El honorable colegial (83 page)

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Authors: John Le Carré

—Él les dice entonces a los criados que se larguen y ellos se largan; él y Tiu sostienen una charla larga y animada sobre el tema del que llevaban hablando toda la semana, y a mitad de la comida, él se pone a hablar en inglés y me explica que Po Toi es su isla. Es la primera tierra en que desembarcó cuando dejó China. La gente de los barcos le dejó aquí. «Mi gente», les llamó. Por eso viene al festival todos los años y por eso da dinero para el templo, y por eso tuvimos que subir a aquel maldito cerro de excursión. Luego vuelven al chino y yo tengo la sensación de que Tiu está riñéndole por hablar demasiado, pero Drake está muy emocionado, como un niño, y no le hace caso. Luego, ellos siguen subiendo.


¿Subiendo?


Hasta la cima. «Las costumbres antiguas son las mejores —me dice—. Hemos de atenemos a lo que está demostrado.» Luego, su rollo anabaptista: «Hay que aferrarse a lo que es bueno, Liese. Eso es lo que quiere Dios.»

Jerry miró hacia el banco de niebla que había sobre ellos, y habría jurado que oía el rumor de un pequeño avión, pero en aquel momento no le importaba demasiado si había o no un avión allí, porque tenía las dos cosas que más necesitaba. Tenía consigo a la chica y tenía la información. Ahora comprendía exactamente lo que había valido ella para Smiley y Sam Collins; les había revelado inconscientemente la clave vital de las intenciones de Ko.

—Así que siguieron hasta la cima. ¿Fuiste tú con ellos?

—No.

—¿Viste adónde fueron?

—Hasta la cima. Ya te lo dije.

—¿Y luego qué?

—Miraron hacia abajo, hacia el otro lado. Hablaban. Señalaban. Más charla, señalaron más, luego, bajaron otra vez y Drake estaba aún más excitado, tal como se pone cuando logra concertar una gran operación y no está el Número Uno para cerrar el trato. Tiu tenía un aire muy solemne. Siempre se pone así cuando Drake se muestra cariñoso conmigo. Drake quiere quedarse y tomar unas copas, así que Tiu vuelve a Hong Kong furioso. Drake se pone amoroso y decide que pasaremos la noche en el barco y regresaremos a casa por la mañana. Así que eso es lo que hacemos.

—¿Dónde está amarrado el barco? ¿Aquí? ¿En la bahía?

—No.

—¿Dónde?

—Junto a Lantau.

—Fuisteis directamente allí, ¿no?

Ella negó con un gesto.

—Dimos una vuelta a la isla.

—¿A
esta
isla?

—Había un sitio que él quería examinar de noche. Un trocito de costa que quedaba al otro lado. Los criados tuvieron que encender lámparas para iluminarlo. «Allí fue donde desembarqué en el cincuenta y uno —dijo—. La gente de los barcos estaba asustada y no quería entrar en el muelle principal de la isla. Tenían miedo a la policía y a los fantasmas y a los piratas y a los aduaneros. Decían que los isleños les cortarían el cuello.»

—¿Y de noche? —dijo suavemente Jerry—. ¿Mientras estabais anclados junto a Lantau?

—Él me explicó que tenía un hermano y que le quería mucho.

—¿Era la primera vez que te lo explicaba?

Ella afirmó con la cabeza.

—¿Te dijo dónde estaba su hermano?

—No.

—¿Pero tú lo sabías?

Esta vez, ni siquiera contestó.

De abajo, se elevó informe a través de la niebla la algarabía del festival. Jerry la hizo levantarse.

—Malditas preguntas —murmuró ella.

—Ya estamos terminando —le prometió él.

La besó y ella le dejó hacer, pero sin participar.

—Vamos hasta arriba a echar un vistazo —dijo él.

Al cabo de diez minutos, la luz del sol volvió y se abrió sobre ellos un cielo azul. Escalaron rápidamente, Lizzie delante, varias falsas cimas hacia la depresión que había entre los dos picos. Los rumores de la bahía cesaron y el aire, más frío, se llenó de los chillidos de las gaviotas. Se acercaban a la cima, el sendero se ensanchó, caminaban hombro con hombro. Unos cuantos pasos más y el viento les golpeó con una fuerza tal que les hizo jadear y retroceder. Estaban en el mismo borde que daba al abismo. A sus pies, el acantilado caía vertical a un mar rugiente, y la espuma cubría los promontorios. Por el este avanzaban las nubes y tras ellas el cielo era negro. Unos doscientos metros más abajo había una cala que no cubría el oleaje. A unos cincuenta metros de ella, se veía un bajío pardusco de roca que contenía la fuerza del mar, y la espuma lo lavaba formando anillos blancos.

—¿Es ahí? —gritó él por encima del viento—. ¿Desembarcó ahí? ¿En ese trocito de costa?

—Sí.

—¿Enfocó las luces hacia ahí?

—Sí.

La dejó donde estaba y subió despacio hasta el borde del acantilado, agachándose todo lo posible mientras el viento aullaba sobre sus oídos y le cubría la cara de un sudor pegajoso y salino y su estómago gritaba por lo que Jerry suponía una víscera dañada o una hemorragia interna, o ambas cosas. Desde otro punto más resguardado, miró otra vez abajo y creyó distinguir un sendero casi imperceptible, que semejaba a veces una rugosidad de la roca, o un reborde de áspera yerba, que se abría paso cautamente hacia la cala. En la cala no había arena, pero algunas rocas parecían secas. Volvió junto a ella y la apartó del precipicio. Cesó el viento y de nuevo oyeron la algarabía del festival, mucho más escandalosa que antes. Los fuegos artificiales parecían una guerra de juguete.

—Es su hermano Nelson —explicó Jerry—. Por si no lo sabes, Ko le quiere sacar de China. Esta noche precisamente. El problema es que hay mucha gente que le quiere agarrar. Mucha gente que quiere charlar con él. Ahí es donde entra Mellon.

Jerry tomó aliento y prosiguió:

—Mi opinión es que tú debías largarte de aquí, ¿qué te parece? Drake no te quiere por aquí, de eso no hay duda.

—¿Y acaso te quiere a ti por aquí? —preguntó ella.

—Creo que deberías volver al puerto —dijo Jerry—. ¿Me oyes?

—Claro que te oigo —logró decir ella.

—Te buscas una buena familia ojirredonda que parezca simpática. Por una vez, dedícate a la mujer y no al tipo. Dile que te has peleado con tu novio y que si pueden llevarte a casa en su embarcación. Si aceptan, pasa la noche con ellos, si no, vete a un hotel. Cuéntales una de tus historias, eso no es problema, ¿verdad?

Pasó sobre ellos en un largo arco un helicóptero de la policía, posiblemente para controlar el festival. Instintivamente, Jerry la cogió por los hombros e hizo que se arrimase a la roca.

—¿Recuerdas el segundo sitio al que fuimos, donde había la orquesta grande? —aún la sujetaba.

—Sí —dijo ella.

—Te recogeré allí mañana por la noche.

—No sé —dijo ella.

—De todos modos, estate allí a las siete. A las siete, ¿entendido?

Ella le apartó suavemente, como decidida a quedarse sola.

—Dile que cumplí mi palabra —dijo—. Es lo que más le preocupa a él. Cumplí el trato. Si le ves, díselo. «Liese cumplió el trato.»

—Seguro.

—Nada de
seguro.

. Díselo. Él hizo todo lo que prometió. Dijo que se cuidaría de mí. Lo hizo. Dijo que dejaría en paz a Ric. También lo hizo. Siempre cumple lo que promete.

Jerry le alzó la cabeza con ambas manos, pero ella insistía en seguir.

—Y dile… dile… dile que ellos hicieron que fuese imposible. Ellos me obligaron.

—Estate allí a las siete —dijo él—. Espérame aunque tarde un poco. Ahora vamos, vete, no tendrás problemas, ¿verdad? No necesitas un título universitario para conseguir que te lleven.

Intentaba amansarla, luchaba por una sonrisa, pugnaba por una complicidad final antes de separarse.

Ella asintió con un gesto.

Quiso decir algo más, pero no lo consiguió. Dio unos cuantos pasos, se volvió y le miró, y él hizo un gesto de despedida… alzó torpemente el brazo. Ella dio unos pasos más y siguió caminando hasta perderse más allá de la línea del cerro, pero él la oyó gritar «a las siete entonces». O creyó oírlo. Tras verla perderse de vista, Jerry volvió al borde del acantilado, donde se sentó a descansar un rato antes del número Tarzán. Le vino a la memoria un fragmento de John Donne, una de las pocas cosas que le quedaban de la escuela, aunque nunca recordaba las citas literalmente, o así lo creía:

En un inmenso cerro

fragoso y escarpado, se alza la Verdad, y el que quiera

alcanzarla, hasta allí, hasta allí ha de llegar.

O algo parecido. Una hora estuvo ensimismado en sus pensamientos, dos horas allí al abrigo de la roca, viendo cómo iba declinando la luz del día sobre las islas chinas que quedaban a unas cuantas millas en el mar. Luego, se quitó las botas de cabritilla y ató los cordones en punto de espina, tal como solía hacerlo en las botas de criquet. Luego se las puso otra vez y las ató lo más fuerte que pudo. Aquello podía ser de nuevo la Toscana, pensó, y los cinco cerros que solía contemplar desde el campo de los avispones. Salvo que esta vez no se proponía abandonar a nadie. Ni a la chica. Ni a Luke. Ni a sí mismo siquiera. Aunque exigiese mucho juego de piernas.

—El servicio secreto de la Marina ha localizado a la flota de juncos navegando a unos seis nudos y en el curso previsto —anunció Murphy—. Dejaron los caladeros justo a la una, exactamente como si estuviesen siguiendo el esquema que hicimos.

Había sacado de algún sitio una serie de barquitos de juguete de baquelita que podía fijar en el mapa. De pie, los señalaba orgulloso en una sola columna junto a la isla de Po Toi.

Murphy había vuelto, pero su colega se había quedado con Sana Collins y Fawn, así que eran cuatro.

—Y Rockhurst ha encontrado a la chica —dijo quedamente Guillam, colgando el otro teléfono. Tenía el hombro encogido y estaba sumamente pálido.

—¿Dónde? —dijo Smiley.

Aun junto al mapa, Murphy se volvió. Martello, que estaba en su escritorio redactando un diario de los acontecimientos, posó la pluma.

—La localizó en el puerto de Aberdeen cuando desembarcó —continuó Guillam—. Consiguió que la trajesen de Po Toi un empleado del Banco de Hong Kong y Shanghai y su mujer.

—¿Y cuál es la historia? —exigió Martello antes de que Smiley pudiera hablar—. ¿Dónde está Westerby?

—Ella no lo sabe —dijo Guillam.

—¡Por Dios, hombre! —protestó Martello.

—Dice que discutieron y que se fueron de allí en distintas embarcaciones. Rockhurst dice que le dejemos otra hora con ella.

Entonces habló Smiley:

—¿Y Ko? —preguntó—. ¿Dónde está Ko?

—Su embarcación está todavía en el puerto de Po Toi —contestó Guillam—. Casi todos los otros barcos se han ido ya. Pero el de Ko sigue donde estaba esta mañana. En el mismo sitio y nadie en cubierta, según Rockhurst.

Smiley examinó la carta marina, luego miró a Guillam y luego pasó al mapa de Po Toi.

—Si la chica le dijo a Westerby lo mismo que le contó a Collins —explicó—, entonces Westerby se ha quedado en la isla.

—¿Con qué intención? —exigió Martello, en voz muy alta—. Dime, George, ¿con qué intención se ha quedado
ese
hombre en
esa
isla?

Transcurrió un siglo para todos ellos.

—Está esperando —dijo Smiley.

—¿
Qué
está esperando, puedes decírmelo? —exigió Martello en el mismo tono imperativo.

Nadie podía verle la cara a Smiley. Ésta parecía haber encontrado una sombra propia. Veían sus hombros encogidos. Vieron que alzaba una mano hacia las gafas, como para quitárselas, y que la bajaba luego, vacío y derrotada, posándola sobre la mesa de palo de rosa.

—Hagamos lo que hagamos, tenemos que dejar desembarcar a Nelson —dijo, con firmeza.

—¿Y qué vamos
a hacer? —
exigió Martello, levantándose y dando una vuelta a la mesa—. Weatherby no está
aquí,
George. No entró nunca en la Colonia. ¡Puede irse por la misma ruta!

—No me grites, por favor —dijo Smiley.

Martello no le hizo caso.

—¿Qué va a ser esto, pues? ¿Una conspiración o un desastre? Guillam se había plantado en medio, cortándole el paso, y durante un momento terrible pareció que se proponía, pese al hombro roto, contener materialmente a Martello e impedirle acercarse más a Smiley.

—Peter —dijo Smiley muy quedo—, veo que hay un teléfono detrás de ti, ¿tienes la bondad de pasármelo?

Con la luna llena, había cesado el viento y el mar se había calmado. Jerry no había bajado hasta la misma cala, sino que había hecho una última acampada unos diez metros más arriba, al resguardo de unos matorrales, que le servían de protección. Tenía las manos y las rodillas destrozadas y una rama le había arañado la mejilla, pero se sentía bien; hambriento y alerta. Con el sudor y el peligro del descenso se había olvidado del dolor. La cala era mayor de lo que le había parecido desde arriba, y los acantilados de granito estaban taladrados de cuevas al nivel del mar. Intentaba imaginar el plan de Drake… pues desde que Lizzie le había contado todo aquello pensaba en él como Drake. Llevaba todo el día pencando aquello. Lo que Drake se propusiese hacer, tendría que hacerlo desde el mar porque era incapaz de realizar aquel descenso de pesadilla por el acantilado. Jerry se había preguntado al principio si Drake no se propondría interceptar a Nelson antes de que desembarcase, pero no conseguía ver cómo podría Nelson separarse de la tiota y encontrarse con su hermano sin riesgos.

Se oscureció el cielo, salieron las estrellas y la luz de la luna se hizo más brillante. ¿Y Westerby?, pensó, ¿qué hace ahora A? A estaba a una distancia infernal de las soluciones en serie de Sarratt, de
eso
no había duda.

Drake sería también un imbécil si intentaba llevar su lancha hasta aquel lado de la isla, decidió. La lancha era de difícil manejo y de excesivo calado para desembarcar allí, a barlovento. Era preferible una embarcación pequeña, y mejor un sampán o una lancha de goma, Jerry siguió bajando por el acantilado hasta que sus bolas empezaron a pisar guijarros y entonces se agazapó detrás de la roca, observando cómo rompía el oleaje allá abajo y cómo brillaban entre la espuma las chispas de fósforo.

«A estas horas ella ya estará de vuelta —pensó—. Con un poco de suerte habrá conseguido meterse en casa de alguien y debe estar contándoles cosas a los niños y tomándose una taza de caldo.»
Dile que cumplí mi palabra,
había dicho.

Se elevó la luna y Jerry siguió al acecho, procurando adiestrar la vista mirando hacia las zonas más oscuras. Luego, por encima del estruendo del mar creyó oír el torpe lamer de agua sobre un casco de madera y el breve ronroneo de un motor que se encendía y se apagaba. No vio ninguna luz. Siguiendo la roca en sombra, se acercó lo más posible a la orilla del agua y una vez más se acuclilló, esperando. Mientras una ola le empapaba los muslos, vio lo que estaba esperando. Iluminadas por la luna, a menos de veinte metros de él, distinguió la cabina y la curvada proa de un sampán que se balanceaba anclado. Oyó un chapoteo y una orden apagada, y mientras se agachaba todo lo que le permitía el declive, distinguió, contra el cielo salpicado de estrellas, la inconfundible figura de Drake Ko con su boina anglofrancesa, chapoteando cautamente hacia tierra, seguido de Tiu, que llevaba una metralleta M16 sujeta con ambas manos. Así que estáis ahí, pensó Jerry, hablando para sí mismo más que para Drake Ko, Era el final de un largo camino. El asesino de Luke, el asesino de Frostie (fuese por delegación o fuese con sus propias manos, lo mismo daba), el amante de Lizzie, el padre de Nelson, el hermano de Nelson. Bienvenido sea el hombre que nunca en su vida incumplió una promesa.

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