Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
Pero la habitación estaba vacía y la cama hecha, y cuando Guillam examinó sus cosas comprobó fascinado que el viejo agente había llegado hasta a bordarse el nombre falso en las camisas. Pero eso fue todo lo que descubrió. Así que se acomodó en el sillón de Smiley y allí estuvo dormitando hasta las cuatro, en que oyó un leve rumor y abrió los ojos y vio a Smiley inclinado ante él a unos quince centímetros de distancia, mirándole. Sólo Dios sabe cómo pudo entrar tan silenciosamente en la habitación.
—¿Gordon? —dijo suavemente Smiley—. ¿Qué puedo hacer por ti? —pues estaban en situación operativa y, claro, daban por supuesto que las habitaciones estaban controladas. Por la misma razón, Guillam guardó silencio, limitándose a entregarle el sobre que contenía el mensaje de Connie; Smiley lo leyó y lo releyó y luego lo quemó. A Guillam le impresionó lo en serio que se tomaba la noticia. Pese a ser la hora que era, insistió en ir directamente al Consulado a atender aquel asunto, así que Guillam le acompañó para llevarle las maletas:
—¿Una noche instructiva? —preguntó alegremente, mientras hacían el breve paseo cuesta arriba.
—¿Lo dices por mí? Bueno, sí, gracias, hasta cierto punto —contestó Smiley, y pasó luego a su número de desaparición, y eso fue todo lo que pudieron sacarle Guillam o cualquier otro sobre sus merodeos nocturnos y no nocturnos. Al mismo tiempo, sin la menor explicación de cuál era su fuente, George aportaba firmes datos operativos de un modo que no permitía preguntas de nadie.
—Oye George, podemos contar con eso, ¿no? —preguntó Martello desconcertado, la primera vez que pasó esto.
—¿Cómo? Ah sí, sí, claro que podéis.
—Estupendo. Un buen trabajo, George. Te admiro —dijo cordialmente Martello, tras otro desconcertado silencio, y, a partir de entonces, tuvieron que acostumbrarse a ello, no tenían elección, pues nadie, ni Martello siquiera, llegó a atreverse a desafiar su autoridad.
—¿Cuántos días de pesca significa eso, Murphy? —preguntaba Martello.
—La flota tendrá siete días de pesca, y ojalá lleguen a Cantón con las bodegas llenas, señor.
—¿Esa cifra, George?
—Oh sí, sí. Nada que añadir, gracias.
Martello preguntó a qué hora tendría que salir la flota de los caladeros para que el junco de Nelson pudiese llegar a tiempo al encuentro del día siguiente por la tarde.
—Yo he calculado las once de mañana por la mañana —dijo Smiley, sin levantar la vista de sus notas.
—Yo también —dijo Murphy.
—Me refiero a ese junco concreto, Murphy —dijo Martello, con otra mirada respetuosa a Smiley.
—Sí señor —dijo Murphy.
—¿Puede separarse de los demás tan fácilmente? ¿Cuál sería su cobertura para entrar en aguas de Hong Kong, Murphy?
—Es algo que sucede continuamente, señor. Las flotas de juncos de la China roja operan con un sistema de capturas colectivas, sin motivación de beneficios económicos, señor. En consecuencia, hay juncos aislados que salen de noche y entran sin luces y venden la pesca por dinero a los isleños de los alrededores.
—¡Hacen horas extra! —exclamó Martello, muy divertido por su ingenioso comentario.
Smiley se había vuelto a mirar el mapa de la isla de Po Toi, que estaba en la otra pared y tenía la cabeza inclinada para potenciar la capacidad de aumento de sus gafas.
—¿Podéis decirme de qué tamaño es el junco del que hablamos? —preguntó Martello.
—Es uno de los de larga travesía, de veintiocho hombres, para la pesca del tiburón y el congrio.
—¿Utilizó también Drake uno de ese tipo?
—Sí —dijo Smiley, sin dejar de mirar el mapa—. Sí, del mismo tipo.
—¿Y pueden acercarse tanto? Siempre que el tiempo lo permita, claro…
Fue de nuevo Smiley quien contestó. Guillam jamás le había oído hasta entonces hablar tanto de un barco.
—El calado de un junco de esos de larga travesía es de menos de cinco brazas —subrayó—. Puede acercarse, tanto como quiera, siempre que el mar no esté muy agitado.
Fawn soltó una irrespetuosa carcajada desde el banco de atrás. Guillam se volvió en su asiento y le lanzó una mirada furiosa. Fawn soltó una risilla bobalicona y movió la cabeza, maravillándose de la omnisciencia de su amo.
—¿De cuántos juncos se compone una flota? —preguntó Martello.
—De veinte a treinta —dijo Smiley.
—Correcto —dijo mansamente Murphy.
—¿Qué tiene que hacer entonces Nelson, George? ¿Situarse en las inmediaciones del grupo y esperar un poco?
—Se quedará rezagado —dijo Smiley—. Las flotas suelen ir en columna. Nelson le dirá al capitán que ocupe la posición de retaguardia.
—Eso hará, claro —murmuró Martello entre dientes—. ¿Qué identificaciones son las tradicionales, Murphy?
—Se sabe muy poco en ese campo, señor. La gente de las barcas es muy reservada. No tienen ningún respeto por las normas navales. Cuando salen al mar no encienden ninguna luz, principalmente por miedo a los piratas.
Smiley se había perdido de nuevo. Estaba sumido en una pétrea inmovilidad y, aunque mantenía la mirada fija en la gran carta marina, Guillam sabía que su pensamiento estaba en otra parte y no en la aburrida enumeración de estadísticas de Murphy. No así Martello.
—¿Qué cuantía de comercio costero tenemos en conjunto, Murphy?
—No hay controles ni datos, señor.
—¿No hay revisiones de cuarentena para los juncos que entran en aguas de Hong Kong, Murphy? —preguntó Martello.
—En teoría, todas las embarcaciones deben parar y someterse a revisión, señor.
—¿Y en la práctica, Murphy?
—Los juncos tienen normas propias, señor. En teoría, a los juncos chinos les está prohibido navegar entre Isla Victoria y Punta Kowloon, señor, pero los ingleses no quieren de ninguna manera discutir con los chinos continentales sobre derechos de paso. Disculpe, señor.
—No hay de qué —dijo cortésmente Smiley, sin dejar de mirar la carta marina—. Ingleses somos e ingleses seguiremos siendo.
Es su expresión con Karla, decidió Guillam: la que se le pone siempre que mira la foto. La mira, le sorprende y, durante un rato parece estudiarla, sus contornos, con su mirada opaca y sin vista: Luego, poco a poco, se apaga la luz en sus ojos y, de algún modo, también la esperanza, y te das cuenta de que está mirando hacia el interior, alarmado.
—Murphy, ¿ha hablado usted de luces de navegación? —inquirió Smiley, volviendo la cabeza, pero aún con la mirada fija en la carta marina.
—Sí, señor.
—Espero que el junco de Nelson lleve tres —dijo Smiley—. Dos luces verdes en vertical en el mástil de popa y una luz roja a estribor.
—Sí, señor.
Martello intentó captar la mirada de Guillam, pero Guillam no quiso jugar.
—Pero quizás no —advirtió Smiley, pensándoselo mejor, al parecer—. Quizás no lleve ninguna luz y se limite a hacer una señal cuando esté cerca.
Murphy prosiguió. Un nuevo capítulo: Comunicaciones.
—Señor, en la zona de las comunicaciones, señor, pocos juncos tienen transmisores propios, pero casi todos tienen receptores. De vez en cuando, hay un capitán que compra un transmisor—receptor de una milla de alcance más o menos, para facilitar el trabajo con las redes, pero llevan tanto tiempo haciéndolo que no tienen que decirse gran cosa, supongo. En cuanto a lo de orientarse en el mar, en fin, los servicios secretos de la Marina dicen que eso es casi un misterio. Hay información fidedigna de que muchas de las embarcaciones de larga travesía operan con una brújula primitiva, a base de cuerda y plomada, e incluso con un despertador mohoso, para determinar el norte auténtico.
—¿Y cómo demonios pueden trabajar con eso, Murphy, por amor de Dios? —exclamó Martello.
—Una cuerda con un plomo encerado, señor. Sondean el fondo y saben dónde están por las cosas que quedan adheridas a la cera.
—Pues sí que se complican la vida —declaró Martello.
Sonó un teléfono. El otro hombre silencioso de Martello atendió la llamada; escuchó, tapó el teléfono con la mano y dijo a Smiley:
—La presa Worth acaba de volver, señor. El grupo ha paseado en coche una hora y ahora ella ha vuelto al apartamento en su coche. Mac dice que parece como si fuera a darse un baño y que puede que piense salir otra vez.
—Y está sola —dijo Smiley impasible. Era una pregunta.
—¿Está sola allí, Mac? —soltó una áspera carcajada—. Estoy seguro de que lo harías, sucio cabrón. Sí,
señor.
La señora está completamente sola bañándose, y aquí Mac dice que cuándo vamos a utilizar video también. ¿La señora está
cantando
en el baño, Mac? —colgó—. No está cantando.
—Murphy, sigamos con la guerra —masculló Martello.
Smiley dijo que le gustaría repasar una vez más los planes de intercepción.
—¡Vamos, George! ¡Por favor! ¿No recuerdas que el asunto es tuyo?
—Quizás pudiésemos echarle otro vistazo al mapa grande de la isla de Po Toi, ¿no crees? Y luego Murphy podría desmenuzar la cosa para todos, ¿te importa?
—¡En absoluto, George! —exclamó Martello, así que Murphy empezó otra vez, utilizando ahora el puntero.
Los puertos de observación de los servicios secretos de la Marina están aquí, señor… comunicación constante en ambos sentidos con base, señor… ninguna presencia en un radio de dos millas marinas de la zona de aterrizaje… Los servicios secretos de la Marina avisarán a base en el momento en que la lancha de Ko inicia el regreso hacia Hong Kong, señor… la intercepción la realizará una embarcación normal de la policía inglesa, cuando la lancha de Ko entre en el puerto… los servicios norteamericanos sólo suministrarán información y se mantendrán al margen y a la espera por si la situación exige apoyo…
Smiley confirmaba cada detalle con un escrupuloso gesto de asentimiento.
—Después de todo, Marty —intervino, en determinado momento—, en cuanto Ko tenga a Nelson a bordo, al único sitio al que puede llevarle es ahí, ¿no? Po Toi está justo en el límite de las aguas jurisdiccionales chinas. Somos nosotros o nadie.
Un día, pensó Guillam, mientras seguía escuchando, le sucederá a Smiley una de dos cosas. O dejará de preocuparse o la paradoja le matará. Si deja de preocuparse, será la mitad del agente que es. Si no lo hace, ese pequeño pecho estallará en la lucha por intentar hallar la explicación para lo que hacemos. El propio Smiley, en una desastrosa charla extraoficial para oficiales de alto nivel, había puesto nombres a su dilema, y Guillam, con cierto embarazo, aún seguía recordándolos. Ser
inhumanos en defensa de nuestra humanidad,
había dicho,
implacables en defensa de la compasión,
ser
unilaterales en defensa de nuestra disparidad.
Habían salido de allí en un auténtico fermento de protesta. ¿Por qué no se limitaba George a hacer el trabajo y a callarse en vez de exhibir su fe y limpiarla en público hasta que sus fallos se hacían patentes? Connie había murmurado incluso un aforismo ruso en el oído de Guillam que insistió en atribuir a Karla.
—No habrá ninguna guerra, ¿verdad, Peter, querido? —había dicho Connie tranquilizadoramente, apretándole la mano mientras le conducía por el pasillo—. Pero en la lucha por la paz no quedará piedra sobre piedra. Dios bendiga al viejo zorro. Apuesto a que tampoco le agradecerán
eso
los del Cuerpo Colegial.
Guillam se volvió sobresaltado por un ruido. Fawn estaba cambiando de nuevo de asiento. Al ver a Guillam, hinchó las narices en una risilla insolente.
«Está chiflado», pensó Guillam con un escalofrío.
También Fawn, por distintas razones, provocaba ahora la angustia de Guillam. Dos días atrás, en compañía de éste, había sido autor de un incidente muy desagradable. Smiley había salido solo, como siempre. Para matar el rato, Guillam había alquilado un coche y había llevado a Fawn hasta la frontera china, donde éste se había dedicado a reír bobaliconamente contemplando los misteriosos cerros. Cuando volvían, estaban esperando ante un semáforo cuando un muchacho chino se puso a su lado en una Honda. Conducía Guillam. Fawn ocupaba el asiento de pasajero a su lado. Tenía el cristal bajado, se había quitado la chaqueta y tenía el brazo izquierdo en la ventanilla para poder admirar de vez en cuando el reloj de oro nuevo que se había comprado en el centro comercial del Circus. Cuando arrancaron, el muchacho chino tuvo la desdichada idea de intentar robarle el reloj, pero Fawn fue demasiado rápido para él. Le agarró por la muñeca y no le soltó, arrastrándole al lado del coche, pese a los esfuerzos del muchacho por liberarse, y Guillam no advirtió lo que pasaba hasta que llevaban recorridos unos cincuenta metros o así. Paró entonces el coche de inmediato, que era lo que Fawn estaba esperando. Antes de que Guillam pudiese impedirlo, se bajó de un salto, desmontó al muchacho de su Honda, le llevó a un lado de la carretera, le rompió los dos brazos y regresó sonriendo al coche. Aterrado por la posibilidad de un escándalo, Guillam se alejó a toda prisa del lugar, dejando al muchacho dando gritos y mirando sus balanceantes brazos. Llegó a Hong Kong decidido a informar inmediatamente a George del asunto, pero, por fortuna para Fawn, Smiley no apareció hasta ocho horas después y para entonces Guillam hubo de admitir que George ya tenía bastantes preocupaciones.
Sonaba otro teléfono, el rojo. Atendió la llamada el propio Martello. Escuchó un momento y luego soltó una sonora carcajada.
—Le encontraron —le dijo a Smiley, pasándole el teléfono.
—¿Encontraron a quién?
El teléfono quedó en el aire entre los dos.
—A tu
hombre,
George. Tu Weatherby…
—Westerby —le corrigió Murphy, y Martello le lanzó una mirada venenosa.
—Le encontraron —dijo Martello.
—¿Dónde está?
—¡Dónde
estaba
! querrás decir. George, ha estado corriéndose la gran juerga en dos prostíbulos en el Mekong. ¡Si nuestra gente no exagera, es el tipo más caliente que se ha visto desde que la cría de elefante de Barnum dejó el pueblo en el cuarenta y nueve!
—¿Dónde está ahora, por favor?
Martello le pasó el teléfono.
—¿Por qué no escuchas tú mismo el mensaje? Tienen información de que ha cruzado el río.
Luego, se volvió a Guillam y le hizo un guiño.
—Me dijeron que hay un par de sitios en Vientiane donde podría divertirse un poco también —dijo, y siguió riéndose mientras Smiley se sentaba pacientemente con el teléfono en el oído.