El honorable colegial (52 page)

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Authors: John Le Carré


Dios
santo
—decía Luke—. Válgame
Dios
. ¿Quién pudo hacérselo? ¿Cómo se
hacen
esas marcas? Esto es cosa de una sociedad secreta.
Jesús.

La goteante ventana daba al patio. Jerry pudo ver cómo se balanceaba el bambú en la lluvia y pudo ver las líquidas sombras de una ambulancia que traía otro cliente, pero dudaba que hubiese otro con el aspecto de aquél. Había llegado un fotógrafo de la policía y estaba tomando fotos. Había un teléfono en la pared. El Rocker hablaba por él. Aún no había mirado siquiera a Luke. Ni a Jerry.

—Quiero que lo saquen de aquí —dijo el augusto caballero.

—En cuanto usted quiera —dijo el Rocker.

Luego, se volvió al teléfono y dijo:

—En la Ciudad Amurallada, señor… Sí, señor… en una calleja, señor. Desnudo. Mucho alcohol… El médico forense le reconoció en seguida, señor. Sí señor, han llegado ya del Banco, señor.

Colgó y gruñó para sí:

—Sí señor, no señor, a sus pies, señor. Luego marcó un número. Luke tomaba notas.

—Dios mío —decía sobrecogido—. Dios mío. Deben haber estado
semanas
matándole. Meses.

Le han matado dos veces, en realidad, pensaba Jerry. Una para hacerle hablar y otra para hacerle callar. Las cosas que le habían hecho primero se veían por todo el cuerpo, en señales grandes y pequeñas, era como cuando cae fuego en una alfombra, hace un agujero y luego, de pronto, desaparece. Después, estaba lo del cuello, una muerte distinta, más rápida, diferente por completo. Eso se lo habían hecho al final, cuando ya no le necesitaban.

Luke se dirigió al forense.

—Dele la vuelta, ¿quiere? ¿Le importaría darle la vuelta,
por
favor?

El Superintendente había colgado el teléfono.

—¿Qué historia es ésta? —le dijo directamente a Jerry—. ¿Quién es?

—Se llama Frost —dijo el Rocker, mirando a Jerry con su párpado caído—. Empleado del South Asian and China. Departamento de Cuentas en Administración.

—¿Quién le mató? —preguntó Jerry.

—Sí, ¿quién lo hizo? Ésa es la cuestión —dijo Luke escribiendo afanosamente.

—Los ratones —dijo el Rocker.

—En Hong Kong no hay sociedades secretas, ni comunistas, ni Kuomintang. ¿Eh, Rocker?

—Ni putas —gruñó el Rocker.

El augusto caballero le ahorró al Rocker una respuesta más amplia.

—Un caso cruel de atraco —proclamó, por encima del hombro del policía—. Un atraco despiadado e inhumano que demuestra que hace falta una vigilancia pública constante. Era un empleado leal del Banco.

—Eso no fue un atraco —dijo Luke, mirando de nuevo a Frost—. Eso fue una
fiesta.


El hombre tenía algunas amistades muy raras, desde luego —dijo el Rocker, mirando aún a Jerry.

—¿Qué quiere decir con eso? —dijo Jerry.

—¿Qué se sabe hasta el momento? —dijo Luke.

—Estuvo en la ciudad hasta media noche. De fiesta con dos chinos. Un burdel tras otro. Luego le perdimos. Hasta anoche.

—El Banco ofrece una recompensa de cincuenta mil dólares —dijo el hombre augusto.

—¿Hong Kong o USA? —dijo Luke, escribiendo.

El hombre de aire augusto dijo «Hong Kong», en un tono muy agrio.

—Ahora, muchachos, calma —advirtió el Rocker—. Hay una esposa enferma en el Hospital Stanley y hay chicos…

—Y está la reputación del Banco —dijo el hombre augusto.

—Ésa será nuestra principal preocupación —dijo Luke.

Salieron al cabo de media hora, aún con ventaja de sobra sobre sus colegas.

—Gracias —le dijo Luke al Superintendente.

—De nada —dijo el Rocker.

Jerry se dio cuenta de que al Rocker cuando estaba cansado le lagrimeaba el párpado caído.

Hemos sacudido el árbol, pensó, mientras se alejaban. Sí, amigo, lo hemos sacudido a conciencia.

Estaban sentados en las mismas posturas, Smiley en el escritorio, Connie en su silla de ruedas, di Salis mirando la espiral de humo que salía de su pipa. Guillam estaba de pie junto a Smiley, aún con el rechinar de la voz de Martello en los oídos. Smiley limpiaba las gafas con el extremo de la corbata, con un lento movimiento circular del pulgar.

Di Salis, el jesuita, fue quien habló primero. Era quizás el que tenía que defenderse más.

—No hay ninguna razón lógica para relacionarnos con este incidente. Frost era un libertino. Tenía mujeres chinas. Era abiertamente corrupto. Cogió nuestro dinero sin remilgos. Dios sabe cuántas veces habrá cogido propinas parecidas. No me considero responsable.

—Oh, vamos —murmuró Connie.

Estaba sentada, con cara inexpresiva, con el perro durmiendo en su regazo. Las manos agarrotadas apoyadas en los lomos del animal por el calor. Al fondo, el oscuro Fawn servía té.

Smiley habló mirando el impreso. Nadie le había visto la cara desde que la había inclinado para leerlo.

—Connie, quiero los datos —dijo.

—Sí, querido.

—¿Quién sabe, fuera de estas cuatro paredes, que presionamos a Frost?

—Craw. Westerby. El policía de Craw. Y si tienen un poco de inteligencia, los primos lo deducirán.

—No Lacon ni Whitehall.

—Ni Karla, querido —proclamó Connie, mirando de reojo el oscuro retrato.

—No. Karla no. Estoy convencido.

Pero todos percibían en su voz la intensidad del conflicto, el esfuerzo de su intelecto por forzar a la voluntad a sobreponerse a la emoción.

—Para Karla —continuó— sería una reacción demasiado exagerada. Si se descubre una cuenta bancaria secreta, lo único que pasa es que hay que abrir otra en otro sitio. Él no necesita hacer
esto.

Alzó en las puntas de los dedos el impreso unos centímetros del cristal.

—El plan salió como esperábamos. La reacción fue simplemente… —empezó de nuevo—. La reacción fue más de lo que esperábamos. Desde el punto de vista operativo no hay problema. Operativamente hemos avanzado en el caso.

—Les hemos
arrastrado,
querido —dijo Connie, con firmeza.

Di Salis se descompuso por completo:

—Insisto en que no debes hablar como si todos fuésemos cómplices de esto. No se ha demostrado que exista ninguna relación y considero denigrante que sugieras que la hay.

Smiley se mostró distante en su respuesta.

—Yo consideraría denigrante decir otra cosa. Fui yo quien ordenó tomar esta medida. Me niego a no asumir las consecuencias sólo porque sean desagradables. Asumo la responsabilidad. Lo importante es que no nos engañemos a nosotros mismos.

—El pobre infeliz no sabía bastante, ¿eh? —musitó Connie, aparentemente para sí. Al principio, nadie la entendió. Luego, Guillam dijo: ¿Qué quiso decir con eso?

—Frost no tenía nada que contar, querido —explicó Connie—. Eso es lo peor que puede sucederle a uno. ¿Qué podía decirles él? Un agresivo periodista llamado Westerby. Eso ya lo tenían ellos, querido. Así que, claro, siguieron. Y siguieron.

Se volvió hacia Smiley. Era el único que compartía tanta experiencia como ella.

—Recuerdas, George, lo convertimos en una
norma,
cuando los chicos y las chicas tenían que actuar. Siempre les dábamos algo que pudieran confesar, pobrecillos.

Fawn posó con amoroso cuidado una taza de té de papel en la mesa de Smiley, con una rodaja de limón flotando en el té. Su sonrisa de calavera despertó la furia reprimida de Guillam.

—Cuando hayas acabado con eso, lárgate —le dijo al oído. Aún sonriendo, Fawn se fue.

—¿Qué estará pensando Ko en este momento? —preguntó Smiley, mirando todavía el impreso. Tenía las manos unidas bajo la barbilla, como si estuviera rezando.

—Temor y desconcierto —proclamó Connie, muy segura—. La Prensa al acecho, Frost muerto y aún no ha podido descubrir nada más.

—Sí. Sí, tiene que estar nervioso. «¿Podrá impedir que explote el dique? ¿Podrá tapar las filtraciones? Además, ¿dónde
están
esas filtraciones?…» Esto es lo que queríamos, lo hemos conseguido.

Hizo luego un levísimo movimiento con la cabeza inclinada y señaló hacia Guillam.

—Peter —dijo—, les pedirás por favor a los primos que aumenten su vigilancia de Tiu. Puestos estáticos sólo, diles. Nada de trabajo de calle. No hay que espantar la caza, no quiero disparates de ese tipo. Teléfono, correo, sólo las cosas fáciles. Doctor, ¿cuándo hizo Tiu su última visita al Continente?

Di Salis aportó con acritud el dato.

—Hay que determinar la ruta que siguió y dónde compró el billete, por si vuelve a hacerlo.

—Ya está en archivo —replicó malhumorado di Salís, con un gruñido muy desagradable, mirando al cielo y encogiendo los hombros y los labios.

—Entonces, tenga la bondad de anotármelo en un papel aparte —replicó Smiley, con infatigable entereza.

Luego, continuó en el mismo tono liso:

—Westerby —dijo, y por un segundo, Guillam tuvo la angustiosa sensación de que Smiley sufría algún tipo de alucinación y creía que Jerry estaba allí también en la habitación, dispuesto a recibir sus órdenes, como todos los otros—. Puedo sacarle… puedo hacerlo. Puede llamarle el periódico. ¿Por qué no? ¿Qué pasaría entonces? Ko espera. Escucha. No oye nada. Se relaja.

—Y entran en escena los héroes de narcóticos —dijo Guillam, mirando el calendario—. Sol Eckland cabalga de nuevo.

—O le saco y le sustituyo, y continúa la tarea otro agente de campo. ¿Correría menos riesgo que el que corre ahora Westerby?

—Eso no resulta nunca —murmuró Connie—. Lo de cambiar caballos. Jamás. Lo sabes de sobra. Información, adiestramiento, nuevas relaciones. Jamás.

—¡Yo no veo que corra tanto peligro! —afirmó nervioso di Salis.

Guillam se volvió furioso, dispuesto a hacerle callar, pero Smiley se le adelantó.

—¿Por qué no, doctor?

—Si aceptamos su hipótesis (yo no la acepto), Ko no es un hombre violento. Es un hombre de negocios que ha triunfado y sus máximas son prestigio, sentido de la oportunidad, valía y trabajo duro. Nadie ha dicho que sea un asesino. Desde luego, admito que tiene gente y que quizás esa gente sea menos amable que él en lo tocante a métodos. Es algo muy parecido a nuestra relación con Whitehall. Y yo creo que eso no convierte a los de Whitehall en gorilas.

Déjalo ya, por amor de Dios,
pensó Guillam.

—Westerby no es un Frost cualquiera —insistió di Salis en el mismo tono nasal y didáctico—. Westerby no es un empleado deshonesto, Westerby no ha traicionado la confianza de Ko ni se ha embolsado el dinero de Ko ni el del hermano de Ko. Para Ko, Westerby representa a un gran periódico. Y Westerby ya le ha hecho saber (a través de Frost y a través de Tiu, según tengo entendido) que el periódico posee muchos más datos sobre el asunto de los que tiene él. Ko sabe cómo funciona el mundo. Eliminando a un periodista, no eliminará el riesgo. Por el contrario, se echará encima a todo el equipo.

—¿Qué piensa él entonces? —dijo Smiley.

—No está seguro. Más o menos lo que dice Connie. No puede calibrar la amenaza. Los chinos hacen poco caso de las ideas abstractas, y menos aún de las situaciones abstractas. Le gustaría que la amenaza se materializase. Y si no sucede nada concreto, supondrá que ya lo ha hecho. Éste no es un hábito que se limite a Occidente. Amplío su hipótesis —se levantó—. No es que la apoye. Me niego a hacerlo. Me mantengo totalmente al margen de ella.

Y, tras decir esto, salió. A una seña de Smiley, Guillam le siguió. Sólo se quedó Connie.

Smiley había cerrado los ojos y tenía la frente crispada en un rígido nudo en el entrecejo. Connie guardó silencio largo rato,
Trot
yacía como muerto en su regazo, y ella le miraba, acariciándole la tripa.

—A Karla no le importaría nada, ¿verdad, querido? —murmuró—. Ni un Frost muerto, ni diez. Ésa es la diferencia, en realidad. No podemos definirla con más amplitud, eh, en estos momentos… ¿Quién era el que decía «nosotros luchamos por la supervivencia del Hombre Racional?» ¿Steed—Asprey? ¿O era Control? Me gustó esa frase. Lo incluía todo. Hitler, la nueva cosa. Eso es lo que somos nosotros. Racionales. ¿Verdad que sí,
Trot?
No sólo somos ingleses, somos racionales.

Bajó un poco la voz y añadió:

—¿Qué me dices de Sam, querido? ¿Has
pensado
algo?

Smiley tardó aún un buen rato en hablar, y cuando lo hizo su tono era áspero, un tono como para mantener a Connie a distancia.

—Tiene que seguir igual. No debe hacer nada hasta que tenga luz verde. Él lo sabe. Tiene que esperar luz verde.

Luego, hizo una profunda inspiración y expulsó el aire lentamente.

—Quizás no le necesitemos —continuó—. Puede que consigamos arreglarlo todo perfectamente sin él. Depende más que nada de lo que haga Ko.

—George querido,
querido
George.

En un silencio ritual, Connie se acercó a la chimenea, cogió el atizador y, con un inmenso esfuerzo, movió las brasas, sosteniendo al perro con la mano libre.

Jerry estaba de pie en la ventana de la cocina, viendo cómo la amarillenta aurora se abría paso en la niebla del puerto. La noche anterior había habido tormenta, recordó. Debía haber empezado una hora antes de que telefonease Luke. Jerry la había seguido desde el colchón, mientras la chica roncaba a su lado. Primero el olor de la vegetación, luego el viento resollando culpable en las palmeras, como el frotar de dos manos secas. Luego, el silbar de la lluvia, como toneladas de perdigones fundidos echados al mar. Por último, la lluvia y los relámpagos estremeciendo el puerto en largas y lentas bocanadas, mientras retumbaban sobre los bamboleantes tejados salvas de truenos. Yo le maté, pensó. Se mire como se mire, fui yo quien le dio el empujón. «No son sólo los generales, sino cada hombre que empuña un fusil.» Citar fuente y contexto.

Sonó el teléfono. Que suene, pensó. Probablemente Craw, que se ha meado en los pantalones. Descolgó el aparato. Luke parecía más norteamericano que nunca:

—¡Eh, amigo! ¡La gran función! Stubbsie acaba de cablegrafiar. Personal para Westerby. Prepárate. ¿Quieres que te lo lea?

—No.

—Un paseíto por la zona de guerra. Las líneas aéreas de Camboya y la economía de asedio. ¡Nuestro hombre en medio de las bombas y la metralla! ¡Estás de suerte, marinero! ¡Quieren que te vuelen el culo de un zambombazo!

Y que deje a Lizzie para Tiu, pensó, colgando.

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