Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
—¿Ni siquiera vuelos
locales? —
insistió—. ¿Trayendo y llevando cosas, servicio de correo, o algo así?
—Nunca. ¿Cómo íbamos a hacer eso? Además, los chinos
desprecian
a los rusos, ¿verdad, señor Tiu?
—Rusos muy mala gente, señor Wessby —confirmó Tiu—. Ellos oler muy mal.
También tú,
pensó Jerry, captando de nuevo aquel perfume de su primera esposa.
Jerry se echó a reír ante su propio disparate:
—Ya sé que los directores de periódico tienen manías como todo el mundo —alegó—. Pero el mío está
convencido
de que podemos tener un lío de rojos debajo de la cama. «Los pagadores soviéticos de Ricardo»… «¿Hizo Ricardo un viaje para el Kremlin?»
—
¿Pagador? —
repitió Lizzie, totalmente desconcertada—. Ric no recibió nunca un céntimo de los rusos. ¿Pero de qué hablan?
Jerry de nuevo:
—Pero Indocharter sí, ¿verdad?… A menos que mis señores y amos hayan comprado un simple bulo, lo que sospecho que es verdad, como siempre. Al parecer, sacaban dinero de la Embajada local y lo pasaban a Hong Kong en dólares norteamericanos. Esa es la información de Londres y ellos insisten en que es cierto.
—Pues están locos —dijo ella confidencialmente—. Nunca oí disparate igual.
A Jerry le pareció que la muchacha se mostraba aliviada incluso al ver que la conversación había tomado aquel giro inesperado. Ricardo vivo bueno, aquello podía ser para ella cruzar un campo minado. Ko amante suyo ese secreto correspondía a Ko o a Tiu revelarlo, no a ella. Pero dinero ruso: Jerry estaba tan seguro como podía atreverse a estarlo de que ella no sabía nada de aquello y que tampoco temía nada al respecto.
Se ofreció a volver con ella a Star Heights, pero Tiu vivía por allí, según dijo ella.
—Ver tú muy pronto, señor Wessby —prometió Tiu.
—Ojalá sea así, hombre —dijo Jerry.
—Tú mejor seguir de escritor de caballos, ¿entenderme? Yo pensar que tú ganar más así, señor Wessby, ¿eh?
No había en su voz ninguna amenaza, ni tampoco en la cordial palmada que le dio en el brazo. Tiu ni siquiera hablaba como si esperase que su consejo se tomara como algo más que una confianza entre amigos.
Luego, de pronto, terminó todo. Lizzie le dio el beso al jefe de camareros, pero no a Jerry. Mandó a por su abrigo a Jerry, no a Tiu, para no quedarse a solas con él. Apenas le miró al despedirse.
Tratar con mujeres hermosas. Señoría,
le había advertido Craw,
es como tratar con delincuentes conocidos. Y la dama a la que vas a cortejar cae, sin duda, dentro de esa categoría.
Mientras volvía a casa por las calles iluminadas por la luna (y pese a la larga caminata, los mendigos, los ojos que brillaban en los portales), Jerry sometió a un examen más detenido las palabras de Craw. De lo de
delincuente
no podía decir nada, en realidad: d
elincuente
parecía una unidad de medida muy imprecisa en el mejor de los casos, y ni el Circus ni sus agentes estaban en condiciones de apoyar un concepto parroquial de la justicia. Craw le había dicho que en períodos difíciles, Ricardo le había hecho pasar por aduana para él paquetes pequeños. Vaya cosa. Eso era asunto de los sabihondos. Pero delincuente conocido era una cosa muy distinta. Con lo de
conocido
estaba totalmente de acuerdo. Recordando el brillo encarcelado de los ojos de Elizabeth Worthington al ver a Tiu, creía reconocer aquella expresión, aquella mirada y aquella dependencia, que conocía con un disfraz u otro, de toda su vida de vigilia.
Ciertos adversarios superficiales de George Smiley han aducido a veces que George debería haber visto en este punto de algún modo de qué lado soplaba el viento con Jerry, y que debía haberle sacado del terreno. Smiley era el oficial del caso. Era el único que controlaba el expediente de Jerry y se cuidaba de su estado y de informarle. Si George hubiese estado en su mejor momento, decían, en vez de haber iniciado ya la decadencia, habría percibido las señales de aviso que incluían entre líneas los informes de Craw y habría retirado a Jerry a tiempo. Podrían haberse quejado también de que Smiley fuese un adivinador del futuro de segunda fila. Los hechos, tal como llegaron a Smiley, son éstos:
La mañana que siguió a la
pasada
que hizo Jerry a Lizzie Worth o Worthington (la jerga no tiene connotación sexual), Craw estuvo recibiendo información de él más de tres horas en una furgoneta, y describe a Jerry en su informe diciendo que se hallaba en un estado de «decepcionada pesadumbre», cosa muy razonable. Parecía tener miedo, según Craw, de que Tiu, o incluso Ko, pudiesen ensañarse con la chica por su «conocimiento culpable» e incluso ponerle la mano encima. Jerry aludió más de una vez al patente desprecio que sentía Tiu hacia la chica (y hacia él, y sospechaba que hacia todos los europeos) y repitió su comentario de que viajaría por ella de Kowloon a Hong Kong y no más lejos. Craw contestó indicando que Tiu podría haber hecho callar a la chica en cualquier momento; y lo que la chica sabía, según el propio testimonio de Jerry, no llegaba siquiera a la veta rusa, no digamos ya al hermano Nelson.
Jerry mostraba, en suma, las típicas reacciones postoperativas del agente de campo. Sensación de culpabilidad, unida a presagios, una tendencia involuntaria de solidaridad hacia la persona que había sido el objetivo de su actuación: síntomas tan predecibles como el arrebato de llanto en un atleta después de la gran carrera.
En su contacto siguiente (una conversación telefónica desde el Limbo, muy larga, al segundo día, en la que, para animarle, Craw le transmitió las cálidas felicitaciones personales de Smiley un poco antes de recibirlas del Circus), Jerry parecía hallarse mucho mejor, pero estaba preocupado por su hija Cat. Se había olvidado de su cumpleaños (dijo que era al día siguiente) y quería que el Circus le mandase en seguida un magnetofón japonés con cassettes para que iniciara su colección. El telegrama de Craw a Smiley enumera las cassettes, pide acción inmediata de los caseros y solicita que la sección de zapatería (en otras palabras, los falsificadores del Circus) redacten una tarjeta adjunta con letra de Jerry y con este texto: «Querida Cat: le pedí a un amigo que te mandase esto desde Londres. Cuídate, cariño, te quiere y te querrá siempre. Papá.» Smiley autorizó la compra, dando instrucciones a los caseros para que descontasen el coste de la paga de Jerry en origen. Revisó personalmente el paquete antes de que se enviase, y dio el visto bueno a la tarjeta falsificada. Comprobó también lo que él y Craw ya habían sospechado: que no era, ni mucho menos, el cumpleaños de Cat. Jerry sintió sencillamente una necesidad imperiosa de hacer una demostración de afecto: lo que era un síntoma normal más de una pasajera fatiga de campo. George puso un telegrama a Craw indicándole que no se apartase de él, pero la iniciativa correspondía a Jerry y Jerry no volvió a establecer contacto hasta la noche del quinto día, en que pidió (y consiguió) una reunión de emergencia en el plazo de una hora. La reunión tuvo lugar en su punto habitual de encuentros de emergencia de noche, en un café nocturno de carretera de los Nuevos Territorios, bajo el disfraz de un encuentro casual entre viejos colegas. La carta de Craw, en la que se indicaba «Personal, sólo para Smiley», era una contestación a su telegrama. Llegó al Circus de mano del correo de los primos dos días después del episodio que describe, el séptimo día, por tanto. Craw, suponiendo que los primos intentarían leer el texto pese a los sellos y a otros artilugios, lo enmascaró con evasivas, nombres supuestos y seudónimos, que se han eliminado en el texto que damos a continuación:
Westerby estaba muy enfadado. Exigió que se le dijera qué demonios hace en Hong Kong Sam Collins y en qué medida está envuelto en el caso Ko. Nunca le había visto tan alterado. Le pregunté qué le hacía pensar que Collins estaba aquí. Contestó que le había visto aquella misma noche, a las once y cuarto exactamente, dentro de un coche que estaba aparcado en los Midlevels, en una explanada que hay justo debajo de Star Heights, bajo una farola, leyendo un periódico. La posición que Collins había elegido, dijo Westerby, le permitía ver claramente las ventanas de Lizzie Worthington en la octava planta del edificio, y Westerby supuso que estaba allí en una especie de servicio de vigilancia. Westerby, que iba a pie, insiste en que «estuvo a punto de acercarse a Sam y preguntárselo directamente», pero prevaleció la disciplina de Sorra» y siguió cuesta abajo, por su lado de la calle. Aun así, dice que Collins puso el coche en marcha en cuanto le vio y desapareció cuesta abajo a toda prisa. Tiene el número de la matrícula, y, por supuesto, es el correcto. Collins confirma el resto.
De acuerdo con la táctica que acordamos para esta contingencia (tu Mensaje de 15 de febrero) di a Westerby las respuestas siguientes:
1) Aunque fuera Collins, el Circus no tiene control alguno sobre sus movimientos. Collins dejó el Circus desacreditado, antes de la caída; era un jugador conocido, una persona sin rumbo, metido en trapicheos, etc., y el Oriente es su terreno natural. Le dije que era un estúpido al suponer que Collins pudiera seguir en nómina o, peor, tener algún papel en el caso Ko.
2) Collins es, facialmente, un individuo típico, le dije: rasgos regulares, bigote, etc., tiene el mismo aspecto que la mitad de los macarras de Londres. Puse en duda, además, el que pudiera hacer una identificación segura desde el otro lado de la calle, a las once y cuarto de la noche. Me contestó que tiene una visión A—1 y que Sam tenía el periódico abierto por la página de las carreras.
3) Y, de cualquier modo, ¿qué demonios hacía el propio Westerby, pregunté, rondando a la luz de la luna por Star Heights a las once y cuarto de la noche? Respuesta: volvía de tomar unas copas con la gente de la UPI y andaba buscando un taxi. Ante esto, fingí explotar y dije que nadie que hubiera estado con la gentuza de la UPI podría ver un elefante a cinco metros, no digamos ya a Sam Collins a veinticinco, en un coche, en plena noche. Y asunto concluido… espero.
Ni que decir tiene que Smiley se quedó muy preocupado por este incidente. Sólo sabían lo de Collins cuatro personas: Smiley, Connie Sachs, Craw y el propio Sam. El que Jerry le hubiera visto añadía un problema a una operación cargada ya de imponderables. Pero Craw era hábil, y creía haber convencido a Jerry, y Craw era el hombre que estaba sobre el terreno. Habría sido posible, claro, en un mundo perfecto, que Craw hubiese considerado oportuno investigar si había habido realmente una fiesta de la UPI aquella noche en los Midlevels… y al comprobar que no la había habido, podría haberle pedido a Jerry de nuevo que explicase su presencia en la zona de Star Heights y, en tal caso, probablemente a Jerry le hubiese dado una pataleta y hubiese inventado alguna otra historia no comprobable: que había estado con una mujer, por ejemplo, y que Craw se metiese en sus asuntos. El resultado neto de lo cual habría sido mala sangre innecesaria y la misma situación lo—tomas—o—lo—dejas de antes.
También habría sido tentador, aunque no razonable, esperar que Smiley, con tantas otras presiones encima (la continuada e infructuosa búsqueda de Nelson, las sesiones diarias con los primos, las acciones de retaguardia por los pasillos de Whitehall), hubiese sacado la conclusión más próxima a su propia experiencia solitaria: es decir, que aquella noche Jerry no tenía sueño y deseaba estar solo, así que había vagado por las calles hasta hallarse de pronto ante el edificio donde vivía Lizzie y que había rondado por allí, tal como hacía Smiley en sus vagabundeos nocturnos, sin saber exactamente qué quería, aparte de la posibilidad de echarle la vista encima por casualidad a Lizzie.
El alud de acontecimientos que arrastraba a Smiley era demasiado intenso para permitir tan fantásticas abstracciones. El hecho de que hubiera que esperar a que llegase el octavo día para que el Circus se pusiera en pie de guerra se debe, además, a la disculpable vanidad del hombre solitario que tiende a creer que el suyo es un caso único.
El optimismo que imperaba en la quinta planta era un gran alivio tras la depresión de la reunión anterior. Guillam lo calificó de una luna de miel de los excavadores, y aquella noche fue su punto álgido, el apogeo de su explosión estelar atenuada y, en la cronología que más tarde impondrían los historiadores a las cosas se produjo exactamente ocho días después de que Jerry, Lizzie y Tiu hubiesen tenido su amplio y franco intercambio de puntos de vista sobre el tema de Ricardo el Chiquitín y la veta de oro rusa… para gran satisfacción de los planificadores del Circus. Guillam había tenido especial interés en llevar a Molly. Aquellos sombríos animales nocturnos habían corrido en todas direcciones por senderos viejos y senderos nuevos, y otros olvidados ocultos ya y redescubiertos; y ahora, al fin, tras sus gemelos paladines Connie Sachs alias Madre Rusia y el nebuloso di Salis alias el Doctor se apretujaban todos, los doce, en la sala del trono, bajo el retrato de Karla, rodeando en obediente semicírculo a su jefe,
bolcheviques
y
peligros amarillos
juntos. Una sesión plenaria pues y, para gentes no habituadas a tal espectáculo, sin duda un monumento histórico. Y Molly decorosamente sentada junto a Guillam, el pelo cepillado y suelto para ocultar las marcas de mordiscos en el cuello.
Di Salís es quien lleva la voz cantante. Los demás lo consideran perfectamente lógico. Después de todo, Nelson Ko es terreno del Doctor: chino hasta la punta de las anchas mangas de su túnica. Procurando frenarse, el mojado pelo de punta, las rodillas, los píes y los nerviosos dedos casi inmóviles por una vez, todo a un ritmo mesurado y casi despectivo, cuya inexorable culminación resulta, en consecuencia, más emocionante. Y la culminación tiene incluso un nombre. Y este nombre es Ko Sheng—Hsiu, alias Ko, Nelson, también conocido más tarde por Yao Kai—cheng, nombre bajo el cual caería más tarde en desgracia en la Revolución Cultural.
—Pero dentro de estas cuatro paredes, caballeros —dice con voz aflautada el Doctor cuya conciencia del sexo femenino es algo incoherente— seguiremos llamándole Nelson.
Nacido en 1928 en Swatow, de humilde origen proletario (y citamos las fuentes oficiales, dice el Doctor), se trasladó poco después a Shanghai. No hay mención, ni en informes oficiales ni en los extraoficiales, de la escuela de la misión del señor Hibbert, salvo una triste referencia a «explotación a manos de imperialistas occidentales en la niñez», que le envenenó con ideas religiosas. Cuando los japoneses llegaron a Shanghai, Nelson se unió a la caravana de refugiados camino de Chungking, tal como había explicado el señor Hibbert. Nelson, desde temprana edad, de nuevo según los informes oficiales, continúa el Doctor, se consagró secretamente a la lectura de los textos revolucionarios fundamentales y tomó parte activa en las tareas de los grupos comunistas clandestinos, pese a la opresión de la despreciable chusma de Chiang Kai—chek. En la caravana de refugiados intentó también, «en varias ocasiones, escapar para unirse a las tropas de Mao, pero se lo impidió su extrema juventud. Al volver a Shanghai se convirtió, ya como estudiante, en cuadro dirigente del ilegal movimiento comunista y realizó misiones especiales en los astilleros de Kiangnang para contrarrestar la perniciosa influencia de los elementos fascistas de la KMT. En la Universidad de Comunicaciones defendió públicamente un frente unido de estudiantes y campesinos. Se graduó con excelentes notas en 1951…»