El honorable colegial (80 page)

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Authors: John Le Carré

Había un diván con cabecera y Jerry se tendió en él, mirando al techo, los pies cruzados, la copa de brandy en la mano. Lizzie ocupó la cama y, durante un rato, ambos guardaron silencio. El lugar era silencioso y tranquilo. De vez en cuando, les llegaba del piso de arriba un grito de placer o una risa apagada, y en una ocasión, un grito de protesta. Lizzie se acercó a la ventana y miró afuera.

—¿Qué se ve por ahí? —preguntó él.

—Una pared de ladrillo, unos treinta gatos y cajas y envases amontonados.

—¿Hay niebla?

—Mucha.

Luego, se dirigió al baño, estuvo allí un rato, salió.

—Amiga —dijo quedamente Jerry.

Lizzie se detuvo, súbitamente cautelosa.

—¿Estás sobria y en tu sano juicio?

—¿Por qué?

—Quiero que me cuentes todo lo que les contaste a ellos. Una vez que lo hayas hecho, quiero que me cuentes todo lo que ellos te preguntaron, aunque tú no pudieras contestarles. Y una vez hecho esto, intentaremos extraer una cosilla que se llama un negativo y descubrir dónde están todos esos cabrones dentro del esquema del universo.

—Es una repetición —dijo ella al fin.

—¿De qué?

—No lo sé. Todo tiene que ser exactamente del mismo modo que la vez anterior.

—¿Y qué paso la vez anterior?

—Pasase lo que pasase —dijo ella cansinamente—, va a repetirse.

21
Nelson

Era la una de la madrugada. Ella se había bañado. Salió del baño con una bata blanca y descalza, el pelo envuelto en una toalla, de modo que sus proporciones pasaron a ser de pronto completamente distintas.

—Tienen incluso esos trozos de papel cruzados encima del water —dijo—. Y equipo para lavarse los dientes envuelto en celofán.

Ella se echó a dormitar en la cama y él en el sofá, y ella en una ocasión dijo: «Me gustaría hacerlo, pero no es posible», y él contestó que cuando a uno le pegaban una patada donde Fawn se la había pegado a él, la libido solía inmovilizarse un poco. Ella le habló de su maestro (el señor Maldito Worthington, le llamaba) y «su intento de vida respetable», y del niño que le había dado por cortesía. Habló de sus terribles padres y de Ricardo y de lo miserable que era y de lo que le había amado, y de que una chica del bar del Constellation la había aconsejado que le envenenase con codeso y que al día siguiente de haber estado a punto de matarle de una paliza, le echó una «dosis enorme» en el café. Pero quizás no le hubieran dado el material exacto, dijo, porque todo lo que pasó fue que Ricardo estuvo varios días malo y «sólo habría algo peor que Ricardo sano, y era Ricardo al borde de la muerte». Explicó que otra vez había llegado a clavarle realmente un cuchillo cuando él estaba en el baño, pero que Ricardo se había limitado a ponerse una venda y a darle otra paliza.

Explicó que cuando Ricardo desapareció, ella y Charlie Mariscal se negaron a aceptar que estuviera muerto y montaron una campaña Ricardo Vive, según su propia expresión, y Charlie fue e importunó a su padre, todo exactamente como él se lo había contado a Jerry. Le explicó que había cogido su mochila y había bajado hasta Bangkok, y se había encaminado allí directamente a la
suite
que tenía China Airsea en el Erawan, con el propósito de tirarle de las barbas a Tiu, y se había encontrado cara a cara con Ko, al que sólo había visto antes en una ocasión, muy brevemente, en una fiesta de Hong Kong que daba una tal Sally Cale, una machorra que llevaba el pelo teñido de azul y estaba metida en el comercio de antigüedades y en el tráfico de heroína al mismo tiempo. Y describió también la escena que siguió, después de que Ko le ordenase salir inmediatamente de allí, y que concluyó «siguiendo todo su curso natural», tal como ella lo expresó alegremente: «Un paso más en la ruta inevitable de Lizzie Worthington hacia la perdición.» Y así, lenta y tortuosamente, bajo la presión del padre de Charlie Mariscal y «también bajo la de Lizzie, podríamos decir», elaboraron un contrato muy chino, cuyos principales signatarios fueron Ko y el padre de Charlie, y las mercancías a intercambiar fueron, por una parte Ricardo y por otra su compañera, recientemente retirada, Lizzie.

En cuyo mencionado contrato, pudo saber Jerry sin demasiada sorpresa, tanto ella como Ricardo convinieron de buen grado.

—Deberías haber dejado que se pudriera —dijo Jerry, recordando los dos anillos de la mano derecha de Ricardo y el Ford hecho pedazos.

Pero Lizzie no veía las cosas de ese modo por entonces; ni ahora.

—Era uno de los nuestros —dijo—. Aunque fuese un cerdo.

Y tras comprar su vida, Lizzie se sintió liberada de Ricardo.

—Los chinos no se plantean ningún problema para casarse. ¿Por qué no iban a hacerlo entonces Drake y
Liese?

¿Qué era aquel asunto de
Liese?,
se preguntó Jerry. ¿Por qué
Liese
en lugar de
Lizzie?

No lo sabía. Algo de lo que Drake no hablaba, dijo. Había habido, según le explicó, una Liese en su vida. Y su adivino le había prometido que un día tendría otra, y había pensado que Lizzie se parecía bastante, así que hicieron un pequeño cambio y ella pasó a llamarse Liese; y, metidos en faena, redujo también su apellido a un simple Worth.

El cambio de nombre tenía además un objetivo práctico, explicó. Tras escogerle un nuevo nombre, Ko se tomó la molestia de hacer que desapareciera la ficha policial de la anterior.

—Hasta que aparece ese cerdo de Mellon y dice que volverán a ficharme, mencionando en especial los pases de heroína que hice para él —dijo Lizzie.

Lo que les llevó de nuevo a donde estaban. Y por qué.

Para Jerry, sus soñolientas divagaciones tenían a veces la calma del postcoito. Estaba tendido en el diván, medio despierto, pero Lizzie hablaba entre sueño y sueño, reanudando cansinamente la historia donde la había dejado al quedarse dormida, y Jerry sabía hasta qué punto ella le estaba diciendo la verdad porque no había ya nada de ella que él no conociese y entendiese. Se daba cuenta también de que, con el tiempo, Ko se había convertido en un ancla para ella. Le proporcionaba la autoridad desde la cual podía examinar su odisea, de forma parecida al maestro.

—Drake no ha roto una promesa en su vida —dijo una vez, mientras se volvía y se hundía de nuevo en un inquieto sueño. Jerry recordó a la huérfana: no me engañes nunca.

Horas, vidas después, Lizzie despertó sobresaltada por un gemido extasiado de la habitación contigua.

—¡Dios santo! —exclamó apreciativamente—. ¡Qué barbaridad!

Se repitió el grito. «¡Vaya! Está fingiendo.» Silencio.

—¿Estés despierto? —preguntó.

—Sí.

—¿Qué vas a hacer?

—¿Mañana?

—Sí.

—No sé —dijo él.

—Incorpórate al club —murmuró ella, y pareció caer dormida otra vez.

Necesito una nueva sesión informativa de Sarratt, pensó Jerry. Me hace mucha falta. Podría hacer una llamada al limbo a Craw, pensó. Pedirle al buen amigo George un poco de esa filosofía que se dedica a repartir últimamente. Debe andar por ahí. En algún sitio.

Smiley estaba por allí, pero en aquel momento, no podría haber ayudado en nada a Jerry. Habría cambiado toda su sabiduría por un poco de comprensión. En el pabellón de aislamiento no había horas de noche y se tumbaban u holgazaneaban bajo las luces del techo, los tres primos y Sam a un lado de la habitación, Smiley y Guillam al otro, y Fawn paseaba de arriba abajo ante la hilera de butacas de cine, como un animal enjaulado y furioso, apretando lo que parecía una pelota de frontón en cada pequeño puño. Tenía los labios amoratados e hinchados y un ojo cerrado. Tenía también debajo de la nariz un coágulo de sangre que se negaba a desaparecer. Guillam tenía el brazo derecho vendado y sujeto al hombro y no apartaba la vista de Smiley. Pero nadie la apartaba de Smiley, o mejor dicho todos miraban a Smiley salvo Fawn. Sonó un teléfono, pero era la sala de comunicaciones de arriba; comunicaron que Bangkok había informado que se había rastreado la ruta de Jerry con seguridad hasta Vientiane.

—Diles que eso se acabó, Murphy —ordenó Martello, sin dejar de mirar a Smiley—. Diles cualquier cosa. Pero quítatelos de encima. ¿No, George?

Smiley asintió.

—Sí —dijo Guillam, con firmeza, hablando por Smiley.

—Eso ya está resuelto, querido —dijo Murphy al teléfono.

Lo de
querido
resultaba una sorpresa. Murphy no había mostrado hasta entonces en ningún momento tales indicios de ternura humana.

—¿Quieres transmitir el mensaje o quieres que lo haga yo por ti? No nos interesa ya, ¿entendido? Olvídalo.

Y colgó.

—Rockhurst ha encontrado el coche de la chica —dijo Guillam por segunda vez, mientras Smiley seguía mirando fijamente al frente—. En un aparcamiento subterráneo de Central. Hay un coche de alquiler también allí. Lo alquiló Westerby. Con su nombre de trabajo. ¿George?

Smiley asintió tan levemente que se diría era sólo un gesto para sacudirse el sueño.

—Al menos él está haciendo algo, George —dijo Martello con aspereza, desde el fondo de la habitación, donde formaba un pequeño grupo con Collins y sus silenciosos ayudantes—. Algunos piensan que con un elefante salvaje lo mejor es liquidarlo.

—Primero hay que encontrarlo —masculló Guillam, que tenía los nervios a flor de piel.

—Ni siquiera estoy convencido de que George quiera hacer eso, Peter —dijo Martello, tomando de nuevo su estilo paternal—. Creo que George no quiere considerar esto detenidamente, con grave peligro para nuestra común empresa.

—¿Pero qué quieres que haga George? —dijo Guillam con aspereza—. ¿Salir a la calle y ponerse a pasear hasta que lo encuentre? ¿Hacer que Rockhurst facilite su nombre y una descripción y lo haga circular para que todos los periodistas de la ciudad sepan que estamos de cacería?

Smiley seguía encogido e inerte como un viejo junto a Guillam.

—Westerby es un profesional —insistió Guillam—. No es un agente nato, pero es bueno. Puede estar escondido meses en una ciudad como ésta sin que Rockhurst logre dar con él.

—¿Ni siquiera con la chica detrás? —dijo Murphy.

Pese a su brazo en cabestrillo, Guillam se inclinó hacia Smiley.

—La operación es nuestra —murmuró con ansiedad—. Si tú dices que tenemos que esperar, esperaremos. Basta con que des la orden. Todo lo que quiere esta gente es una excusa para tomar el mando. Cualquier cosa es preferible a un vacío. Cualquier cosa.

Fawn, que seguía paseando ante las butacas de cine, emitió un sarcástico murmullo.

—Hablar, hablar, hablar. Eso es lo único que saben hacer.

Martello lo intentó de nuevo.

—George. ¿Esta isla es inglesa o no lo es? Vosotros podéis poner la ciudad patas arriba cuando queráis —señaló una pared sin ventanas—. Hay ahí un hombre, un agente vuestro, que parece dispuesto a armarla. Nelson Ko es la mejor presa, la más importante que tú y yo podemos conseguir. Es lo más importante de mi carrera, y por eso, soy capaz de arriesgar a mi mujer, a mi abuela, y los títulos de propiedad de mi plantación; éste también es el caso más importante de tu carrera.

—No se acepta la puesta —dijo Sam Collins, el jugador, con una sonrisa.

Martello siguió atacando.

—¿Vamos a permitir que nos roben esto, George, quedándonos aquí de brazos cruzados preguntándonos unos a otros cómo fue que Jesucristo nació el día de Navidad y no el veintiséis o veintisiete de diciembre?

Smiley miró al fin a Martello, luego miró a Guillam, que seguía a su lado, los hombros hacia atrás por el cabestrillo; por último, bajó la vista y contempló sus propias manos unidas y durante un rato, temporalmente sin contenido, se estudió a sí mismo mentalmente y repasó su persecución de Karla, a quien Ann llamaba su
grial negro.
Pensó en Ann y en sus repetidas traiciones en nombre de su propio grial, al que ella llamaba amor. Recordó cómo había intentado, contradiciendo su propio criterio, compartir el credo de Ann, y renovarlo días tras día como un verdadero amante, pese a las anárquicas interpretaciones que Ann hacía de su significado. Pensó en Haydon, al que Karla empujó hacia Ann. Pensó en Jerry y en la chica y pensó en el marido de la chica, en Peter Worthington, y en el aire perruno de parentesco que Worthington le había transmitido, cuando le fue a ver a la casa de Islington: «Tú y yo somos los que ellas dejan atrás», era el mensaje.

Pensó en los otros inciertos amores de Jerry a lo largo de su desordenada vida, pensó en las facturas medio pagadas que el Circus había tenido que cubrir por él, y en que habría sido fácil incluir a Lizzie con ellas como una más; pero no podía hacerlo. Él no era Sam Collins, y no le cabía la menor duda de que lo que Jerry sentía por la chica en aquel momento era una causa que Ann habría abrazado ardientemente. Pero no era Ann tampoco. Durante un cruel instante, sin embargo, allí sentado, inmovilizado aún por la indecisión, se preguntó sinceramente si Ann tendría razón, y su lucha se habría convertido tan solo en un viaje personal más entre las bestias y los villanos de su propia incapacidad, en la que implacablemente envolvía a mentalidades simplistas como la de Jerry.

Estás equivocado, amigo. No sé cómo, no sé por qué, pero estás equivocado.

El que yo esté equivocado,
le había contestado en una ocasión a Ann, en medio de una de sus interminables discusiones,
no significa que tú tengas razón.

Oyó de nuevo a Martello, hablando en tiempo presente.

—George, hay gente que espera con los
brazos abiertos
lo que podemos entregarles. Lo que Nelson puede entregarles.

Sonó el teléfono. Contestó Murphy y transmitió el mensaje a la silenciosa estancia.

—Línea directa desde el portaviones, señor. El servicio secreto de la Marina dice que los juncos siguen el curso previsto, señor. Viento sur favorable y buena pesca en ruta. Señor, ni siquiera creo que Nelson vaya con ellos. No veo por qué habría de hacerlo.

El foco de atención se centró bruscamente en Murphy, a quién jamás se le había oído expresar una opinión.

—¿Qué demonios quieres decir con eso, Murphy? —dijo Martello, completamente atónito—. ¿Te has vuelto adivino, hijo?

Señor, estuve esta mañana en el barco y esa gente tiene un montón de datos. No pueden entender que alguien que vive en Shanghai quiera salir por Swatow. Ellos lo harían de otra forma, señor. Irían en avión o en tren a Cantón y luego cogerían el autobús hasta Waichow, por ejemplo. Dicen que es muchísimo más seguro, señor.

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