Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
—Ese es el pueblo de Nelson —dijo Smiley, y todas las cabezas se volvieron con viveza hacia él de nuevo—. Son su clan. Él prefiere estar con ellos en el mar, aunque sea más arriesgado. Confía en ellos.
Luego, se volvió a Guillam, y añadió:
—Haremos lo siguiente: dile a Rockhurst que distribuya una descripción de Westerby y de la chica. ¿Dices que alquiló un coche con su nombre de trabajo? ¿Utilizó su documentación de emergencia?
—Sí.
—¿Worrell?
—Sí.
—Entonces la policía anda buscando al señor y la señora Worrell, ingleses. No hay fotografías, y cerciórate de que las descripciones son lo bastante imprecisas para que nadie sospeche. Marty.
Martello era todo oídos.
—¿Sigue Ko en su barco? —preguntó Smiley.
—Allí está con Tiu, George.
—Existe la posibilidad de que Westerby quiera llegar hasta él. Vosotros tenéis un puesto de vigilancia fijo junto al muelle. Poned más hombres allí. Y que estén atentos a lo que pueda venir por atrás.
—¿Y qué tienen que vigilar?
—Por si hay problemas. Lo mismo digo en cuanto a la vigilancia de la casa de él. Dime… —se hundió un momento en sus pensamientos, pero Guillam no tenía por qué preocuparse—. Dime… ¿podéis simular algún fallo en la línea telefónica de casa de Ko?
Martello miró a Murphy.
—Señor, no tenemos el aparato a mano —dijo Murphy—. Pero supongo que podríamos…
—Entonces hay que cortarla —dijo sencillamente Smiley—. Hay que cortar todo el cable si es necesario. Investigad y hacedlo cerca de alguna obra.
Dadas las órdenes, Martello cruzó la habitación y se sentó junto a Smiley.
—Oye, George, de lo de mañana, vamos a ver. ¿Tú crees que podríamos, bueno, llevar un poquito de chatarra por sí acaso, también?
Guillam observaba muy atentamente el diálogo desde la mesa donde estaba telefoneando a Rockhurst. También Sam Collins observaba, desde el otro lado de la habitación.
—Al parecer —continuó Martello—, no hay modo de saber lo que puede hacer tu agente Westerby, George. Tenemos que estar preparados para cualquier emergencia, ¿no?
—Por supuesto, se puede tener a mano cualquier cosa. Pero cuando llegue el momento, si no te importa, dejaremos los planes de intercepción tal como están. Y la decisión me corresponderá a mí.
—Claro, George. Por supuesto —dijo hipócritamente Martello, y, con el mismo recato eclesial volvió de puntitas a su propio campo.
—¿Qué quería? —preguntó Guillam en voz baja, acuclillándose junto a Smiley—. ¿De qué intenta convencerte?
—No estoy dispuesto a aguantar esto, Peter —le advirtió Smiley, también en voz baja.
De pronto, parecía muy furioso.
—No quiero volver a oír comentarios de ese tipo —añadió—. No voy a tolerar tus ideas bizantinas de una conjura palaciega. Estas personas son huéspedes y aliados nuestros. Tengo un acuerdo escrito con ellos. Ya tenemos bastantes preocupaciones sin necesidad de esas fantasías grotescas y, te lo digo sinceramente, paranoicas. Ahora, por favor…
—¡
Te
aseguro! —empezó Guillam, pero Smiley le hizo callar.
—Quiero que localices a Craw. Vete a verle si hace falta. Quizás te venga bien el viaje. Cuéntale lo de Westerby. Él nos dirá inmediatamente si sabe algo de él. Sabrá qué hacer.
Fawn, que aún seguía paseando delante de la hilera de butacas, vio marcharse a Guillam mientras seguía apretando incansable lo que tenía dentro de los puños.
También en el mundo de Jerry eran las tres de la mañana, y la Madame le había encontrado una navaja de afeitar, pero no camisa nueva. Se había lavado y se había afeitado lo mejor posible, pero aún le dolía todo el cuerpo, de la cabeza a los pies. Se plantó ante Lizzie, que seguía en la cama, y prometió estar de vuelta en un par de horas, pero dudaba incluso de que le hubiera oído. S»
hubiese más periódicos que publicasen fotos de chicas en vez de noticias,
recordó,
el mundo sería mucho mejor de lo que es, señor Westerby.
Tomó
pak—pais,
sabiendo que estaban menos controlados por la policía. Y caminó también, y el caminar ayudó a su cuerpo y a su proceso místico de toma de decisiones, pues allá en el diván se le había hecho súbitamente imposible decidir. Necesitaba moverse para encontrar la dirección. Se dirigía a la bahía Deep Water, y sabía que era terreno peligroso. Ahora que andaba suelto él, estarían pegados a aquella lancha como sanguijuelas. Se preguntó a quién tendrían, qué estarían utilizando. Si se trataba de los primos, tendría que ver dónde había demasiada chatarra y demasiada gente. Llovía y temía que la lluvia despejase la niebla. Sobre él, la luna ya estaba parcialmente despejada, y mientras bajaba silencioso la ladera podía distinguir, a su pálida luz, los juncos más próximos que crujían y se balanceaban en el amarradero. Hay viento del sudeste y arrecia, pensó. Si es un puesto de observación fijo, habrán buscado un sitio alto y lo suficientemente seguro. En el promontorio que quedaba a su derecha, vio una furgoneta Mercedes bastante destartalada entre los árboles y la antena con las banderolas chinas. Esperó, viendo rodar la niebla, hasta que bajó un coche con las luces encendidas, y, en cuanto pasó, se lanzó a cruzar la carretera, sabiendo que ni con toda la chatarra del mundo podrían verle detrás de los faros. Al nivel del agua, la visibilidad se reducía a cero, y tuvo que ir tanteando para localizar la rechinante pasarela de madera que recordaba de su reconocimiento previo. Entonces descubrió lo que estaba buscando. La misma vieja desdentada sentada en su sampán, sonriéndole entre la niebla.
—Ko —murmuró—.
Almirante Nelson. ¿Ko?
El eco de su cacareo llegó por encima del agua.
—¡Po Toi! —chilló—. ¡Tin Hau! ¡Po Toi!
—¿Hoy?
—¡Hoy!
—¿Mañana?
—¡Mañana!
Le echó un par de dólares y la risa de la vieja le siguió mientras se alejaba.
Yo tengo razón, Lizzie tiene razón,
nosotros tenemos
razón, pensó. Él irá al festival. Pensó que ojalá Lizzie no se moviese. Si despertaba, la creía capaz de salir.
Caminaba intentando borrar el dolor de la entrepierna y de la espalda. Hay que hacerlo poco a poco, pensaba. No a lo grande. Abordar las cosas según vienen. La niebla era como un pasillo que conducía a habitaciones distintas. En una ocasión, se encontró con un coche de inválido que subía por la acera mientras su propietario paseaba a su perro alsaciano. Luego, dos hombres en ropa deportiva realizando sus ejercicios matutinos. En un jardín público, unos niños le miraron desde un parterre de rododendros que parecían haber convertido en su hogar, pues tenían la ropa colgada de las ramas y ellos estaban tan desnudos como los muchachos refugiados de Fnom Penh.
Cuando regresó Lizzie estaba sentada, esperándole y tenía un aspecto horrible.
—No vuelvas a hacerme esto —le advirtió, cogiéndole del brazo cuando salían a buscar algo que desayunar y una embarcación—. No te vayas nunca sin avisarme.
Al principio, parecía no haber ni una embarcación disponible en Hong Kong para aquel día. Jerry no podía considerar siquiera los transbordadores grandes que iban a las islas próximas y que eran los que cogían los turistas. Sabía que el Rocker los tendría controlados. Se negó también a bajar a los muelles y a realizar investigaciones que pudiesen levantar sospechas.
Telefoneó a las empresas de taxis acuáticos que estaban en la guía y todo lo que tenían estaba alquilado o era demasiado pequeño para el viaje. Luego se acordó de Luigi Tan, que era una especie de mito en el Club de Corresponsales Extranjeros: Luigi podía conseguir cualquier cosa, desde un grupo coreano de baile a un billete de avión a precio rebajado, más de prisa que cualquier otro agente de la ciudad. Cogieron un taxi hasta el otro extremo de Wanchai, donde Luigi tenía su guarida; luego caminaron. Eran las ocho de la mañana, pero la cálida niebla aún no se había levantado. Los letreros apagados se alzaban en los estrechos jardincillos como amantes agotados: Happy Boy, Lucky Place, Americana. Los concurridos puestos de comida añadían sus cálidos aromas al hedor de los humos de la gasolina y al hollín. A través de fisuras de la pared, vislumbraban a veces un canal. «Cualquiera puede decirte donde encontrarme —le gustaba decir a Luigi Tan—. Pregunta por el grandullón de una sola pierna.»
Le encontraron en su tienda, detrás del mostrador y alcanzaba justo a poder mirar por encima de él, un mestizo portugués vivaz y chiquitín, que en otros tiempos se había ganado la vida boxeando al estilo chino en los mugrientos barracones de Macao. La fachada de la tienda tenía unos dos metros de anchura. Los artículos eran motos nuevas y reliquias del antiguo China Service, que él llamaba antigüedades; daguerrotipos de damas con sombrero en marcos de carey, una astrosa caja de viaje, una bitácora de un
clipper del opio.
Luigi ya conocía a Jerry, pero le gustó muchísimo más Lizzie e insistió en que pasase delante para poder estudiar sus cuartos traseros mientras les hacía cruzar por debajo de un tendedero de ropa, hasta otro edificio pequeño con el letrero de «Privado» y en el que había tres sillas y un teléfono en el suelo. Luigi se acuclilló y se encogió hasta convertirse en una bola y se puso a hablar en chino por teléfono y en inglés para Lizzie. Era ya abuelo, dijo, pero muy viril, y tenía cuatro hijos, todos buenos. Hasta el número cuatro estaba ya fuera de casa. Todos buenos conductores, buenos trabajadores y buenos maridos. Además, le dijo también a Lizzie, tenía un Mercedes completo con estéreo.
—Puede que algún día te lleve en él —dijo.
Jerry se preguntó si ella se daba cuenta de que el viejo le estaba proponiendo matrimonio, o quizás un poco menos.
Y sí, Luigi creía que también tenía una embarcación.
Después de dos llamadas telefónicas, supo que tenía una embarcación, que él no prestaba más que a los amigos, a un coste nominal. Le pasó a Lizzie su caja de tarjetas de crédito para que contase el número de tarjetas que tenía y luego su cartera para que admirase las fotos de la familia, en una de las cuales se veía una langosta capturada por el hijo número cuatro el día de su reciente boda, aunque al hijo no se le veía en la foto.
—Po Toi mal sitio —dijo Luigi Tan a Lizzie, aún con el teléfono—. Sitio muy sucio. Mala mar, mal festival, mala comida. ¿Por qué quieres ir allí?
—Tin Hau, por supuesto —dijo Jerry pacientemente, contestando por ella—. Por el templo famoso y el festival.
Luigi Tan prefirió seguir hablando para Lizzie.
—Tú ir Lantau —aconsejó—. Lantau buena isla. Buena comida, buen pescado, buena gente. Yo les digo que tú vas Lantau, comer en casa de Charlie, Charlie amigo mío.
—Po Toi —dijo Jerry con firmeza.
—Po Toi muchísimo dinero.
—Tenemos muchísimo dinero —dijo Lizzie con una cordial sonrisa, y Luigi volvió a mirarla, contemplativamente, de arriba abajo.
—Puede yo vaya contigo —le dijo.
—No —dijo Jerry.
Luigi les llevó hasta la bahía Causeway y les acompañó hasta el sampán. La embarcación era una barca de motor de catorce pies, de lo más corriente, pero Jerry comprobó que era sólida y Luigi dijo que tenía una quilla profunda. Había un muchacho haraganeando a popa, metiendo los pies en el agua.
—Mi sobrino —dijo Luigi, acariciando el pelo al muchacho, muy orgulloso—. El tener madre en Lantau. Él llevaros Lantau, comer casa Charlie, pasarlo bien. Pagarme luego.
—Vamos, amigo —dijo Jerry pacientemente—. Por favor. No queremos ir a Lantau. Queremos ir a Po Toi. Sólo Po Toi. Po Toi o nada. Déjanos allí y vete.
—Po Toi mal tiempo. Mal festival. Mal sitio. Demasiado cerca aguas chinas. Mucho comunista.
—Po Toi o nada —dijo Jerry.
—Barca demasiado pequeña —dijo Luigi, e hizo falta todo el encanto de Lizzie para convencerle.
La tripulación se pasó otra hora preparando la embarcación y Jerry y Lizzie estuvieron sentados en el semicamarote, procurando mantenerse invisibles y bebiendo juiciosos tragos de Rémy Martin. Periódicamente, uno de los dos se hundía en un ensueño privado. Cuando lo hacía Lizzie, cruzaba los brazos y se balanceaba lentamente sobre el trasero, con la cabeza baja. Jerry, por su parte, se tiraba del mechón que le caía sobre la frente, y en una ocasión se tiró con tal fuerza que ella le tocó en el brazo para que lo dejara, y él se echó a reír.
Salieron del puerto casi sin darse cuenta.
—Procura que no nos vean —ordenó Jerry, y por razones de seguridad la rodeó con un brazo para mantenerla en el magro cobijo del camarote abierto.
El portaviones norteamericano se había desprendido de sus galas ornamentales y yacía gris y amenazador sobre el agua, como un cuchillo desenvainado. Al principio, siguieron con la misma calma pegajosa. En la costa, capas de niebla apelotonadas sobre los grises promontorios y columnas de pardo humo se deslizaban en un cielo blanco e inexpresivo. En el agua lisa, su embarcación parecía elevarse como un globo. Pero cuando salieron a mar abierto y se dirigieron hacia el este, las olas empezaron a chocar en los costados con fuerza suficiente para mover la embarcación; la proa crujía y se inclinaba, y tuvieron que sujetarse para mantenerse erguidos. Con la pequeña proa alzándose y arrastrándose como un caballo malo, pasaron ante grúas y almacenes y fábricas y ante los muñones de arrasadas laderas. Navegaban contra el viento y el agua les salpicaba por todas partes. El timonel iba riéndose y hablando a gritos con su compañero, y Jerry imaginó que se reían de aquellos ojirredondos chiflados que habían elegido para sus amores una bañera alquitranada como aquélla. Les pasó un gigantesco petrolero que ni siquiera parecía moverse; pardos juncos corrían en su estela. En los astilleros, donde estaba reparando un carguero, les hacían señas los blancos relampagueos de las pistolas de los soldadores por encima del agua. La risa de los marineros se disipó y empezaron a hablar razonablemente, porque estaban en el mar. Mirando hacia atrás entre las balanceantes masas de barcos de transporte, Jerry vio dibujarse lentamente la isla a lo lejos, cortada como en una meseta por una nube. Hong Kong dejaba de existir una vez más.
Pasaron otro cabo. Al embravecerse el mar, el crujir se hizo continuo y la nube que había sobre ellos descendió hasta que su base quedó sólo a unos metros por encima del mástil, y durante un rato permanecieron en este mundo más bajo e irreal, avanzando bajo la cobertura de su capa protectora. La niebla levantó de pronto y les dejó bailando en la claridad del sol. Hacia el sur, sobre colinas de violenta frondosidad, pestañeaba un faro color naranja en el aire claro.