El honorable colegial (72 page)

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Authors: John Le Carré

Como pie de página involuntariamente irónico de su partida, Smiley dejó una larga nota manuscrita dirigida a Jerry, para que se la entregasen cuando llegara al Circus, felicitándole por su magnífica labor. La copia de esta carta aún figura en el expediente de Jerry. A nadie se le ha ocurrido citarla. Smiley habla de la «firme lealtad» de Jerry y de «la coronación de más de treinta años de servicios». Incluye un mensaje apócrifo de Ann «que también quiere desearte una carrera igual de brillante como novelista». Y acaba, con cierta torpeza, con el sentimiento de que «uno de los privilegios de nuestro trabajo es el que nos proporcione compañeros tan magníficos. Debo decirte que todos pensamos de ti en estos términos».

Algunas personas se preguntan aún por qué nadie se había mostrado inquieto por las andanzas de Jerry anteriores a la salida de la expedición. Después de todo, llevaba varios días de retraso. Estas personas buscan, también en este caso, echarle la culpa a Smiley, pero no hay prueba alguna de negligencia por parte del Circus. Para transmitir el informe de Jerry desde la base aérea del nordeste de Tailandia (su último mensaje) los primos habían montado una línea a través de Bangkok directamente al Anexo de Londres. Pero esta línea sólo era válida para un mensaje y una respuesta, no estaba prevista una continuación del contacto. En consecuencia, cuando llegó el aviso se encauzó primero hacia Bangkok por la red militar, luego a los primos de Hong Kong en su red (dado que Hong Kong tenía derecho absoluto sobre cualquier material relacionado con el caso Dolphin) y sólo entonces, y con el comentario de «Rutinario» fue enviado desde Hong Kong a Londres, donde anduvo por varias bandejitas de correspondencia con contrachapado de palo de rosa, hasta que alguien advirtió su importancia. Y hemos de admitir que el lánguido comandante Masters había prestado muy poca atención a la no aparición, como diría más tarde, de cierto marica inglés en tránsito. «suponemos tendréis explicación ahí», termina su mensaje. El comandante Masters vive ahora en Norman, Oklahoma, donde dirige un pequeño negocio de reparación de automóviles.

Y tampoco los caseros tenían motivo —alguno para asustarse… o al menos eso es lo que siguen alegando. Las instrucciones de Jerry, al llegar a Bangkok, eran buscarse un vuelo, cualquiera, utilizando su tarjeta de viajes aéreos, y plantarse en Londres. No se mencionaba ninguna fecha, ni ningunas líneas aéreas. El objetivo era dejar que las cosas fluyesen. Lo más probable era que se hubiera quedado en algún sitio a divertirse un poco. Son muchos los agentes de campo que lo hacen cuando vuelven a casa, y en el expediente de Jerry figuraba el comentario de que era muy voraz sexualmente. Así que siguieron con su revisión habitual de las listas de vuelo e hicieron una inscripción provisional en Sarratt para la ceremonia de reciclaje y secado de dos semanas, y luego centraron su atención en el asunto mucho más urgente de organizar la casa franca del asunto Dolphin. Era una casa de campo encantadora, bastante aislada, aunque dentro de un pueblo ferroviario de Maresfield, en Sussex, y casi todos los días hallaban una razón para bajar hasta allí. Había que acomodar en ella no sólo a di Salís y a una buena parte de su archivo chino sino a un pequeño ejército de intérpretes y transcriptores, además de los técnicos, las niñeras y un doctor que hablaba chino. Los habitantes del lugar empezaron a quejarse en seguida ruidosamente a la policía de la afluencia de japoneses. El periódico local publicó un reportaje explicando que eran una compañía de baile de visita en el país. La filtración había sido obra de los caseros.

Jerry no tenía nada que recoger en el hotel, y en realidad ni siquiera hotel, pero sabía que tenía una hora para largarse, quizá dos. Estaba seguro de que los norteamericanos tenían controlada toda la ciudad y sabía que si Londres lo pedía, el comandante Masters no tendría problema para radiar el nombre y la descripción de Jerry como desertor norteamericano que viajaba con pasaporte de otra nacionalidad. En cuanto el taxi salió de las verjas, por tanto, le ordenó dirigirse al extremo sur de la ciudad, esperó y luego cogió otro taxi y se encaminó en dirección norte. Sobre los arrozales había una niebla húmeda y la carretera corría recta e interminable entre ella. La radio emitía voces tailandesas femeninas como un poema infantil inacabable en cámara lenta. Pasaron por delante de una base de material electrónico norteamericano, una alambrada circular de medio kilómetro de ancho flotando en la niebla, a la que en la ciudad llamaban la Jaula del Elefante. Punzones gigantescos delimitaban el perímetro y, en medio, rodeada de redes de alambre nudosa, ardía, como la promesa de una guerra futura, una sola luz infernal. Había oído que había allí mil doscientos estudiantes de idiomas, pero no se veía un alma.

Necesitaba tiempo; en realidad, necesitaba más de una semana. Ahora incluso, necesitaba todo ese tiempo para llegar al punto de destino, porque Jerry en el fondo era un soldado y votaba con los pies.
En el principio era la acción,
solía decirle Smiley, en su actitud de sacerdote fracasado, citando a uno de sus poetas alemanes. Jerry había convertido esta simple máxima en pilar de su sencilla filosofía. Lo que un hombre piensa es asunto suyo. Lo importante es lo que hace.

Llegó al Mekong al atardecer, eligió una aldea y paseó perezosamente un par de días por la orilla del río, con la bolsa al hombro y dando patadas a una lata vacía de coca—cola con la puntera de su bota de cabritilla. En la otra orilla, tras pardos montes como hormigueros, corría la ruta Ho Chi—Minh. Jerry había visto en una ocasión caer un B52 desde aquel mismo punto, a tres millas de Laos Central. Recordaba cómo se había estremecido la tierra a sus pies, cómo se había vaciado el cielo y se había incendiado, y había sabido lo que era estar en medio del asunto; lo supo realmente por un instante.

La misma noche, utilizando su animosa frase, Jerry Westerby se corrió la gran juerga, muy en la línea de lo que los caseros esperaban de él, aunque no en las mismas circunstancias exactas. En un bar de la ribera donde tocaban viejas melodías en un gramófono automático, bebió whisky del mercado negro y se sepultó noche tras noche en el olvido, conduciendo a una risueña chica tras otra por las escaleras a oscuras a una mísera habitación, hasta que por fin se quedó allí durmiendo y no volvió a bajar. Despertó sobresaltado, con la cabeza despejada, al amanecer, al cantar de los gallos y al traqueteo del tráfico fluvial. Se obligó a pensar larga y generosamente en su camarada y mentor George Smiley. Fue un acto de la voluntad lo que le empujó a hacerlo, casi un acto de obediencia. Sencillamente, quería repasar los artículos de su credo y hasta entonces su credo había sido el buen George. En Sarratt, tienen una actitud muy mundana y tranquila respecto a las motivaciones de un agente de campo, y no tienen la menor paciencia con el fanático de ojos relampagueantes que rechina los dientes y dice «odio el comunismo». Si tanto lo odia, dicen ellos, lo más probable es que ya esté enamorado de él. Lo que en realidad les gusta (y lo que poseía Jerry, lo que Jerry
era,
en realidad) es el tipo que no tiene demasiado tiempo para palabras y lisonjas, pero al que le gusta el servicio y sabe (aunque no haga ostentación de ello) que
nosotros
tenemos razón.
Nosotros
era, necesariamente, una idea flexible, pero para Jerry significaba George y eso era todo.

El buen George. Super. Buenos días.

Le vio tal como más le gustaba recordarle: la primera vez que se vieron, en Sarratt, poco después de la guerra. Jerry era aún un subalterno del ejército, estaba terminando ya su periodo de servicio y Oxford se alzaba frente a él, y le resultaba todo terriblemente aburrido. El curso era para Ocasionales de Londres: gente que había hecho alguna cosilla sin pertenecer oficialmente a la nómina del Circus, a la que se preparaba como reserva auxiliar. Jerry se había ofrecido ya como voluntario para un empleo fijo allí, pero el personal del Circus le había rechazado, con lo que no mejoró precisamente su estado de ánimo. Así que cuando apareció Smiley en el local de conferencias, calentado con keroseno, con su grueso abrigo y sus gafas, Jerry gruñó para sí y se dispuso a soportar otros chirriantes cincuenta minutos de aburrimiento (sobre sitios buenos para buscar buzones seguros, lo más probable), seguidos de una especie de paseo clandestino por el campo a la busca de árboles huecos en cementerios. Hubo comedia mientras el personal de dirección forcejeó para bajar el podio de modo que George pudiera ver por encima de él. Al final, se colocó un poco melindrosamente a un lado y anunció que el tema de aquella tarde era «Problemas que se plantean para mantener líneas de correo dentro de territorio enemigo». Jerry advirtió en seguida que no hablaba basándose en el libro de texto sino en la experiencia: que aquel pedantuelo sabihondo de tímida voz y ademanes apocados se había pasado tres años trabajando en un remoto pueblo alemán, sosteniendo los hilos de una red muy respetable, mientras esperaba la bota que atravesara el panel de la puerta o la culata de una pistola en la cara que le introducirían a los placeres del interrogatorio.

Terminada la reunión, Smiley quiso verle. Se entrevistaron en un rincón de un bar vacío, bajo las astas de ciervo, donde colgaba el tablero de los dardos.

—Siento mucho que no pudiésemos incluirte —dijo—. Creo que todos pensamos que primero necesitas un poco de tiempo
fuera.

Era su forma de decir que aún estaba verde. Jerry recordó, demasiado tarde, que Smiley era uno de los miembros sin voz del comité de selección que le había rechazado.

—Tal vez si te licencias y te introduces en alguna actividad distinta, cambien de modo de pensar. No pierdas contacto, ¿quieres?

Y después de aquello, de un modo u otro, el amigo George había estado siempre presente. El buen George, que nunca se sorprendía ni perdía la calma, había encauzado con suavidad pero con firmeza la vida de Jerry hasta que ésta pasó a ser propiedad del Circus. El imperio de su padre se desmoronó: George estaba allí esperando con las manos abiertas para coger a Jerry. Sus matrimonios se desmoronaron: George se pasaba la noche con él, sosteniéndole.

—Siempre he agradecido a este servicio el que me diese una oportunidad de pagar —había dicho Smiley—. Estoy seguro de que uno debe sentir eso. No creo que debamos tener miedo a… consagramos a una causa. ¿Soy anticuado por decir esto?

—Tú dime lo que tengo que hacer y lo haré —había contestado Jerry—. Dime cuál es la jugada y la haré.

Aún tenía tiempo. Lo sabía. Un tren hasta Bangkok, luego un avión y a casa, y lo más que podía pasarle era una pequeña bronca por retrasarse unos días. A casa, repitió para sí. Todo un problema. ¿Era su casa la Toscana y el terrible vacío de la cima de aquella colina sin la huérfana? ¿O la vieja Pet, tras pedirle disculpas por lo de la taza? ¿O el amigo Stubbsie, y el nombramiento como plumífero de mesa, con responsabilidad especial de rechazar artículos? ¿O era su casa el Circus?: «Pensamos que lo que más te gustaría sería la Sección de Banca.» Incluso (gran idea) podía ser Sarratt, tarea de adiestramiento, ganar el corazón y el pensamiento de nuevos aspirantes mientras hacía su peligroso recorrido diario desde su dúplex de Watford.

La tercera o cuarta mañana despertó muy temprano. Estaba amaneciendo sobre el río, que se volvió primero rojo, luego anaranjado, color castaño luego. Un grupo de búfalos de agua se revolcaba en el barro, tintineaban sus cencerros. En medio del río había tres sampanes unidos por una red barredera larga y complicada. Oyó un silbido y vio una red curvarse y caer luego como granizo en el agua.

Sin embargo, no es por falta de un futuro por lo que estoy aquí, pensó. Es por falta de un presente.

Tu casa es donde vas cuando escapas de otras casas, pensó. Lo cual me lleva a Lizzie. Terrible problema. Al desván con él. Hay que desayunar.

Sentado en la galería de teca, comiendo huevos y arroz, Jerry recordó cómo le había comunicado George la noticia de lo de Haydon. Bar El Vino, Fleet Street, un mediodía lluvioso. A Jerry nunca le había sido posible odiar a alguien mucho tiempo y, tras la sorpresa inicial, en realidad no había habido mucho más que decir.

—Bueno, no tiene objeto llorar por algo que ya ha pasado, ¿verdad, amigo? No podemos dejar el barco a las ratas. Hay que seguir con el servicio, ése es el asunto.

Smiley estaba de acuerdo con esto. Sí, el asunto era ése, el servicio, agradecer la oportunidad de pagar. Jerry había experimentado una especie de alivio extraño por el hecho de que Bill fuera miembro del clan. Él nunca había dudado en serio, a su modo impreciso, de que su país se hallaba en un estado de decadencia irreversible, ni de que su propia clase fuese la responsable. «Nosotros
hicimos
a Bill —rezaba su argumento—, así que es razonable que tengamos que cargar con las consecuencias.» Pagar, en realidad. Pagar. Lo que pretendía el amigo George.

Paseando por la orilla del río de nuevo, respirando el aire cálido y libre, Jerry se dedicó a tirar piedras cortando el agua.

Lizzie, pensó. Lizzie Worthington, suburbanita renegada. Pupila y saco de golpes de Ricardo. Hermana mayor y madre tierra y puta inalcanzable de Charlie Mariscal. Pájaro enjaulado de Drake Ko. Mi compañera de cena durante cuatro horas completas. Y, para Sam Collins (por repetir la pregunta), ¿qué había sido ella para él? Para el señor Mellon, el «sospechoso comerciante inglés» de Charlie dieciocho meses atrás, Lizzie había sido un correo que trabajaba en la ruta de la heroína de Hong Kong. Pero era más que eso. En determinado momento, Sam le había enseñado un poco de tobillo y le había contado que estaba trabajando en realidad por la reina y la patria. Estupenda noticia que Lizzie se apresuró a comunicar a su admirado círculo de amistades. Para cólera de Sam, que se deshizo de ella soltándola como si quemara. Asentándola como una especie de tonta a quien utilizar. Una confidente en período de prueba. De algún modo, esta idea le resultó muy divertida a Jerry, pues Sam tenía fama de agente de primera, mientras que Lizzie Worthington podría muy bien servir en Sarratt como el arquetipo de Mujer A Quien Jamás Debe Reclutarse Mientras Pueda Hablar o Respirar.

Era menos divertida la cuestión de lo que Lizzie significaba
ahora
para Sam. ¿Qué era lo que mantenía a éste acechándola en la sombra como paciente asesino, con su agria y acerada sonrisa? Esta cuestión preocupaba muchísimo a Jerry. A decir verdad, le obsesionaba. No deseaba en modo alguno que Lizzie desapareciera otra vez. Si decidía abandonar la cama de Ko, sería para meterse en la de Jerry. Había pensado varias veces (desde que la había conocido, en realidad) lo bien que le vendría a Lizzie el tonificante aire de la Toscana. Y aunque ignoraba el cómo y el porqué de la presencia de Sam Collins en Hong Kong, y hasta lo que tenía previsto el Circus a la larga para Drake Ko, tenía la más firme impresión (y aquí estaba el meollo del asunto) de que si salía para Londres en aquel momento lejos de sacar a Lizzie en su caballo blanco, Jerry la dejaba sentada sobre una inmensa bomba.

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