El honorable colegial (51 page)

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Authors: John Le Carré

—Oh, cualquiera sabe —dice irritado—. ¿Quién cree en
motivos
en estos tiempos? Quizás sea muy natural que reaccionara favorablemente a las tentativas de reclutamiento de Leningrado, por supuesto, siempre que las hiciesen como es debido. No se trata de una deslealtad, ni nada parecido, al menos doctrinalmente. Rusia era el hermano mayor de China. Bastaba con que le dijesen que le habían elegido como miembro de una vanguardia especial de supervisores. No me parece tan difícil.

Fuera de la sala del trono, el teléfono verde sigue sonando, lo que resulta notable. Martello no suele ser tan insistente. Sólo les está permitido contestar a Guillam y a Smiley. Pero Smiley no lo ha oído y Guillam no está dispuesto a moverse mientras di Salis improvisa sobre los posibles motivos de Nelson para convertirse en topo de Karla.

—Muchas personas que estaban en la misma posición que Nelson creyeron que Mao se había vuelto loco cuando la Revolución Cultural —explica di Salis, aún reacio a teorizar—. Hasta algunos de sus generales llegaron a pensarlo. Las humillaciones que sufrió Nelson le hicieron someterse exteriormente, pero supongo que en su interior debió sentir mucha rabia y muchos deseos de venganza… ¿quién sabe?

—Los pagos a Drake empezaron cuando la rehabilitación de Nelson era ya casi completa —objeta Smiley suavemente—. ¿Qué piensa de esto, doctor?

Pero, sencillamente es ya demasiado para Connie, que estalla una vez más.

—Oh, George, ¿cómo puedes ser tan ingenuo?

mismo puedes ver el motivo, querido, puedes verlo de sobra. ¡Esos pobres chinos no pueden permitirse colgar a un técnico de primera línea en el armario la mitad de la vida sin utilizarlo! Karla vio lo que iba a pasar, ¿no, doctor? Vio la dirección que llevaba el viento y la siguió. Mantuvo al pobrecillo Nelson sujeto a la cuerda y en cuanto empezó a salir otra vez del anonimato, le echó encima a sus hombres: «Somos
nosotros,
¿te acuerdas? ¡Tus amigos! ¡Nosotros no dejamos que te hundas! ¡Nosotros no te escupimos por la calle! ¡Volvamos al trabajo!» ¡Tú harías la misma jugada, lo sabes de sobra!

—¿Y el dinero? —pregunta Smiley—. ¿El medio millón?

—¡Palo y zanahoria! Chantaje implícito, recompensa enorme. Nelson está atrapado por los dos lados.

Pero es di Salis, pese al exabrupto de Connie, quien tiene la última palabra:

—Él es chino. Es pragmático. Es hermano de Drake. No puede salir de China…

—Por ahora —dice Smiley suavemente, mirando de nuevo la carpeta.

—… y sabe muy bien cuál es su valor de mercado para los Servicios Secretos rusos. «Las ideas políticas no pueden comerse, no puedes acostarte con ellas», decía Drake, así que por qué no ganar dinero con ellas…

—Para el día en que puedas dejar China y gastarlo —concluye Smiley y, mientras Guillam sale de puntitas del despacho, cierra la carpeta y toma la hoja de notas—. Drake intentó sacarle una vez y fracasó. Así que Nelson recogió el dinero de los rusos esperando que… ¿esperando qué? Que Drake tenga más suerte, quizás. Al fondo había cesado al fin el insistente aullar del teléfono verde.

—Nelson es un topo de Karla —subraya por último Smiley, casi para sí una vez más—. Está sentado sobre un tesoro de secretos chinos de valor incalculable. Eso es todo lo que tenemos. Está a las órdenes de Karla. Las órdenes en sí son para nosotros de un valor incalculable. Pueden indicamos exactamente lo que saben los rusos de su enemigo chino e incluso lo que se proponen respecto a él. Podríamos obtener muchos negativos. ¿Sí, Pete?

No hay una transición en la transmisión de noticias trágicas. Hay una idea en pie y al minuto siguiente yace destruida, y, para los afectados, el mundo ha cambiado irrevocablemente. Guillam había utilizado, sin embargo, a modo de almohadilla, papel timbrado oficial del Circus y la palabra escrita. Escribiendo su mensaje a Smiley en un impreso esperaba que sólo el verlo le preparase por adelantado. Se acercó quedamente a la mesa con el impreso en la mano, lo dejó sobre el cristal de la mesa y esperó.


Charlie Mariscal,
el otro piloto, vamos a ver… —dijo Smiley, aún sin darse cuenta. ¿Le han localizado ya los primos, Molly?

—Su historia es muy parecida a la de Ricardo —replicó Molly Meakin, mirando extrañada a Guillam.

Guillam, inmóvil junto a Smiley, se había puesto de pronto pálido y parecía mayor y enfermo.

—Voló igual que Ricardo para los primos en la guerra de Laos, señor Smiley. Fueron condiscípulos en la escuela de aviación secreta de Langley, en Oklahoma. Prescindieron de él cuando terminó lo de Laos y no ha vuelto a saberse nada. Los del Ejecutivo dicen que ha estado transportando opio, pero dicen lo mismo de todos los pilotos de los primos.

—Creo que deberías leer esto —dijo Guillam, señalando con firmeza el mensaje.

—Mariscal debe ser el próximo paso de Westerby. Hay que seguir presionando —dijo Smiley.

Y, cogiendo al fin el impreso, lo puso críticamente a la izquierda, donde la lámpara daba más luz. Leyó, enarcadas las cejas y fruncidos los labios. Leyó dos veces, como siempre. No cambió de expresión, pero los que estaban cerca dijeron que desapareció todo movimiento de su rostro.

—Gracias, Pete —dijo quedamente, posando de nuevo el papel—. Gracias a todos los demás. Me gustaría que se quedasen Connie y el doctor un momento más. A los demás les deseo una buena noche de descanso.

Entre los más jóvenes se recibió este deseo con alegres risas pues ya pasaba mucho de la media noche.

La chica del piso de arriba, una limpia muñeca de piel tostada, dormía paralela a una de las piernas de Jerry, rolliza e inmaculada frente a la luz nocturna anaranjada del cielo de Hong Kong, empapado de lluvia. Roncaba con la cabeza fuera, y Jerry miraba a la ventana pensando en Lizzie Worthington. Pensaba en aquellas dos cicatrices gemelas que tenía en la barbilla y se preguntó de nuevo quién se las habría hecho. Pensó en Tiu, se lo imaginó como el carcelero de Lizzie, y se repitió lo de
escritor de caballos
hasta sentirse realmente furioso. Se preguntó cuánto tendría que esperar, y si al final podría tener una oportunidad con ella, que era todo lo que pedía: una oportunidad. La chica se movió, pero sólo para rascarse la rabadilla. De la puerta contigua le llegó el tintineo ritual de los de la fiesta acostumbrada de
mah—jong
que lavaban las piezas antes de mezclarlas.

Al principio, la chica no había sido demasiado sensible al galanteo de Jerry (un chorro de notas desapasionadas, introducidas en el buzón de la chica a todas horas en los días anteriores), pero necesitaba pagar la factura del gas. Oficialmente, era propiedad de un hombre de negocios, pero últimamente las visitas de éste se habían ido espaciando más hasta cesar del todo, con el resultado de que la muchacha no podía permitirse ni las consultas a la adivinadora del futuro ni el mah—jong, ni las elegantes ropas en que había puesto el corazón para el día en que de pronto apareciese en las películas de kung fu. Así que sucumbió, pero sobre una base claramente financiera. Su principal temor era que se supiese que hacía de consorte del odioso
kwailo.
Por esta razón, se había puesto todo su equipo de calle para bajar una planta; impermeable castaño con hebillas de trasatlántico de bronce en las hombreras, botas amarillas de plástico y un paraguas de plástico con rosas rojas. Todo este equipo yacía ahora esparcido por el suelo cual armadura después de la batalla, y la chica dormía con el mismo noble agotamiento. Así que cuando sonó el teléfono, su única reacción fue un soñoliento taco en cantonés.

Jerry lo descolgó, albergando la estúpida esperanza de que fuera Lizzie. Pero no era Lizzie.

—Mueve el culo, rápido —le dijo Luke—. Y Stubbsie
te amará.
Ven aquí. Estoy haciéndote el favor más importante de nuestra carrera.

—¿Dónde es aquí? —preguntó Jerry.

—Te estoy esperando abajo, animal.

Hubo de quitarse a la chica de encima para salir, pero la chica ni siquiera despertó.

Brillaban las calles con la lluvia inesperada y la luna tenía un espeso halo. Luke conducía como si fuese en un jeep, en primera, con cambios bruscos en las curvas. El coche estaba empapado del aroma del whisky.

—Pero qué has conseguido, por amor de Dios, dime —preguntaba Jerry—. ¿Qué pasa?

—Buena carne. Tú calla.

—No quiero carne. Estoy servido.

—Esta la querrás. Claro que la querrás.

Iban hacia el túnel del puerto. De un lateral salió bamboleándose un grupo de ciclistas que iban sin luces y Luke tuvo que subirse al arcén central para no atropellarles. Busca un edificio grande, le dijo a Jerry. Les pasó un coche patrulla, con todas las luces parpadeando. Creyendo que iban a pararle, Luke bajó el cristal de la ventanilla.

—Somos de la Prensa, idiotas —chilló—. Somos
estrellas,
¿me oís?

Dentro del coche patrulla vieron, de pasada, fugazmente, a un sargento chino con su chófer y a un europeo de aire majestuoso que iba atrás retrepado como un juez. Delante de ellos, a la derecha, apareció de pronto el edificio prometido, una jaula de amarillas jácenas y andamiaje de bambú lleno de sudorosos
coolies.
Las grúas, resplandecientes por la lluvia, se balanceaban sobre ellos como látigos. La iluminación partía del suelo y se desparramaba inútil en la niebla.

—Busca un edificio bajo —ordenó Luke, reduciendo a sesenta—. Está muy cerca. Blanco. Busca un sitio blanco.

Jerry lo señaló, un recinto de dos plantas de goteante estuco, ni nuevo ni viejo, con una plataforma de bambú de unos siete metros junto a la entrada y una ambulancia. La ambulancia estaba abierta y los tres enfermeros mataban el tiempo, fumando y mirando a los policías que andaban por el patio de entrada como si se tratase de un motín.

—Está regalándonos una hora de ventaja sobre los demás.

—¿Quién?

—El Rocker. ¿Quién iba a ser?

—¿Por qué?

—Porque
me pegó,
supongo. Y me ama. Y a ü también. Dijo que no me olvidase de traerte.

—¿Por qué?

La lluvia caía inexorable.


¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? —
remedó Luke furioso—. ¡Date prisa y calla!

La plataforma de bambú era desproporcionada, más alta que la pared de fachada. Había un par de sacerdotes con hábito color naranja cobijados en ella, tocando címbalos. Un tercero sostenía un paraguas. Había puestos de flores, caléndulas sobre todo, y coches fúnebres, y de un lugar no visible llegaban rumores de pausado exorcismo. El vestíbulo de entrada era un selvático pantano que apestaba a formol.

—Enviado especial del Gran Mu —dijo Luke.

—Prensa —dijo Jerry.

El policía les hizo señal de que pasaran, sin mirar los carnets.

—¿Dónde está el Superintendente? —dijo Luke.

El olor a formol era espantoso. Les guió un joven sargento. Cruzaron una puerta de cristal y pasaron a una sala, donde ancianos de ambos sexos, unos treinta, en pijama casi todos, esperaban flemáticos como si se tratara de un tren de madrugada, bajo lámparas de neón sin pantalla y un ventilador eléctrico. Un viejo carraspeó, y escupió en el suelo de mosaico verde. Sólo el yeso lloraba. Al ver a aquellos
kwailos
gigantes, los contemplaron con cortés desconcierto. El consultorio del patólogo era amarillo. Paredes amarillas, postigos amarillos, cerrados. Un aparato de aire acondicionado que no funcionaba. Los mismos mosaicos verdes, fáciles de lavar.

—Un olor maravilloso —dijo Luke.

—Como en casa —subrayó Jerry.

Jerry deseaba que fuese combate. El combate siempre resultaba más fácil. El sargento les dijo que esperasen un momento a que él saliera. Oyeron rechinar de camillas de ruedas, voces apagadas, el golpe de la puerta del refrigerador, pausado siseo de suelas de goma. Junto al teléfono había un volumen de la
Anatomía de Gray.
Jerry se puso a hojearlo, mirando las ilustraciones. Luke se instaló en una silla. Un ayudante de botas de goma cortas y mono trajo té. Tazas blancas, círculos verdes y el monograma de Hong Kong con una corona.

—¿Puede usted decirle al sargento que se dé prisa, por favor? —dijo Luke—. Dentro de un minuto estará aquí toda la ciudad.

—¿Por qué nosotros? —dijo de nuevo Jerry.

Luke vertió parte del té en el suelo de mosaico y mientras el té corría hacia el desagüe, rellenó la taza con su botellita de whisky. Volvió el sargento al fin, y les hizo una rápida seña con su delgada mano. Volvieron a seguirle por la sala de espera. Por aquel lado no había ninguna puerta, sólo un pasillo y un recodo que parecía un urinario público, y allí estaban. Lo primero que vio Jerry fue una camilla de ruedas toda desportillada. No hay nada que dé tanta sensación de vejez y abandono como el equipo hospitalario en mal estado, pensó. Las paredes estaban cubiertas de un moho verde, colgaban del techo verdes estalactitas y en un rincón había una escupidera desconchada llena de pañuelitos de papel. Jerry recordó que les limpiaban las narices antes de levantar la sábana para enseñarlos. Es una cortesía para que no te impresiones demasiado. Los vahos del formol le irritaban los ojos. Había un patólogo chino sentado junto a la ventana tomando notas en un cuaderno. Había también otros dos ayudantes y más policías. Parecía flotar en el ambiente un deseo general de disculparse. Jerry no podía entenderlo. El Rocker les ignoraba. Estaba en un rincón cuchicheando con el caballero de aire majestuoso que iba en la parte trasera del coche patrulla, pero el rincón no estaba muy lejos y Jerry oyó «una mancha para nuestra reputación» dos veces, en tono nervioso e iracundo. El cadáver estaba tapado con una sábana blanca con una cruz azul en ella de brazos iguales. Así pueden utilizarse en ambos sentidos, pensó Jerry. Era la única camilla que había en la habitación. La única sábana. El resto de la exposición estaba dentro de los dos grandes refrigeradores de puertas de madera, lo bastante grandes para poder entrar sin agacharse, grandes como el almacén de una carnicería. Luke estaba fuera de sí de impaciencia.

—¡Rocker, por Dios! —gritó—. ¿Cuánto tiempo piensas tenernos aquí? Tenemos cosas que hacer.

Nadie le prestó atención y, cansado ya de esperar, levantó la sábana. Jerry miró y apartó la vista. La sala de autopsias estaba en la puerta de al lado, y podía oír el ruido de la sierra como el gruñir de un perro.

No
es extraño que todos estén tan avergonzados,
pensó tontamente Jerry.
Traer un cadáver ojirredondo a un sitio como éste.

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