Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
—
Magnífico —
murmuró, lo bastante alto como para que un par de chicas se volviesen sobre la marcha y le mirasen—. Excelente. Super. Espléndido. Perfecto.
Y, con esto, se zambulló en la charca más próxima, donde apuntalaba la barra una pandilla de camaradas, principalmente del ramo político e industrial, ufanándose de haber casi conseguido un titular en la página cinco.
—¡Westerby! ¡Es el conde en persona! ¡Es el
traje
! ¡El mismo traje! ¡Y el conde dentro, Santo Dios!
Jerry se quedó hasta el final de la función. Bebió frugalmente, sin embargo, pues le gustaba tener despejada la cabeza para sus paseos por el parque con George Smiley.
En toda sociedad cerrada hay un dentro y un fuera, y Jerry estaba fuera. Pasear por el parque con George Smiley, en aquella época (o, dejando la jerga profesional, tener una entrevista secreta con él o, como podría haberlo expresado el propio Jerry, si alguna vez, Dios no lo quiera, pusiera nombre a los acontecimientos más importantes de su destino, «dar una zambullida en su otra y mejor vida») le exigía deambular desde un punto de partida dado, normalmente alguna zona poco poblada, como el recientemente extinto Covent Garden, y llegar a pie a un destino determinado un poco antes de las seis, momento en el que, suponía él, el mermado equipo de artistas de acera del Circus hubiese echado un vistazo al terreno que él dejaba atrás y lo hubiese declarado limpio. La primera noche, su destino era el lado del malecón de la estación del metro de Charing Cross, como se llamaba aún aquel año, un punto de mucho tráfago, donde siempre parecía que le pasaba algo raro al tráfico. El último día, fue una parada múltiple de autobús de la acera sur de Piccadilly, donde bordea Green Park. Fueron cuatro veces en total, dos en Londres y dos en la Guardería. El paso por Sarratt era operativo (la obligatoria «rectificación» en el oficio, a la que ha de someterse periódicamente todo agente de campo) e incluía mucho a memorizar, como nombres de teléfono, claves de palabras y procedimientos de contacto; frases de código abierto para introducir en lenguaje normal mensajes por télex al tebeo; refugios y procedimientos de emergencia en ciertas circunstancias, se esperaba que improbables. Como muchos deportistas, Jerry tenía una memoria clara y ágil para los datos y cuando los inquisidores le examinaron quedaron complacidos. También hicieron con él un ensayo en el terreno de la acción violenta, cuyo resultado fue que acabó con la espalda ensangrentada de tanto pegar en la gastada esterilla.
Las sesiones de Londres consistieron en una entrevista muy simple de información y una muy breve despedida.
Para las recogidas se idearon métodos diversos. En Green Park, a modo de señal de reconocimiento, llevó una bolsa de viaje de Fortnum amp; Mason y logró, pese a lo larga que llegó a hacerse la cola del autobús, mediante un despliegue de sonrisas y de maniobras, permanecer limpiamente al final de ella. Cuando esperó en el malecón, por otra parte, llevaba un ejemplar atrasado de la revista
Time
(que lucía, por coincidencia, los generosos rasgos del presidente Mao en la portada), cuyas letras rojas y cuyo borde rojo sobre fondo blanco, destacaban vigorosamente bajo la luz oblicua. El Big Ben dio las seis y Jerry contó las campanadas, pero el código ético de tales encuentros exige que no se produzcan en las horas ni en los cuartos, sino en los vagos espacios intermedios, que se consideran menos delatores. Las seis de la tarde era la hora otoñal de las brujas, cuando los aromas de todos los campos rurales de Inglaterra, húmedos y cubiertos de hojas, se aureolaban río arriba de húmedos girones de la oscuridad, y Jerry pasó el rato en un agradable semitrance, oliendo esos aromas pensativo y con el ojo izquierdo, Dios sabe por qué, firmemente cerrado. Por fin apareció ante él la furgoneta, una Bedford verde destartalada, con una escalerilla para subir al techo y «Harris Constructor» medio despintado, pero aún legible, en el lateral: una vieja chatarra para la vigilancia, ya jubilada, con planchas de acero sobre las ventanillas. Al ver que pasaba, Jerry se acercó en el momento en que el conductor, un muchacho malhumorado de labio leporino, asomaba ya su cabeza de puercoespín por la ventanilla abierta.
—¿Dónde está Wilf? —preguntó con aspereza el muchacho—. Dijeron que lo traías contigo.
—Tendréis que conformaros conmigo —gruñó Jerry—. Él tiene un trabajo pendiente.
Y, abriendo la puerta de atrás, entró sin dudarlo y la cerró de golpe, pues el asiento de pasajeros de la cabina estaba deliberadamente atestado de láminas de contrachapado de modo que no quedaba sitio donde pudiera sentarse.
Ésa fue, en realidad, toda la conversación que sostuvieron.
En los viejos tiempos, cuando había en el Circus un ambiente campechano e informal, Jerry habría contado con cierta charla amistosa, pero ya no. Cuando iba a Sarratt, el procedimiento era muy parecido, salvo por el hecho de que tenían que recorrer más de veinte kilómetros y sólo si tenían suerte y el chico se acordaba de echarle un cojín atrás podía acabar el viaje sin el brazo destrozado. La cabina del conductor estaba aislada de la parte de atrás de la furgoneta, donde se acuclillaba Jerry, y sólo podía mirar, mientras se bamboleaba en el banco de madera, asido a las agarraderas, por las rejillas de los bordes de las solapas de las ventanillas de acero, que le proporcionaban como mucho una visión rayada del mundo exterior, aunque Jerry era bastante rápido para identificar hitos y señales.
En el viaje a Sarratt pasó por barrios empobrecidos con fábricas anticuadas que parecían cines pobremente encalados de los años veinte, y por un parador de carretera de ladrillo con «Banquetes de boda» en neón rojo. Pero sus sentimientos fueron muy profundos el primer día, y el último, cuando visitó el Circus. El primer día, cuando se aproximaba a las familiares y famosas tórrelas (nunca dejaba de apreciar la importancia del momento) se apoderaba de él una especie de confusa santidad: «Ésta es la esencia misma del servicio.» Al chafarrinón de ladrillo rojo siguieron los troncos ennegrecidos de los plátanos, luego brotó una ensalada de luces coloreadas, pasaron ante él los portones de una verja y, por fin, la furgoneta se detuvo bruscamente. Las puertas se abrieron desde fuera de golpe, al mismo tiempo que oyó cerrarse las verjas y una voz masculina de sargento instructor gritó: «Vamos, hombre, muévete, qué esperas», y era Guillam, que le tomaba un poco el pelo.
—Hombre, Peter, muchacho, ¿cómo van las cosas?
¡Dios Santo!,
¡qué frío!
Peter Guillam, sin molestarse en contestar, dio una áspera palmada a Jerry en el hombro, como para que iniciase la carrera, cerró la puerta en seguida, la atrancó arriba y abajo, se embolsó las llaves y le condujo en un trote por un pasillo que los hurones debían haber destrozado en un acceso de cólera. Había trozos de yeso desprendidos que dejaban los listones al aire; las puertas estaban arrancadas de sus goznes; temblequeaban viguetas y dinteles; había capas de polvo, escaleras, y escombros por todas partes.
—¿Vino el irlandés? —gritó Jerry—. ¿O es sólo un baile para la tropa?
Sus preguntas se perdieron en el estruendo. Los dos hombres caminaban de prisa y compitiendo, Guillam delante y Jerry pisándole los talones, riendo sin resuello, golpeando y raspando con los pies los desnudos escalones de madera. Una puerta les detuvo y Jerry esperó a que Guillam se ocupase de abrir. Luego, esperó por el otro lado a que cerrara.
—Bienvenido a bordo —dijo Guillam más quedamente.
Habían llegado a la quinta planta. Avanzaban más despacio, no iban ya al galope, subalternos ingleses llamados al orden. El pasillo giró a la izquierda, luego a la derecha, luego se elevó en unos cuantos y angostos escalones. Un espejo de ojo de pez astillado, escalones de nuevo, dos arriba, tres abajo, hasta que llegaron ante una mesa de conserje, sin él. A la izquierda quedaba la sala de juegos, vacía, con sillones dispuestos en un tosco círculo y un buen fuego ardiendo en la chimenea. Siguieron hasta una estancia alargada de moqueta parda rotulada «Secretariado», pero que en realidad era la antesala, donde tres madres con sus perlas mecanografiaban apacibles a la luz de las lámparas. En el fondo lejano de la estancia, había una puerta más, cerrada, sin pintar y muy mugrienta alrededor de la manilla. No tenía chapa de protección ni escudete para la cerradura. Sólo los agujeros de los tomillos, según advirtió Jerry, y el halo que quedaba donde había habido uno. Abriéndola sin llamar, Guillam se asomó y dijo algo muy quedo hacia el interior. Retrocedió luego y, rápidamente, hizo pasar a Jerry: Jerry Westerby, comparece ante el señor.
—Hombre, George, qué hay, cuánto me alegro.
—No le preguntes por su mujer —le advirtió Guillam en un suave y rápido murmullo que canturreó en el oído de Jerry después durante un buen rato.
¿Padre e hijo? ¿Ese tipo de relación? ¿Músculo y cerebro? Quizás fuera más exacto hijo y padre adoptivo, que se considera en el oficio el lazo más fuerte.
—¿Qué hay? —murmuró Jerry, con una risa áspera.
Los amigos ingleses no tienen ninguna forma clara de saludarse, y menos aún en una lúgubre oficina del Gobierno en la que no hay para inspirarles nada más cordial que una mesa de pino. Durante una fracción de segundo, Jerry dejó su mano de jugador de criquet pegada a la vacilante y blanda palma de Smiley; luego se arrastró tras él un trecho hasta la chimenea, donde les aguardaban dos sillones: vetusto cuero, cuarteado, muy usados. Una vez más, en aquella errática estación, ardía un fuego en la chimenea Victoriano, aunque muy pequeño comparado con el fuego de la sala de juegos.
—¿Y qué tal Lucca? —preguntó Smiley, sirviendo dos vasos de una garrafita.
—Lucca ha sido algo grande.
—Vaya, hombre. Supongo entonces que fue una faena tener que dejarlo.
—No, por Dios. Fue super. Salud.
—Salud.
Se sentaron.
—¿Y por qué
super,
Jerry? —preguntó Smiley, como si super fuese una palabra con la que no estuviera familiarizado. En la mesa no había papeles y la habitación estaba vacía, resultaba aún más pobre que la suya.
—Creí que ya estaba liquidado —explicó Jerry—. Ya para siempre en la estantería. El telegrama me desanimó por completo. Pensé, bueno, Bill va a acabar conmigo. Acabó con todos los demás, ¿por qué no conmigo?
—Sí —convino Smiley, como si compartiese las dudas de Jerry, n índole de reojo un instante, en una actitud claramente inquisitiva—. Sí, sí, claro. Sin embargo, por otra parte, nunca llegó, al parecer, a hacerlo con los Ocasionales. Le hemos rastreado en todos los demás rincones del archivo, pero los Ocasionales estaban archivados en «Contactos amistosos» en el sector de Territoriales, en un archivo completamente independiente, un archivo al que él no tenía acceso directo. No es que no te considerase lo bastante importante —se apresuró a añadir—. Es sólo que para él tenían prioridad otros asuntos.
—No voy a morirme por eso, descuida —dijo Jerry, con una sonrisa.
—Me alegro —dijo Smiley, sin cazar la ironía. Tras llenar otra vez los vasos, Smiley se acercó al fuego, cogió el atizador de bronce y empezó a mover pensativo las brasas.
—Lucca —dijo—. Sí. Ann y yo fuimos allí. Bueno, hace once, doce años, quizá. Llovía.
Soltó una risilla. En un angosto compartimiento del fondo de la estancia, Jerry vislumbró un lecho de campaña estrecho y de aspecto incómodo, con una hilera de teléfonos a la cabecera.
—Recuerdo que visitamos el
bagno —
continuó Smiley—. Era la cura de moda. Sabe Dios qué queríamos curamos.
Atacó de nuevo el fuego y esta vez se alzaron las llamas con viveza, coloreando los redondeados contornos de su rostro con chafarrinones anaranjados y formando dorados charcos en los gruesos cristales de las gafas.
—¿Sabías que el poeta Heine tuvo una gran aventura allí, un romance? Creo que debió ser por eso por lo que fuimos, ahora que lo pienso. Pensamos que algo se nos pegaría.
Jerry gruñó algo, no demasiado seguro, en aquel momento, de quién era Heine.
—Fue al
bagno,
tomó las aguas y cuando lo hacía conoció a una dama cuyo solo nombre le impresionó tanto que obligó a su esposa a usarlo a partir de entonces —las llamas le entretuvieron un momento más—. Y tú también tuviste una aventura allí, ¿no?
—Nada del otro mundo. Nada sobre lo que escribir a casa.
Beth Sanders, pensó automáticamente Jerry, mientras su mundo se tambaleaba y volvía de nuevo a asentarse. Era lo más lógico, Beth. Su padre, general retirado, gobernador del condado. La vieja Beth debía tener una tía en cada oficina de los servicios secretos de Whitehall.
Inclinándose de nuevo, Smiley colocó el atizador en un rincón, meticulosamente, como si colocase una corona.
—No es que compitamos inevitablemente por afecto. Simplemente nos gusta saber dónde está.
Él no dijo nada. Smiley le miró por encima del hombro y Jerry forzó una sonrisa para complacerle.
—He de decirte que esa dama de la que Heine se enamoró se llamaba
Irwin Mathilde —
continuó Smiley y la sonrisa de Jerry se convirtió en una torpe risa—. Sí, suena muchísimo mejor en alemán, lo admito. ¿Y la novela?, ¿qué tal la novela? Me fastidia pensar que te hemos espantado la musa. Creo que no podría perdonármelo.
—No te preocupes —dijo Jerry.
—¿Terminada?
—Bueno, ya sabes…
Por un instante, no se oyó más que el mecanografiar de las madres y el estruendo del tráfico abajo, en la calle.
—Entonces, ya arreglaremos eso cuando termine lo de ahora —dijo Smiley—. Insisto. ¿Cómo fue lo de Stubbs?
—Ningún problema —dijo de nuevo Jerry.
—¿No hemos de hacer nada más para facilitarte las cosas?
—Creo que no.
De más allá de la antesala les llegó un rumor de pisadas, todas en una dirección. Una reunión de guerra, pensó Jerry, una asamblea de clanes.
—¿Y te sientes en forma y todo eso? —preguntó Smiley—. ¿Estás, bueno,
preparado?
¿Te sientes con ánimos?
—No hay problema.
¿Por qué no podré decir algo distinto?, se preguntó. Parezco un disco rayado.
—Hay mucha gente que no lo tiene en estos tiempos. El ánimo. La voluntad. Sobre todo en Inglaterra. Muchos consideran la
duda
una postura filosófica legítima. Se consideran en el centro, mientras que, por supuesto, no estén, en realidad, en ninguna parte. Los espectadores jamás ganaron ninguna batalla, ¿no te parece? En este servicio así lo entendemos. Tenemos suerte. Nuestra guerra actual empezó en 1917, con la revolución bolchevique. Aún no ha cambiado.