El honorable colegial (47 page)

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Authors: John Le Carré

—¿Y a dónde vas con esas espléndidas orquídeas? —le preguntó.

Luego, puso el motor en marcha. Pero Jerry lo apagó de nuevo suavemente. La chica le miró, sorprendida.

—Camarada —dijo quedamente—. Yo no sé mentir. Soy una víbora en tu nido, y antes de que me lleves a ningún sitio, será mejor que te abroches el cinturón y oigas la espantosa verdad.

Había elegido cuidadosamente aquel momento, porque no quería que se sintiese amenazada. Estaba sentada al volante de su propio coche, bajo la marquesina iluminada del edificio donde tenía su apartamento, a unos veinte metros de Laurence, el portero, y él interpretaba el papel de pecador humilde a fin de aumentar la sensación de seguridad.

—Nuestro encuentro casual no fue casual del todo. Esta es la primera cuestión. La segunda, y no te preocupes demasiado por eso, es que mi periódico me mandó localizarte y asediarte con todas las preguntas imaginables respecto a tu difunto camarada Ricardo.

Ella seguía mirándole, esperando aún. En la punta de la barbilla tenía dos pequeñas cicatrices paralelas, como dos arañazos muy profundos. Jerry se preguntó quién se las habría hecho y con qué.

—Pero Ricardo ha muerto —dijo ella, con demasiada rapidez.

—Claro —dijo Jerry consoladoramente—. No hay duda. Pero el tebeo ha recibido lo que ellos se complacen en llamar un «chivatazo», según el cual está en realidad vivo y, bueno, mi trabajo es seguirles la corriente y tenerles contentos.

—¡Pero eso es completamente absurdo!

—De acuerdo. Totalmente. Están chiflados. El premio de consolación son dos docenas de orquídeas bien escogidas y la mejor cena de la ciudad.

La chica apartó la vista de él y miró por el parabrisas, la cara iluminada por la luz de arriba, y Jerry se preguntó cómo sería lo de habitar en un cuerpo tan bello, vivir en él las veinticuatro horas del día. La chica abrió un poco más sus ojos grises y Jerry tuvo la sutil sospecha de que debía percibir lágrimas que afluían y fijarse en cómo apretaba el volante para sostenerse.

—Perdóname —murmuró la chica—. Pero es que… cuando quieres a un hombre… cuando lo das todo por él… y muere… y luego de pronto, así por las buenas…

—Claro, mujer —dijo Jerry—. Perdona.

Ella puso en marcha el motor.

—¿Por qué habías de sentirlo? Si está vivo, tanto mejor. Si muerto, nada ha cambiado. Estamos preocupándonos por nada.

Luego, se echó a reír y añadió:

—Ric siempre decía que él era indestructible.

Es como robarle a un mendigo ciego, pensó Jerry. No deberían dejarla suelta.

La chica conducía bien, pero con poca soltura y Jerry supuso (porque ella inspiraba suposiciones) que debía haber sacado el carnet hacía poco y que el coche era el premio por lograrlo. Era la noche más plácida del mundo. Mientras se hundían en la ciudad, el puerto era como un espejo perfecto en el centro de un estuche de joyas. Hablaron de sitios a donde ir. Jerry propuso el Península, pero ella rechazó la propuesta.

—Vale. Primero vamos a echar un trago —dijo Jerry—. ¡Venga, corrámonos una juerga!

Para su sorpresa, la chica se inclinó hacia él y le apretó la mano. Jerry se acordó entonces de Craw.
Se lo hace a todo el mundo,
le había dicho.

La chica estaba libre por una noche: Jerry tenía esa abrumadora sensación. Se acordó de cuando sacaba a Cat, su hija, del colegio, cuando era pequeña, de cómo tenía que hacer un montón de cosas distintas para que la tarde pareciera más larga. En una oscura discoteca de Kowloonside bebieron Rémy Martin con hielo y soda. Jerry supuso que era la bebida de Ko y que ella había adquirido la costumbre de beber lo mismo que él. Era temprano y no había más de doce personas en la discoteca. La música era muy estridente y tenían que gritar para oírse, pero la chica no mencionó a Ricardo. Prefería oír la música, y la escuchaba echando la cabeza hacia atrás. A veces, le apretaba la mano, y en una ocasión le apoyó la cabeza en el hombro y en otra le estampó un beso distraído y salió a la pista a ejecutar una danza lenta y solitaria, los ojos cerrados, una leve sonrisa. Los hombres ignoraron a sus acompañantes femeninas y se dedicaron a desnudarla con los ojos, y los camareros chinos traían ceniceros nuevos cada tres minutos para poder bajar la vista hacia ella. Después de la segunda ronda y de media hora, la chica proclamó sentir pasión por Duke y la música de orquesta, así que volvieron a toda prisa a la Isla a un sitio que conocía Jerry donde tocaba un grupo filipino que hacía una versión bastante aceptable de Ellington. Cat Anderson era lo mejor del mundo desde que se habían inventado las tostadas, dijo la chica. ¿Había oído Jerry a Armstrong y a Ellington juntos? ¿Había algo superior a eso? Mis Rémy Martin mientras la chica le cantaba
Mood Indigo.


¿Bailaba Ricardo? —preguntó Jerry.

—¿Que si bailaba? —contestó suavemente ella, mientras taconeaba y chasqueaba levemente los dedos, siguiendo el ritmo.

—Yo creí que Ricardo cojeaba —objetó Jerry.


Eso
nunca le contuvo —dijo ella, absorbida aún por la música—. Nunca volveré con él ¿comprendes? Nunca. Ese capítulo está terminado. Del todo.

—¿Cómo lo consiguió?

—¿Aprender a bailar?

—Lo de la cojera.

Con el dedo curvado alrededor de un gatillo imaginario, ella disparó un tiro al aire.

—Fue en la guerra o un marido furioso —dijo. Jerry se lo hizo repetir, la boca próxima a su oído.

Ella conocía un restaurante japonés nuevo, donde servían una carne de Kobe
fabulosa.


Explícame dónde te hiciste eso —le preguntó mientras iban en el coche camino del restaurante; señaló su propia barbilla—. Las dos, la de la izquierda y la de la derecha. ¿Cómo fue?

—Oh, cazando zorros inocentes —dijo ella, con una alegre sonrisa—. A mi querido papá le volvían loco los caballos. Bueno, le vuelven, supongo.

—¿Dónde vive?

—¿Papá? En su destartalado castillo de siempre, en Shropshire. Es inmenso, pero no quieren dejarlo. Sin servicio, sin dinero, helándose tres cuartas partes del año. Mamá no sabe ni siquiera hervir un huevo.

Él estaba dando vueltas aún cuando ella recordó un bar donde daban unos canapés al curry que eran una gloria, así que buscaron hasta encontrarlo y ella le dio un beso al camarero. No había música pero, por Dios sabe qué razón, Jerry se sorprendió de pronto hablándole a la chica de la huérfana, hasta que llegó a los motivos de su separación, que él deliberadamente oscureció.

—Vamos, Jerry, querido —dijo ella muy sagaz—. ¿Qué otra cosa podías esperar con veinticinco años de diferencia entre tú y ella?

¿Y con diecinueve años y una esposa china entre tú y Drake Ko, qué demonios puedes esperar

?
,
pensó él, un poco irritado.

Salieron de allí (más besos al camarero) y Jerry no estaba tan embriagado por la compañía de la chica ni por los brandis con soda como para no haberse dado cuenta de que ella había hecho una llamada telefónica, en teoría para cancelar su cita, que la llamada había sido larga y que al volver de ella la chica parecía un tanto solemne. Ya de nuevo en el coche, la miró a los ojos y creyó leer en ellos una sombra de desconfianza.

—¿Jerry?

—Sí…

Ella movió la cabeza, soltó una carcajada, le pasó la palma de la mano por la cara y luego le besó.

—Es curioso —dijo.

Jerry supuso que se preguntaba cómo podría haberle olvidado tan por completo si le hubiese vendido realmente aquel barrilito de whisky sin marca. Supuso que se preguntaba también si, a fin de venderle el barril, habría incluido además otros pluses adicionales de aquellos a los que tan groseramente había aludido Craw. Pero Jerry se dijo que aquello era problema de la chica. Lo había sido desde el principio.

En el restaurante japonés les dieron una mesa de rincón, gracias a la sonrisa y a otros atributos de Lizzie. Esta se sentó mirando hacia el local, y él se sentó mirando hacia ella, lo que estaba muy bien para Jerry, pero habría causado escalofríos en Sarratt. A la luz de las velas, le veía claramente la cara y percibió por primera vez las huellas del desgaste: no sólo las cicatrices de la barbilla, sino las huellas de los viajes y de la tensión, que para Jerry tenían una cualidad determinada, como honrosas cicatrices de las muchas batallas que habría tenido que librar contra su mala suerte y su mal juicio. La chica llevaba un brazalete de oro, nuevo, y un reloj de latón abollado con esfera Walt Disney y una mano rayada y enguantada que marcaba las horas. La fidelidad de la chica a aquel viejo reloj le impresionó y quiso saber quién se lo había dado.

—Papá —dijo ella, sin darle importancia.

Había un espejo empotrado en el techo sobre ellos, y Jerry pudo ver el pelo dorado de la chica y la turgencia de sus pechos entre los cueros cabelludos de los otros clientes, y contempló cómo le caía el manto dorado del cabello sobre la espalda. Cuando intentó atacar con Ricardo, ella se mostró recelosa: Jerry debería haber tenido en cuenta, pero no lo tenía, que la actitud de la chica había cambiado desde la llamada telefónica.

—¿Qué garantía tengo yo de que no va a salir mi nombre en el periódico? —preguntó ella.

—Sólo mi promesa.

—¿Pero y si tu director se entera que yo fui la chica de Ricardo? ¿Qué le impedirá incluirlo por su cuenta?

—Ricardo tuvo montones de chicas. Lo sabes muy bien. De todas las formas y tamaños y muchas a la vez.

—Pero sólo hubo una como
yo —
dijo la chica con firmeza, y Jerry se dio cuenta de que miraba hacia la entrada. Pero en fin, la chica tenía aquella costumbre, fuese a donde fuese, siempre andaba mirando como si buscara a alguien que no estuviese allí. La dejó tomar la iniciativa.

—Dijiste que tu periódico había tenido un chivatazo —dijo—. ¿Qué quieres decir con eso?

Jerry había preparado la respuesta con Craw. Lo habían ensayado concienzudamente. Habló, por tanto, si no con convicción, sí por lo menos con firmeza.

—Ric se estrelló hace dieciocho meses en las montañas, cerca de Pailing, en la frontera de Tailandia y Camboya. Esa es la versión oficial. Nadie encontró el cadáver, nadie encontró los restos del avión y corren rumores de que lo que transportaba era opio. La compañía de seguros no pagó un céntimo y la empresa, Indocharter, no les ha demandado siquiera. ¿Por qué? Porque Ricardo tenía un contrato en exclusiva para volar con ellos. En realidad, dime, ¿por qué no demanda nadie a Indocharter? Tú, por ejemplo. Eras su mujer. ¿Por qué no pides una indemnización?

—Es una sugerencia
muy
vulgar —dijo ella, en su tono de duquesa.

—Aparte de esto, corren rumores de que se le ha visto hace poco rondando por aquí. Se ha dejado barba, pero eso no le cura la cojera, según dicen, ni la costumbre de beber una botella de whisky al día ni, con perdón, de andar detrás de todo lo que lleve faldas en un radio de ocho kilómetros de donde pueda estar.

Ella se disponía a replicar, pero Jerry decidió decirlo todo de una vez.

—El jefe de conserjes del Hotel Rincone, Chiang Mai, confirmó la identificación por una foto, a pesar de la barba. De acuerdo, los ojirredondos les parecemos todos iguales. Pero, estaba muy seguro. Luego, el mes pasado sin ir más lejos, una chica de quince años de Bangkok, tengo los datos, fue al Consulado mexicano con su hatillo y dijo que Ricardo era el afortunado padre de la criatura. Yo no creo en embarazos de dieciocho meses, y supongo que tampoco tú. Y no me mires así
a mí,
querida. No fue idea mía, ¿entiendes?

Fue idea de Londres, podría haber añadido, una limpia mezcla de realidad y ficción, ideal para sacudir un árbol. Pero ella no le miraba a él, en realidad, miraba de nuevo hacia la puerta.

—Otra cosa que tengo que preguntarte es lo de la estafa aquella del whisky —le dijo.

—¡No era ninguna estafa, Jerry, era una empresa mercantil perfectamente válida!

—Amiga mía.

eras muy legal, legal del todo. No hay la menor sospecha de estafa, etc. Pero si
Ric
hizo algunas chapuzas, ese podría
ser
el motivo de que decidiese desaparecer, ¿no?

—Ric no era así —dijo ella al fin, sin convicción—. A él le gustaba que le consideraran un gran hombre en la ciudad. No era de los que escapan.

Jerry lamentaba sinceramente la desazón de la chica. Era algo completamente distinto a los sentimientos que hubiera querido inspirarle, en otras circunstancias. La observaba y se daba cuenta de que aquella chica perdía siempre en una discusión; las discusiones la llenaban de desesperanza; la inundaban de resignación a la derrota.

—Por ejemplo —continuó Jerry, mientras la cabeza de la chica caía hacia adelante en actitud sumisa—, quizás pudiésemos demostrar que tu Ric, al facturar sus barrilitos, se quedaba con el dinero en vez de remitirlo a la destilería… es pura hipótesis, no hay ninguna prueba… En cuyo caso…

—Cuando deshicimos nuestra sociedad,
todos
los inversores tenían un contrato certificado con intereses a partir de la fecha de compra. Remitimos absolutamente todo lo que nos prestaron de la forma correcta.

Hasta entonces, todo había sido juego de piernas. Ahora Jerry veía alzarse su objetivo, y se lanzó rápido a por él.

—No del modo
correcto,
amiga mía —replicó él, mientras ella continuaba con la vista baja, fija en su comida intacta aún—, ni mucho menos. Las operaciones se realizaron seis meses
después
de la fecha debida,
In
correctamente. Esto es una cuestión muy interesante en mi opinión. Pregunta: ¿Quién pagó las deudas de Ric? Según nuestra información, todo el mundo andaba a por él. Las destilerías, los acreedores, la policía, la comunidad local. Todos habían afilado el cuchillo para clavárselo. Hasta que un día:
¡bingo!
La amenaza se esfuma, la sombra de las rejas de la cárcel se desvanece. ¿Cómo? Ric había doblado la rodilla ya. ¿Quién fue el ángel misterioso? ¿Quién pagó sus deudas?

Ella había alzado la cabeza mientras él hablaba, y, ante el asombro de Jerry, una sonrisa radiante iluminó de pronto su rostro y Jerry vio que hacía señas a alguien detrás, alguien al que él no podía ver hasta que alzó la vista hacia el espejo del techo y captó el brillo de un traje azul eléctrico y una cabeza de negro pelo bien engrasado, y entre ambos, en escorzo, un rostro chino rechoncho asentado en un par de poderosos hombros, y dos manos dobladas y extendidas en un saludo de luchador. Y Lizzie le pedía que subiese a bordo.

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