—Entonces supongo que no te contó nada acerca de la tradición de la hoja de luna.
—¿Te refieres a mi espada? Si tiene una historia, la desconozco —replicó Arilyn—. Mi madre me dijo solamente que un día sería mía, y me prometió contarme la historia de la espada cuando cumpliera la mayoría de edad.
—¿La has usado?
—No, nunca. Y tampoco mi madre, aunque la llevaba siempre consigo. Siempre hasta que... —La voz le falló.
—Hasta el funeral. —Kymil completó la frase con dulzura.
—Sí. —Arilyn tragó saliva—. Hasta el funeral. Cuando se leyó el testamento de mi madre me fue entregada la espada.
—¿La has desenvainado?
La pregunta del
quessir
le extrañó, pero supuso que tendría sus razones para preguntarlo. Arilyn se limitó a negar con un movimiento de cabeza.
—Humm... ¿Estás segura de que Z'beryl no te dijo nada sobre la espada? —insistió Kymil.
—Absolutamente nada —confirmó Arilyn tristemente. Entonces se animó y añadió—: Pero sí me enseñó a luchar. Soy muy buena —afirmó con ingenuo candor infantil.
—¿De veras? Tendremos que comprobarlo.
Antes de que Arilyn pudiera decir ni media palabra, el maestro de armas sostenía una delgada espada que relucía. La espada de Arilyn pareció casi saltar de su funda, y la muchacha contrarrestó la primera estocada del elfo con una parada a ambas manos.
Una intensa emoción inundó los ojos negros de Kymil, pero antes de que Arilyn pudiera poner nombre a la reacción del
quessir
la angulosa faz del elfo volvía a mostrarse inescrutable.
—Tienes buenos reflejos —comentó con voz tranquila—. Pero agarrar la espacia con las dos manos tiene sus limitaciones.
Como para demostrarlo Kymil se sacó una segunda arma del cinto: una daga larga y fina. Entonces arremetió contra la semielfa, amagando con la daga al tiempo que trazaba un círculo con la espada, la alzaba y se disponía a descargarla. Con una gracia instintiva, Arilyn brincó a un lado, esquivó la daga y apartó fácilmente la espada con su propia arma.
Las cejas del
quessir
se alzaron, más por fruto de la reflexión que de la sorpresa. Nuevamente dibujó un centelleante círculo con la espada, y luego más. Pero antes de completar el segundo atacó a Arilyn con la daga. Aunque la muchacha parecía intrigada por los vertiginosos movimientos de la espada no se dejó distraer, y la hoja de luna avanzó rápida como el rayo para bloquear la daga. Kymil se apartó, y retrocedió graciosamente unos pasos bajando ligeramente las armas; pero Arilyn mantuvo una posición defensiva, seguía medio agachada, con los ojos alerta y ambas manos aferrando la antigua espada.
«Excelente», aplaudió Kymil en silencio. La muchacha no sólo tenía un instinto natural para la lucha sino también un incipiente buen juicio. Para continuar probándola volvió a avanzar y descargó sobre ella una lluvia de golpes, esbozando alternativamente con la espada y la daga un intrincado dibujo que habría confundido a más de un adversario avezado. Arilyn paró todos los golpes, lo que era una proeza aún más excepcional por su empeño en coger la espada con ambas manos.
«Es rápida —se dijo Kymil—, pero veamos si también es fuerte.» El elfo se guardó de nuevo la daga y levantó la espada en alto, sujetándola firmemente con ambas manos. Entonces la descargó con una fuerza considerable, convencido de que arrancaría a Arilyn la espada de las manos. El acero de la muchacha trazó un rutilante semicírculo hacia abajo y se alzó para ir al encuentro de la espada de Kymil. Las armas chocaron con tal ímpetu que saltaron chispas en la noche, pero la joven semielfa asió firmemente la hoja de luna. Satisfecho, Kymil retrocedió.
Sin bajar la guardia, el elfo fue dando lentamente vueltas en torno a la muchacha, estudiándola como si buscara un punto débil. Lo que vio lo satisfizo enormemente.
La hija semielfa de Z'beryl medía alrededor de un metro setenta y cinco —lo que era bastante para una elfa de la luna— y aunque desgarbada estaba bien formada. Su fuerza y agilidad eran excepcionales incluso para alguien con un cien por cien de sangre elfa y, como ella misma había dicho, era buena, muy buena. Sí, sin duda la muchacha prometía.
Pero lo más importante para el maestro de armas era que Arilyn había desenvainado su arma y seguía viva, lo que significaba que la espada había aceptado a la heredera elegida por Z'beryl. Mientras se daba cuenta del extraordinario espíritu que brillaba en los ojos claros y con motas doradas de la muchacha, Kymil pensó que la espada había elegido bien. Kymil Nimesin había acudido a los jardines del templo esperando encontrarse con una patética mestiza, pero, por extraño que pudiera parecer, tenía ante él a una heroína en ciernes, si bien aún tenía que pulirse.
Perfectamente consciente del examen al que la estaba sometiendo Kymil, Arilyn giraba siguiendo al elfo sin darle nunca la espalda y sosteniendo la espada en actitud defensiva. Por las venas le corría una sensación de júbilo, y sus ojos se iluminaban con violenta alegría ante la idea de proseguir la lucha.
Aunque la muchacha había crecido con una espada en la mano, nunca se había enfrentado a un adversario tan formidable. Y tampoco había empuñado nunca una espada como aquélla. Impulsivamente, embistió tratando de provocar a Kymil. El elfo paró el golpe fácilmente, pero volvió a retroceder y envainó la espada.
—Por ahora ya basta. Tienes un espíritu encomiable, pero no sería decoroso prolongar innecesariamente un ejercicio de esgrima en el jardín del templo... ¿Podría examinar la hoja de luna? —preguntó extendiendo una mano.
Pese a su decepción por la negativa del
quessir
a continuar la lucha, Arilyn intuyó que acababa de pasar una prueba. Conteniendo una sonrisa de triunfo cogió la espada por la punta y se la ofreció al maestro por la empuñadura. Pero éste sacudió la cabeza.
—Primero enváinala —ordenó.
La muchacha obedeció, confundida. Deslizó la espada dentro de la funda, se la desciñó y se la tendió al elfo dorado.
Kymil examinó el arma cuidadosamente. Estudió las runas grabadas en la funda antes de centrar su atención en la empuñadura y acariciar delicadamente un gran hueco vacío de forma oval situado justo debajo del puño del arma.
—Tendremos que poner una nueva piedra para sustituir la que falta. —El elfo enarcó una ceja inquisitivamente—. Supongo que está algo desequilibrada.
—Yo no lo he notado.
—Lo harás, cuando tu entrenamiento progrese —le aseguró el elfo.
—¿Entrenamiento? —Un centenar de preguntas se agolparon en la mente de Arilyn y se reflejaron fugazmente en su rostro, pero Kymil desechó su curiosidad con un impaciente ademán.
—Más tarde. Primero dime todo lo que sepas de tu padre.
La petición del elfo chocó tanto a la joven que enmudeció. Hacía muchos años que no se permitía el lujo de pensar en su padre. De niña había elaborado complicadas fantasías en su cabeza, pero la verdad era que apenas sabía nada de las circunstancias que concurrieron en su nacimiento. Pese a que los elfos solían dar gran importancia a sus orígenes, Z'beryl siempre había recalcado que los méritos personales eran más importantes que el pasado familiar. Arilyn aceptó lo mejor que pudo un criterio tan poco ortodoxo, pero en esos momentos deseó desesperadamente poder contar a Kymil Nimesin alguna historia extraordinaria sobre quién era su padre. Arilyn sabía lo importantes que eran tales cosas para los elfos dorados, tan orgullosos de su linaje.
—Supongo que os habréis dado cuenta de que soy una semielfa —respondió cautelosamente—. Mi padre era humano.
—¿Era?
—Sí. Cuando era niña solía preguntar a mi madre sobre él, pero ella se ponía tan triste que supuse que mi padre había muerto.
—¿Y qué hay de la familia de Z'beryl? —insistió Kymil. La única respuesta que obtuvo de Arilyn fue un desdeñoso resoplido. El
quessir
alzó una dorada ceja—. Deduzco que la conoces.
—Apenas. —Arilyn alzó orgullosa el mentón. Ellos no habían querido saber nada de ella, por lo que ella tampoco deseaba nada de ellos—. Antes del funeral de mi madre nunca vi a ninguno de sus parientes y ahora no espero volver a verlos.
—¿Yeso?
Obviamente Kymil estaba interesado pero Arilyn se limitó a encogerse de hombros para no tener que responder.
—Lo único que querían de mí era la espada. Todavía no entiendo por qué no me la quitaron.
El elfo dorado se permitió adoptar un aire despectivo para contestar:
—No podían. Ésta es una hoja de luna, una espada hereditaria que tan sólo puede ser empuñada por una persona. Z'beryl te la dejó a ti, y la espada te ha aceptado.
—¿De veras? ¿Cómo lo sabes?
—Porque la has desenvainado y sigues viva —respondió el elfo sucintamente y con una expresión irónica.
—Oh.
Kymil devolvió a Arilyn la espada envainada con un gesto casi deferente.
—La espada ha elegido y, al hacerlo, te ha hecho distinta. Nadie más que tú podrá cogerla aunque esté envainada y mucho menos blandirla. Desde esta noche y hasta que mueras no podrás separarte de ella.
—¿De modo que la espada y yo somos un equipo? —preguntó la semielfa vacilante, mirando la espada que Kymil le tendía.
—Por así decirlo, sí. Su magia te pertenece sólo a ti.
—¿Magia? —Arilyn cogió el arma y se la ciñó cautelosamente, como si esperara que cambiara de forma en cualquier momento—. ¿Qué puede hacer?
—Sin conocer la historia de esta hoja de luna en concreto no puedo decirlo. —Kymil observó con aire de aprobación cómo Arilyn desenvainaba la espada y la estudiaba con nuevo interés, olvidando el temor que le había inspirado momentos antes—. No hay dos hojas de luna iguales.
—¿Es que hay más? —inquirió ella levantando la vista.
—Sí, pero muy pocas. Cada hoja de luna tiene una historia única y compleja, pues su magia se va desarrollando y crece a medida que cada nuevo dueño le imbuye un nuevo poder.
—¿Así que yo también puedo añadir un nuevo poder mágico a la espada? ¿El poder que desee? —La excitación iluminó la faz de la semielfa.
—Me temo que no —contestó Kymil, señalando el hueco oval debajo del puño—. A tu espada le falta el ópalo encantado que actúa de puente entre la espada y su dueño. Todos los poderes mágicos emanan de los dueños, pasan a través de la piedra y, finalmente, son absorbidos por la propia espada.
—Oh.
—No estés tan decepcionada, muchacha. —El elfo dorado sonrió levemente—. Podrás hacer uso de todos los poderes que la espada ya posee.
—¿Por ejemplo? —preguntó Arilyn intrigada.
Kymil cerró sus negros ojos, sacudió la cabeza y soltó un suave suspiro de resignación.
—Ya veo que serás una alumna muy exigente —murmuró—. Puesto que no tienes a nadie más me ofrezco para entrenarte, si así lo deseas.
—¡Oh, sí! —exclamó Arilyn impulsivamente, encantada. Pero al momento siguiente le cambió la cara—. Pero ¿cómo? La Academia de Armas nunca me aceptará.
—Tonterías. —Con súbita determinación Kymil desechó tal obstáculo con un simple gesto de una de sus manos de largos dedos—. Ahora mismo has demostrado más aptitudes y más talento que muchos de sus mejores estudiantes. Los humanos, como mucho, son capaces de aprender los rudimentos de las artes de la lucha. Será agradable tener, para variar, una estudiante digna. Que además es hija de Z'beryl... —La voz del elfo se fue apagando mientras consideraba las posibilidades.
Aún no del todo tranquila, Arilyn clavó la vista en la desgastada punta de una de sus botas.
—Todavía me faltan varios años para tener la edad en la que los semielfos son aceptados.
—No te preocupes por eso —atajó Kymil, y su tono de voz indicaba que daba el asunto por zanjado—. Eres una
etrielle
bajo mi tutela. La Academia no exigirá nada más.
Arilyn alzó la cabeza bruscamente y abrió mucho los ojos, intimidada por las palabras de Kymil y por lo que implicaban. Entonces se cuadró y, con un repentino y decidido movimiento, envainó la espada mágica. Ya no era una semielfa huérfana de padre desconocido; con sus palabras Kymil Nimesin la había convertido en una etrielle, una hermana elfa noble.
—Muy bien —concluyó Kymil—, asunto concluido. Sólo te queda pronunciar el juramento de los cadetes. Por favor, desenfunda la espada y repite después de mí las palabras que diré.
Abrumada pero también anhelante, Arilyn desenvainó la hoja de luna. Presa de un súbito impulso, se colocó a un lado de la estatua y se postró de hinojos; pronunciaría el juramento a los pies de la diosa elfa, como correspondía a una
etrielle
. Cogiendo la espada con ambas manos levantó los ojos hacia el maestro y esperó expectante que éste dijera las palabras del juramento.
Pero Kymil se limitó a tomar aire. Sin saber qué ocurría, Arilyn se puso de pie, pero el elfo dorado se apartó de ella con los ojos fijos en la hoja de luna.
Arilyn bajó la vista. En sus manos la espada relucía con un tenue brillo azulado. La luz se fue haciendo cada vez más intensa hasta que, como si estuviera viva, se desprendió de la espada para tocar la neblina. Ésta se arremolinó espectralmente alrededor de los elfos. Ante sus atónitos ojos, la neblina siguió dando vueltas como si buscara algo y no lo encontrara. Finalmente, llegó a la estatua y pintó de azul el semblante de la diosa.
En un rincón de su mente Arilyn empezó a separar una percepción que se destacaba de la barahúnda de sus emociones. No sabía decir si era más bien una fría energía o la presencia de una extraña entidad, pero era una fuerza que estaba tanto dentro de ella como a su alrededor. Esa fuerza fue creciendo hasta que el jardín quedó bañado en un resplandor azul y todos los sentidos de Arilyn bullían con su poder. ¿Era ésa la sensación que producía la magia? Resultaba a la vez aterrador y extraño, aunque formaba parte de ella tanto como el brazo que sujetaba la espada. Impresionada, la semielfa arrojó la hoja de luna al suelo.
Instantáneamente, el jardín quedó sumido en la oscuridad, únicamente rota por la luna velada por la neblina y el resplandor de la espada que se apagaba rápidamente.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Arilyn en un suspiro, sobrecogida—. ¿Adónde se ha ido?
—No lo sé —admitió Kymil, regresando a su lado—. La hoja de luna es muy misteriosa.
Cautelosamente Arilyn levantó una mano para tocar la mano de piedra de la diosa posada en su corazón. A la muchacha le pareció que aún conservaba un pequeño resto de la luz azul.