El honorable colegial (79 page)

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Authors: John Le Carré

Para Guillam todo esto se resumía en una sola cosa, y estaba impaciente por coger a Smiley a solas y, por cualquier medio posible, apartarle lo suficiente de la operación, sólo por un momento, para que pudiera ver a dónde se encaminaba. Para explicarle lo de la carta: Lo de la visita de Sam a Lacon y Enderby en Whitehall.

¿Pero qué hacía en lugar de eso? Tenía que volver a Inglaterra. ¿Por qué tenía que volver a Inglaterra? Porque un necio escritorzuelo llamado Westerby había tenido el descaro de soltarse de la traílla.

Guillam apenas habría podido soportar la decepción ni aun en el caso de no tener tan clara conciencia de un desastre inminente. Había soportado mucho hasta aquel momento. El ostracismo y el exilio en Brixton cuando Haydon, el andar al rabo del viejo George en vez de volver al campo, soportando la obsesión de George por el misterio y el secreto que Guillam consideraba, en privado, humillante y contraproducente y, cuando al fin había emprendido un viaje con un destino, el maldito Westerby, precisamente, le arrebataba incluso eso. Pero volver a Londres sabiendo que por lo menos durante las veintidós horas siguientes dejaba a Smiley y al Circus en poder de una manada de lobos, sin tener siquiera posibilidad de advertirle… era para Guillam la crueldad que coronaba una frustrada carrera, y si acusar a Jerry de todo le ayudaba, qué demonios, acusaría de todo a Jerry o a quién fuese.

—¡Que vaya Fawn!

Fawn no es un caballero, habría contestado Smiley… o cualquier otra cosa que vendría a significar lo mismo.

Y que lo digas, pensó Guillam, recordando los brazos rotos.

También Jerry tenía conciencia de abandonar a alguien a los lobos, aunque ese alguien fuese Lizzie Worthington y no George Smiley. Mientras miraba por la ventanilla trasera del coche, le parecía que el mundo mismo que estaba recorriendo también había sido abandonado. Los mercados callejeros estaban desiertos, las aceras, los portales incluso. El Pico se alzaba sobre ellos con su cima cocodrilesca pintarrajeada por una luna astrosa. Es el último día de la Colonia, decidió. Pekín ha hecho su llamada proverbial telefónica. «Fuera, se acabó la fiesta.» El último hotel estaba cerrando. Vio los Rolls Royces vacíos abandonados como desechos alrededor del puerto, y la última matrona ojirredonda cargada con sus pieles y joyas libres de impuestos, subiendo la pasarela del último trasatlántico. Vio al último especialista en asuntos chinos echando frenéticamente sus últimos cálculos erróneos en la trituradora, las tiendas saqueadas, la ciudad vacía esperando como una res muerta a que llegaran las hordas. Por un instante, todo pasó a ser un mundo que se desvanecía… aquí, en Fnom Penh, en Saigón, en Londres, un mundo en precario, con los acreedores esperando a la puerta; y hasta el mismo Jerry, de algún modo indefinible, era parte de la deuda que había que pagar.

Siempre he agradecido a este servicio el que me diese la oportunidad de pagar. ¿Es eso lo que sientes tú? ¿Lo que te sientes ahora? ¿Una especie de superviviente?

Sí, George, pensó. Pon las palabras en mi boca, amigo. Eso es lo que siento. Pero quizás no exactamente en el sentido en que lo dices
tú,
amigo. Vio la carita cordial y alegre de Frost cuando bebía y bromeaba. Le vio la segunda vez, vio la espantosa mandíbula desencajada, sintió la mano afectuosa de Luke en el hombro, y vio la misma mano abierta en el suelo, sobre la cabeza, para coger una pelota que nunca llegaría, y pensó: El problema, amigo, es que quienes en realidad pagan son los otros pobres infelices.

Como Lizzie, por ejemplo.

Un día se lo diría a George, si volvían a encontrarse alguna vez, tomando una copa, y volvían a mencionar aquel espinoso tema de por qué santa razón escalaban la montaña. E insistía entonces (sin agresividad, no con el propósito de hundir el barco, amigo) en la forma egoísta y ferviente con que sacrificamos a otras personas, como Luke y Frost y Lizzie. George le daría una respuesta perfectamente válida, por supuesto. Razonable. Medida. Exculpatoria. George tenía una visión general del cuadro. Comprendía los imperativos. Por supuesto que sí. Él era un sabihondo.

Se acercaban al túnel del puerto y Jerry recordó el último beso tembloroso de Lizzie, y recordó al mismo tiempo su peregrinación al depósito de cadáveres, porque ante ellos se alzaba de entre la niebla el andamiaje de un nuevo edificio iluminado por los focos como el andamiaje que vieron yendo al depósito de cadáveres; resplandecientes
coolies
se apiñaban en él con sus cascos amarillos.

A Tiu tampoco le gusta ella, pensó. No le gusta que los ojirredondos revelen los secretos del Gran Señor.

Forzando el pensamiento en otras direcciones, intentó imaginar lo que harían con Nelson: sin patria, sin hogar; un pez al que devorar o arrojar de nuevo al mar, según conviniese. Jerry había visto antes algunos de estos peces: había estado presente en su captura; en su rápido interrogatorio; y había conducido de nuevo a más de uno a la frontera para que retomase el camino que había cruzado hacía poco en dirección contraria, para rápido
reciclaje,
como tan deliciosamente se decía en la jerga de Sarratt: «Rápido, antes de que se den cuenta de que ha salido.» Y ¿si no le hacían regresar? ¿Si le retenían y conservaban, si conservaban aquella gran presa anhelada por todos? Entonces, tras los años de interrogatorio (dos, tres incluso, él había oído de algunos casos en que habían sido cinco), Nelson se convertiría en un judío errante más del mundo del espionaje al que habría que ocultar y trasladar de nuevo y ocultar, al que no querrían ni aquellos a los que había revelado sus secretos.

¿Y qué hará Drake con Lizzie, se
preguntó,
mientras se desarrolla este pequeño drama? ¿Qué basurero le espera esta vez?

Llegaba a la boca del túnel y habían aminorado la velocidad hasta casi detenerse del todo: El Mercedes seguía detrás de ellos. Jerry echó la cabeza hacia adelante. Se sujetó la entrepierna con ambas manos y se balanceó, gruñendo de dolor. Desde una improvisada caseta de policía que era como el puesto de un centinela, observaba curioso un policía chino.

—Si se acerca, dile que se trata de un borracho —masculló Guillam—. Enséñale la vomitada del suelo.

Entraron lentamente en el túnel. Dos carriles de dirección norte estaban llenos de coches que iban a pasos de tortuga, defensa con defensa, debido al mal tiempo. Guillam había tomado el carril de la derecha. El Mercedes se colocó junto a ellos a la izquierda. En el espejo, con los ojos semicerrados, Jerry vio un camión gris que bajaba tras ellos rechinante.

—Dame cambio —dijo Guillam—. Lo necesitaré a la salida.

Fawn hurgó en los bolsillos, pero utilizando sólo una mano.

El túnel vibraba por el estruendo de los motores. Se inició un desafío de bocinazos. Se incorporaron a él más vehículos. A la niebla se añadía el hedor de los tubos de escape. Fawn cerró la ventanilla. El estruendo aumentó y resonó hasta que el coche empezó a estremecerse. Jerry se tapó los oídos.

—Lo siento, amigo. Me parece que tengo que vomitar otra vez.

Pero esta vez se inclinó hacia Fawn, que murmurando «sucio cabrón» se apresuró a bajar el cristal de la ventanilla de nuevo, hasta que Jerry le golpeó con la cabeza en la parte interior de la cara y le hundió el codo en la entrepierna. Para Guillam, cazado en el dilema de seguir conduciendo o defenderse, Jerry tenía reservado un golpe en el punto en que el hombro se encuentra con la clavícula. Jerry inició el golpe con el brazo completamente relajado, convirtiendo la velocidad en potencia en el último instante posible. El golpe hizo a Guillam gritar «Dios» y saltar en el asiento mientras el coche viraba hacia la derecha. Fawn tenía un brazo alrededor del cuello de Jerry y con la otra mano intentaba echarle la cabeza hacia atrás, con lo que sin duda le habría desnucado. Pero en Sarratt enseñan un golpe para cuando hay poco espacio donde maniobrar que se llama el zarpazo del tigre y que consiste en lanzar la palma de la mano hacia arriba y hundirla en la tráquea del adversario, manteniendo doblado el brazo y los dedos arqueados hacia atrás, para aumentar la tensión. Jerry hizo exactamente eso y la cabeza de Fawn chocó con la ventanilla de atrás con tal fuerza que el vidrio de seguridad se astilló. Los dos norteamericanos seguían en el Mercedes, mirando hacia adelante, como si se dirigieran a unas exequias nacionales. Pensó en apretar la tráquea de Fawn con el índice y el pulgar, pero no lo creyó necesario. Tras recuperar su revólver, que Fawn llevaba en la cintura, Jerry abrió la puerta de la derecha. Guillam hizo una tentativa desesperada de detenerle, y le rasgó hasta el codo la manga de la chaqueta del traje azul, fiel pero muy viejo. Jerry le golpeó con el revólver en el brazo y vio que se le crispaba la cara de dolor. Fawn logró sacar una pierna, pero Jerry cerró la puerta con fuerza cogiéndosela con ella y le oyó gritar «¡cabrón!» de nuevo, tras lo cual, echó a correr hacia la ciudad, en dirección contraria al tráfico. Saltando y zigzagueando entre los vehículos casi inmóviles, logró salir del túnel y subir ladera arriba hasta una pequeña cabaña de vigilancia. Creyó oír gritar a Guillam. Creyó oír un disparo, pero muy bien podría haber sido el tubo de escape de un coche. Le dolía muchísimo el vientre, pero parecía correr más deprisa empujado precisamente por el dolor. Un policía le gritó desde la acera, otro alzó los brazos, pero Jerry les ignoró y le concedieron la indulgencia final del ojirredondo. Corrió hasta encontrar un taxi. El conductor no hablaba inglés, así que tuvo que indicarle la ruta hasta que llegaron al edificio del apartamento de Lizzie.

—Por ahí, amigo. Subiendo. A la izquierda, animal, eso es.

Jerry no sabía si Smiley y Collins seguirían allí o si Ko habría vuelto, quizás con Tiu, pero tenía muy poco tiempo para intentar averiguarlo. No llamó al timbre porque sabía que los micros lo registrarían. En vez de eso, sacó una tarjeta de la cartera, garrapateó en ella un mensaje, la metió por la ranura del buzón de la puerta y esperó acuclillado, temblando y sudando y resollando como un caballo de tiro, mientras oía los pasos de ella y se frotaba el vientre. Esperó un siglo y al fin la puerta se abrió y allí estaba ella mirándole mientras él intentaba incorporarse.

—Dios santo, pero si es Galahad —murmuró Lizzie.

No llevaba maquillaje y las cicatrices del golpe de Ricardo destacaban en su barbilla, rojas y profundas. No lloraba. Jerry no «había pensado que pudiera hacerlo, pero, de todos modos, su cara parecía más vieja que el resto de su persona. La sacó al descansillo para hablar y ella no opuso resistencia. La llevó hasta la puerta que daba a la escalera de incendios.

—Reúnete conmigo al otro lado de esta puerta dentro de cinco segundos, ¿entendido? No telefonees a nadie. No metas ruido al salir y
no
hagas ninguna pregunta tonta. Trae ropa de abrigo. De prisa. No pierdas tiempo.
Por favor.

Ella le miró, miró su manga rasgada, su chaqueta empapada de sudor; miró el mechón de pelo que le caía sobre los ojos.

—O yo o nada —dijo Jerry—. Y créeme, se trata de una nada grandísima.

Ella volvió sola al piso, dejando la puerta entornada. Pero salió muy deprisa y por si acaso ni siquiera cerró la puerta. Él bajó delante, por la escalera de incendios. Lizzie llevaba un bolso y un chaquetón de cuero. Había cogido también un jersey para que él pudiera deshacerse de la chaqueta rota; Jerry supuso que sería de Drake, porque le quedaba pequeñísimo, pero logró encajárselo. Vació los bolsillos de la chaqueta en el bolso de ella y tiró la chaqueta al conducto de la basura. Lizzie le seguía tan silenciosa que él tuvo que volverse dos veces para asegurarse de que aún estaba allí. Cuando llegaron abajo, Jerry atisbo por la ventana reticulada y retrocedió al ver al Rocker en persona acompañado de un corpulento subordinado, que se encaminaba hacia el compartimiento del portero y le mostraba su carnet de policía. Siguieron por la escalera hasta el aparcamiento y ella dijo:

—Cojamos la canoa roja.

—No seas tonta, la dejamos en la ciudad.

La condujo por entre los coches hasta un escuálido solar lleno de desperdicios y material de desecho, como el patio trasero del Circus. De allí, entre muros de goteante hormigón, bajaba vertiginosamente una escalera hacia la ciudad, sombreada de negras ramas y cortada en secciones por la serpeante carretera. La bajada por aquella escalera tan pendiente le resultaba muy penosa, le dolía mucho el vientre. La primera vez que llegaron a la carretera, Jerry la cruzó sin detenerse. La segunda, alertado por el parpadeo rojo sangre de una luz de alarma que se veía a lo lejos, metió a Lizzie entre los árboles para evitar las luces de un coche de la policía que bajaba aullando cuesta abajo a toda velocidad. En el paso subterráneo encontraron un
pak—pai y
Jerry dio la dirección.

—¿Qué demonios es eso? —dijo ella.

—Un sitio donde no tendremos que inscribimos —dijo Jerry—. Pero calla y déjame dirigir, ¿quieres? ¿Cuánto dinero tienes?

Ella abrió el bolso y contó lo que llevaba en una gruesa cartera.

—Se lo gané a Tiu jugando al
mah—jong —
dijo, y Jerry percibió que estaba fantaseando.

El taxista les dejó al fondo de la calleja y recorrieron a pie la corta distancia que había hasta la puerta. La casa no tenía luces, pero al aproximarse a la puerta de entrada, ésta se abrió y otra pareja se cruzó con ellos y se perdió en la oscuridad. Entraron en el vestíbulo y la puerta se cerró tras ellos; siguieron la luz de una linterna a través de un corto laberinto de paredes de ladrillo hasta llegar a un elegante recibidor en el que se oía música grabada. En el sinuoso sofá que había en el centro estaba sentada una flaca dama china con un lápiz y un cuaderno en el regazo; tenía el aire de una castellana modelo. Sonrió al ver a Jerry, y al ver a Lizzie su sonrisa se amplió.

—Para toda la noche —dijo Jerry.

—Por supuesto —contestó ella.

La siguieron escaleras arriba hasta un pequeño pasillo. Las puertas abiertas aportaban fugaces visiones de cobertores de seda, luces bajas, espejos. Jerry eligió la menos sugestiva, rechazó la oferta de una segunda chica para completar la sesión, dio dinero a la mujer y pidió una botella de Rémy Martin. Lizzie le siguió al interior, dejó en la cama el bolso y, con la puerta aún abierta, soltó una nerviosa carcajada de alivio.

—Lizzie Worthington —exclamó—. Aquí es donde te dijeron que acabarías, zorra desvergonzada; y ya ves que tenían razón.

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