El honorable colegial (57 page)

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Authors: John Le Carré

—Vaya, usted debe ser el señor Westerby —dijo su anfitriona.

Era alta y elegante y parecía divertirle la idea de un
periodista,
lo mismo que le divertía cualquiera que no fuese un diplomático, con el rango de Consejero además.

—John se estaba
muriendo
de ganas de conocerle a usted —proclamó alegremente, y Jerry supuso que era para hacerle sentirse cómodo. Continuó escaleras arriba. Su anfitrión estaba al final de las escaleras y era un hombre enjuto de bigote, un poco encorvado y con un aire juvenil que Jerry solía asociar al clero.

—¡Oh, qué bien! Magnífico. Usted es el jugador de criquet, ¿eh? Muy bien. Amigos comunes, ¿verdad? Esta noche no nos permiten utilizar la terraza, lo siento —dijo lanzando una mirada malévola hacia el rincón norteamericano—. Al parecer, la buena gente escasea. Tendremos que cenar bajo techo. ¿Quiere usted comprobar cuál es su sitio?

Y señaló con dedo imperativo un plano de
placement
con marco de piel que indicaba los sitios asignados a los comensales.

—Pase y conocerá a algunas personas. Pero espere un momento.

Y le desvió ligeramente a un lado, pero sólo ligeramente.

—Todo pasa a través de mí, ¿entendido? He dejado eso absolutamente claro. No permita que le arrinconen, ¿entendido? Parece que hay un pequeño
alboroto,
no sé si me entiende. Una cosa local. No es problema suyo.

El norteamericano parecía bajo a primera vista, y era moreno y pulcro, pero cuando se levantó para darle la mano a Jerry, tenía casi su misma estatura. Vestía una chaqueta de tartán de seda cruda y llevaba en la otra mano un radiotransmisor manual en un estuche negro de plástico. Sus ojos castaños reflejaban inteligencia, pero también un respeto excesivo, y cuando se dieron la mano, una voz interior le dijo a Jerry: «Primo».

—Me alegro de conocerle, señor Westerby. Tengo entendido que viene usted de Hong Kong. El gobernador que tienen ustedes allí es muy buen amigo mío. Beckie, éste es el señor Westerby, un amigo del gobernador de Hong Kong y un buen amigo de John, nuestro anfitrión —e indicó a una mujer grande, embridada en plata opaca del mercado local labrada a mano. Sus ropas claras flotaban en una mezcolanza muy asiática.

—Oh, el señor
Westerby —
dijo—. De Hong Kong.
Qué tal.

Los demás invitados eran un batiburrillo de comerciantes locales. Sus mujeres eran eurasiáticas, francesas y corsas. Un criado hizo sonar un gong de plata. El techo del comedor era de hormigón, pero Jerry percibió que varios ojos se alzaban al entrar para asegurarse. Un tarjetero de plata le indicó que era El «Honorable G. Westerby»; la carta, también enmarcada en plata, le prometió
le roast beef à l’anglaise;
los candelabros de plata sostenían largas velas de aire eclesial; sirvientes camboyanos revoloteaban y desaparecían medio agachados, con bandejas de comida preparada por la mañana, cuando había electricidad. Una beldad francesa muy viajada se sentó a la derecha de Jerry con un pañuelo de encaje entre los pechos. Llevaba otro en la mano y cada vez que comía o bebía se limpiaba con él la boquita. Su tarjeta la declaraba condesa Sylvia.


Je suis très, très diplomèe —
le susurró a Jerry, mientras mordisqueaba y se limpiaba—.
J’ai
fait la science politique, mécanique et l’éléctricité générale.
En enero me puse mal del corazón. Ahora estoy curada.

—Oh, bueno, yo, yo no estoy cualificado en
nada —
insistió Jerry, exagerando excesivamente la nota irónica—. Sabelotodos que no sabemos nada, eso somos.

Poner esto en francés le llevó un buen rato y aún estaba trabajándolo cuando de algún lugar bastante próximo llegó el estruendo de una ráfaga de ametralladora, demasiado prolongada para la seguridad del ametrallador. No hubo disparos de respuesta. La conversación quedó colgando en el aire.

—Algún imbécil que dispara contra los pecos, seguro —dijo el Consejero y su esposa se echó a reír cordialmente, desde el otro lado de la mesa, como si la guerra fuese un pequeño espectáculo que hubieran organizado ellos para divertir a sus invitados.

Volvió el silencio, más profundo y más preñado de presagios que antes. La pequeña condesa posó el tenedor en el plato y resonó como un tranvía en la noche.


Dieu —
dijo.

Todos empezaron a hablar de inmediato. La americana le preguntó a Jerry dónde se había
educado y
una vez aclarado esto, dónde tenía su
casa,
y Jerry dio la dirección de Thurloe Square, la casa de la buena de Pet, porque no le apetecía hablar de la Toscana.

—Nosotros tenemos un terreno en Vermont —dijo ella con firmeza—. Pero aún no hemos construido.

Cayeron dos cohetes a la vez Jerry calculó que habían caído hacia el este, a menos de un kilómetro. Al echar un vistazo para ver si estaban cerradas las ventanas, notó que los ojos castaños del marido norteamericano se centraban en él con misteriosa urgencia.

—¿Tiene usted planes para mañana, señor Westerby?

—Nada en especial.

—Si podemos hacer algo por usted dígamelo.

—Gracias —dijo Jerry, pero tenía la sensación de que ése no era el asunto concreto.

Un comerciante suizo de inteligente rostro tenía una historia curiosa que contar. Aprovechó la presencia de Jerry para repetirla.

—No hace mucho, toda la ciudad entera se llenó de explosiones, señor Westerby —dijo—. Íbamos a morir todos. Oh, sí,
no había duda:
¡Esta noche morimos! No faltaba nada: bombas, proyectiles trazadores, todo resplandecía en el cielo, un millón de dólares en municiones, según se supo más tarde. Horas y horas sin parar. Algunos amigos míos se dedicaron a ver a todas sus amistades para despedirse de ellas.

De debajo de la mesa surgió un ejército de hormigas que empezó a desfilar cruzando el mantel de damasco perfectamente lavado, haciendo un cuidadoso giro alrededor de los candelabros de plata y del florero lleno de malvaviscos.

—Los norteamericanos utilizaban incesantemente la radio, saltaban de un lado a otro, todos comprobamos con mucho interés nuestro puesto en la lista de evacuación, pero sucedía una cosa curiosa, ¿sabes?: que funcionaban los teléfonos y que teníamos incluso electricidad. ¿Cuál era en realidad el objetivo? —Todos reían ya histéricamente—.
¡Ranas!
¡Ciertas ranas glotonas!

—Sanos —corrigió alguien, pero esto no interrumpió las risas. El diplomático norteamericano, un modelo de cortés autocrítica, aportó el simpático epílogo.

—Los camboyanos tienen una superstición antigua, ¿sabe usted, señor Westerby? Cuando hay eclipse de luna hay que hacer mucho ruido. La gente dispara cohetes y petardos, aporrea cubos y latas o, mejor aún, quema un millón de dólares en municiones. Porque si no se hace esto, en fin, resulta que las ranas se comen la luna. Tendríamos que haberlo sabido, pero no lo sabíamos, y, en consecuencia, hicimos el ridículo, un ridículo horrible —dijo orgullosamente.

—Sí, me temo que cometieron ustedes un grave error, amigos —dijo muy satisfecho el Consejero.

Pero aunque la sonrisa del norteamericano seguía siendo franca y abierta, sus ojos seguían impartiendo algo mucho más agobiante: era como un mensaje entre profesionales.

Alguien habló de los criados, de su asombroso fatalismo. La representación terminó con una deformación aislada, ruidosa y aparentemente muy próxima. La condesa Sylvia buscó la mano de Jerry y la anfitriona sonrió interrogativamente a su marido.

—John, querido —preguntó, en su tono más hospitalario—. ¿Ese proyectil entraba o salía?

—Salía —contestó él con una carcajada—. Oh sí, salía, no hay duda. Si no me crees, pregúntale a tu amigo el periodista. Él ha pasado por unas cuantas guerras, ¿no es así, Westerby?

Y, con esto, volvió el silencio a ellos como un tema prohibido. La dama norteamericana se aferró a aquel terreno suyo de Vermont. Quizás, después de todo,
deberían construir.
Quizás era, en realidad, el momento.

—Quizás debiésemos
escribir
en seguida a aquel arquitecto —dijo.

—Quizás debiéramos hacerlo, sí —convino su marido, y en ese mismo instante, se vieron sumergidos en una auténtica batalla. Sonó muy cerca un prolongado estruendo de artillería ligera que iluminó la colada del patio y ráfagas de un grupo de ametralladoras, veinte por lo menos, atronaron con su fuego sostenido y desesperado. Con los fogonazos, vieron cómo corrían a refugiarse en la casa los criados y por encima del estruendo oyeron órdenes dadas y contestadas, grito por grito, y el enloquecido tintineo de los gongs manuales. Dentro de la estancia, sólo se movió el diplomático norteamericano, que se llevó el transmisor—receptor a los labios, y sacó una antena y murmuró algo antes de llevárselo al oído. Jerry bajó la vista y vio la mano de la condesa confiadamente apoyada en la suya. Sintió luego en el hombro el roce de la mejilla de la condesa. El fuego disminuyó en intensidad. Se oyó retumbar cerca una bomba pequeña. Ninguna vibración, pero las llamas de las velas se inclinaron en un saludo y de la repisa de la chimenea cayeron un par de voluminosas invitaciones que, con un golpe sordo, quedaron inmóviles en el suelo, únicas víctimas identificables. Luego, como un ruido independiente y final, se oyó el estruendo de un avión de un solo motor que despegaba y fue como el llanto lejano de un niño. Le sucedió, como coronación, la tranquila risa del Consejero que le decía a su esposa:

—En fin, esto
no fue
el eclipse, me temo, ¿verdad, Hills? No es ninguna ventaja tener a Lon Nol como vecino. De vez en cuando, uno de sus pilotos se harta de que no le paguen y coge un avión y se lanza a ametrallar Palacio. Querida, ¿por qué no acompañas a las señoras a empolvarse la nariz o a lo que hagáis las señoras?

Está enfadado, concluyó Jerry, percibiendo de nuevo la mirada del norteamericano. Es como un hombre que tiene una misión entre los pobres y tiene que perder el tiempo con los ricos.

* * *

Jerry, el Consejero y el norteamericano estaban ya abajo, en el estudio. El Consejero mostraba ahora una cautela lobuna.

—Bueno, en fin —dijo—. Ahora que les he puesto a los dos en contacto, creo que lo más oportuno es que les deje solos. Hay whisky en el aparador, ¿entendido, Westerby?

—De acuerdo, John —dijo el norteamericano, pero el Consejero pareció no oír.

—Y no olvide, Westerby, que el mandato nos corresponde a
nosotros,
¿entendido? Nosotros somos los que mantenemos la cama caliente, ¿de acuerdo? —y, con un ademán, desapareció.

El estudio estaba iluminado por velas, y era una habitación masculina y pequeña sin espejos ni cuadros, sólo un techo de teca acanalado y un escritorio verde metálico, y de nuevo la sensación mortecina y quieta de la negrura exterior, aunque los gecos y las ranas toro habrían desbaratado hasta el micrófono más sutil y perfecto.

—Déjeme eso a mí —dijo el norteamericano, interrumpiendo el avance de Jerry hacia el aparador.

Luego, pareció querer demostrar mucho interés en preparar la bebida exactamente al gusto de Jerry:

—Agua o soda, no vaya a estropeárselo —dijo, y añadió, en un tono nervioso y parlanchín, desde el aparador, mientras servía—: Es dar muchos rodeos para poner en contacto a dos amigos, ¿no le parece?

—Sí, más bien.

—John es un gran tipo, pero es demasiado estricto con el protocolo. Su gente no tiene recursos aquí en este momento, pero tienen ciertos derechos, así que a John le gusta cerciorarse de que no se le escapa la pelota del campo definitivamente. Entiendo perfectamente su punto de vista. Pero las cosas, a veces, se retrasan un poco.

Y, tras decir esto, sacó de la chaqueta de tartán un sobre grande y, con la misma significativa atención de antes, observó cómo Jerry lo abría. El papel tenía una textura aceitosa y fotográfica.

Se oyó gemir a un niño cerca, pero le hicieron callar en seguida. El garaje, pensó Jerry: los criados han llenado el garaje de refugiados y no quieren que lo sepa el Consejero.

EJECUTIVO SAIGÓN
informa Charlie
MARISCAL
rpt MARISCAL tiene previsto volar a Battambang ETA 1930 mañana vía Pailin…
DC4
Carvair modificado, insignias Indocharter declaración menciona carga diversa… seguirá ruta a Fnom Penh.

Luego leyó hora y fecha de transmisión y le azotó una sorda cólera.

Recordó sus paseos del día anterior por Bangkok y su excursión de aquel mismo día con Keller y la chica y, con un «Dios
santo
»
,
arrojó el papel de nuevo sobre la mesa.

—¿Cuánto tiempo hace que saben esto? Eso no es mañana. ¡Es esta noche!

—Por desgracia, nuestro anfitrión no pudo preparar antes la boda. Tenía un programa social muy apretado. Buena suerte.

Y cogió de nuevo el mensaje, tan furioso como Jerry, se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta y desapareció escaleras arriba a reunirse con su mujer, que por entonces admiraba afanosa la insulsa colección de budas robados de la anfitriona.

Jerry se quedó allí sentado, solo. Cayó un cohete, y esta vez era cerca. Se apagaron las velas y el cielo de la noche pareció estallar al fin con la tensión de aquella guerra ilusoria y gilbertiana. Las ametralladoras se incorporaron indiferentes al estruendo. El cuartito vacío con su suelo de mosaico, retumbó y resonó como una caja de resonancia.

Pero cesó el estruendo de nuevo con la misma brusquedad, dejando la ciudad en silencio.

—¿Algún problema, muchacho? —preguntó cordialmente el Consejero desde la puerta—. Le ha irritado, ¿verdad? Últimamente quieren dirigir el mundo ellos solos, por lo que parece.

—Necesitaré opciones de seis horas —dijo Jerry.

El Consejero no entendía del todo. Después de explicarle de qué se trataba, Jerry se lanzó rápidamente a la noche.

—Consígase un medio de transporte, muchacho, ¿no lo tiene? Es la forma. Si no, dispararán contra usted. Mire por dónde va.

Jerry caminaba de prisa, impulsado por el disgusto y por la rabia. Pasaba ya mucho del toque de queda. No había farolas en las calles ni estrellas. Había desaparecido la luna y el rechinar de las suelas de crepé iba con él como un compañero invisible y molesto. La única luz era la que salía del recinto del Palacio, que quedaba al otro lado de la calle, pero que no llegaba hasta la acera de Jerry. Bloqueaban el interior del recinto altos muros, coronados de altas alambradas, y los cañones antiaéreos brillaban con resplandor de bronce frente al cielo negro y silencioso. Jóvenes soldados dormitaban en grupo y al pasar Jerry junto a ellos resonó un nuevo redoble de gong: el jefe de la guardia mantenía así despiertos a los centinelas. No había tráfico pero los refugiados habían instalado sus propias aldeas nocturnas entre los puestos de vigilancia, en una larga columna que iba siguiendo la acera. Algunos se habían envuelto en tiras de lona oscura, otros tenían catres de tablas y algunos cocinaban con llamitas, aunque sólo Dios sabe qué podrían haber encontrado para comer. Algunos se sentaban en ordenados grupos, unos frente a otros. En un carro de bueyes había una chica tumbada con un muchacho, niños de la edad de Cat la última vez que la había visto en carne y hueso. Pero de cientos de ellos no surgía ni un sonido y, después de haber recorrido un buen trecho, se volvió y miró para asegurarse de que estaban allí. Si estaban, les ocultaban la oscuridad y el silencio. Pensó en la cena. Había tenido lugar en otro país, en otro universo completamente distinto. Él era allí intrascendente, y, sin embargo, de algún modo, había contribuido al desastre.

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