El honorable colegial (75 page)

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Authors: John Le Carré

Jerry eligió un taxi con dos espejos retrovisores y se sentó delante; en Kowloon alquiló un coche del modelo mayor que pudo encontrar, utilizando el pasaporte y el permiso de conducir de emergencia, porque pensó que el nombre falso era más seguro, aunque sólo fuese por poco tiempo. Cuando se dirigió hacia los Midlevels estaba oscureciendo y aún llovía. De las luces de neón que iluminaban la ladera colgaban halos inmensos. Pasó ante el Consulado norteamericano y por delante de Star Heights dos veces, medio esperando ver a Sam Collins, y la segunda vez tuvo la seguridad de haber localizado el piso de Lizzie y de que el piso tenía la luz encendida: una artística lámpara italiana al parecer, que colgaba en medio de la ventana panorámica en un gracioso ángulo, trescientos dólares de presunción. También había luz tras el cristal esmerilado del baño. Cuando pasó por tercera vez, la vio echándose algo por los hombros y el instinto o algo en la formalidad de su gesto, le indicó que se disponía a salir de nuevo pero que esta vez estaba vistiéndose para matar.

Cada vez que se permitía recordar a Luke, le cubría los ojos como una oscuridad y se imaginaba haciendo cosas nobles e inútiles, como telefonear a California, a la familia de Luke, o telefonear al enano a la oficina, o incluso al Rocker, sin saber muy bien con qué propósito. Más tarde, pensó. Más tarde, se prometió, lloraré a Luke como es debido.

Se desvió despacio por el camino de coches que llevaba a la entrada, hasta que llegó a la rampa que conducía al aparcamiento. El aparcamiento ocupaba tres sótanos y anduvo dando vueltas por él hasta localizar el jaguar rojo de Lizzie emplazado en un rincón seguro, tras una cadena, para que los vecinos descuidados no se atreviesen a aproximarse a su pintura sin par. Lizzie había puesto un forro de piel de leopardo de imitación en el volante. No sabía qué hacer ya con aquel maldito coche. Quédate embarazada, pensó, en un ataque de rabia. Cómprate un perro. Ten ratones. Poco le faltó para destrozarle el morro al coche, pero pocos como aquél habían contenido a Jerry más veces de las que le gustaba contar. Si no lo utiliza es que él manda una limousine a buscarla, pensó. Quizás con Tiu al volante, incluso. O puede que venga él mismo. O quizás esté engalanándose para el sacrificio de la noche y no piense salir. Ojalá fuese domingo, pensó. Recordaba que Craw le había dicho que Ko pasaba los domingos con su familia, y que entonces Lizzie tenía que arreglárselas por su cuenta. Pero no era domingo y tampoco tenía al lado al buen amigo Craw para explicarle (y Jerry adivinaba cómo lo había averiguado) que Ko estaba fuera, en Bangkok, o en Tombuctú, controlando sus negocios.

Agradeciendo que la lluvia se estuviera convirtiendo en niebla, enfiló de nuevo por la rampa hacia el camino de coches y en el punto de unión encontró un pequeño ensanchamiento donde, si aparcaba bien pegado a la barrera, el otro tráfico podía protestar pero pasar. Rozó la barrera pero no se preocupó por ello. Desde donde estaba ahora, podía ver entrar y salir a los peatones bajo la marquesina a rayas del edificio de apartamentos, y los coches que salían a la vía principal o la abandonaban. No tenía la menor sensación de peligro. Encendió un cigarrillo y las limousines pasaban junto a él en ambas direcciones, pero ninguna pertenecía a Ko. De vez en cuando, al pasar un coche a su lado, el conductor paraba y tocaba la bocina o le gritaba, pero Jerry no hacía caso. Sus ojos se posaban cada pocos minutos en los espejos y en una ocasión en que un individuo grueso que le recordó a Tiu se situó culpablemente detrás de él, llegó incluso a accionar el seguro de la pistola que llevaba en el bolsillo de la chaqueta hasta que hubo de admitir que aquel hombre carecía de la envergadura de Tiu. Probablemente estuviera cobrando deudas de juego a los conductores de
pak—pai,
pensó, cuando el individuo pasó a su lado.

Se acordó de cuando estaba con Luke en Happy Valley. Recordó cuando estaba con Luke.

Aún seguía mirando por el espejo cuando el jaguar rojo apareció en la rampa tras él, sólo con el conductor y con la capota cerrada, sin pasajero, y lo único que no se le había ocurrido había sido que ella pudiera bajar en el ascensor hasta el aparcamiento y recoger el coche ella misma en vez de decirle al portero que se lo subiese a la calle, como hacía antes. Enfiló tras ella y alzó la vista y vio que aún había luces en la ventana del apartamento. ¿Habría quedado alguien allí? ¿O quizás ella se propusiese volver en seguida? Luego pensó: No seas tan listo. Lo que pasa es que a ella le da igual dejar las luces encendidas.

La última vez que hablé con Luke, fue para decirle que me dejara en paz, pensó, y la última vez que él habló conmigo fue para decirme que me había cubierto las espaldas con Stubbsie.

Ella había girado cuesta abajo hacia la ciudad. Jerry enfiló tras ella y, durante un rato, nada le seguía; parecía extraño, pero eran horas extrañas, y el hombre de Sarratt moría en él más de prisa de lo que podía controlar. Lizzie se dirigía hacia la parte más alegre de la ciudad. Él suponía que aún la amaba, aunque en aquel momento estaba dispuesto a sospecharlo todo de todos. La seguía de cerca recordando que ella raras veces miraba por el espejo retrovisor. Además, con aquella niebla oscura sólo vería los faros. La niebla colgaba en parches y el puerto parecía incendiado, con los haces de las luces de las grúas jugando como casas flotantes sobre el lento humo. En Central, ella se metió en otro garaje subterráneo, y él siguió derecho tras ella y aparcó a seis lugares de distancia, sin que ella lo advirtiera. Se quedó en el coche arreglándose el maquillaje y Jerry la vio concretamente frotarse la barbilla, empolvándose las cicatrices. Luego, salió y pasó por el ritual del cierre del coche, aunque un niño con una hoja de afeitar podría cortar la blanda capota sin problema. Lizzie llevaba una capa y un vestido largo de seda, y mientras se dirigía a la escalera de piedra en espiral, alzó ambos brazos y se levantó cuidadosamente el pelo, que estaba recogido en el cuello, y colocó la cola de caballo por la parte de fuera de la capa. Jerry salió tras ella y la siguió hasta el vestíbulo del hotel y se desvió a tiempo de evitar que le fotografiase un rebaño bisexual de parloteantes periodistas del mundo de la moda, con pajaritas y trajes de satén.

Demorándose en la relativa seguridad del pasillo, Jerry recompuso la escena. Era una gran fiesta privada y Lizzie entraba en ella por la puerta de atrás. Los otros invitados estaban llegando por la entrada principal, donde había tantos Rolls Royces que nadie resultaba especial. Presidía una mujer de pelo grisazulado, que andaba tambaleante por allí, hablando un francés empapado en ginebra. Formaban el grupo de recepción una relaciones públicas china, con un par de ayudantes, y cuando los invitados llegaban, la chica y sus cohortes se adelantaban aterradora y cordialmente y preguntaban los nombres y a veces pedían las invitaciones antes —de consultar una lista y decir: «Oh, sí, por
supuesto.»
La mujer del pelo grisazulado sonreía y refunfuñaba. Las ayudantes entregaban alfileres de solapa a los hombres y orquídeas a las mujeres, luego pasaban a los siguientes invitados.

Lizzie Worthington pasó impasible por este escrutinio, Jerry le dio un minuto para orientarse, la vio cruzar las puertas dobles en que decía
soirée
con un arco de cupido, luego se colocó él también en la cola. La relaciones públicas se mostró molesta por sus botas de cabritilla. El traje era bastante astroso pero lo que a ella le molestaba eran las botas. En su curso de formación profesional, decidió Jerry mientras la chica las miraba, le habían enseñado a dar mucha importancia al calzado. Los millonarios pueden ser vagabundos de los calcetines para arriba, pero unos buenos Gucchis de doscientos dólares son un pasaporte que no debe olvidarse. La chica frunció el ceño mirando su carnet de Prensa, luego comprobó en la lista de invitados, luego volvió a mirar el carnet y una vez más sus botas y lanzó una mirada perdida a la beoda del pelo grisazulado, que seguía sonriendo y gruñendo. Jerry sospechó que estaba absolutamente drogada. Por fin, la chica esbozó su sonrisa especial para el consumidor marginal y le entregó un disco del tamaño de un platito de café pintado de un rosa fluorescente con PRENSA en blanco y en letras de unos dos centímetros y medio de altura.

—Esta noche estamos embelleciendo a
todo el mundo,
señor Westerby —dijo la chica.

—Pues conmigo tendréis buen trabajo, amiga.

—¿Le gusta a usted mi
parfum,
señor Westerby?

—Sensacional —dijo Jerry.

—Se llama «Zumo de la vid», señor Westerby, cien dólares de Hong Kong por un trasquilo, pero esta noche la casa Flaubert da muestras gratis a todos nuestros invitados. Madame Montifiori… oh,
claro,
bienvenida a la casa Flaubert. ¿Le gusta mi
parfum,
madame Montefiori?

Una chica euroasiática de
cheongsam
acercó una bandeja y murmuró:

—Flaubert le desea una noche exótica.

—¡Dios santo! —exclamó Jerry.

Pasadas las puertas dobles, había un segundo grupo de recepción controlado por tres lindos muchachos traídos en avión desde París por su encanto, y un grupo de agentes de seguridad que habría enorgullecido a un presidente. Por un instante, Jerry pensó que le cachearían y se dio cuenta de que si lo intentaban echaría el templo abajo. Miraron a Jerry sin cordialidad, considerándole
parte
del servicio, pero tenía el pelo claro y le dejaron pasar.

—La Prensa está en la tercera fila detrás de la pasarela —dijo un hermafrodita rubio de traje vaquero de cuero, entregándole la tarjeta de Prensa—. ¿No lleva usted cámara, Monsieur?

—Yo sólo hago los pies —dijo Jerry, señalando con el pulgar por encima del hombro—. Las fotos las hace aquí Spike —y entró en una sala de recepción mirando a su alrededor, sonriendo extravagantemente, saludando con gestos a los que veía.

La pirámide de copas de champán tenía uno ochenta de altura con escalones de satén negro para que los camareros pudiesen cogerlas de la cúspide. En profundos ataúdes de hielo yacían botellas de dos litros esperando el entierro. Había un carrito lleno de langostas hervidas y un pastel de boda de
paté de foie gras
con
Maison Flaubert
en gelatina encima. Se oía música de ambiente que permitía incluso hablar, y se oían conversaciones, aunque era el aburrido sonsonete de los sumamente ricos. La pasarela se extendía desde el pie del largo ventanal al centro de la habitación. El ventanal daba al puerto, pero la niebla quebraba la vista en parches y retazos. Estaba puesto el aire acondicionado para que las mujeres pudiesen llevar los visones sin sudar. Casi todos los hombres iban de smoking, pero los jóvenes playboys chinos lucían pantalones y camisas negras estilo Nueva York y cadenas de oro. Los
taipans
ingleses permanecían aparte en lánguido círculo, con sus mujeres, como aburridos oficiales en una fiesta de guarnición.

Jerry sintió una mano en el hombro y se volvió rápido, pero sólo encontró frente a sí a un mariquita chino llamado Graham que trabajaba para uno de los papeluchos de chismorreo social locales. Jerry le había ayudado en una ocasión con un artículo que intentaba vender al tebeo. Hileras de butacas miraban a la pasarela en tosca herradura y Lizzie estaba sentada en la primera fila entre el señor Arpego y su esposa o amante. Jerry recordó que les había visto en Happy Valley. Daba la sensación de que estuviesen oficiando de carabinas para Lizzie en la fiesta. Le hablaban, pero Lizzie parecía no oírles. Estaba muy erguida, y muy guapa; y se había quitado la capa y, desde donde estaba Jerry, podría haber estado absolutamente desnuda salvo por el collar y los pendientes de perlas. Al menos, aún está intacta, pensó. No se ha descompuesto ni ha contraído el cólera ni le han volado la cabeza. Recordó la hilera de vello dorado que corría por su columna vertebral abajo y que había contemplado cuando la vio aquel primer día en el ascensor. Graham, el mariquita, se sentó junto a Jerry y Phoebe Wayfarer se sentó dos asientos más allá. Sólo la conocía vagamente, pero la saludó.

—Vaya. Super. Phoebe. Estás tremenda. Deberías salir tú a la pasarela, amiga, a enseñar un poco de pierna.

Le pareció que estaba un poco borracha y quizás ella pensase que lo estaba él, aunque Jerry no había bebido nada desde el avión. Sacó un cuaderno y escribió en él, haciéndose el profesional, intentando controlarse. Calma. No espantes la caza. Cuando leyó lo que había escrito, vio las palabras «Lizzie Worthington» y nada más. Graham el chino lo leyó también y se echó a reír.

—Es mi nueva firma —dijo Jerry, y ambos se rieron, demasiado alto, de modo que los de delante se volvieron mientras las luces empezaban a apagarse. Pero Lizzie no se volvió, aunque Jerry pensó que podría haber reconocido su voz.

Estaban cerrando las puertas tras ellos y cuando bajaron las luces, Jerry tuvo miedo de quedarse dormido en aquella butaca suave y cómoda. La música de ambiente dio paso a un ritmo selvático producido por un címbalo, hasta que sólo parpadeó un candelabro sobre la negra pasarela, contestando a las luces del puerto que en la ventana del fondo giraban y se mezclaban. El ritmo se elevó en un lento crescendo desde amplificadores situado por todas partes. Continuó largo rato, sólo tambores, muy bien tocados, muy insistentes, hasta que poco a poco se hicieron visibles frente al ventanal que daba al puerto grotescas sombras humanas. Pararon los tambores. En el áspero silencio, descendieron por la pasarela dos muchachas negras flanco con flanco, que no llevaban más que joyas. Ambas tenían la cabeza afeitada y llevaban pendientes redondos de marfil y collares de diamantes que eran como las argollas de las esclavas. Sus lustrosas extremidades brillaban cubiertas de racimos de diamantes, perlas y rubíes. Eran altas y hermosas y ágiles y absolutamente inesperadas y, por un instante, arrojaron sobre todo el público el hechizo de la sexualidad absoluta. Los tambores volvieron y se recobraron y ascendieron, los focos brillaron sobre joyas y miembros. Las muchachas salieron del humeante puerto y avanzaron hacia los espectadores con la furia del esclavizamiento sensual. Se giraron y se alejaron despacio, desafiando y desdeñando con sus caderas. Se encendieron las luces, hubo un estruendo de nerviosos aplausos seguidos de risas y tragos. Todo el mundo hablaba a un tiempo y Jerry era quien hablaba más fuerte: para la señorita Lizzie Worthington, la famosa beldad aristocrática cuya madre no sabía siquiera cocer un huevo, y para los Arpego, que eran propietarios de Manila y de una o dos islas próximas, según le había asegurado en una ocasión el capitán Grant, del Jockey Club. Jerry sostenía el cuaderno como un camarero.

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