El honorable colegial (67 page)

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Authors: John Le Carré

—Voltaire, debo decirte honradamente que considero tu proposición puro cuento.

Y a continuación soltó una carcajada. Es decir, hizo un magnífico despliegue de sus blancos dientes que contrastaban con la barba recién recortada, y flexionó un poco los músculos del estómago, mantuvo fijos los ojos, inmóviles, sobre la cara de Jerry, mientras daba un sorbo a su vaso de whisky. Le han dicho lo que tenía que hacer, pensó Jerry, igual que a mí.

Si
aparece, déjale hablar,
le había dicho Tiu, sin duda. Y en cuanto Ricardo oyese lo que tenía que decir… ¿qué pasaría entonces?

—Tenía entendido que habías tenido un accidente, Voltaire —dijo Ricardo con tristeza, y cabeceó como si se quejase de la escasa calidad de su información—. ¿Quieres un trago?

—Me lo serviré yo mismo —dijo Jerry.

Los vasos estaban en un armario y todos eran de colores y tamaños distintos. Jerry se acercó muy tranquilo al armario y eligió un vaso largo de color rosa que tenía una chica vestida por fuera y otra desnuda por dentro. Se sirvió dos dedos de whisky, añadió un poco de agua y se sentó a la mesa frente a Ricardo, mientras éste le estudiaba, muy interesado.

—¿Haces ejercicio, levantamiento de pesos, o algo? —preguntó, confidencialmente.

—Sólo le doy a la botella —dijo Jerry.

Ricardo se rió exageradamente, sin dejar de examinarle con mucho detenimiento con sus grandes ojos chispeantes.

—Estuvo muy mal lo que le hiciste al pequeño Charlie, ¿sabes? No me gusta que te sientes en la cabeza de mi amigo en la oscuridad mientras él está con el pavo frío. Charlie tardará una buena temporada en recuperarse. Ésa no es forma de hacer amistad con los amigos de Charlie, Voltaire. Dicen que has sido grosero hasta con el señor Ko. Que sacaste a cenar a mi Lizzie. ¿Es verdad eso?

—La saqué a cenar.

—¿Jodiste con ella?

Jerry no contestó. Ricardo soltó otra carcajada que se cortó con la misma brusquedad con que había empezado. Bebió un buen trago de whisky y suspiró.

—Bueno, ojalá ella esté agradecida, no puedo decir más.

Jerry le interpretó mal, claro está.

—La perdono —dijo—. ¿De acuerdo? Si ves otra vez a Lizzie dile que yo, Ricardo, la perdono. Yo la enseñé. Yo la puse en el buen camino. Le expliqué muchísimas cosas, de arte, de cultura, de política, de negocios, de religión, le enseñé a hacer el amor y luego la mandé al mundo. ¿Dónde estaría ella sin mis relaciones? ¿Dónde? Viviendo en la selva con Ricardo, como un mono. Me lo debe todo.
Pigmalión:
¿Conoces esa película? Pues bien, yo soy el profesor. Yo le explico las cosas, ¿me entiendes? Le explico cosas que no puede explicarle ningún otro hombre más que Ricardo. Siete años en Vietnam. Dos años en Laos. Cuatro mil dólares al mes de la CIA y soy católico. ¿Crees que no puedo explicarle algunas cosas a una chica así, una chica sin raíces, una fregona inglesa? Ella tiene un niño, ¿lo sabías? Tiene un chico pequeño en Londres. Lo abandonó, ¿te imaginas? Menuda madre, eh. Peor que una puta.

Jerry no encontraba nada útil que decir. Contemplaba los dos grandes anillos de los dedos medios de la gruesa mano derecha de Ricardo, y los comparaba en el recuerdo con las cicatrices gemelas de la barbilla de Lizzie. Fue un golpe hacia abajo, decidió, un golpe cruzado de derecha cuando ella estaba debajo de él. Era raro que no le hubiese roto la mandíbula. A lo mejor se la había roto y se la habían curado bien.

—¿Te has quedado sordo, Voltaire? Te dije que me explicaras tu proposición. Sin prejuicios, comprendes. Aunque no me creo una palabra de ella.

Jerry se sirvió un poco más de whisky.

—Pensé que quizá si me explicaras lo que Drake Ko quería que hicieses aquella vez que volaste para él, y si Lizzie pudiera ponerme en contacto con Ko y los tres actuásemos de acuerdo y sin engaños, tendríamos una buena oportunidad de sacarle jugo.

Ahora que lo había dicho, sonaba aún peor que cuando lo había ensayado, pero no le importaba demasiado.

—Tú estás loco, Voltaire. Loco. Estás haciendo castillos en el aire.

—No si Ko te pidió que volases para él a la China continental. En ese caso no. No importa que Ko sea el amo de Hong Kong; si el gobernador se enterase de esa pequeña aventura, estoy seguro de que él y Ko dejarían inmediatamente de besarse. Eso para empezar. Hay más.

—¿Pero de qué me hablas, Voltaire? ¿China? ¿Qué disparate es ése? ¿La China
continental?

Y encogió sus relumbrantes hombros y bebió, sonriendo al vaso.

—No te entiendo, Voltaire —añadió—. Hablas por el culo. ¿Cómo puede ocurrírsete que haga yo un vuelo a China para Ko? Ridículo. Cómico.

Ricardo, como mentiroso, pensó Jerry, quedaba muy por debajo de Lizzie, y era decir mucho.

—El director de mi periódico así me lo hace pensar, amigo. Ese director es un tipo muy listo. Tiene muchísimos amigos influyentes y conocidos. Le cuentan cosas. Ahora, por ejemplo, mi editor tiene la bien fundada sospecha de que poco después de que murieses tan trágicamente en aquel accidente aéreo, vendiste un buen cargamento de opio en crudo a un amistoso comprador norteamericano dedicado a la represión de las drogas peligrosas. Mi director también me dijo que ese opio era de Ko, que tú no podías venderlo y que estaba destinado a la China continental. Sólo que tú decidiste operar por tu cuenta.

Y continuó directamente, mientras Ricardo le miraba por encima del borde de su vaso de whisky.

—Si eso es cierto, y si lo que se proponía Ko —continuó Jerry— era, digamos, reintroducir el hábito del opio en el Continente, despacio, pero creando poco a poco nuevos mercados, no sé si me entiendes, en fin, estoy seguro de que haría muchas cosas por impedir que esa información saliera en las primeras páginas de la Prensa mundial. Y eso no es todo, además. Hay otro asunto aún más lucrativo.

—¿De qué se trata, Voltaire? —preguntó Ricardo, y continuó mirándole con la misma fijeza que si le tuviese encañonado con el rifle—. ¿A qué otros aspectos te refieres? Sé amable y explícamelo, por favor.

—Bueno, creo que eso me lo guardaré —dijo Jerry con una franca sonrisa—. Creo que será mejor que lo tenga en reserva hasta que me des algo a cambio.

En ese momento, una chica subió las escaleras con cuencos de arroz y pollo hervido. Era esbelta y muy hermosa. Se oían voces debajo de la casa, entre ellas la de Mickey, y las risas del bebé.

—¿A quién tienes ahí, Voltaire? —preguntó perezosamente Ricardo, medio despertando de su ensueño—. ¿Te has traído algún chino guardaespaldas?

—No es más que el chófer.

—¿Trajo armas?

Al no recibir respuesta, Ricardo cabeceó asombrado.

—Estás completamente chiflado, amigo —comentó, mientras indicaba a la chica que se fuera—. Estás loco, sí, no hay duda.

Luego, le pasó un cuenco y palillos.

—Virgen santa —añadió—. Ese Tiu es un tipo muy peligroso. Y yo también lo soy. Pero esos chinos pueden llegar a ser muy jodidos, Voltaire. Si andas con bromas con un tipo como Tiu, puedes tener problemas muy graves.

—Les derrotaremos en su propio campo —dijo Jerry—. Utilizaremos abogados ingleses. Llevaremos la cosa tan arriba que no podrá echarla abajo ni un consejo de obispos. Reuniremos testigos. Tú, Charlie Mariscal, todos los demás que conozcas. Daremos datos y fechas de lo que hizo y dijo. Le enseñaremos a él una copia y meteremos las otras en un Banco y haremos un contrato con él. Firmado, sellado y entregado. Absolutamente legal. Eso es lo que a él le gusta. Ko es muy legalista. He estado repasando sus negocios. He visto sus declaraciones bancarias, sus cuentas. La historia está muy bien así. Pero con los otros aspectos de que te hablo, estoy seguro de que cinco millones es muy poco dinero. Dos para ti, dos para mí. Uno para Lizzie.

—Para ella nada.

Ricardo estaba inclinado sobre el archivo. Abrió un cajón y empezó a buscar, examinando folletos y correspondencia.

—¿Has estado alguna vez en Bali, Voltaire?

Ricardo sacó solemnemente unas gafas y se sentó otra vez a la mesa y empezó a examinar los papeles del archivo.

—Compré un poco de tierra hace unos años. Un trato que hice. Yo hago muchos tratos. Anduve por allí, monté a caballo, tenía una Honda 750, una chica. En Laos matamos a todo el mundo. En Vietnam incendiamos todo el país, así que me compré aquel terreno en Bali, un poco de tierra que por una vez no achicharramos y una chica que no matamos, ¿me entiendes? Cincuenta acres. Ven, ven aquí.

Mirando por encima del hombro de Ricardo, Jerry vio la copia del plano de un istmo dividido en solares numerados, y en el ángulo izquierdo, abajo, las palabras «Ricardo y Worthington LTD., Antillas Holandesas».

—Tú entras conmigo en el negocio, Voltaire. Vamos a hacer esto juntos, ¿de acuerdo? Construir cincuenta casas, una para cada uno, buena gente, Charlie Mariscal como encargado, se consiguen unas cuantas chicas, puede hacerse una colonia, artistas, algún concierto, ¿te gusta la música, Voltaire?

—Yo necesito datos concretos —insistió Jerry con firmeza—. Datos, fechas, lugares, declaraciones de testigos. Cuando me lo hayas dicho todo, trataremos eso. Te explicaré esos otros aspectos…, los lucrativos. Te explicaré todo el negocio.

—Sí, claro —dijo Ricardo distraído, estudiando aún el plano—. Vamos a joderle. Como está mandado.

Así es cómo vivían, pensó Jerry: con un pie en el país de las hadas y el otro en la cárcel, estimulándose unos a otros las fantasías. Una ópera de mendigos con tres actores.

Ricardo se enamoró entonces, durante un rato, de sus pecados y Jerry no pudo hacer nada para detenerle. En el mundo simple de Ricardo, hablar de uno mismo era llegar a conocer mejor a la otra persona. Así que habló de su gran corazón, de su gran potencia sexual y de lo que le preocupaba su mantenimiento, pero, sobre todo, habló de los horrores de la guerra, tema en el que se consideraba excepcionalmente bien informado.

—En Vietnam me enamoré de una chica, Voltaire. Yo, Ricardo, me enamoré. Es una cosa muy rara y para mí es sagrada. Pelo negro, esbelta, cara de virgen, las tetitas pequeñas. Por la mañana, yo paro el jeep cuando la veo camino de la escuela y ella me dice siempre «no». «Escucha —le digo—, Ricardo no es norteamericano, es mexicano.» Ella no ha oído hablar siquiera de México. Yo me vuelvo loco, Voltaire. Durante semanas, yo, Ricardo, vivo como un mono. A las otras chicas ya no las toco. Todas las mañanas. Luego, un día, voy ya en primera y ella alza la mano… ¡alto! Se pone a mi lado. Deja la escuela, va a vivir a un kampong, no recuerdo el nombre. Llegan los B52 y destrozan el pueblo. Un héroe que no leyó bien el plano. Las ciudades pequeñas, las aldeas, son como piedras en la playa, todas son iguales. Yo estoy en el helicóptero detrás. Nada me detiene. Charlie Mariscal está conmigo y me grita que estoy loco. Me da igual. Bajo, aterrizo, la busco. Toda la aldea ha muerto La encuentro. También ella está muerta, pero la encuentro. Vuelvo a la base, la policía militar me pega, siete días de reclusión en solitario, me degradan. A mí. A Ricardo.

—Eres un pobrecillo —dijo Jerry, que había jugado antes aquel juego y lo odiaba… podías creer o no creer en él, pero lo odiabas siempre.

—Tienes razón —dijo Ricardo, agradeciendo con una inclinación el homenaje de Jerry—. Pobre es la palabra correcta. Nos tratan como a los aldeanos. Charlie y yo hacemos cualquier porte. Nunca nos pagaron lo que merecíamos. Heridos, muertos, fragmentos de cadáveres, droga. Por nada. Dios mío, aquello sí que era serio, aquella guerra. Entré dos veces en la provincia de Yunnan. Yo no tengo miedo. Ninguno. Ni siquiera mi buena planta me hace temer por mí.

—Contando el viaje de Drake Ko —le recordó Jerry—, habrías estado allí tres veces, ¿no?

—Instruyo pilotos para las fuerzas aéreas camboyanas. Por nada. ¡Las fuerzas aéreas camboyanas, Voltaire! Dieciocho generales, cincuenta y cuatro aviones… y Ricardo. Si terminas el período acordado, te consigues un seguro de vida, ése es el trato. Cien mil dólares norteamericanos. Sólo para ti. Si Ricardo muere, sus parientes no reciben nada. Ése es el acuerdo. Ricardo lo hace, lo acepta todo. Hablo con unos amigos de la legión extranjera francesa y resulta que ellos conocen el truco, me avisan. «Cuidado, Ricardo. Pronto empezarán a mandarte a los peores sitios para que no puedas volver. Y así no tendrán que pagarte.» Los camboyanos quieren que vuele con la mitad del combustible que necesito. Yo consigo depósitos de ala y me niego. Otra vez me estropean los frenos hidráulicos. Cuido yo mismo el aparato. Así no te matan. Escucha, si le hago una seña, Lizzie vuelve conmigo, ¿entiendes?

Había terminado la comida.

—¿Y cómo te fue luego con Tiu y Drake? —interrumpió Jerry. En una confesión, decían en Sarratt, lo único que tienes que hacer es desviar un poco la corriente.

A Jerry le parecía, por primera vez, que Ricardo le miraba con toda la intensidad de su estupidez animal.

—Me desconciertas, Voltaire. Si te digo demasiado, tengo que matarte. Yo soy muy hablador, ¿me entiendes? Aquí estoy muy solo, parece que estoy condenado a estar siempre solo. Me gusta tener a alguien, hablar, y luego me arrepiento. Recuerdo mis compromisos, ¿entiendes?

Entonces se apoderó de Jerry una gran calma interior; el hombre de Sarratt se convirtió en el ángel memorizador de Sarratt, sin más papel a jugar que recibir y recordar. Operativamente, sabía que estaba cerca del final de la ruta: aunque el camino de vuelta fuese, en el mejor de los casos, indeterminable. Operativamente, por todos los precedentes de que disponía deberían haber sonado en sus oídos sobrecogidos mudas campanadas de triunfo. Pero no había sido así. Y este hecho era una temprana advertencia de que su investigación ya no coincidía, en ningún aspecto, con la de los planificadores de Sarratt.

Al principio, la historia (con concesiones a la desmesurada vanidad de Ricardo) se ajustaba bastante a lo que había contado Charlie Mariscal. Tiu llegó a Vietnam vestido como un
coolie
y oliendo a gato y preguntó por el mejor piloto de la ciudad y, naturalmente, le remitieron de inmediato a Ricardo que, casualmente, se hallaba descansando entre dos compromisos de trabajo y disponible para determinadas tareas especializadas y muy bien pagadas del campo de la aviación.

Ricardo, a diferencia de Charlie Mariscal, contaba su historia con una franqueza estudiada, como si creyese estar tratando con intelectos inferiores al suyo. Tiu se presentó como un individuo con amplias relaciones en la industria aeronáutica, mencionó su imprecisa relación con Indocharter y pasó al terreno que ya había cubierto con Charlie Mariscal. Aludió por último al proyecto concreto que tenía entre manos… lo que significaba, según el estilo sutil de Sarratt, proveer a Ricardo de una historia de cobertura. Cierta importante empresa mercantil de Bangkok, con la que tenía el orgullo de estar relacionado, explicó Tiu, estaba a punto de llegar a un acuerdo, absolutamente legítimo, con ciertos funcionarios de un país vecino y amigo.

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