Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
Y no
olvide que el territorio nos corresponde a nosotros, ¿entendido? Nosotros somos los que mantenemos la cama caliente.
Empezó a sudar a mares, sin razón aparente, el aire de la noche no le refrescaba en absoluto. La noche era igual de cálida que el día. Delante de él, en la ciudad, estalló despreocupadamente un cohete perdido, luego otros dos. Vienen por los arrozales hasta que nos tienen a tiro, pensó. Se tumban, con sus trozos de tubería y sus pequeñas bombas, luego disparan y corren como diablos hacia la selva. El Palacio quedaba a su espalda. Una batería disparó una salva y por unos segundos pudo ver el camino gracias a los fogonazos. La calle era ancha, un bulevar, y él procuraba seguir por la parte de arriba. De vez en cuando, aparecían los vacíos de las calles laterales que se reproducían con regularidad geométrica. Si se agachaba, podía ver incluso las copas de los árboles retrocediendo en el pálido cielo. Pasó traqueteando un ciclomotor, que se inclinó tambaleante en la curva y tropezando con el bordillo, estabilizándose luego. Pensó en gritarle para que parara, pero prefirió seguir caminando. Una voz masculina le habló dubitativa desde la oscuridad:…un susurro, nada indiscreto.
—
Bon soir? Monsieur? Bon soir?
Había centinelas cada cien metros en parejas o aislados, las carabinas sujetas con ambas manos. Sus murmullos llegaban hasta él como invitaciones, pero Jerry era siempre cuidadoso y mantenía las manos bien separadas de los bolsillos, donde pudieran verlas. Algunos, al ver a aquel ojirredondo enorme y sudoroso, se reían y le saludaban con gestos. Otros le paraban a punta de pistola y le miraban concienzudamente a la luz de los faros de las bicis, mientras le hacían preguntas a fin de practicar un poco su francés. Algunos le pedían cigarrillos, y Jerry se los daba. Se quitó la empapada chaqueta y se abrió la camisa hasta la cintura, pero, aún así, el aire no le refrescaba y se volvió a preguntar si no tendría fiebre y si, como la noche anterior en Bangkok, no despertaría en su habitación acuclillado en la oscuridad dispuesto a abrirle la cabeza a alguien con una lámpara de mesa.
Apareció la luna, envuelta en la espuma de las nubes. A su luz, el hotel parecía una fortaleza cerrada. Llegó por fin al muro del jardín y lo siguió por la izquierda, por donde los árboles, hasta que el muro giró otra vez. Tiró la chaqueta por encima y, con dificultad, lo escaló y saltó tras ella. Cruzó el césped hasta las escaleras, abrió la puerta del vestíbulo y retrocedió con una exclamación de disgusto. El vestíbulo estaba absolutamente a oscuras, salvo por un rayo de luna que iluminaba como un foco una inmensa crisálida tejida alrededor de la morena larva desnuda de un cuerpo humano.
—
Vous
désirez, Monsieur? —
preguntó suavemente una voz.
Era el vigilante nocturno en su hamaca, dormido bajo un mosquitero.
El muchacho le entregó una llave y una nota y aceptó silencioso la propina. Jerry encendió el mechero y leyó la nota.
«Querido, estoy en la habitación 28, en soledad completa. Ven
a
verme. L.»
Qué demonios, pensó: puede que eso me tranquilice y me serene otra vez. Subió las escaleras hasta la segunda planta, olvidando la terrible banalidad de la chica, pensando sólo en sus largas piernas y en su balanceante trasero cuando caminaba entre las rodadas por la orilla del río; recordó sus ojos claros y su seriedad vulgar tan norteamericana, cuando estaba tendida en el pozo de tirador; pensó sólo en su propio anhelo de contacto humano. ¿Qué le importaba a él Keller? Abrazar a alguien es existir. Quizás ella esté asustada también. Llamó a la puerta, esperó, la empujó.
—¿Lorraine? Soy yo. Westerby.
Nada. Avanzó hacia la cama, percibiendo la ausencia de aroma femenino, no olía siquiera a colorete o a desodorante. Mientras avanzaba, vio, a la misma luz de la luna, el cuadro aterradoramente familiar de unos vaqueros, unas pesadas botas y una destartalada Olivetti portátil, no muy distinta de la suya.
—Da un paso más y será un delito de violación —dijo Luke, descorchando la botella que tenía en la mesita.
[3]
Cura de desintoxicación mediante privación drástica de la droga y los desagradables síntomas que provoca la abstinencia en el adicto.
(Nota de los Traductores.)
Se fue antes de que amaneciese, tras haber dormido en el suelo de la habitación de Luke. Se llevó la máquina de escribir y una bolsa, aunque esperaba no utilizar ninguna de las dos. Le dejó una nota a Keller, pidiéndole que comunicase a Stubbs por cable que se proponía seguir la historia del asedio en las provincias. Le dolía la espalda de dormir en el suelo y la cabeza de lo que había bebido.
Luke había ido a cubrir la guerra: le habían dado un descanso del Gran Mu en el despacho. Además, Jake Chiu, su iracundo casero, le había echado al fin del apartamento.
—¡Estoy en la indigencia, Westerby! —le había dicho, y se había puesto a dar vueltas por la habitación, gimiendo «en la indigencia», hasta que Jerry, para poder dormir un poco y para que los vecinos no aporreasen las paredes, sacó de la arandela la otra llave de la habitación y se la entregó.
—Hasta que yo vuelva —le advirtió—. Entonces
te largas.
¿Entendido?
Le preguntó por el asunto de Frost. A Luke se le había olvidado del todo y tuvo que recordárselo. Ah,
aquél,
dijo.
Aquél.
Sí, bueno, decían que había intentado engañar a las sociedades secretas, quizás en unos cien años se aclarase el asunto, aunque, en realidad, ¿qué demonios importaba?
Pero el sueño no había abrazado a Jerry tan fácilmente, ni siquiera entonces. Discutieron el plan del día. Luke se había propuesto hacer lo que Jerry estuviese haciendo. Morir solo era muy aburrido, había insistido. Lo mejor era que se emborrachasen y se buscasen unas putas. Jerry le contestó que tendría que esperar un rato para que los dos pudieran salir juntos, porque él pensaba pasarse el día de pesca, y tenía que ir solo.
—¿Y qué demonios andas pescando? Si hay un reportaje, tenemos que compartirlo. ¿No te di yo lo de Frost gratis? ¿Adónde puedes ir tú que no se admita la presencia del hermano Lukie?
Está bien, había dicho Jerry con acritud. Luego consiguió salir sin despertarle.
Fue primero al mercado, y tomó una
soupe chinoise,
examinando los puestos y los escaparates de las tiendas. Eligió a un joven indio que sólo ofrecía cubos de plástico, botellas de agua y escobas, pero que parecía un comerciante próspero.
—¿Qué más vende usted, amigo?
—Yo, señor, vendo todas las cosas a todos los caballeros.
Estuvieron un rato tanteándose. No, dijo Jerry, no era nada para fumar lo que quería, ni para tragar, nada para esnifar ni para las muñecas tampoco. Y no, gracias, con todos los respetos a las muchas bellas hermanas y primas, y a los jóvenes de su círculo, las otras necesidades de Jerry también estaban cubiertas.
—Entonces, señor, es usted un hombre muy feliz, de lo que me alegro.
—Ando buscando
en realidad
una cosa para un amigo —dijo Jerry.
El muchacho indio miró detenidamente arriba y abajo de la calle y dejó de tantear.
—¿Un amigo
amistoso,
señor?
—No mucho.
Compartieron un ciclomotor. El indio tenía un tío que vendía budas en el mercado de la plata, y el tío una habitación trasera con cerrojos y candados en la puerta. Por treinta dólares norteamericanos, Jerry compró una Walther automática con munición suficiente. La gente de Sarratt, se dijo mientras subía de nuevo en el ciclomotor, caería en colapso profundo si se enterara. Primero, por lo que ellos llamaban atuendo impropio, el más grave de todos los delitos. Segundo, porque ellos sostenían la absurda tesis de que las armas cortas daban más problemas que beneficios. Pero habrían sufrido un colapso aún mayor si Jerry hubiese pasado su Webley de Hong Kong por aduana a Bangkok y de allí a Fnom Penh, así que creía que podían considerarse afortunados, porque él no estaba dispuesto a meterse en aquello desnudo, fuese cual fuese su doctrina favorita de la semana. En el aeropuerto no había ningún avión para Battambang, pero no había nunca avión para ningún sitio. Allí estaban los reactores del arroz todos plateados, que entraban y salían aullando por la pista, y estaban construyendo nuevos
revetêments
tras la lluvia de cohetes de la noche. Jerry vio cómo llegaba la tierra en camiones y vio a los
coolies
que llenaban afanosamente con ella unas cajas de municiones. En otra vida, decidió, me meteré en el negocio de la arena y me dedicaré a vendérsela a las ciudades sitiadas.
En la sala de espera, había un grupo de azafatas tomando café entre risas, y se unió jovialmente a ellas. Una chica alta que hablaba inglés hizo un gesto de duda y desapareció con cinco dólares y el pasaporte de Jerry.
—
C’est impossible —
le aseguraron todos, mientras esperaban a su compañera—.
C’est tout occupé.
La chica volvió sonriendo.
—El piloto es
muy
quisquilloso —dijo—. Si usted no le hubiese gustado, no le llevaría. Pero le enseñé su foto y ha aceptado
sobrecargar.
Sólo le permiten llevar treinta y una
personas,
pero, de todos modos, le llevará a usted. Lo hará por amistad si usted le da mil quinientos riels.
El avión estaba vacío en dos tercios. Y los agujeros de balas de las alas lloraban rocío como si fuesen heridas sin vendar.
Battambang era, por entonces, la ciudad más segura que quedaba en el menguante archipiélago de Lon Nol, y la última granja de Fnom Penh. Volaron durante una hora sobre territorio supuestamente infestado de khmers rojos sin ver un alma. Mientras daban vueltas sobre el aeropuerto, alguien disparó perezosamente desde los arrozales y el piloto hizo un par de protocolarias maniobras para evitar los proyectiles, pero a Jerry le interesaba más observar la disposición del terreno antes del aterrizaje; los aparcamientos, las pistas civiles y las militares, el recinto alambrado donde estaban los cobertizos de carga. Aterrizaron en una atmósfera de bucólica prosperidad. Crecían las flores alrededor de los puestos artilleros, corrían entre los agujeros de las bombas gordas gallinas, abundaban el agua y la electricidad, aunque un telegrama a Fnom Penh tardase ya una semana.
Jerry actuó muy cautelosamente. Su tendencia instintiva al disimulo era más fuerte que nunca.
El honorable Gerald Westerby, el distinguido plumífero, informa sobre la economía de guerra.
Cuando se tiene mi estatura, amigo, hay que tener muy buenas razones para hacer lo que uno haga. Así que, como se dice en la jerga, soltó humo. En la sección de información, observado por varios hombres silenciosos, preguntó los nombres de los hoteles mejores de la ciudad y anotó un par de ellos mientras seguía examinando la distribución de aviones y edificios. En su recorrido de una oficina a otra fue preguntando qué servicios había para enviar partes de prensa por vía aérea a Fnom Penh y nadie tenía la menor idea. Prosiguiendo con su discreto reconocimiento del terreno, esgrimió generosamente su tarjeta cablegráfica e inquirió cómo se iba al palacio del gobernador, indicando implícitamente que quizás tuviese negocios que tratar con el gran hombre en persona. Era ya por entonces el periodista más distinguido que había aparecido por Battambang. Al mismo tiempo, fue fijándose en las puertas que tenían el letrero de «personal» y las que tenían el de «privado», y la situación de los servicios de caballeros, para poder luego, una vez fuera de allí, trazar un plano esquemático de toda la zona, determinando en especial las salidas que daban a la parte alambrada del aeropuerto. Preguntó, por último, qué pilotos estaban en aquel momento en la ciudad. Tenía amistad con varios, dijo, así que el plan más simple (en caso de que resultase necesario) probablemente fuera pedirle a uno de ellos que llevase su artículo en la valija de vuelo. Una azafata dio nombres de una lista y mientras lo hacía, Jerry giró un poco la lista y leyó el resto. Estaba incluido el vuelo de Indocharter, pero no se mencionaba ningún piloto.
—¿El capitán Andreas sigue volando aún para Indocharter? —preguntó.
—
Le capitaine qui? Monsieur?
—
Andreas. Le llamábamos André. Un tipo bajo, llevaba siempre gafas oscuras. Hacía la ruta de Kampong Cham.
La azafata negó con un gesto. Los únicos que volaban para Indocharter eran el capitán Mariscal y el capitán Ricardo, dijo, pero el capitán Ric había muerto en un accidente. Jerry fingió una absoluta indiferencia, pero se cercioró, de pasada, de que el Carvair del capitán Mariscal debía despegar por la tarde, tal como se indicaba en el mensaje de la noche anterior, pero no había espacio de carga disponible, estaba todo ocupado, como pasaba siempre con Indocharter.
—¿Sabe dónde puedo localizarle?
—El capitán Mariscal no vuela nunca por la mañana, Monsieur.
Cogió un taxi para ir a la ciudad. El mejor hotel era una especie de cobertizo infestado de pulgas, situado en la calle principal. La calle, por su parte, era estrecha, hedionda y ensordecedora, una arteria principal de ciudad asiática en crecimiento, machacada por la algarabía de las Hondas y atestada de frustrados Mercedes de los nuevos ricos. Siguiendo con su cobertura, cogió una habitación y la pagó por adelantado, incluyendo el «servicio especial», que era algo tan poco exótico como sábanas limpias y no las que llevaban aún las señales de otros cuerpos. Al taxista le dijo que volviese al cabo de una hora. Por puro hábito, se procuró una factura hinchada. Se duchó, se cambió y escuchó cortésmente al botones que le explicó por dónde habría de subir para entrar después del toque de queda, luego salió a desayunar, porque aún eran sólo las nueve de la mañana.
Llevó consigo la máquina de escribir y la bolsa. No veía a ningún ojirredondo. Vio cesteros, vendedores de pieles y vendedores de fruta y, una vez más, las inevitables botellas de gasolina robada alineadas en la acera esperando que un ataque las hiciera estallar. En un espejo que colgaba de un árbol, vio a un dentista extraer dientes a un paciente atado a una silla alta, y vio que el dentista añadía un diente de rojiza punta, con la mayor solemnidad, al hilo en que se exhibía la pesca del día. Jerry anotó ostentosamente todas estas cosas en su cuaderno, como un celoso cronista del panorama social de la ciudad. Y desde un café de acera, mientras tomaba cerveza fría y pescado fresco, vigiló las sucias oficinas semiencristaladas que había al otro lado de la calle, y que lucían el letrero «Indocharter», esperando que llegara alguien y abriera la puerta. Nadie lo hizo.
El capitán Mariscal nunca vuela por la mañana, Monsieur.
En una botica especializada en bicis para niños, compró un rollo de esparadrapo y volvió a la habitación del hotel, donde se sujetó con el esparadrapo la pistola a las costillas para no llevarla balanceándose en el cinturón. Equipado así, el intrépido periodista se lanzó a ampliar su cobertura… lo cual a veces, en la psicología de un agente de campo, no es más que un acto gratuito de autolegitimación, cuando empieza a acechar el peligro.