El honorable colegial (32 page)

Read El honorable colegial Online

Authors: John Le Carré

—Querida mía —dijo—.
Querida mía.

Ella temblaba. Era una especie de dormitorio—estar con un hornillo y un lavabo y había además un retrete independiente con ducha. Eso era todo. Cruzó ante ella hasta el lavabo, desenvolvió el hígado y se lo dio a la gata.

—Oh, Bill, la mimas demasiado —dijo Phoebe, sonriendo a las flores.

Él había dejado un sobre castaño sobre la cama, pero ninguno de los dos lo mencionaba.

—¿Qué tal William? —dijo ella, jugando con el sonido de su nombre.

Craw había colgado el sombrero y el bastón en la puerta y servía whisky: sólo para Phoebe, soda para él.

—¿Qué tal Phoebe? Eso es más adecuado. ¿Qué tal han ido las cosas por ahí fuera en esta semana larga y fría, eh Phoebe?

Ella había deshecho la cama y colocado un frívolo camisón en el suelo porque, para la vecindad, Phoebe era la bastarda semi—
kwailo
que puteaba con el gordo demonio extranjero. Sobre los arrugados almohadones colgaba su postal de los Alpes suizos, el cuadro que al parecer tenían todas las chicas chinas, y en la mesita de noche la fotografía de su padre inglés, la única foto que ella había visto de él en toda su vida: un empleado de Dorking, Surrey, a poco de su llegada a la isla, cuello redondo, bigote y unos ojos de mirada fija y un tanto desquiciada. Craw a veces se preguntaba si se la habrían sacado después de muerto.

—Ahora ya va todo bien —dijo Phoebe—. Va todo bien
ya,
Bill.

Estaba junto al hombro de él, llenando el jarrón, y las manos le temblaban mucho, cosa que solía pasarle los domingos; llevaba un vestido gris tipo túnica en honor a Pekín y el collar de oro que le habían regalado para celebrar su primera década de servicios al Circus. En un ridículo arrebato de galantería, la Oficina Central había decidido encargarlo en Asbrey’s, y enviarlo luego por valija, con una carta personal (firmada por Percy Alleline, el infortunado predecesor de George Smiley) que se le había permitido leer, pero no conservar. Tras llenar el jarrón intentó llevarlo a la mesa, pero derramó agua, así que Craw se hizo cargo de él.

—Vamos, vamos, tómatelo con calma, mujer.

Ella se quedó inmóvil un momento, aún sonriéndole; y luego, con un largo y lento sollozo de reacción, se desmoronó en un sillón. A veces, lloraba, a veces estornudaba, o era muy escandalosa y se reía demasiado, pero siempre reservaba el momento culminante para la llegada de él, fuesen cuáles fuesen las circunstancias.

—Bill, me asusto tanto a veces.

—Lo sé, mujer, lo sé —se sentó a su lado, cogiéndole la mano.

—Ese chico nuevo de las miradas. Me
mira fijo,
Bill, observa todo lo que hago. Estoy segura de que trabaja para alguien. ¿Para quién trabaja, Bill?

—Quizás esté algo enamorado —dijo Craw, con su tono más suave, mientras le daba rítmicas palmadas en el hombro—. Tú eres una mujer atractiva, Phoebe. No lo olvides, querida. Puedes ejercer una influencia sin saberlo.

Fingía una firmeza paternal.

—Dime, ¿has estado coqueteando con él? Hay otra cosa, además. Una mujer como tú puede coquetear sin darse cuenta de que lo hace. Un hombre de mundo advierte esas cosas, Phoebe. Sabe diferenciar.

La semana anterior era el conserje de abajo. Phoebe decía que anotaba las horas en que ella entraba y salía. Y la semana antes era un coche que veía constantemente, un Opel verde, siempre el mismo. La solución era calmar sus temores sin desalentar su vigilancia: porque un día (y Craw nunca se permitía olvidarlo), un día, ella tendría razón. Sacando un montón de notas manuscritas de la mesita, Phoebe inició su tarea de descodificación, pero con tal brusquedad que Craw quedó desbordado. Phoebe tenía un rostro pálido y ancho que no llegaba a ser bello en ninguna de las dos razas. Tenía el tronco largo, las piernas cortas, y las manos sajonas, fuertes y feas. Sentada allí al borde de la cama, le pareció de pronto una matrona. Se había puesto unas gruesas gafas para leer. Cantón enviaba un comisario estudiantil para informar en las reuniones de los martes, decía, así que la reunión del jueves quedaba clausurada y Ellen Tuo había perdido una vez más su oportunidad de ser secretaria por una noche…

—Eh, calma, por favor —exclamó Craw, riéndose—. ¡Dónde está el fuego, por amor de Dios!

Abriendo un cuaderno sobre las rodillas, intentó seguirla en su tarea de descodificación. Pero Phoebe no se arredraba, ni siquiera ante Bill Craw, aunque le hubieran dicho que en realidad era un coronel, más aún. La quería detrás de toda la confesión. Uno de sus objetivos habituales era un grupo intelectual izquierdista de estudiantes universitarios y periodistas comunistas que la habían aceptado de un modo un tanto superficial. Había estado informando sobre aquel grupo una vez por semana sin grandes avances. Ahora, por alguna razón desconocida, el grupo había iniciado un período de gran actividad. Billy Chan había sido llamado a Kuala Lumpur para una conferencia especial, dijo Phoebe, y a Johnny y a Belinda Fong les habían pedido que buscasen un almacén seguro para montar una imprenta. La noche se acercaba a toda prisa. Mientras ella continuaba a la carrera, Craw se levantó discretamente y encendió la lámpara para que la luz eléctrica no la afectara excesivamente cuando oscureciese del todo.

Se había hablado de reunirse con los fukieneses en North Point, dijo Phoebe, pero los camaradas universitarios se opusieron, como siempre.

—Se oponen a
todo —
decía furiosa Phoebe—, los muy pretenciosos. Y esa perra estúpida de Belinda lleva meses sin pagar las cuotas y es muy probable que la echemos del partido si no deja de jugar.

—Y con mucha razón, querida —dijo sosegadamente Craw.

—Johnny Fong dice que Belinda está embarazada y que no es suyo. En fin, ojalá lo esté. Así tendría que callarse… —dijo Phoebe, y Craw pensó; «Tuvimos ese problema un par de veces
contigo, si no
recuerdo mal, y no te hizo callar, ¿verdad?»

Craw anotaba obedientemente, sabiendo que ni Londres ni nadie leería jamás una palabra de aquello. En sus tiempos de prosperidad, el Circus se había introducido en docenas de grupos así, con la esperanza de penetrar a su debido tiempo en lo que estúpidamente se denominaba el tren de enlace Pekín—Hong Kong y poner así un pie en el Continente. El plan se había desmoronado y el Circus no tenía orden de actuar como perro guardián de la seguridad de la Colonia, papel que se reservaba celosamente para sí la Rama Especial. Pero los barquitos, como muy bien sabía Craw, no podían cambiar de rumbo tan fácilmente como los vientos que les impulsaban. Craw le daba cuerda a Phoebe, interviniendo con preguntas orientadoras, comprobando fuentes y subfuentes. ¿Era puro rumor, Phoebe? Bueno, ¿dónde consiguió eso Billy Lee, Phoebe? ¿No es posible que Billy Lee estuviese bordando un poco la historia… adornándola un poquito, eh Phoebe? Utilizaba este término periodístico porque, como Jerry y el propio Craw, la otra profesión de Phoebe era el periodismo, era cronista de sociedad independiente que alimentaba la Prensa en lengua inglesa de Hong Kong con chismes sobre el estilo de vida de la aristocracia china local.

Escuchando, esperando, improvisando como los actores, Craw se explicaba a sí mismo la historia que contaba Phoebe, lo mismo que la había explicado hacía cinco años en el curso de repaso, en Sarratt, cuando volvió allí para una rectificación en magia negra. El acontecimiento de la quincena, le dijeron después. Lo habían convertido en una sesión plenaria, previendo ya lo que había de ser. Había acudido a oírle hasta el personal directivo. Los que estaban Ubres de servicio habían pedido una furgoneta especial que les llevase desde su urbanización de Watford. Sólo para oír al viejo Craw, el agente oriental, sentado allí bajo las astas de ciervo en la biblioteca transformada, resumir toda una vida en el oficio.
Agentes que se recluían a sí mismos,
rezaba el título. En el pódium había un atril, pero no lo utilizó. Se sentó en una simple silla, sin chaqueta y con la barriga colgando sobresaliente y las rodillas separadas y sombras de sudor oscureciéndole la camisa, y se lo explicó como se lo habría explicado a los del Club de Bolos de Shanghai un sábado de tifón en Hong Kong, si las circunstancias lo hubieran permitido.

Agentes que se recluían a sí mismos, Señorías.

Nadie conocía mejor el trabajo, le dijeron… y él les creyó. Si el hogar de Craw era el Oriente, los barquitos eran su familia, y él les prodigaba todo el cariño para el que el mundo no secreto no le había dado nunca un desahogo. Dios sabe por qué. Les educaba y adiestraba con un amor que habría honrado a un padre; y el momento más duro de su vida fue cuando Tufty Thesinger emprendió su fuga a la luz de la luna y le dejó sin previo aviso, temporalmente, sin un objetivo o una línea vital de comunicación.

Algunas personas son agentes natos. Monseñores (les dijo), destinados a la tarea por el momento histórico, el lugar y su propia disposición natural. En tales casos, todo es simplemente cuestión de quién llegaba primero a ellos. Eminencias.

—Si somos nosotros; si es la oposición; o si son los malditos misioneros.

Risas.

Luego, los historiales del caso con nombres y lugares cambiados, y entre ellos precisamente nombre cifrado Susan, un barquito del género femenino, señores, escenario Sudeste asiático, nacida en el año de la confusión, en 1941, de sangre mezclada. Se refería a Phoebe Wayfarer.

—Padre un empleado pobre de Dorking, Eminencias. Llegó a Oriente para incorporarse a una de las firmas escocesas que saqueaban la costa seis días por semana y rezaban a Calvino el séptimo. Demasiado pobre para conseguir una esposa europea, camaradas, toma a una chica china prohibida y la instala por unas cuantas monedas, y el resultado es nombre cifrado Susan. Ese mismo año aparecen en escena los japoneses. Sea Singapur, Hong Kong, o Malasia, la historia es la misma. Monseñores. Aparecen de la noche a la mañana. Para quedarse. En el caos, el padre de nombre cifrado Susan hace algo muy noble: «Al diablo la prudencia». Eminencias, dice: «Es hora de que los hombres buenos y fieles se levanten y se les pueda señalar.» Así que se casa con la dama. Señorías, una conducta que yo normalmente no aconsejaría, pero lo hace, y una vez casado con ella bautiza a su hija nombre cifrado Susan y se incorpora a los voluntarios, que era un magnífico cuerpo de tontos heroicos que formaron una guardia local contra las hordas niponas. Al día siguiente, como no era un soldado nato. Señorías, el invasor japonés le vuela el culo de una andanada y rápidamente expira. Amén. Que el oficinista de Dorking descanse en paz. Señorías.

Mientras el viejo Craw se santigua, ráfagas de risa recorren la sala. Craw no se ríe con ellos, sino que se muestra serio. Hay caras nuevas en las dos primeras filas, rostros en bruto, sin arrugas, rostros de televisión; Craw supone que son los nuevos aspirantes llevados allí para oír al Grande. Su presencia estimula la capacidad del viejo. A partir de entonces, no pierde de vista las primeras filas.

—Nombre cifrado Susan aún está en pañales cuando su buen padre recibe el tiro de gracia, amigos, pero lo recordará toda la vida: cuando la suerte está echada, los ingleses responden a sus compromisos. Cada año que pasa, amará un poco más a aquel héroe muerto. Después de la guerra, la empresa de su padre la recuerda durante un año o dos y luego convenientemente la olvida. Da igual. A los quince años, está enferma de tener que mantener a su madre enferma y trabajar en los salones de baile para financiarse los estudios. Da igual. Un asistente social establece contacto con ella; por fortuna, pertenece a nuestra distinguida estirpe. Reverendos; y la guía en nuestra dirección.

Craw se enjuga el sudor de la frente y continúa:

—La ascensión de nombre cifrado Susan a la riqueza y la santidad ha comenzado. Señorías —proclama—. Bajo la cobertura de periodista, la ponemos en juego, le damos a traducir periódicos chinos, la mandamos a unos cuantos recados de poca monta, la complicamos en nuestra actividad, completamos su educación y la adiestramos en trabajo nocturno. Un poco de dinero, un poco de protección, un poco de amor, un poco de paciencia y, al poco tiempo, nuestra Susan tiene a su cargo siete viajes legales a la China continental, que incluyen ciertas operaciones bastante peligrosas. Diestramente realizadas. Eminencias. Ha hecho de correo y ha conseguido establecer contacto con un tío suyo de Pekín, con buenos resultados. Todo esto, amigos, pese al hecho de que es mestiza y de que los chinos en principio no confían en ella.

—¿Y quién pensaba ella que era el Circus, todo ese tiempo? —gritó Craw a su embelesado público—. ¿Quién creía ella que éramos, amigos?

El viejo mago baja un poco la voz y alza un gordo índice:

—Su padre —dice, en el silencio—. Nosotros somos el difunto oficinista de Dorking. San Jorge, eso es lo que somos. Limpiando las comunidades chinas ultramarinas de
elementos dañinos,
sea eso lo que sea. Acabando con las sociedades secretas y los monopolios del arroz y las bandas del opio y la prostitución infantil. Nos veía incluso, cuando tenía que hacerlo, como los aliados secretos de Pekín, porque en el fondo nosotros, el Circus, perseguíamos los mismos intereses que todo
buen
chino.

Craw paseó una mirada feroz por las hileras de rostros infantiles que anhelaban ser duros.

—¿Veo sonreír a alguien, Eminencias? —preguntó, con voz de trueno. No veía sonreír a nadie.

—Y les diré, caballeros —concluyó—, que una parte de ella sabía perfectamente que todo era mentira y exageración. Ahí es donde intervienes
tú.
Ahí es donde debe estar al quite siempre el agente de campo. ¡Sí! Amigos, nosotros somos mantenedores de la fe. Si se tambalea, la fortalecemos. Cuando se desploma, extendemos los brazos para sujetarla.

Había alcanzado su cenit. En contrapunto, bajó la voz hasta un suave murmullo.

—Aunque la fe siempre sea la chifladura que es. Eminencias, no hay que despreciarla. Tenemos muy poco más que ofrecer en estos tiempos. Amén.

El viejo Craw recordaría durante toda su vida, a su manera desvergonzadamente emotiva, el aplauso.

Terminado el trabajo de descodificación, Phoebe se inclinó hacia adelante, los codos en las rodillas, los nudillos de sus grandes dedos apoyados unos en otros como amantes cansados. Craw se levantó solemnemente, recogió las notas que ella había dejado sobre la mesa y las quemó en el hornillo de gas.

Other books

Slay (Storm MC #4) by Nina Levine
For Eric's Sake by Carolyn Thornton
Never Love a Scoundrel by Darcy Burke
The English American by Alison Larkin
Fire Raiser by Melanie Rawn
Carmilla by J Sheridan le Fanu