Los Arpistas de Faerûn están siendo misteriosamente asesinados. Uno a uno, los miembros de la sociedad semisecreta qye defiende la causa del Bien en los Reinos, caen víctimas de un sigiloso asesino. Un agente Arpista y una hermosa asesina semielfa debe resolver el misterio. Si no lo consiguen, ellos serán las próximas víctimas. Pero en los Reinos, las cosas rara vez resultan tan sencillas.
Para Andrew, mi primogénito y mi amigo
Elaine Cunningham
La Venganza Elfa
Los Arpistas I
ePUB v1.2
Garland28.06.11
Agradecimientos
Me gustaría dar las gracias a Bette Suska por enseñarme que las palabras pueden ser juguetes y objetos preciosos; a Marilyn Kooiman por sugerir que un bicho raro como yo debería escribir fantasía; y a Jim Lowder por su consejo, buen humor y asombrosa paciencia.
El elfo emergió en un claro, un pequeño prado verde rodeado por un círculo de enormes y milenarios robles situados muy cerca unos de los otros. Su camino lo había llevado a un lugar de extraña belleza que, a unos ojos menos avezados que los suyos, podría parecer totalmente natural. El elfo nunca había visto un lugar tan verde. Unos rayos de sol matutinos atravesaban las hojas y enredaderas, e incluso el aire que lo rodeaba parecía espeso y vivo. A sus pies, gotas esmeralda se adherían a la hierba. Los inquisidores ojos del elfo se estrecharon mientras hacía cábalas. Se arrodilló y examinó la hierba hasta encontrarlo: un rastro casi imperceptible donde la hierba, que llegaba hasta los tobillos, no tenía rocío. Sí, su presa había pasado por allí.
Rápidamente siguió la estela entre dos robles gigantescos. El elfo apartó una cortina de enredaderas, salió del claro y parpadeó al brillante sol de la mañana. Cuando sus ojos se acomodaron a la claridad, vio un estrecho sendero de tierra que serpenteaba entre los árboles.
Si su presa no sabía que la seguía, ¿por qué no tomaba el camino más directo a través del bosque? El elfo se abrió paso sigilosamente por la maleza y empezó a seguir el rastro. Casi nada indicaba que otra persona había pasado por allí antes que él, pero eso al elfo no le importaba. Pese a su vergonzoso origen, los que buscaba eran dos de los mejores exploradores que hubiera conocido. Muy pocos eran capaces de caminar sobre la densa y alta hierba de ese claro resguardado sin dejar más que un rastro de rocío.
El elfo se deslizó silenciosamente por el camino. El corazón le latía desaforadamente al pensar en la victoria que ahora tenía al alcance de la mano, y por la que tanto había esperado. Los elfos, en especial los dorados, sabían ser pacientes y tras esa misión había años de planificación, décadas de discusión y casi cuatro siglos de espera, hasta que llegara el momento oportuno y dispusiera de los medios adecuados. Por fin era el momento de golpear, y aquél sería el primer golpe.
El rastro moría junto al muro de piedra, y el elfo volvió a detenerse, alerta. Se agachó a la sombra del muro y examinó la escena que tenía ante él. Al otro lado del muro se abría el jardín más hermoso que había visto en su vida.
Los pavos reales se paseaban ufanos por un prado, algunos de ellos con las plumas de la cola extendidas en abanico, haciendo ostentación de docenas de ojos azules y verdes irisados. En las ramas de los floridos árboles, que abrazaban el estanque y se reflejaban en sus aguas, trinaban pájaros de brillantes colores. El elfo sintió cómo su innato amor por la belleza colmaba su interior y por un momento olvidó su misión. Mientras observaba ese jardín se dijo que sería sencillo seducir a los elfos con tal esplendor.
Y, realmente, habían sido seducidos, concluyó cuando levantó la mirada del jardín para ir a posarla en un lejano castillo, una maravilla de ópalo y mármol creada por arte de magia. En sus ojos dorados apareció una mirada de odio y triunfo al darse cuenta de que el rastro lo había conducido al mismo corazón del poder de los elfos grises. Ya hacía demasiado tiempo que la antigua raza de los elfos dorados soportaba el yugo de sus inferiores. El elfo empezó a planear su ataque con renovada determinación.
Su situación no podía ser mejor: ningún guardia patrullaba por los jardines exteriores. Si atrapaba a su presa antes de que se acercara demasiado al palacio, podría golpear y marcharse sin que repararan en su presencia, y así regresar otro día y atacar de nuevo.
Entre él y el palacio había un enorme laberinto formado por setos de boj. ¡Perfecto! El elfo esbozó una fugaz sonrisa de maldad. La bruja gris y su mascota humana habían entrado en su propia tumba. Podían pasar días antes de que sus cuerpos fueran descubiertos en ese laberinto.
El plan también tenía sus puntos débiles. El laberinto en sí no le preocupaba, pero sólo se podía entrar en él a través de un jardín de campanillas, unas flores que se cultivaban tanto por su aroma como por su sonido. El elfo percibía su suave música en la tranquila atmósfera de la mañana. Escuchó un momento y apretó los dientes. No era el primer jardín de ese tipo que veía. Los macizos de flores y las estatuas estaban dispuestos de manera que atraparan y canalizaran hasta la mínima ráfaga de viento, por lo que las campanillas tocaban constantemente una o varias melodías. Cualquier cambio en el flujo de aire, por mínimo que fuera, modificaría la melodía. El jardín era un hermoso y efectivo sistema de alarma.
Pero su presa se dirigía a palacio por el laberinto, por lo que tendría que arriesgarse. Saltó por encima del bajo muro de piedra, pasó junto a los inquisitivos pavos reales y atravesó el jardín de campanillas con una economía de movimientos sólo al alcance de los mejores exploradores. Como se temía, el tintineo cambió sutilmente a su paso. Para sus aguzados oídos, la alteración sonó como un sonoro toque de trompeta, y se agachó detrás de una estatua, preparado para recibir a la guardia de palacio.
Tras varios minutos en silencio se relajó. Una sonrisa de desdén curvó sus labios al imaginarse a los guardias de palacio; demasiado zopencos para reconocer la alarma musical. Y, además, sin el más mínimo oído. El intruso pasó por alto el hecho de que pocos elfos, ya fuesen dorados, plateados o verdes, poseían su fino oído para percibir la sutil mezcla de magia y música. Después de todo, él era un rapsoda de la espada y pertenecía a la elite de los cantores de hechizos. Con una risa ahogada, el elfo se introdujo en el laberinto.
No temía perderse, pues sabía que ese tipo de estructuras solían seguir un patrón común. Pero tras doblar algunos recodos, empezó a sospechar que aquél era una excepción. Jamás había visto un laberinto así. Enorme y caprichoso, sus enrevesados senderos conducían de un jardín a otro, a cual más fantástico. Cada vez más consternado, el elfo pasó junto a árboles de frutas exóticas, fuentes, pérgolas, matas de bayas, diminutos estanques en los que nadaban brillantes peces y colibríes que desayunaban entre jazmines rojos. Más impresionantes eran las ilusiones mágicas, que recreaban episodios familiares de la tradición elfa: el nacimiento de los elfos marinos, el vuelo de dragones, el aterrizaje del barco Ala de Estrella.
El intruso siguió adelante y corrió hacia la entrada de otro claro con jardín. Una sola mirada y se detuvo. Ante él se levantaba un pedestal de mármol rematado por un globo de grandes dimensiones lleno de agua. ¡No podía haber pasado por allí sin darse cuenta! Se acercó para echarle un vistazo de cerca y vio que dentro de la esfera rugía una ilusión mágica: una terrible tempestad en el mar que zarandeaba diminutas embarcaciones elfas. Ante sus horrorizados ojos, la diosa marina Umberlee surgió de las olas, con su blanco cabello ondeando por efecto del vendaval como estallidos de luz. ¡Por los dioses, era otra vez el nacimiento de los elfos marinos!
No había duda. Ni siquiera ese ridículo laberinto podía tener dos ilusiones mágicas iguales. Indignado consigo mismo, el elfo se mesó los cabellos dorados. ¡Él, un afamado explorador, además de reputado espadachín y cantor de hechizos, se había movido en círculos!
Antes de poder seguir fustigándose, oyó un débil chasquido no muy lejos y lo siguió hasta un gran jardín circular cercado por flores que atraían nubes de mariposas multicolores. Del jardín, dominado por un seto de rosas azul pálido en forma de media luna, partían muchos senderos. En un extremo de la media luna, un anciano jardinero elfo podaba los rosales con más vigor que pericia.
El elfo intruso sonrió de nuevo. Según todos los indicios, era el centro del laberinto y seguramente su presa había pasado por allí. El viejo jardinero le diría qué dirección había tomado, aunque tuviera que amenazarlo con su espada.
El elfo penetró lentamente en el jardín. Un enjambre de mariposas alzó el vuelo, y el jardinero alzó la vista. Sus ojos azul plateado se posaron en el intruso y se iluminaron, luego preguntó suavemente el motivo de la interrupción. No obstante, se limitó a hacerle señas y carraspeó, como si se dispusiera a saludarlo.
«¡No, eso no! —pensó el intruso en un momento de pánico—. ¡Ahora no debo alertar a mi presa!»
Una daga voló, y en el rostro del jardinero se dibujó la sorpresa. El anciano levantó una mano, buscando a tientas la hoja alojada en su pecho y entonces se desplomó. La basta gorra que llevaba cayó y se derramó una abundante melena azul salpicada de hebras plateadas.
¡Pelo azul!
Presa de una violenta excitación, el asesino salvó a todo correr la distancia que lo separaba del jardinero. Al arrodillarse junto al cuerpo sin vida, un destello dorado le llamó la atención. De debajo de la tosca túnica de lino del anciano recogió un medallón con el emblema real. El asesino encontró el cierre y lo abrió. Contenía una pintura en miniatura de la exquisita e inconfundible faz de la reina Amlaruil, que lo miraba con una sonrisa muy personal en los labios.
¡Era cierto! El asesino soltó el medallón y se apoyó en los talones. Le invadía una vertiginosa sensación de júbilo. ¡Gracias a un afortunado error, había matado al rey Zaor!
Un penetrante grito femenino de angustia interrumpió su celebración privada. En un único y veloz movimiento, el asesino se levantó y giró sobre sí mismo, empuñando dos espadas gemelas. Tenía ante sí a su presa original. Estaba tan blanca e inmóvil que por un momento pareció una estatua de mármol, pero ningún escultor podría haber captado ese rostro pálido, crispado por el dolor y la culpa. Con los nudillos de una mano se apretaba la boca y con la otra mano se aferraba al brazo de un hombre alto que la flanqueaba.