como hacía negocios y tratos, y era evidente que los otros métodos le fastidiaban:
—Pero hombre, por Dios, Martello, ¿a qué clase de juego estamos jugando? Esto es el gran golpe, ¿no? Hemos puesto el dedo en lo que puede que sea el objetivo más importante en el campo de narcóticos de todo el sector del Sudeste asiático. Muy bien, de acuerdo, hay una relación, un contacto. La Compañía se ha ido al fin a la cama con el Ejecutivo porque tenía que compensar el asunto de las tribus. No creas que eso me pone caliente a
mí.
En fin, muy bien, tenemos un trato de manos fuera con los ingleses en Hong Kong. Pero Tailandia es nuestra. Y las Filipinas también. Y Taiwan. Y en realidad todo el maldito sector. Y la guerra, y los ingleses no mueven el culo para nada. Vinieron hace cuatro meses e hicieron su discurso. Muy bien, bárbaro. Metimos a los ingleses en el ajo. ¿Qué han hecho en todo este tiempo? Enjabonarse la carita. ¿Cuándo demonios van a empezar a afeitarse, Dios santo? Tenemos dinero metido en esto, tenemos toda una organización preparada para desarticular todas las conexiones de Ko, en todo el hemisferio. Llevamos
años
detrás de un tipo como ése. Y podemos engancharle. Tenemos legislación suficiente para hacerlo… ¡tenemos legislación hombre! ¡La suficiente para meterle de diez a treinta y más! Tenemos las drogas, tenemos las armas, los bienes embargados, tenemos el mayor cargamento de oro rojo que le haya pasado Moscú a un solo hombre en la vida, y tenemos la primera posibilidad de conseguir una prueba, si es verdad lo que está contando ese tal Ricardo, de un programa de subversión con drogas patrocinado por Moscú, que está deseando llevar la lucha al interior de la China roja, que tiene la esperanza de hacerles a ellos lo mismo que ya está haciéndonos a nosotros.
La explosión había despertado a Smiley como una ducha de agua fría. Se había incorporado en el asiento, el informe del agente de narcóticos arrugado en la mano, y miró asombrado primero a Sol y luego a Martello.
—Marty —murmuró—. Oh, Dios mío,
no.
Guillam mostró más presencia de ánimo. Por lo menos lanzó una objeción:
—Hay que repartir mucho media tonelada para dejar colgados a ochocientos millones de chinos, ¿no crees, Sol?
Pero a Sol no le hacían mella las ironías ni las objeciones y menos aún si procedían de un niño bonito inglés.
—¿Y nos lanzamos a su yugular? —preguntó, sin desviarse de su curso—. Las narices. Andamos con rodeos. Andamos por las ramas. «Hay que actuar con delicadeza. El campo es de los ingleses. Es territorio suyo. Es una pieza suya, la fiesta es suya. Así que nos dedicamos a hacer filigranas, a bailar alrededor. Revoloteamos como mariposillas y actuamos con la misma energía que si lo fuéramos. Dios santo, si hubiéramos manejado este asunto nosotros, ya tendríamos bien agarrado a ese cabrón hace meses.
Tras decir esto, dio un golpe con la palma de la mano abierta en la mesa y utilizó la artimaña retórica de repetir su argumento con distinto lenguaje:
—¡Es la primera vez en la vida que le echamos la vista encima a un tiburón corruptor comunista soviético que está pasando droga y desestabilizando la zona y recibiendo dinero ruso, y que podemos demostrarlo!
Todo iba dirigido a Martello. Como si Smiley y Guillam no estuviesen allí.
—Y no olvides otra cosa —le advirtió a Martello, como punto final—. Tenemos a mucha gente gorda que está deseando que esto salga a la luz. Gente impaciente. Influyente. Gente que está muy enfadada por el dudoso papel que ha estado jugando vuestra Compañía en el suministro y la distribución de narcóticos entre nuestros chicos en Vietnam, que es el primer motivo por el que nos habéis informado. Así que será mejor que expliques a esos liberales de salón de Langley, Virginia, que ya va siendo hora de que suelten la mierda o dejen el orinal. Lo de mierda lo digo en los
dos sentidos —
remató, con un insulso juego de palabras.
Smiley se había puesto tan pálido que Guillam se asustó de veras. Se preguntaba si no le habría dado un ataque al corazón, si no estaría a punto de desmayarse. Desde donde estaba Guillam, las mejillas y la tez de Smiley se convirtieron de pronto en las de un viejo y en sus ojos, cuando se dirigió sólo a Martello también, había el ardor de un viejo.
—De cualquier modo hay un acuerdo. Y mientras esté vigente, confío en que lo cumpliréis. Tenemos vuestra declaración general de que os abstendréis de operar en territorio británico salvo que se os haya concedido permiso. Tenemos vuestra promesa concreta de que nos dejaréis manejar a nosotros solos este caso, vigilancia y comunicación aparte,
independientemente de adonde nos lleve en su evolución.
Ése fue el acuerdo. Manos fuera por completo a cambio de un examen completo del producto. Para mí, eso quiere decir lo siguiente: que Langley no actuará y que no actuará tampoco ningún otro organismo norteamericano. Considero que eso es vuestra promesa sincera. Y considero que esa promesa aún está en pie y para mí el acuerdo es invariable.
—Explícale —dijo Sol, y salió, seguido por Cy, su cetrino ayudante mormón. En la puerta se volvió y amonestó con un dedo en dirección a Smiley.
—Tú guías el carro, nosotros te decimos dónde hay que apearse y dónde hay que quedarse arriba —dijo.
El mormón asintió: «Eso es», dijo y sonrió a Guillam, como invitándole. A un gesto de Martello, Murphy y su silencioso colega le siguieron, saliendo del despacho.
Martello estaba sirviendo bebidas. También en su oficina eran las paredes de palo de rosa (un contrachapado de imitación, comprobó Guillam, no la cosa auténtica) y cuando Martello pulsó una palanca apareció una máquina de hielo que vomitó un firme chorro de píldoras en forma de balones de rugby. Martello sirvió tres whiskies sin preguntar a los demás qué querían. Smiley lo miraba todo. Aún tenía las manos regordetas apoyadas en los extremos de los brazos del sillón de líneas aéreas, pero estaba retrepado y desmadejado como un boxeador exhausto entre asalto y asalto, mirando fijamente al techo, perforado por luces parpadeantes. Martello puso los vasos en la mesa.