El honorable colegial (22 page)

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Authors: John Le Carré

Y, volviendo a la mesa, él mismo marcó el número de Natalie. No contestó nadie. Ayudó gentilmente a Frost a levantarse y le acompañó a la puerta.

—Y no se te ocurra cerrar luego —le advirtió—. Tenemos que volver a dejarlo en su sitio antes de que me vaya.

Frost había vuelto. Estaba lúgubremente sentado allí a la mesa, con tres carpetas delante. Jerry le sirvió un vodka. Inmóvil a su lado, mientras lo bebía, Jerry explicó cómo funcionaba una colaboración de aquel tipo. Frost nunca vería nada, dijo. Lo único que tenía que hacer era dejarlo todo donde estaba, luego salir al pasillo, cerrando la puerta con cuidado. Junto a la puerta había un tablero de anuncios para el personal: Frostie lo habría leído muchas veces, sin duda. Pues debía colocarse delante de aquel tablero y leer diligentemente las noticias, todas, hasta que Jerry diera dos golpes en la puerta desde dentro. Entonces, podía volver. Mientras leía, debía procurar colocarse de modo que tapase la mirilla, para que Jerry supiese que estaba allí y los que pasasen no pudieran ver lo que pasaba dentro. Frost podía también consolarse con la idea de que no había violado ningún secreto, le explicó Jerry. Lo más grave que las autoridades podían llegar a decir (o el cliente, en realidad) era que al abandonar su despacho dejando a Jerry dentro, había incurrido en una infracción técnica de las normas de seguridad del banco.

—¿Cuántos documentos hay en las carpetas?

—¿Cómo voy a saberlo? —preguntó Frost, algo envalentonado por su inesperada inocencia.

—Cuéntalos, ¿quieres? Sé bueno.

Había cincuenta exactamente, que eran muchos más de los que suponía Jerry. Faltaba un respaldo por si se daba el caso de que Jerry, pese a aquellas precauciones, se viese interrumpido.

—Necesitaré impresos —dijo.

—¡Qué coño de impresos! Yo no tengo impresos —replicó Frost—. Yo tengo
chicas
que me traen los impresos. No, no es verdad, no las tengo, ya se han ido.

—Para abrir mi cuenta en administración con tu honorable banco, Frostie. Colócalos aquí, en la mesa, con tu pluma dorada de la hospitalidad… ¿entendido? Te estás tomando un descanso mientras yo los relleno. Y ésta es la primera entrega —dijo.

Y sacó un montoncito de dólares norteamericanos del bolsillo del pantalón, y los tiró en la mesa con un agradable palmetazo. Frost miró el dinero pero no lo cogió.

Solo, Jerry trabajó de prisa. Desprendió los papeles de la carpeta y los colocó por parejas, fotografiando dos páginas por toma, los grandes codos próximos al cuerpo para permanecer inmóvil, los grandes pies un poco separados para mantener el equilibrio, como en un
slipcath
de criquet, y la cadena de medición justo rozando los papeles para la distancia. Si no quedaba satisfecho repetía la toma. A veces, marcaba la exposición. Solía volver la cabeza de vez en cuando y mirar al círculo verde Robin Hood de la mirilla para cerciorarse de que Frost estaba en su puesto y no llamando a los guardias del blindado. En una ocasión, se impacientó y llamó al cristal de la puerta y Jerry le gruñó que se callara. De cuando en cuando, oía pisadas que se acercaban y lo dejaba todo en la mesa con el dinero y los impresos, guardaba la máquina en el bolso y se acercaba a la ventana y contemplaba el puerto y se alisaba el pelo, como alguien que afronta las grandes decisiones de la vida. Y en una ocasión (es algo muy difícil si tienes los dedos grandes y estás nervioso) cambió el rollo, pensando que ojalá la vieja cámara fuese algo más silenciosa. Cuando llamó a Frost, los expedientes estaban de nuevo en la mesa, con el dinero al lado, y Jerry se sentía tranquilo, aunque un poco asesino.

—Eres un perfecto imbécil —proclamó Frost, metiendo los quinientos dólares en el bolsillo interior de la chaqueta.

—Claro —dijo Jerry. Repasaba la mesa, limpiando las huellas.

—Has perdido el poco juicio que tenías —le dijo Frost; había en su actitud una seguridad extraña—. ¿Crees que puedes detener a un hombre como él? Sería como intentar tomar Fort Knox con una palanqueta y una caja de petardos.

—El Gran Señor en persona. Eso me gusta.

—No te gustará, no. Te parecerá horrible.

—Así que le conoces.

—Somos como uña y carne —gruñó Frost—. Entro y saleo en su casa a diario. Ya conoces mi pasión por los grandes y poderosos.

—¿Quién abrió esta cuenta suya?

—Mi predecesor.

—¿Estuvo aquí él?

—No desde que estoy yo.

—¿Le viste alguna vez?

—En el canódromo de Macao.

—¿El
qué?


En las carreras de galgos de Macao. Perdiendo hasta la camisa. Mezclándose con el pueblo. Estaba yo con mi palomita china, la anterior a la última. Me lo señaló ella: «¿Ése? —dije—. ¿Ése? Sí, bueno, es cliente mío.» Se quedó muy impresionada.

En el alicaído rostro de Frost hubo un aleteo de su antiguo yo.

—Y una cosa más: él tampoco estaba pasándolo mal —continuó—. Llevaba una rubia muy maja. Ojirredonda. Estrella de cine, por la pinta. Sueca. Mucho trabajo concienzudo en el lecho para el reparto de papeles. Mira…

Frost logró una sonrisa fantasmal.

—Venga, hombre. Di, rápido.

—Ven conmigo, muchacho. Vamos a recorrer la ciudad. A fundir estos quinientos pavos. Tú en realidad no eres así, ¿verdad? Lo haces sólo para ganarte la vida…

Jerry hurgó en el bolsillo y sacó la llave de alarma y la depositó en la pasiva mano de Frost.

—Necesitarás esto —dijo.

En la escalinata de la salida había un joven delgado y bien vestido de ceñidos pantalones norteamericanos. Leía un libro de aspecto serio en edición encuadernada; Jerry no pudo ver cuál. No había leído mucho, pero parecía hacerlo muy atentamente, como alguien decidido a cultivar su inteligencia.

Hombre de Sarratt una vez más, el resto suprimido.

Hay que gastar suela, decían los instructores. Nunca vayas directamente. Si no consigues hacerte con la presa, por lo menos debes borrar el rastro. Tomó taxis, pero siempre para ir a un lugar concreto, al muelle de la Reina, donde vio cómo se llenaban los transbordadores y cómo se deslizaban los juncos pardos entre los transatlánticos. A Aberdeen, donde vagó entre los turistas contemplando a los habitantes de las barcas y los restaurantes flotantes. A Stanley Village, siguiendo la playa, donde unos bañistas chinos de pálidos cuerpos, un poco encorvados, como si la ciudad pesase aún sobre sus hombros, chapoteaban castamente con sus hijos.
Los
chinos nunca se bañan después del festival de la luna, se
repitió maquinalmente, pero no pudo recordar cuándo era el festival de la luna. Había pensado dejar la cámara en el guardarropa del Hotel Hilton. Había pensado en cajas de seguridad nocturna y en mandarse un paquete postal a sí mismo; en mensajeros especiales bajo cobertura periodística. Ninguno de estos procedimientos resultaba válido, a su juicio… más concretamente, ninguno servía para los instructores. Es
un solo,
le habían dicho; o lo haces tú mismo o nada. Por eso llevó algo para transportarlo: una bolsa de compra de plástico con un par de camisas de algodón para hacer bulto. Cuando estás en peligro, dice la doctrina, procura tener algo con qué distraer. Recurren a ello hasta los vigilantes más viejos. Y si te pillasen y lo soltaras, ¿quién sabe? Quizá puedas contener a los perros lo suficiente para salir pitando en calcetines. De cualquier modo, procuró no mezclarse mucho con la gente. Tenía un pánico mortal al simple carterista. En el garaje de coches de alquiler de Kowloonside le tenían el coche listo ya. Se sentía tranquilo (iba cuesta abajo), pero seguía alerta. Se sentía triunfante y el resto de lo que sintiese no tenía importancia. Hay trabajos terribles.

Ya en el coche, prestó especial atención a las Hondas, que en Hong Kong son la infantería del pobre diablo del gremio de la vigilancia. Antes de dejar Kowloon hizo un par de pasadas por calles secundarias. Nada. En Junction Road se incorporó a la caravana de domingueros y continuó hasta Clear Water Bay durante otra hora, dando gracias porque el tráfico estuviera tan mal, pues nada hay más difícil que seguir discretamente los cambios entre un trío de Hondas atrapado en una caravana de veinticinco kilómetros. El resto fue mirar espejos, conducir, llegar, volar solo. El calor de la tarde seguía siendo feroz. Tenía el acondicionador al máximo, pero no lo sentía. Pasó extensiones de plantas enmacetadas, letreros Seiko, arrozales y parcelas de arbolitos destinados al mercado de Año Nuevo. Vio al fin una faja estrecha de arena a la izquierda y giró bruscamente hacia ella, mirando por el espejo. Paró allí y aparcó un rato con el capó abierto, como si estuviera enfriando el motor. Pasó un Mercedes verde guisante, ventanas ahumadas, un conductor, un pasajero delante. Llevaba detrás de él un rato, pero siguió su ruta.

Cruzó hasta el café. Marcó un número, dejó sonar el teléfono cuatro veces. Colgó. Volvió a marcar el número, sonó seis veces y, cuando contestaron, volvió a colgar. Luego, también él siguió ruta, cruzando entre los restos de pueblos pesqueros hasta la orilla de un lago, donde los juncos entraban en el agua y se duplicaban rectos en su propio reflejo. Atronaban las ranas y ligeros yates de recreo aparecían y se ocultaban en la neblina que producía el calor. El cielo era de un blanco intenso y se perdía en el agua. Salió del coche. En ese momento, una vieja furgoneta Citroën traqueteó carretera adelante, con varios chinos a bordo: gorros de coca—cola, bártulos de pesca, críos; pero dos hombres, ninguna mujer. Los hombres le ignoraron. Se dirigió a una hilera de casas con balcones de madera, muy ruinosas y con paredes de celosía de hormigón delante, como casas de la costa inglesa, pero con la pintura más descolorida debido al sol. Sus nombres estaban escritos sobre fragmentos de madera de barco, un concienzudo trabajo de atizador: Driftwood, Susy May, Dum—romin. Había un embarcadero al final de la carretera, pero estaba cerrado, los yates debían amarrar en otro sitio ya. Al aproximarse a las casas, Jerry iba mirando despreocupadamente a las ventanas altas. En la segunda de la izquierda, había un lívido jarrón de flores secas, los tallos envueltos en papel de plata. Todo correcto, indicaba. Pasa. Abrió la verja y pulsó el timbre. El Citroën se había parado a la orilla del lago. Oyó el estruendo de las puertas y al mismo tiempo la electrónica mal utilizada sobre el altavoz del audífono de la entrada.

—¿Quién coño llama? —exigió una voz áspera, cuyos ricos tonos australianos atronaron por encuna de los ruidos parásitos; pero sonaba ya el cierre de la puerta y, cuando la empujó, vio la corpulenta figura del viejo Craw que, con su quimono, se alzaba al fondo de la escalera, y, muy satisfecho, le llamaba «Monseñor» y «perro ladrón» y le exhortaba a arrastrar su feo trasero aristócrata hasta allí y echarse un buen trago al coleto.

La casa apestaba a pebeteros aromáticos. Desde las sombras de la entrada del primer piso, le sonrió un ama desdentada, la misma extraña criaturilla a la que había interrogado Luke cuando Craw se hallaba ausente, en Londres. El salón, que estaba en el primer piso, tenía un mugriento empandado lleno de arrugadas fotos de viejos camaradas de Craw, de periodistas con los que había trabajado durante sus cincuenta años de disparatada historia oriental. En el centro había una mesa con una Remington bastante cascada, donde se suponía que Craw estaba componiendo sus Memorias. El resto de la estancia estaba vacío. Craw, como Jerry, tenía críos y mujeres, restos de media docena de vidas, y tras atender a las necesidades inmediatas, apenas le quedaba para muebles.

El baño no tenía ventana.

Junto al lavabo, un tanque de revelado y pardas botellitas de fijador y revelador. También una pequeña montadora con una pantalla de vidrio esmerilado para los negativos. Craw apagó la luz y por espacio de muchísimos años, trabajó en total oscuridad, gruñendo y maldiciendo y apelando al Papa. Jerry sudaba a su lado, intentando seguir sus actividades basándose en los tacos y las invocaciones. Ahora, teorizaba, está pasando la cinta del rollo a la bovina. Le imaginó sujetándola con muchísimo tiento, para no dejar huellas en la emulsión. Llegaría un momento en que empezaría a dudar de si estaba sujetándola ya o no, pensó Jerry. Tendrá que obligar a los dedos a seguir moviéndose. Se sintió mal. Las maldiciones del viejo Craw se hicieron más fuertes en la oscuridad, pero no lo bastante para ahogar los chillidos de las aves acuáticas del lago. Es muy hábil, pensó Jerry, tranquilizándose. Es capaz de hacerlo dormido. Oyó rechinar de baquelita cuando Craw atornilló la tapa y un murmurado: «Tú vete a la cama, sacrílego de mierda.» Luego hubo un repiqueteo extrañamente seco cuando cautamente expulsó las burbujas de aire del revelador. Después, se encendió la luz de seguridad con un restallar tan sonoro como un disparo de pistola, y apareció allí, de nuevo, el viejo Craw en persona, rojo como un papagayo por la luz, inclinado sobre el tanque cerrado, vertiendo rápidamente el hiposulfito, luego dando vueltas muy tranquilo al tanque y volviendo a colocarlo mientras miraba el viejo cronómetro de cocina que tartajeaba los segundos.

Agobiado de nerviosismo y de calor, Jerry volvió solo al salón, se sirvió una cerveza y se derrumbó en un sillón de mimbre, mirando al vacío, mientras escuchaba el firme rumor del grifo. Por la ventana entraba un burbujeo de voces en chino. Los dos pescadores habían instalado sus equipos al borde del lago. Los niños les miraban, sentados en el suelo. Del baño llegó de nuevo el rechinar de la tapa, y Jerry se levantó de un salto, pero Craw debió oírle, porque gruñó «espera» y cerró la puerta.

Pilotos comerciales, periodistas, espías,
rezaba la doctrina de Sarratt. Es
la misma rutina. Una maldita espera intercalada de arrebatos de maldito frenesí.

Está echándoles un primer vistazo, pensaba Jerry: por si es una chapuza. Según la ley del más fuerte, era Craw, no Jerry, quien tenía que vérselas con Londres. Craw, quien en el peor de los casos, le ordenaría hacer una segunda visita a Frost.

—¿Pero qué haces ahí dentro, por amor de Dios? —gritó Jerry—. ¿Qué pasa?

Quizás esté meando, pensó absurdamente.

La puerta se abrió muy despacio. La seriedad de Craw resultaba sobrecogedora.

—No han salido —dijo Jerry.

Tuvo la sensación de que sus palabras no llegaban a Craw. Iba a repetirlas ya más alto. Iba a ponerse a dar saltos, a montar un número terrible. Pero la respuesta de Craw, cuando llegó al fin, lo hizo a tiempo justo.

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