El honorable colegial (71 page)

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Authors: John Le Carré

Jerry volvió a leer el mensaje.

—El avión sale para Bangkok a la una —dijo Masters.

Masters llevaba la esfera del reloj en la parte interna de la muñeca, de modo que su información era sólo para sí.

—¿Me oye? —añadió.

Jerry esbozó otra mueca.

—Perdone, amigo. Soy muy lento leyendo. Gracias. Demasiadas palabras rimbombantes. Tengo muchas cosas que hacer. ¿Puede encargarse de que lleven mis cosas al hotel?

—Mis criados están a sus reales órdenes.

—Gracias, pero si no le importa preferiría evitar la conexión oficial.

—Como guste,
Sir
, como guste.

—Cogeré un taxi a la salida. Vuelvo dentro de una hora. Gracias —repitió.

—Gracias
a usted.

El hombre de Sarratt tuvo un detalle final de despedida.

—¿Le importa si dejo esto aquí? —preguntó, señalando la destartalada máquina portátil de escribir, colocada junto a la IBM de bola de golf de Masters.

—Será nuestra posesión más preciada,
Sir
.

Si Masters se hubiera molestado en mirar a Jerry en aquel momento, puede que hubiese vacilado al percibir el relampagueo decidido de sus ojos. Si hubiese conocido mejor la voz de Jerry, quizás también hubiera vacilado; o si hubiera advertido su aspereza particularmente cordial. O si hubiese visto cómo se alisaba el pelo Jerry, extendiendo el brazo en actitud de ocultamiento instintivo, o si hubiese respondido a la mueca bovina de Jerry dando las gracias cuando el recluta volvió para llevarle hasta la salida en el jeep azul; también, si se hubiese fijado en esto, habría tenido sus dudas. Pero el comandante Masters era sólo un profesional amargado, con muchas desilusiones encima. Era un caballero sureño que estaba sufriendo el aguijón de la derrota a manos de salvajes ininteligibles; y no tenía demasiado tiempo, en aquel momento, para fijarse en los gestos y actitudes de un inglés agotado e insoportable que utilizaba su agonizante casa de fantasmas como oficina postal.

La salida del grupo de operaciones de Hong Kong del Circus fue acompañada de una atmósfera festiva que el secreto de los preparativos no hizo sino enriquecer. La desencadenó la noticia de la reaparición de Jerry. La intensificó el contenido de su mensaje, y coincidió con la noticia transmitida por los primos de que Drake Ko había cancelado todos sus compromisos sociales y de negocios y se había recluido en su casa de Seven Gates, en Headland Road. Una foto de Ko, tomada desde lejos, desde la furgoneta de vigilancia de los primos, le mostraba de perfil, de pie en su gran jardín, al fondo de una glorieta de rosales, mirando hacia el mar. No se veía el junco de hormigón, pero Ko llevaba su enorme boina.

—¡Cómo un Jay Gatsby moderno, querido! —exclamó Connie Sachs encantada, cuando todos se precipitaron sobre la foto—. ¡Contemplando la maldita luz al final del puerto o lo que hiciera el muy papanatas!

Cuando la furgoneta volvió a pasar por allí dos horas más tarde, seguía en la misma postura, así que no se molestaron en hacer otra toma. Era aún más significativo el hecho de que Ko hubiera dejado de utilizar el teléfono… o, por lo menos, las líneas que los primos tenían controladas.

También Sam Collins envió un informe, el tercero de una serie, pero con mucho el más extenso hasta la fecha. Llegó, como siempre con una cobertura especial, dirigido personalmente a Smiley, y éste, como siempre, sólo analizó su contenido con Connie Sachs. Y en el mismo instante en que el grupo salía hacia el aeropuerto de Londres, un mensaje de Martello, de última hora, les indicó que Tiu había regresado de China y estaba en aquel momento encerrado con Ko en Headland Road.

Pero la ceremonia más importante en el recuerdo de Guillam, entonces y después, y la más inquietante, fue una pequeña asamblea celebrada en el despacho de Martello, en el Anexo, a la que, excepcionalmente, no sólo asistió el quinteto habitual de Martello, sus dos hombres silenciosos, Smiley y Guillam, sino también Lacon y Saul Enderby, que llegaron, significativamente, en el mismo coche oficial. El objetivo de aquella ceremonia (convocada por Smiley) era la entrega oficial de las claves. Martello debía recibir un cuadro completo del caso Dolphin, incluyendo el importantísimo enlace con Nelson. Debía informársele, con ciertas omisiones secundarias que sólo se revelarían más tarde, como socio de pleno derecho en la empresa. Guillam nunca llegó a saber del todo cómo habían conseguido Lacon y Enderby que les incluyesen en el asunto, y, comprensiblemente, Smiley se mostró después reticente al respecto. Enderby declaró lisamente que había acudido allí en «pro del buen orden y de la disciplina militar». Lacon parecía más pálido y desdeñoso que nunca. Guillam, tuvo la clara impresión de que perseguían algo y lo fortaleció el hecho de la compenetración que pudo observar entre Enderby y Martello. En resumen, aquellos flamantes camaradas se compenetraban hasta tal punto que a Guillam le recordaron dos amantes secretos en desayuno comunal en una casa de campo, situación en la que él mismo se había encontrado muchas veces.

Enderby explicó en determinado momento que lo básico era el
volumen
del asunto. El caso estaba creciendo tanto que creía que tenía que haber unas cuantas moscas oficiales en la pared: Era el grupo de presión colonial, explicó en otro momento. Wilbraham estaba armando un verdadero escándalo con Hacienda.

—Está bien, ya hemos oído el asunto —dijo Enderby, en cuanto Smiley concluyó su extenso sumario, y las alabanzas de Martello estuvieron casi a punto de hacer que el techo cayera sobre ellos; luego exigió—: Primera cuestión, George: ¿De quién es el dedo que está en el gatillo ahora?

Tras esta pregunta, la reunión se convirtió en gran medida en asunto de Enderby, como solía suceder en todas las reuniones con Enderby.

—¿Quién dirigirá los tiros cuando la cosa se caliente? ¿Tú, George? ¿Todavía? En fin, creo que has hecho un trabajo de planificación excelente, te lo concedo, pero ha sido aquí el amigo Marty quien ha proporcionado la artillería, ¿no?

Ante lo cual, Martello tuvo otro ataque de sordera, mientras contemplaba embelesado a los ingleses importantes y encantadores con los que tenía el privilegio de relacionarse, y dejó que Enderby siguiera haciendo por él la tarea de abrir trocha.

—¿Cómo ves

este asunto, Marty? —presionó Enderby, como si en realidad no tuviera ni idea; como si jamás hubiese ido a pescar con Martello ni le hubiera invitado a opíparos banquetes, ni discutido extraoficialmente con él cuestiones secretas.

En ese momento, Guillam tuvo una extraña intuición, aunque después se tiró de los pelos por haber sacado tan poco provecho de ella:
Martello sabía.
Las revelaciones sobre el asunto de Nelson, ante las que Martello había fingido asombrarse, no eran revelaciones, ni mucho menos, sino confirmaciones de una información que él y sus silenciosos ayudantes ya tenían. Guillam lo vio claramente en sus rostros cetrinos e inexpresivos y en sus vigilantes ojos. Lo percibió en la actitud hipócrita de Martello.
Martello sabía.


Bueno, Saul, técnicamente es un asunto de George —recordó lealmente Martello a Enderby, en respuesta a su pregunta, pero subrayando
técnicamente
lo bastante como para poner en duda el resto—. George es el que está en el puente de mando, Saul. Nosotros estamos sólo para alimentar los motores.

Enderby exhibió un mohín triste y se metió una cerilla entre los dientes.

—¿Qué piensas

de esto, George? Te sentirías aliviado, ¿no? ¿No prefieres dejar que Marty se encargue de la cobertura, la organización allí, las comunicaciones, todo el asunto de capa y espada, la vigilancia, el control de Hong Kong y demás, mientras tú diriges la jugada? ¿Qué te parece? Es un poco como llevar puesto el smoking de otro, en mi opinión.

Smiley fue bastante firme, pero, en opinión de Guillam, se preocupó quizás demasiado del asunto y no lo suficiente de la casi palpable connivencia.

—Nada de eso —dijo Smiley—. Martello y yo tenemos un acuerdo muy claro. La punta de lanza de la operación la manejaremos nosotros. Si hace falta tarea de apoyo, Martello la suministrará. Luego, compartiremos el producto. La responsabilidad de obtenerlo sigue siendo nuestra —concluyó con firmeza—. La carta del compromiso que establece todo esto está en archivo hace mucho.

Enderby miró a Lacon.

—Oliver, tú dijiste que me la mandarías, ¿dónde está?

Lacon ladeó la cabeza y esbozó una sonrisa deprimente sin dirigirse a nadie en concreto.

—Debe andar por tu tercer despacho, imagino, Saul.

Enderby probó de nuevo.

—Y vosotros dos consideráis que el acuerdo sigue en pie en cualquier circunstancia, ¿no? Quiero decir, ¿quién está manejando las casas francas y todo eso? ¿Quién está enterrando el cadáver, como si dijésemos?

Smiley de nuevo:

—Los caseros han alquilado ya una casa de campo, y están preparándolo todo para la ocupación —dijo sin titubear.

Enderby sacó la cerilla húmeda de la boca y la rompió en el cenicero.

—Podríais haber ido a mi casa si me lo hubieseis dicho —murmuró con aire ausente—. Hay sitio de sobra. Nunca hay nadie allí. Hay equipo. Todo —pero seguía preocupado por su tema—. Veamos, un momento. Contéstame a esto. Imagina que tu agente pierde el control. Va a Hong Kong y se dedica a andar por allí. ¿Quién juega a policías y ladrones para traerle otra vez a casa?

¡
No
contestes!, suplicó Guillam. ¡No tiene el menor sentido aceptar tales conjeturas! ¡Mándale a paseo!

La respuesta de Smiley, aunque eficaz, careció del vigor que Guillam deseaba.

—Bueno, creo que siempre podemos inventarnos hipótesis —objetó suavemente—. Creo que lo mejor que puede decirse es que en tal caso, Martello y yo combinaríamos ideas y acciones lo mejor que pudiéramos.

—George y yo tenemos una excelente relación de trabajo, Saul —proclamó Martello gallardamente—. Excelente.

—Sería mucho más
limpio,
George, comprendes —resumió Enderby, provisto ya de una nueva cerilla—. Muchísimo más
seguro,
si lo hicieran todo ellos. Si la gente de Marty mete la pata, lo único que tienen que hacer es disculparse ante el gobernador, facturar a un par de tipos para Walla—Walla y prometer no volver a hacerlo. Nada más. De cualquier modo, es lo que todo el mundo espera de ellos. Es la ventaja de tener una reputación tan mala, ¿verdad, Marty? A nadie le sorprende que os tiréis a la criada.

—Por Dios,
Saul —
dijo Martello y rió generosamente ante el gran sentido del humor británico.

—Sería mucho más peliagudo si los chicos traviesos
fuésemos nosotros —
continuó Enderby—. O si fueseis vosotros, más bien. Tal como están las cosas en este momento, el gobernador podría echarte todo el tinglado abajo de un plumazo. Wilbraham no para de dar voces.

Pero ante la despreocupada obstinación de Smiley fue imposible cualquier progreso, así que, durante un rato, Enderby bajó la cabeza y volvieron a discutir «la carne y las patatas» que era la curiosa frase que utilizaba Martello para referirse a métodos. Pero antes de que terminasen, Enderby lanzó un último tiro para desalojar a Smiley de su primacía, eligiendo de nuevo el tema del eficiente manejo y el control posterior de la presa.

—George, ¿quién va a encargarse de interrogatorios y demás? ¿Vas a utilizar a ese extraño jesuita tuyo, ese que tiene un apellido tan elegante?

—Di Salís será el encargado de los aspectos chinos de la descodificación: y del lado ruso, nuestra sección de investigación soviética.

—¿Te refieres a esa catedrática lisiada, no, George? ¿A la que el maldito Billy Haydon echó por beber?

—Ellos dos, sí, ellos son los que han conseguido aclarar hasta ahora el caso —dijo Smiley.

Martello se lanzó inevitable a la brecha.

—¡Oh, vamos, George, eso no lo admito! ¡No, señor! Saul, Oliver, quiero que sepáis todos que considero el caso Dolphin, en todos sus aspectos, Saul, como un triunfo personal de George, y
sólo
de George.

Tras un apretón de manos de todos al buen amigo George, regresaron a Cambridge Circus.

—¡Pólvora, traición y conjura! —exclamó Guillam—. ¿Por qué está vendiéndote Enderby? ¿Qué asunto es ése de que ha perdido la carta?

—Sí —dijo Smiley al fin, pero en un tono muy remoto—. Sí, es un descuido muy grave. Yo creí que les había enviado realmente una copia. Cerrada, a entregar en mano, sólo como información. Enderby se mostró muy
impreciso,
¿verdad? ¿Quieres encargarte de ese asunto, Peter? Y díselo a las madres.

La mención de la carta (bases de acuerdo, como había dicho Lacon) reavivó los peores recelos de Guillam. Recordó que había permitido tontamente que Sam Collins fuera su portador y que, según Fawn, éste había pasado más de una hora encerrado con Martello con el pretexto de entregársela. Recordó también a Sam Collins cuando le había visto en la antesala de Lacon, el misterioso confidente de Lacon y de Enderby, haraganeando por. Whitehall como un maldito gato de Cheshire. Recordó la afición de Enderby al chaquete, en el que apostaba sumas altísimas, y se le pasó por la cabeza incluso, mientras intentaba olisquear la conspiración, que Enderby pudiese ser cliente del club de Sam Collins. Pronto abandonó la idea, desechándola por demasiado absurda. Pero, irónicamente, más tarde resultaría verdad. Y Guillam recordó su fugaz certeza (basada sólo en la fisonomía de los tres norteamericanos y desechada en seguida, en consecuencia) de que ya sabían lo que Smiley les había ido a decir.

Pero Guillam no abandonó la idea de que Sam Collins era el fantasma de aquella fiesta matutina, y cuando subió a bordo del avión en el aeropuerto de Londres, exhausto por la larga y agotadora despedida de Molly, el mismo espectro le miró sonriente a través del humo de los infernales pitillos negros de Sam.

Fue un vuelo sin incidencias, salvo en un aspecto. Eran un equipo de tres y en la distribución de asientos Guillam había ganado una pequeña batalla en la guerra que sostenía con Fawn. Guillam y Smiley, tras pasar por encima del cadáver de los caseros, lograron ir en primera clase, mientras que Fawn, la niñera, cogió un asiento de pasillo en la parte delantera de la sección turística, al lado mismo de los guardias de seguridad de la empresa, que se pasaron la mayor parte del viaje durmiendo inocentemente mientras Fawn iba allí mohíno y ceñudo. No había habido ninguna propuesta, afortunadamente, de que Martello y sus silenciosos ayudantes volasen con ellos, pues Smiley estaba decidido a que eso no sucediese de ningún modo. En realidad, Martello voló hacia el oeste, deteniéndose en Langley para recibir instrucciones, y continuó luego haciendo escala en Honolulú y en Tokio, para estar a mano en Hong Kong cuando ellos llegasen.

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