El honorable colegial (55 page)

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Authors: John Le Carré

—El lío habitual. Los malos son demasiado débiles para tomar las ciudades, los buenos están demasiado asustados para tomar el campo y sólo quieren luchar los comunistas. Los estudiantes están dispuestos a prender fuego a la ciudad si intentan alistarles para ir al frente, hay motines por la comida todos los días ya, corrupción como si no hubiese futuro, nadie puede vivir con su sueldo. Se hacen fortunas y el país se desangra y muere. Palacio no existe y la Embajada es un manicomio, hay más espías que gente normal y todos pretenden haber descubierto un secreto decisivo. ¿Quieres más?

—¿Qué tiempo le das al asunto?

—Una semana. Diez años.

—¿Y qué me dices de las líneas aéreas?

—Las líneas aéreas son lo único que tenemos. El Mekong no sirve de nada y las carreteras tampoco. Tienen que cubrir todo el campo las líneas aéreas. Hicimos un reportaje sobre eso. ¿Lo viste? Lo hicieron pedazos. Dios mío —le dijo a la chica—. ¿Por qué tengo yo que hacer este resumen para los ingleses?

—Sigue —dijo Jerry, escribiendo.

—Hace seis meses, había en la ciudad cinco líneas aéreas registradas. En los últimos tres meses se han concedido treinta y cuatro nuevas licencias y hay una docena, más o menos, en trámite. El precio vigente es de tres millones de riels para el ministro, personalmente, y dos millones a repartir entre su gente. Menos si pagas en oro, y menos aún si pagas en el extranjero. Vamos por la carretera trece —le dijo a la chica—. Me pareció que te gustaría echarle un vistazo.

—Magnífico —dijo la chica, y apretó las rodillas, atrapando la mano buena de Keller.

Pasaron ante una estatua que tenía los brazos arrancados y, tras ella, la carretera seguía la curva del río.

—Bueno, eso es si aquí Westerby puede aguantarlo —añadió Keller pensativo.

—Oh, creo que estoy en excelente forma —dijo Jerry y la chica se echó a reír, cambiando de bando por un momento.

—Los khmers rojos han conseguido una nueva posición allí, en aquella orilla, pequeña —explicó Keller, hablando preferentemente para la chica.

Al otro lado de la rápida y sucia corriente, Jerry vio un par de T28, buscando algo que bombardear. Había un fuego, bastante grande, y la columna de humo se elevaba recta al cielo como una piadosa ofrenda.

—¿Y dónde están los chinos ultramarinos? —preguntó Jerry—. En Hong Kong no se oye hablar de esto.

—Los chinos controlan el ochenta por ciento de nuestro comercio, y eso incluye las líneas aéreas, viejas y nuevas. Los camboyanos son perezosos, ¿sabes, pequeña? El camboyano se contenta con sacar provecho de la ayuda norteamericana. Los chinos no son iguales. No, señor, no. A los chinos les gusta trabajar, a los chinos les gusta sacar beneficio de su dinero. Son los que controlan el mercado monetario, tienen el monopolio del transporte, manejan el índice de inflación y manejan nuestra economía de guerra. La guerra se está convirtiendo en una empresa subsidiaria propiedad exclusiva de los chinos de Hong Kong. Oye, Westerby, ¿aún tienes aquella mujer de la que me hablabas, aquella tan guapa, la de los ojos?

—Siguió otro camino —dijo Jerry.

—Qué lástima, parecía cosa buena. Él tenía una mujer estupenda —dijo Keller.

—¿Y qué tal tú? —preguntó Jerry.

Keller afirmó y sonrió mirando a la chica.

—¿Te importa que fume, pequeña? —preguntó, confidencialmente.

En la palmeada extremidad de Keller había un hueco que parecía practicado concretamente para sujetar el cigarrillo, con los bordes ennegrecidos de nicotina. Keller volvió a ponerle a la chica en el muslo la mano buena. La carretera se convirtió en un camino y aparecieron rodadas profundas por donde habían pasado los convoys. Penetraron en un corto túnel de árboles y, al hacerlo, a su derecha empezó a tronar la artillería, y se arquearon los árboles como por un tifón.

—Vaya —gritó la chica—. ¿Podemos ir un poco más despacio?

Y empezó a tirar de las correas de la cámara.

—Como quieras. Artillería de alcance medio —dijo Keller—. Nuestra —añadió, como un chiste.

La chica bajó el cristal de la ventanilla e hizo unas tomas. Seguía el fuego, bailaban los árboles, pero los campesinos del arrozal ni siquiera levantaban la cabeza. Cuando cesó el fuego, siguieron tintineando como un eco los cencerros de los búfalos acuáticos.

El coche continuó. En la cercana orilla del río había dos chicos con una moto vieja, cambalacheando viajes. En el agua, había un montón de chavales entrando y saliendo de un flotador, los cuerpos morenos resplandecientes. La chica los fotografió también.

—¿Aún hablas francés, Westerby? Wester y yo hicimos una cosa juntos en el Congo hace una temporada —le explicó a la chica.

—Lo sé —dijo la chica.

—Los ingleses reciben todos una buena educación, pequeña —explicó Keller.

Jerry no le recordaba tan parlanchín.

—Les educan muy bien, sí —añadió—. ¿Verdad que sí, Westerby? Sobre todo a los lores ¿eh? Westerby es una especie de lord.

—Sí, tienes razón, muchacho. Somos todos muy cultos. No como vosotros que sois unos patanes.

—Bueno, entonces habla tú con el chófer. Cuando tengamos que decirle algo, se lo dices tú. Aún no le ha dado tiempo a aprender inglés, Dile que gire a la izquierda.


A gauche —
dijo Jerry.

El conductor era un muchacho, pero había ya en él ese aburrimiento típico del guía.

Jerry vio por el espejo que a Keller le temblaba la mano quemada al llevarse el cigarrillo a la boca. Se preguntó si le temblaría siempre. Pasaron por un par de aldeas. Todo estaba muy tranquilo. Jerry pensó en Lizzie y en las cicatrices que tenía en la barbilla. Sintió grandes deseos de hacer algo sencillo con ella, como dar un paseo por los campos ingleses. Craw había dicho que la chica era una suburbanita sin educación. A Jerry le parecía que la chica tenía una fantasía especial con los caballos.

—Westerby.

—¿Sí, amigo?

—Esa cosa que haces con los dedos, lo de tamborilear con ellos. ¿Te importaría dejar de hacerlo? Me saca de quicio. Es algo represivo.

Luego, se volvió a la chica y añadió:

—Llevan años machacando este sitio, pequeña —dijo animadamente—. Años.

Luego, soltó una bocanada de humo.

—Respecto a eso que me decías de las líneas aéreas —sugirió Jerry, disponiéndose a escribir de nuevo—. Dame más datos, anda.

—La mayoría de las empresas operan desde Vientiane, con esos contratos que llaman de ala seca. Incluyen mantenimiento, piloto, desvalorización, pero no combustible. Puede que ya estés enterado de esto. Lo mejor es tener un avión propio. Así tienes las dos cosas. Ordeñas la guerra y puedes largarte cuando llegue el final. Tú fíjate en los chicos, pequeña —le dijo a la californiana, mientras daba otra calada al cigarrillo—. Si hay chicos, no hay problema. Cuando desaparezcan los chicos, mala cosa. Significa que los han escondido. No hay que perder nunca de vista a los críos.

La chica utilizó de nuevo la cámara. Habían llegado a un rudimentario puesto de control. Un par de centinelas se asomaron al pasar ellos, pero el chófer ni siquiera aminoró la marcha. Luego llegaron a una encrucijada, y el chófer paró.

—El río —ordenó Keller—. Dile que siga por el río.

Jerry se lo dijo. El chico pareció sorprenderse: pareció incluso a punto de poner objeciones, pero cambió de idea.

—Chicos en los pueblos —iba diciendo Keller—. Chicos en el frente, no hay ninguna diferencia, sea donde sea los chicos son una especie de veleta. Los khmers rojos llevan a la familia consigo a la guerra como lo más natural del mundo. Si muere el padre, no habrá nada para la familia de todos modos, así que si están allí, pueden quedarse con los militares, y donde están los militares hay comida. Y otra cosa, pequeña, las viudas deben estar cerca para exigir que se certifique la muerte del padre. Es una cosa de interés humano para ti, ¿no, Westerby? Si no el oficial al mando no notifica la muerte y se queda con la paga del fiambre. Apunta, apunta —añadió, viéndola escribir—. Pero no te creas que va a publicarlo nadie. Esta guerra está liquidada. ¿Verdad, Westerby?


Finito —
convino Jerry.

Resultaría divertida aquí también, decidió. Si Lizzie estuviese aquí, sin duda le vería el lado alegre y se reiría. En algún punto, entre tantos personajes falsos, se dijo, tenía que haber un original perdido; se propuso encontrarlo. El chófer paró junto a una vieja y le preguntó algo en khmer, pero la vieja se tapó la cara con las manos y volvió la cabeza a un lado.

—¿Pero por qué demonios hace eso? —gritó furiosa la chica—. ¡No queremos hacerle nada malo!

—Vergüenza —dijo Keller, en un tono liso.

Tras ellos, la artillería disparó otra salva, y fue como un portazo que cerrase el camino de vuelta. Pasaron un
wat
y entraron en una plaza de mercado hecha de casas de madera. Monjes con túnicas de color azafrán les miraron, pero las chicas que atendían los puestos les ignoraron y los niños siguieron jugando con los gallos.

—¿Para qué está entonces el puesto de control? —preguntó la chica mientras fotografiaba—. ¿Estamos ya en lugar peligroso?

—Llegando, pequeña, llegando. Y cállate ya.

Delante de ellos, Jerry podía oír el rumor de fuego de armas automáticas, M—16 y AK47 mezclados. De entre los árboles brotó un jeep que enfiló hacia ellos y se desvió en el último segundo, tropezando y saltando en las rodadas. En el mismo momento, se apagó el sol. Hasta entonces, lo habían aceptado como derecho propio, una luz líquida y vivida lavada por las lluvias. Estaban en marzo y era la estación seca; y aquello era Camboya, donde la guerra, como el criquet, sólo se hacía si el tiempo era decente. Pero se amontonaron de pronto nubes negras, se cerraron los árboles a su alrededor como si fuese invierno y las casas de madera se sumergieron en la oscuridad.

—¿Y cómo visten los khmers rojos? —preguntó la chica, con voz más apagada—. ¿Tienen
uniformes?


Van con plumas y taparrabos —gruñó Keller—. Los hay que van hasta con el culo al aire.

En la risa de Keller, Jerry percibió la misma tensión que en su voz, y vislumbró la mano temblona sosteniendo el pitillo.

—Por Dios, pequeña, visten como los campesinos, sabes. Llevan sólo esos pijamas negros.

—¿Siempre está así de vacío esto?

—Según —dijo Keller.

—Y sandalias Ho Chi Minh —añadió Jerry, distraído.

A un lado del camino, se alzaron en vuelo dos pájaros acuáticos verdes. Sonó como una descarga de la artillería.

—¿Tú tenías una hija, eh Westerby? ¿Qué fue de ella? —dijo Keller.

—Está bien. Perfectamente.

—¿Cómo se llamaba?

—Catherine —dijo Jerry.

—Me parece que estamos alejándonos de donde está la cosa —dijo Lorraine, desilusionada.

Pasaron ante un cadáver viejo sin brazos. Se le habían amontonado las moscas en las heridas de la cara en una lava negra.

—¿Hacen siempre eso? —preguntó la chica intrigada.

—¿El qué, pequeña?

—Quitarles las botas…

—A veces se las quitan, sí, pero otras veces no son de su número —dijo Keller, en otro extraño exabrupto de cólera—. Unas vacas tienen cuernos, otras no, y algunas vacas son caballos. Y ahora cállate, ¿quieres? ¿De dónde eres tú?

—De Santa Bárbara —dijo la chica.

Bruscamente, terminaron los árboles. Doblando una curva, salieron de nuevo a campo abierto, con el río rojizo justo al lado. El chófer paró espontáneamente y luego retrocedió poco a poco hacia los árboles.

—¿Pero dónde va? —preguntó la chica—. ¿Le hemos dicho nosotros que haga esto?

—Creo que le preocupan sus neumáticos, pequeña —dijo Jerry convirtiéndolo en chiste.

—A treinta pavos diarios no me extraña —dijo Keller, haciendo su chiste también.

Habían encontrado una pequeña batalla. Ante ellos, dominando la curva del río, se alzaba una aldea destruida en una calcinada elevación sin un árbol vivo alrededor. Las paredes derruidas eran blancas y sus desmoronados bordes amarillos. Con tan poca vegetación, parecían los restos de un fuerte de la Legión Extranjera y quizás no fueran sino eso. Dentro de las murallas se apiñaban camiones como ante una obra. Oyeron unos cuantos disparos, un leve matraqueo. Parecían cazadores disparando a una bandada de pájaros al atardecer. Parpadearon trazadoras, cayeron tres bombas de mortero, se estremeció el suelo, vibró el coche y el chófer bajó silenciosamente el cristal de la ventanilla de su lado, mientras Jerry bajaba la del suyo. Pero la chica había abierto la puerta de su lado y salía, una pierna clásica tras la otra. Hurgando en una bolsa negra, sacó unas lentes de telefoto, las atornilló en la cámara y estudió la imagen ampliada.

—¿No hay más que eso? —dijo, titubeante—. ¿No vamos a ver también al enemigo? Yo veo sólo a los nuestros y mucho humo sucio.

—Bueno, pero ellos están allí, al otro lado, pequeña —empezó Keller.

—¿Y no podemos verlos? —hubo una breve silencio mientras los dos hombres conferenciaban sin palabras.

—Mira —dijo Keller—. Sólo estamos echando un vistazo general ¿vale, pequeña? Verlo en detalle es muy distinto. ¿Entendido?

—Pues yo creo que estaría muy bien ir a ver al enemigo. Quiero comparar, Max, de veras. Me gusta.

Empezaron a caminar.

A veces, lo haces por no quedar mal, pensaba Jerry. Otras sólo porque es como si no hubieras cumplido tu tarea si no te obligas a pasar un miedo mortal. Otras, vas para recordarte a ti mismo que el sobrevivir es pura suerte. Pero sobre todo vas porque van los demás, por machismo, y porque para pertenecer tienes que compartir. En los viejos tiempos, Jerry quizás lo hubiese hecho por razones más sublimes. Para conocerse: el juego de Hemingway. Para elevar el umbral del miedo ya que en la guerra, como en el amor, el deseo se intensifica. Cuando te han ametrallado, los tiros de fusil parecen una broma. Cuando te han machacado a bombazos, son un juego de niños las ametralladoras, aunque sólo sea porque el impacto de las balas te deja los sesos en su sitio, mientras que con un bombazo estallan y te salen por las orejas. Y la paz: también recordaba eso. En los tragos amargos de la vida (dinero, hijos, mujeres, todo a la deriva) había retenido la sensación de paz que procedía de saber apreciar que su única responsabilidad era la de seguir vivo. Pero esta vez (pensaba), esta vez lo hago por la razón más estúpida y absurda de todas, por localizar a un piloto drogadicto que conoce a un hombre que fue amante de Lizzie Worthington. Iban despacio porque la chica, con su falda corta, no podía andar muy bien por las resbaladizas rodadas.

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