Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
Fue Connie, como siempre, quien puso fin al silencio, adecuadamente sobrecogedor, que siguió. Su sonrisa fue también la primera… y la que indicaba más sabiduría.
—Quiere ahumarle para que salga —cuchicheó extasiada—. ¡Lo mismo que le hizo a Bill, el perro listo! Le hace una hoguera a la puerta de casa, verdad, querido, para ver hacia qué lado corre. ¡Oh,
George,
eres un hombre encantador, el mejor de todos mis chicos, te lo aseguro!
Smiley utilizó en su mensaje a Craw una metáfora distinta para describir el plan, más del gusto del agente de campo. Aludió a
sacudir el árbol de Ko,
y era patente, por el resto del texto que, pese a los considerables peligros, se proponía utilizar para ello las anchas espaldas de Jerry Westerby.
Como nota al pie de todo esto, un par de días después, Sam Collins desapareció. Se alegraron todos. Dejó de aparecer y Smiley no volvió a mencionarle. Su despacho, cuando Guillam se coló en él furtivamente a echar un vistazo, no contenía nada personal de Sam, salvo un par de paquetes de naipes sin abrir y unos chillones estuches de cerillas que promocionaban un club nocturno del West End. Cuando sondeó a los caseros, se mostraron por una vez insólitamente afables. El precio de Sam había sido una gratificación de despedida, dijeron, y la promesa de que se reconsideraría su derecho a una pensión. En realidad, Sam no tenía tampoco mucho que vender. Como una llamarada, dijeron, y para no volver.
De todos modos, Guillam no podía librarse de un cierto desasosiego respecto a Sam, que le transmitió a menudo a Molly Meakin en las semanas siguientes. No era sólo por habérselo tropezado en la oficina de Lacon. Le inquietaba el asunto del intercambio epistolar de Smiley con Martello confirmando su acuerdo verbal. En vez de dejar que los primos vinieran a por la carta, con el consiguiente desfile de un coche grande e incluso un motorista de escolta por Cambridge Circus, Smiley había ordenado a Guillam que la llevase él mismo a Grosvenor Square, con Fawn de niñera. Pero Guillam estaba abrumado de trabajo por entonces, como solía pasarle, y Sam estaba, como siempre, libre. Así que cuando se ofreció voluntario para llevar la carta él, Guillam se la dio y luego pensó que ojalá no lo hubiese hecho nunca. Aún seguía pensándolo, encarecidamente.
Porque en vez de entregarle la carta de George a Murphy o a su anónimo compañero Sam, según Fawn, había insistido en entrar a dársela personalmente a Martello. Y se había pasado más de una hora a solas con él.
Star Heights era el bloque más nuevo y más alto de los Midlevels, tenía forma circular, y de noche brillaba como un inmenso lapicero iluminado en la suave oscuridad del Pico. Conducía hasta él una tortuosa carretera, pero su única acera era una hilera de piedras, de unos quince centímetros de ancho, entre la carretera propiamente dicha y el acantilado. En Star Heights, los peatones eran de mal gusto. Era ya anochecido y se acercaba a su apogeo el ajetreo social. Mientras Jerry recorría el camino siguiendo la acera, pasaban rozándole los Mercedes y los Rolls Royce en su prisa por dejar y recoger. Jerry llevaba un ramo de orquídeas envuelto en papel de seda: mayor que el que Craw le había regalado a Phoebe Wayfarer, más pequeño que el que le había ofrendado Drake Ko al niño Nelson muerto. Aquellas orquídeas no eran para nadie. «Cuando se tiene mi estatura, amigo, hay que tener muy buenas razones para hacer lo que sea.»
Se sentía tenso, pero también aliviado de que hubiera terminado al fin la larguísima espera.
Es
una operación directa de pie—en—la—puerta. Señoría,
le había advertido Craw en la prolongada reunión informativa del día antes.
Ábrete camino hasta allí y empieza y no pares hasta el final.
A la pata coja, pensó Jerry.
Una marquesina a rayas llevaba al vestíbulo de entrada e impregnaba el aire aroma de mujeres, como un anticipo de su tarea.
Y no se te olvide que Ko es el propietario del edificio,
había añadido con aspereza Craw, como regalo de despedida. La decoración interior no estaba terminada del todo. Faltaban placas de mármol alrededor de los buzones. En una fuente de terrazo debería haber estado escupiendo agua un pez de fibra de vidrio, pero aún no habían conectado las tuberías y había sacos de cemento amontonados en la pila. Enfiló hacia los ascensores. Había una cabina de cristal con el letrero «Recepción» y desde allí le miraba el portero chino. Jerry sólo veía un borrón indefinido. Estaba leyendo al llegar Jerry, pero ahora le miraba fijo, sin decidirse a pararle, tranquilizado un poco por las orquídeas. Llegaron dos matronas norteamericanas con toda la pintura de guerra y tomaron posiciones junto a él.
—Que flores tan bonitas —dijeron, atisbando en el papel de seda.
—Estupendas, ¿verdad? Tomen, tomen. ¡Un regalo! Vamos, muy adecuadas para una mujer guapa. ¡Las mujeres bellas parecen desnudas sin flores!
Risas. Los ingleses son una raza aparte. El portero volvió a su lectura y Jerry quedó legitimado. Llegó un ascensor. Irrumpieron en el vestíbulo, hoscos y enjoyados, una horda de diplomáticos y hombres de negocios con sus esposas. Jerry cedió el paso a las matronas norteamericanas. Humo de puro mezclado con perfume, música enlatada tarareando melodías olvidadas. Las matronas pulsaron el botón de la planta doce.
—¿Va usted también a visitar a los Hammerstein? —preguntaron, sin dejar de mirar las orquídeas.
Jerry bajó en la planta quince y se dirigió a la escalera de incendios. Apestaba a gato y a basura. Bajando se encontró con una
amah
que llevaba un cubo lleno de panales. Frunció el ceño al verle, pero cuando él la saludó se echó a reír ruidosamente. Siguió bajando hasta que llegó a la planta ocho, donde entró en la opulencia del rellano de residentes. Estaba al final de un pasillo. Había una pequeña rotonda que daba a dos puertas de ascensor doradas. Había cuatro pisos y cada uno de ellos ocupaba un cuadrante del edificio circular, y todos tenían pasillo propio. Se situó en el pasillo B, sólo con las flores como protección. Vigiló la rotonda, la atención fija en la entrada del pasillo C. El papel de seda que envolvía las orquídeas estaba húmedo donde él lo sujetaba, demasiado fuerte.
«Es una cita fija semanal», le había asegurado Craw. «Todos los lunes, arreglo de flores en el Club Norteamericano. Puntual como el reloj. Se encuentra allí con una amiga, Nellie Tan, trabaja para Airsea. Van a lo de las flores y luego se quedan a cenar.»
«¿Y dónde anda Ko entretanto?»
«En Bangkok, negocios.»
«Bueno, pues esperemos que no le dé por volver.»
«Amén, señor, amén.»
Con un chirrido de goznes nuevos sin engrasar, se abrió una puerta al lado y salió al pasillo un norteamericano joven y delgado, de smoking, que se quedó mirando a Jerry y a las orquídeas. Tenía los ojos firmes y azules y llevaba cartera.
—¿Está usted buscándome a mí con esas cosas? —preguntó, con el acento de la buena sociedad bostoniana. Parecía rico y seguro de sí. Jerry pensó que debía ser un diplomático o un bancario de alto nivel.
—Bueno, no sé, la verdad —contestó Jerry, interpretando el papel del inglés tonto—.
Cavendish —
dijo.
Por encima del hombro del norteamericano, Jerry vio que la puerta se cerraba suavemente, ocultando una estantería llena de libros.
—Es que un amigo mío me pidió que se las llevase a la señorita Cavendish al 9D. Él se fue a Manila y me dejó con las orquídeas… En fin, no sé.
—Se ha equivocado de planta —dijo el norteamericano dirigiéndose al ascensor—. Eso es arriba. Y también se ha equivocado de pasillo. El D queda al otro lado. Por allí.
Jerry se colocó a su lado, fingiendo esperar el ascensor de subida. Llegó primero el de bajada, y el joven norteamericano entró tranquilamente en él y Jerry volvió a su puerta. Se abrió la puerta C, la vio salir y cerrar con llave. Llevaba ropa de diario. Tenía el pelo largo y de un rubio ceniza, pero lo llevaba recogido en la nuca en una cola de caballo. El traje era sencillo, sin espalda, y calzaba sandalias, y aunque Jerry no pudo verle la cara, supo de inmediato que era guapa. Se dirigió al ascensor, sin verla aún, y Jerry tuvo la ilusión de que estaba mirándola por una ventana, desde la calle.
En el mundo de Jerry, había mujeres que llevaban sus cuerpos como si fueran ciudadelas que sólo los más valientes pudieran tomar, y Jerry se había casado con varias. O quizá se hicieran así, por su influencia. Había mujeres que parecían decididas a odiarse, y que encorvaban la espalda y encogían las caderas y había otras que con sólo caminar hacia él ya le ofrendaban un regalo. Éstas eran muy pocas y para Jerry, en aquel momento, ella pasó a la cabeza de todas. Se había parado ante las puertas doradas y miraba los números iluminados. Jerry llegó a su lado cuando llegaba el ascensor y ella no advirtió aún su presencia. El ascensor estaba lleno, tal como Jerry esperaba. Entró de espaldas, por las orquídeas, disculpándose, sonriendo y manteniéndolas aparatosamente en alto. Ella quedó de espaldas a él, y le rozaba con un hombro. Era un hombro fuerte, y quedaba al descubierto por ambos lados de la tira del cuello que sujetaba el vestido sin espalda, y Jerry pudo ver puntitos de pecas y una pelusilla de diminuto vello dorado que se perdía por la espalda abajo. La chica quedaba de perfil, por debajo de él. La miró.
—¿Lizzie? —dijo, titubeante—. Hola,
Lizzie,
soy yo, Jerry.
La chica se volvió con viveza y alzó la vista hacia él. Jerry lamentó no haber podido colocarse más lejos de ella, porque sabía que la primera reacción sería de miedo físico por su estatura. Y así fue. Lo percibió un instante en sus ojos grises, que chispearon antes de abarcarle con la mirada.
—¡Lizzie
Worthington
!
—
proclamó él, más confidencial—. ¿Qué tal el whisky, nena, te acuerdas de mí? Soy uno de tus orgullosos inversores. Jerry. Amigo de Ricardo el Chiquitín. Un barrilito de cincuenta galones con mi nombre en la etiqueta. Todo pagado, todo legal.
No había alzado mucho la voz, suponiendo que quizá pudiese revelar un pasado que ella quería repudiar. Había hablado tan bajo que los demás oían bien «sigue cayendo la lluvia sobre mi cabeza» por encima del hilo musical, o el gruñido de un viejo griego que se sentía encajonado.
—Claro que sí, por Dios —dijo ella, con animosa sonrisa de azafata—. ¡Jerry!
Se le cortó la voz, como si lo tuviese en la punta de la lengua.
—Jerry… —frunció el ceño y alzó la vista hacia él como una actriz interpretando Olvido. Paró el ascensor en la sexta planta.
—Westerby —dijo él, solícito, sacándola del apuro—. Periodista. Me diste el sablazo en el bar del Constellation. Yo buscaba amoroso sosiego y lo que conseguí fue un barrilito de whisky.
Alguien rió al lado.
—¡Pues
claro
! ¡Mi
querido
Jerry! ¡Cómo iba yo a…! ¿pero qué andas haciendo tú en Hong Kong? ¡
Dios
santo!
—Lo de siempre. Fuego y peste y hambre. ¿Y qué tal tú? Retirada, supongo, con tus métodos de venta. Nunca me apretaron tanto las clavijas en toda mi vida.
Ella se echó a reír, encantada. Se abrieron las puertas en la planta tercera. Entró una anciana con muletas.
Lizzie Worthington vendió en total cincuenta y cinco barrilitos de la rojiza hipocrene, Señoría,
había dicho el viejo Craw.
Todos ellos a compradores masculinos y una buena cantidad, según mis asesores, con servicio incluido. Lo que da un nuevo significado a la expresión «un generoso whisky», me atrevo a sugerir.
Llegaron a la planta baja. Salió primero ella y él la siguió y se le puso al lado. Por las cristaleras de la entrada, Jerry vio el coche deportivo, la capota bajada, esperando, embutido entre las resplandecientes limusinas. Debió telefonear abajo, sin duda, para que se lo tuviesen listo, pensó Jerry: Si Ko es el propietario del edificio, procurará, claro, que la traten como es debido.
La chica se dirigió a la ventanilla del portero. Mientras cruzaban el vestíbulo, ella seguía charlando, volviéndose para hablarle, un brazo muy separado del cuerpo, la palma hacia arriba, como una modelo. Le habré preguntado si le gusta Hong Kong, se dijo Jerry, aunque no podía recordar haberlo hecho:
—Me parece adorable, Jerry, sencillamente
adorable.
Vientiane me parece… bueno, a
siglos
de distancia. ¿Sabes que murió Ric?
Lanzó esto heroicamente, como si ella y la muerte no fueran extraños entre sí.
—Después de lo de Ric, creí que no iba a interesarme nunca ningún otro sitio. Estaba equivocada del todo, Jerry. Hong Kong es la ciudad más divertida del mundo. Laurence, querido, hoy navego en mi submarino rojo: reunión de señoras en el club.
Laurence era el portero, y la llave del coche colgaba de una gran herradura de plata que a Jerry le recordó el hipódromo de Happy Valley.
—Gracias, Laurence —dijo ella dulcemente, ofrendándole una sonrisa que le duraría toda la noche—. La
gente
aquí es tan maravillosa. Jerry —le confió, en un susurro escénico, camino ya de la salida principal—. ¡Y
pensar lo
que solíamos decir de los chinos allá en Laos! Sin embargo aquí, son siempre la gente más maravillosa y más animada y de más inventiva.
Jerry percibió que había pasado a un acento extranjero apátrida. Debe haberlo tomado de Ricardo y debe mantenerlo porque le parece elegante.
—La gente piensa: «Hong Kong —Compras fabulosas —Cámaras libres de impuestos —Restaurantes», pero, sinceramente, Jerry, cuando profundizas más y conoces el
verdadero
Hong Kong y conoces a la
gente…
es como si consiguieses de pronto todo lo que hubieses podido desear de la vida. ¿No te parece adorable mi nuevo coche?
—Vaya, así que en eso gastaste los beneficios del whisky.
Jerry extendió la palma abierta y ella dejó caer en ella las llaves, para que pudiera abrirle la puerta. En el mismo tono teatral, él le pasó las orquídeas para que las sostuviera. Detrás del negro Pico, brillaba como fuego de bosque una luna llena que aún no se había alzado del todo. La chica subió al coche, él le pasó las llaves y esta vez apreció el contacto de su mano y recordó de nuevo Happy Valley, y el beso de Ko mientras se alejaban.
—¿Te importa que monte en la grupa? —preguntó Jerry.
Ella se echó a reír y le abrió la puerta del asiento de pasajero.