El honorable colegial (70 page)

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Authors: John Le Carré

En primer lugar, ¿había sido necesario que Jerry fuera a ver a Ricardo? ¿Habría sido distinto el resultado para él de no haberlo hecho? ¿O aportó Jerry, tal como aún hoy afirman los defensores de Smiley, al ir a ver a Ricardo, el último impulso decisivo que sacudió el árbol e hizo caer el fruto anhelado? Para el Club de Partidarios de Smiley está clarísimo: La visita a Ricardo fue la gota que colmó el vaso e hizo que Ko se desmoronase. Sin ella, podría haber seguido a cubierto hasta que se levantase la veda y el propio Ko, y la información secreta con él relacionada, quedase a disposición de cualquiera. Y nada más. Y en vista de esto, los hechos demuestran una maravillosa relación de causa—efecto. Porque esto fue lo que pasó. Sólo seis horas después de que Jerry y Mickey, su chófer, hubiesen salido del polvo de aquella carretera del nordeste de Tailandia, toda la quinta planta del Circus estalló en una llamarada de extasiado júbilo que sin duda habría eclipsado la pira del Ford prestado de Mickey. En la sala de juegos, donde Smiley comunicó la noticia, el doctor di Salis llegó incluso a iniciar un torpe baile, y sin duda Connie se le habría unido si la artritis no la hubiera tenido atada a aquella maldita silla de ruedas.
Trot
aullaba, Guillam y Molly se abrazaron y entre tanto júbilo sólo Smiley conservaba su aire habitual de leve desconcierto, aunque Molly juró que le había visto ruborizarse mientras contemplaba con los ojos entornados a la concurrencia.

Acababa de llegar la noticia, dijo. Un mensaje rápido de los primos. Aquella mañana a las siete, hora de Hong Kong, Tiu había telefoneado a Ko a Star Heights, donde éste había pasado la noche relajándose con Lizzie Worth. Atendió el teléfono en principio la propia Lizzie. Pero Ko descolgó el otro aparato y ordenó a Lizzie que colgara inmediatamente, cosa que hizo. Tiu le había propuesto desayunar juntos en la ciudad en seguida: «En casa de George», dijo Tiu, para diversión de los transcriptores. Tres horas después, Tiu hablaba con su agente de viajes y hacía rápidos preparativos para un viaje de negocios a la China roja. Su primera parada sería en Cantón, donde China Airsea tenía un representante, pero su destino sería Shanghai.

¿Cómo se había puesto en contacto Ricardo con Tiu tan deprisa sin teléfono? La teoría más probable era que había utilizado el contacto de la policía del coronel con Bangkok. ¿Y desde Bangkok? Dios sabe. Telex, la red de cotizaciones, cualquier cosa. Los chinos tienen medios propios para hacer esas cosas.

Por otra parte, podía ser simplemente que la paciencia de Ko hubiera elegido aquel momento para hundirse por decisión propia… y aquel desayuno «en casa de George» podía tener como fin algo completamente distinto. De cualquier modo, era el acontecimiento que llevaban esperando mucho tiempo, la triunfal justificación de toda la tarea de Smiley. A la hora de comer. Lacon había llamado personalmente para dar la enhorabuena, y al atardecer Saul Enderby había tenido un gesto que jamás había mostrado ningún componente del grupo malo de Trafalgar Square. Había enviado una caja de champán de
Berry Brothers ana Rudd,
de excelente cosecha, una auténtica joya. La acompañaba una nota dirigida a George que decía: «Para el primer día de verano.» Y realmente, pese a ser finales de abril, lo parecía exactamente. Los plátanos estaban ya con hojas tras las gruesas cortinas de las plantas bajas. Más arriba, en la jardinera de la ventana de Connie, habían florecido los jacintos. «Rojos —dijo Connie, mientras bebía a la salud de Saul Enderby—. El color favorito de Karla, bendito sea.»

[4]
 Droga

18
El recodo del río

La base aérea no era ni bella ni victoriosa. Teóricamente estaba bajo mando tailandés. Pero, en la práctica, a los tailandeses les dejaban recoger la basura y ocupar los barracones que había cerca del perímetro. El puesto de control era una ciudad aparte. En medio de olores de carbón, orina, pescado en salmuera y gas butano, hileras de destartalados cobertizos metálicos realizaban las funciones históricas de la ocupación militar. Los burdeles estaban regidos por rufianes lisiados, las sastrerías ofrecían smokings de boda, las librerías, pornografía y libros de viaje, los bares se llamaban Sunset Strip, Hawaii y Lucky Time. En el barracón de la policía militar, Jerry preguntó por el capitán Urquhart, de relaciones públicas, y el sargento negro— se dispuso a echarle en cuanto dijo que era periodista. En el teléfono de la base, Jerry oyó mucho repiqueteo antes de que una voz lenta con acento sureño dijese:

—Urquhart no está aquí en este momento. Me llamo Master. ¿Quién habla?

—Nos conocimos el verano pasado en la conferencia del general Crosse —dijo Jerry.

—Vaya, hombre, así que nos conocimos allí —dijo la misma voz, asombrosamente lenta, que le recordó a Ansiademuerte—. Pague el taxi y despídalo. Y espere ahí fuera. Llegará un jeep azul. Aguárdelo.

Siguió un largo silencio; debían estar comprobando a qué claves correspondían Urquhart y Crosse en el libro.

Entraba y salía de la base un flujo continuo de personal de las fuerzas aéreas, blancos y negros, en grupos ceñudos y separados. Pasó un oficial blanco. Los negros le hicieron el saludo del poder negro. El oficial lo devolvió cautamente. Los soldados llevaban insignias como las de Charlie Mariscal en el uniforme, la mayoría de ellas alabando las drogas. El ambiente era hosco, de derrota y absurdamente violento. Los soldados tailandeses no saludaban a nadie. Nadie les saludaba a ellos tampoco.

Apareció un jeep azul con luces intermitentes y la sirena en marcha, que derrapó con estrépito al otro lado del barracón. El sargento hizo una seña a Jerry. Instantes después, receñían la pista a toda velocidad, camino de una larga hilera de cobertizos blancos y bajos que había en el centro del campo. El chófer era un muchacho larguirucho que mostraba todos los indicios de ser un novato.

—¿Eres tú Masters? —preguntó Jerry.

—No señor. Yo sólo le llevo los bultos al comandante —dijo.

Pasaron ante un astroso campo de béisbol, la sirena aullando, las luces intermitentes parpadeando aún.

—Estupenda cobertura —dijo Jerry.

—¿Cómo dice, señor? —gritó el muchacho, por encima del estruendo.

—Nada, nada.

No era la base más grande que Jerry había visto. Había visto otras mayores.

Pasaron ante hileras de Phantoms y de helicópteros y cuando ya se acercaban a los cobertizos blancos Jerry se dio cuenta de que constituían un complejo independiente con antenas de radio propias y un grupo independiente de aviones pequeños pintados de negro (fantasmas, solían llamarles) que antes de la retirada habían soltado y recogido a Dios sabe quién en Dios sabe dónde.

Entraron por una puerta lateral que abrió el muchacho. El corto pasillo estaba vacío y silencioso. Al fondo, había una puerta entornada, del tradicional palo de rosa falso. Masters llevaba uniforme de las fuerzas aéreas, de manga corta, con pocas insignias. Llevaba medallas y los galones de comandante y Jerry dedujo que era el tipo paramilitar de primo, quizás ni siquiera de carrera. Era cetrino y flaco, con un rictus de resentimiento en los finos labios y las mejillas chupadas. Estaba de pie ante una falsa chimenea, bajo una reproducción de Andrew Wyeth y tenía un aire extraño, como de desconexión. Era como si fuese deliberadamente lento porque todo el mundo tenía prisa. El muchacho hizo las presentaciones y se quedó allí indeciso. Masters le miró fijamente hasta que se fue y luego volvió su mirada incolora hacia la mesa de palo de rosa, donde estaba el café.

—Parece que necesita desayunar —dijo Masters.

Sirvió el café y le pasó un platito con donuts, todo en movimiento lento.

—Instrumentos —dijo.

—Instrumentos —repitió Jerry.

En la mesa, había una máquina de escribir eléctrica y papel normal al lado. Masters se dirigió torpemente a un sillón y se aposentó en el brazo. Luego, cogió un ejemplar de
Stars and Stripes
y se puso a leerlo ostentosamente mientras Jerry se acomodaba en la mesa.

—Tengo entendido que va a recuperarlo todo usted sólito —dijo Masters, mirando la revista—. Está bien, adelante.

Jerry prefirió su máquina portátil a la eléctrica. Se lanzó a teclear su informe en una serie de arrebatos rápidos que a él mismo le sonaban cada vez más fuerte a medida que avanzaba. Quizás le pasase igual a Masters pues alzaba la vista con frecuencia, aunque sólo hasta las manos de Jerry y hasta la destartalada máquina portátil.

Jerry le pasó su copia.

—Las órdenes son que permanezca aquí —dijo Masters, articulando las palabras concienzudamente—. Las órdenes son que permanezca aquí mientras transmitimos su mensaje. Sí, amigo, nosotros transmitiremos su mensaje. Sus órdenes son permanecer aquí esperando confirmación y más instrucciones. ¿Entendido? ¿Está entendido,
Sir
?

—Entendido —dijo Jerry.

—¿Se ha enterado de las buenas noticias, por casualidad? —inquirió Masters.

Estaban frente a frente. A menos de un metro de distancia. Masters miraba el mensaje de Jerry, pero sus ojos no parecían recorrer las líneas.

—¿Qué noticias son ésas, amigo?

—Acabamos de perder la guerra, señor Westerby. Sí, Sir. Los últimos valientes han escapado por el tejado de la Embajada de Saigón en helicóptero como un puñado de reclutas cogidos con el culo al aire en una casa de putas. Puede que a usted eso no le afecte. El perro del embajador sobrevivió, supongo que le alegrará saberlo. Los periodistas se lo llevaron en su lindo regazo. Quizás eso no le afecte a usted tampoco. Tal vez no le gusten los perros. Puede que sienta por los perros lo mismo que siento yo personalmente por los periodistas, señor Westerby,
Sir
.

Jerry ya había percibido por entonces el olor a brandy del aliento de Masters, olor que ninguna cantidad de café podía ocultar; y supuso que llevaba bebiendo mucho tiempo sin conseguir emborracharse.

—¿Señor Westerby,
Sir
?

—Sí, amigo.

Masters extendió la mano.


Amigo,
quiero que me dé la mano.

La mano quedó en el aire entre ambos, el pulgar hacia arriba.

—¿Por qué? —dijo Jerry.

—Quiero que me dé un apretón de manos de bienvenida,
Sir.
Los Estados Unidos de Norteamérica acaban de solicitar el ingreso en el club de potencias de segunda fila, del que, según tengo entendido, su propia y magnífica patria es presidente, director y miembro más antiguo.
¡Chóquela!


Es un orgullo tenerles a bordo —dijo Jerry y estrechó dócilmente la mano del comandante.

Le recompensó de inmediato una luminosa sonrisa de falsa gratitud.

—Vaya,
Sir
, es un magnífico detalle de su parte, señor Westerby. Cualquier cosa que podamos hacer para que esté más cómodo con nosotros, no tiene más que decirlo. Si quiere alquilar esto, no se rechaza ninguna oferta razonable, en serio.

—Podría pasarme un poco de whisky a través de las rejas —dijo Jerry, con una mueca mortecina.

—Con sumo placer —dijo Masters, arrastrando tanto las palabras que fue como un puñetazo lento—. Con muchísimo gusto, cómo no,
Sir
.

Masters le dejó con media botella de J amp; B, que sacó del mueble bar, y unos números atrasados de
Playboy.


Siempre los tenemos a mano para los caballeros ingleses que no consideraron oportuno alzar ni un dedo para ayudarnos —explicó, confidencialmente.

—Muy considerado por su parte —dijo Jerry.

—Ahora enviaré su carta a casa, a mamá. Por cierto, ¿qué tal
está
la reina?

Masters no cerró con llave, pero cuando Jerry tanteó el pomo de la puerta, comprobó que estaba cerrado. Las ventanas que daban al campo de aterrizaje eran de vidrios dobles ahumados. En la pista, aterrizaban y despegaban los aparatos sin un sonido. Así es como intentaban ganar, pensó Jerry: desde despachos insonorizados, a través de cristal ahumado, utilizando máquinas a distancia. Así es como perdieron. Bebió, sin sentir nada. Así que ya terminó todo, pensó, se acabó. ¿Cuál sería su siguiente etapa? ¿El padre de Charlie Mariscal? ¿Un paseíto por los Shans, y una charla íntima con el cuerpo de guardia del general? Esperó, los pensamientos acumulándose informes. Se sentó, luego se tumbó en el sofá y durmió un rato, nunca supo cuánto. Despertó bruscamente al oír música grabada interrumpida de vez en cuando por un anuncio de hogareña seguridad. ¿Haría el capitán Fulano esto y esto? En una ocasión, el locutor ofreció educación superior, luego, lavadoras rebajadas. Luego, oraciones. Jerry paseó por la habitación, nervioso por la calma de crematorio y por la música.

Se acercó a la otra ventana y vio que la cara de Lizzie se posaba, mentalmente, en su hombro, tal como se había posado una vez la de la huérfana, pero nada más. Bebió más whisky. Debería haber dormido en el camión, pensó. Tengo que dormir más. Así que al fin han perdido la guerra. El sueño no le había hecho ningún bien. Tenía la sensación de que hacía mucho tiempo que no dormía como a él le gustaba dormir. El buen Frostie había puesto punto final a aquello. Le temblaba la mano. Dios santo, te das cuenta. Pensó en Luke. Una vez estuvimos juntos en un lugar como éste. Debe estar ya de vuelta, si no le han volado el trasero de un zambombazo. Tengo que parar la máquina de pensar un poco, se dijo. Pero últimamente la vieja máquina a veces operaba por su cuenta. Demasiado, en realidad. Tengo que controlarla, se dijo con firmeza.
Amigo.
Pensó en las granadas de Ricardo. De prisa, pensó. Vamos, tomemos una decisión.
¿Adónde
tendré que ir ahora? ¿A ver a
quién?
Sin porqués. Tenía la cara seca y le ardía. Notaba las manos húmedas. Sentía un dolor sordo justo sobre los ojos. Maldita música, pensó. Maldita, maldita música de fin del mundo. Se puso a buscar angustiado un sitio donde desconectarla, pero de pronto vio a Masters plantado en la puerta con un sobre en la mano y nada en los ojos.

Jerry leyó el mensaje. Masters se acomodó de nuevo en el brazo del sillón.

—«Ven a casa, hijo» —canturreó Masters, remedando su propio acento sureño—. «Ven directamente a casa. No te entretengas. No te preocupes por el dinero.» Los primos te llevarán en avión hasta Bangkok. De Bangkok seguirás inmediatamente a Londres, Inglaterra,
no,
repito no Londres Ontario, en el vuelo que

elijas. No debes volver por ningún motivo a Hong Kong. ¡No lo hagas! ¡No,
Sir
! Misión cumplida,
hijito.
Gracias y bien hecho. Su Majestad está
emocionadísima.
Así que date prisa y ven a cenar a casa, tenemos pavo con maíz y pastel de arándanos. Oiga, amigo, da la sensación de que trabaja para una pandilla de maricas.

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