El honorable colegial (19 page)

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Authors: John Le Carré

Cuando sonó el teléfono exterior, Peter Guillam estaba sentado en la sala de juegos, solo, algo borracho, anhelando por igual el cuerpo de Molly Meakins y el regreso de George Smiley. Descolgó de inmediato y era Fawn, jadeante y furioso.

—¡Le he perdido! —gritó—. ¡Me ha engañado!

—Eres un perfecto imbécil —replicó Guillam muy satisfecho.

—¡Nada de imbécil! Fue hacia su casa, ¿no? El ritual de siempre: yo estoy esperándole allí, él vuelve, me mira. Como si fuese basura. Simple
basura.
Y de pronto me doy cuenta de que estoy solo. ¿Cómo lo hace? ¿A dónde va? ¿Soy amigo suyo, no? ¿Quién coño se cree que es? ¡Enano gordinflón! ¡Le voy a matar!

Guillam siguió riéndose después de colgar.

6
El acoso de Frost

Era sábado en Hong Kong de nuevo, pero los tifones estaban olvidados y el día ardía cálido, claro y asfixiante. En el Club Hong Kong, un reloj serenamente cristiano dio once campanadas y el repiqueteo resonó en los cristales como cucharas que cayesen al suelo en una cocina lejana. Los mejores asientos estaban ya ocupados por lectores del
Telegraph
del jueves anterior, que ofrecía una imagen completamente decepcionante de las miserias económicas y morales de su patria.

—La libra otra vez en apuros —gruñó una voz áspera a través de una pipa—. Huelga de electricistas. Huelga de ferroviarios. Huelga de pilotos.

—¿Quién trabaja? Habrá que preguntar eso —dijo otro, con la misma aspereza.

—Si yo fuese el Kremlin, diría que estábamos haciendo un
trabajo de
primera —dijo el que primero había hablado, aullando la palabra
trabajo
para darle un tono de indignación militar, y con un suspiro pidió un par de martinis secos. Ninguno tenía más de veinticinco años, pero ser un patriota exiliado a la busca de fortuna rápida puede envejecerte muy de prisa.

El Club de corresponsales extranjeros celebraba uno de sus días eclesiales en que los ciudadanos sobrepasaban en número con mucho a periodistas e informadores. Sin el viejo Craw para integrarlos, los del Club de bolos de Shanghai se habían dispersado y algunos habían abandonado definitivamente la Colonia. Los fotógrafos habían cedido al señuelo de Fnom Penh, con la esperanza de que hubiese nuevos combates importantes en cuanto terminase la estación de las lluvias. El vaquero estaba en Bangkok, donde se esperaba un recrudecimiento de los motines estudiantiles, Luke en el despacho y su jefe el enano espatarrado en el bar, rodeado de sonoros señoritos ingleses de pantalones oscuros y camisas blancas discutiendo la caja de cambios del mil cien.

—Pero esta vez
fría
. ¿Me has oído?
¡Mucho
fría y tráela
chop chop!

Hasta el Rocker estaba mudo. Le acompañaba aquella mañana su esposa, antigua profesora de la escuela bíblica de Borneo, una acartonada arpía de pelo casi al rape y calcetines por los tobillos, capaz de localizar un pecado antes incluso de que se cometiese.

Y unos tres kilómetros al este, por Cloudview Road, un trayecto de treinta centavos en el autobús urbano de precio único, en lo que se considera el rincón más poblado de nuestro planeta, en North Point, justo donde la ciudad se ensancha hacia el Pico, en la planta dieciséis de un alto edificio llamado 7A, tendido en un colchón donde había dormido un ratito, aunque sin sueños, estaba Jerry Westerby cantando con letra propia la melodía de
Miami sunrise y
viendo cómo se desvanecía una hermosa muchacha. El colchón tenía dos metros diez de longitud, y estaba proyectado para que lo utilizase en el otro sentido una familia china completa y, por primera vez en su vida, más o menos, a Jerry no le colgaban los pies al fondo. Era más largo que el catre de Pet, un kilómetro por lo menos, más largo aún que la cama de la Toscana, aunque en la Toscana daba igual, porque tenía una chica de verdad en la que enroscarse y con una chica al lado no te estiras tanto en la cama. Mientras se perfilaba la chica a la que estaba mirando en una ventana situada frente a la suya, a diez metros o kilómetros de su alcance, y en cada una de las nueve mañanas que había despertado allí, ella se había desnudado y lavado de aquel modo, con considerable entusiasmo, aplauso incluso, de Jerry. Cuando tenía suerte, seguía toda la ceremonia, desde el momento en que ella echaba la cabeza hacia los lados para dejar caer el pelo negro hasta la cintura, hasta que se envolvía castamente en una tela y volvía a reunirse con su familia de diez miembros en la habitación contigua donde vivían todos. Jerry conocía íntimamente a la familia. Sus hábitos higiénicos, sus gustos musicales, culinarios y amorosos, sus fiestas, sus escandalosas y peligrosas riñas. No estaba seguro únicamente de si ella era dos chicas o una sola.

La muchacha se esfumó, pero él siguió cantando. Estaba anhelante; aquello le ponía siempre así, ya estuviese a punto de adentrarse en un callejón de Praga para dejar unos paquetitos a un tipo aterrorizado en un portal o (su mejor hora, y para un ocasional algo sin precedentes) remar cinco kilómetros en un bote para sacar a un operador de radio de una playa del Caspio. En las horas difíciles, Jerry descubría siempre en sí la misma sorprendente destreza, el mismo ánimo firme, la misma atención despierta. Y el mismo temor aullante, lo que no era necesariamente una contradicción. Es hoy, pensó. Se levantó la veda.

Había tres habitaciones pequeñas y tenían todas suelo de parquet. Era la primera cosa en que se fijaba todas las mañanas, porque no había muebles por ninguna parte, salvo el colchón y la silla de la cocina y la mesa donde tenía la máquina de escribir, el plato de la cena, que hacía también servicio de cenicero, y el calendario con la chica, año de 1960, una pelirroja cuyos encantos habían perdido su fragancia hacía ya mucho. Jerry conocía exactamente el tipo: ojos verdes, mucho temperamento y una piel tan sensible que era como un campo de batalla en cuanto le ponías un dedo encima. Añade un teléfono, un tocadiscos viejo sólo para los de 78 y dos pipas de opio muy reales… suspendidas de prácticos clavos en la pared, y ése era el inventario completo de las riquezas y valores de Ansiademuerte el Huno, ahora en Camboya, al que Jerry había alquilado el apartamento. Y el saco de los libros, propiedad de este último, que estaba junto al colchón.

Se había parado el gramófono. Se levantó muy animoso ajustándose el improvisado sarong al estómago. Mientras lo hacía, empezó a sonar el teléfono, así que se sentó de nuevo, cogió el cable y arrastró hacia sí por el suelo el aparato. Era Luke, como siempre, que quería jugar.

—Lo siento, muchacho. Estoy con un artículo. Prueba a jugar al
whist
tú solo.

Jerry activó el reloj parlante y oyó un graznido en chino, luego otro en inglés y puso su reloj de pulsera al segundo. Luego se acercó al gramófono y puso otra vez
Miami sunrise,
a todo volumen. Era el único disco que tenía, pero ahogaba el gorgoteo del inútil acondicionador de aire. Tarareando aún, abrió el único armario, y de un viejo maletín de piel que había en el suelo sacó una amarillenta raqueta de tenis de su padre, cosecha de mil novecientos treinta y tantos, con S.W. en tinta indeleble en el extremo del mango. Desenroscó el mango y sacó de la cavidad cuatro tubitos de microfilms, una sucia lombriz de guata y una cámara para microfilms con cadena graduada, que el conservador que había en él prefería a los modelos más relumbrantes que habían intentado colocarle los de Sarratt. Cargó la cámara con un rollo, ajustó la velocidad de la película y tomó tres lecturas de luz de muestra del pecho de la pelirroja antes de dirigirse en sandalias a la cocina, donde se arrodilló devotamente ante la nevera y soltó la corbata Free Forresters que sujetaba la puerta de ésta. Pasó la uña del pulgar derecho por las podridas bandas de goma, con un ruido desapacible y quejumbroso, sacó tres huevos, y volvió a colocar la corbata donde antes. Mientras esperaba a que hirvieran, se acercó a la ventana y, con los codos en el alféizar, contempló afectuosamente por la rejilla antirrobos sus amados tejados que descendían como estriberones gigantes hasta el borde del mar.

Los tejados eran de por sí solos una civilización, un pasmoso cuadro de supervivencia frente a la violencia de la ciudad. Dentro de sus recintos alambrados, había míseros talleres que fabricaban anoraks, y en donde se celebraban servicios religiosos, se jugaba al
mah—jong
, y los adivinadores del futuro quemaban pebetes perfumados y consultaban inmensos volúmenes pardos. Delante de él, se extendía un jardín de lo más ortodoxo hecho con tierra traída de contrabando. Debajo, tres viejas engordaban cachorrillos de chow para la olla. Había escuelas de baile, de lectura, de ballet, de recreo y de combate, había escuelas culturales y para explicar las maravillas de Mao, y aquella mañana,, mientras Jerry esperaba que hirvieran los huevos, un viejo completaba su galimatías calisténico antes de abrir la sillita plegable donde realizaba su lectura diaria de los
Pensamientos
del gran hombre. Los pobres más prósperos, si carecían de techo, se construían ellos mismos tambaleantes nidos de cuervo, de medio metro por dos y medio, sobre voladizos de fabricación casera adosados a la altura de sus salones. Ansiademuerte afirmaba que allí había suicidios continuamente. Eso era lo que le retenía en aquel lugar, decía. Cuando no estaba fornicando, solía asomarse a la ventana con la Nikon con la esperanza de cazar uno, pero nunca lo lograba. Abajo, a la derecha, había un cementerio que Ansiademuerte dijo que traía mala suerte y consiguió un descuento de cinco dólares en el alquiler.

Volvió a. sonar el teléfono mientras comía.

—¿Qué reportaje? —dijo Luke.

—Las putas de Wanchai han raptado al Gran Mu —dijo Jerry—. Se lo han llevado a la Isla de los Picapiedra y piden rescate.

Aparte de Luke, solían ser mujeres de Ansiademuerte quienes llamaban, pero no querían a Jerry en su lugar. La ducha no tenía cortina, así que tenía que acuclillarse en un rincón azulejado, como un boxer, para no inundar todo el cuarto de baño. Al volver al dormitorio, se puso el traje, cogió el cuchillo de cocina y contó doce tacos de madera desde el rincón del cuarto. Con la hoja del cuchillo extrajo el treceavo. En un espacio hueco de la superficie inferior alquitranosa había una bolsa de plástico que contenía un fajo de billetes, dólares norteamericanos, pequeños y grandes; un pasaporte de emergencia, un permiso de conducir y una tarjeta de viaje aéreo a nombre de Worrell, contratista; y un arma corta que, desafiando todas las normas imaginables del Circus, Jerry había conseguido a través de Ansiademuerte, que no se molestaba en llevarla en sus viajes. Extrajo de este cofre del tesoro cinco billetes de cien dólares y, dejando el resto intacto, volvió a colocar el taco de madera en su sitio. Metió luego la cámara y dos rollos de reserva en los bolsillos y salió, silbando, al pequeño descansillo. Su puerta estaba protegida por un enrejado pintado de blanco que no entretendría a un ladrón decente más de minuto y medio. Jerry la había tanteado un día que no tenía nada mejor que hacer, y le había llevado ese tiempo. Pulsó el botón del ascensor, y éste llegó lleno de chinos que salieron todos. Pasaba siempre. Jerry era sencillamente demasiado grande para ellos, demasiado feo, demasiado extranjero.

«De
lugares como aquél —pensó Jerry con una alegría forzada, mientras se sepultaba en la absoluta oscuridad del autobús que llevaba a la ciudad—, salen a salvar el Imperio los hijos de San Jorge.»

«El tiempo dedicado a la preparación nunca es tiempo perdido»,
dice la diligente máxima de contraespionaje de la Guardería.

Jerry se convertía a veces en un hombre de Sarratt y en sólo eso. Según la lógica normal de las cosas, podría haber ido directamente a su destino: nada se lo impedía, no había, según la lógica normal de las cosas, motivo alguno, sobre todo después de su juerga de la última noche, para que Jerry no hubiera tomado un taxi a la puerta de casa, irrumpido allí alegremente y, tras tirar de la barba a su reciente amigo del amia, resolver el asunto. Pero no era ésta la lógica normal de las cosas, y en la tradición de Sarratt, Jerry se acercaba a la hora de la verdad: al momento en que se cerraba de un portazo para él la salida de atrás, tras lo que no quedaba más salida que seguir adelante; la hora en que sus veinte años de oficio, todos ellos, se alzaban en él y gritaban «cuidado». Si caminaba hacia una trampa, sería entonces cuando la trampa saltara. Aunque conociese de antemano su ruta, habría de todos modos puestos estacionarios por delante de él, en coches y detrás de ventanas, y los equipos de vigilancia le bloquearían en caso de chapuza o de desviación. Si había una última oportunidad de tantear el agua antes de zambullirse, era entonces. La noche anterior, rondando por las guaridas, podrían haberle vigilado un centenar de ángeles locales y él no haberse dado ni cuenta de que era su presa. Pero ahora podía rastrear y numerar las sombras. Ahora, en teoría al menos, tenía una posibilidad de saber.

Miró el reloj. Tenía exactamente veinte minutos para llegar y, aun a ritmo chino, y no europeo, le bastaba con siete. Así que paseó, mas no con indolencia. En otros países, casi cualquier lugar del mundo que no fuese Hong Kong, se habría dado mucho más tiempo. Detrás del Telón, según la tradición de Sarratt, era medio día, a ser posible más. Se había escrito una carta a sí mismo, para así poder llegar a mitad de la calle, parar en seco en el buzón y dar la vuelta y comprobar qué pies vacilaban, qué caras se volvían, buscando las formaciones clásicas: una pareja a un lado, tres individuos al otro, el grupo de cabeza que Bota delante de ti.

Pero, paradójicamente, aunque aquella mañana siguiese celosamente las etapas, había otra parte de él que sabía que no hacía más que perder el tiempo. Sabía que un ojirredondo podía vivir en Oriente toda su vida en el mismo edificio y no tener nunca la más remota idea del tic tac secreto de la entrada. En todas las esquinas de cada una de las atestadas calles que tendría que recorrer, habría hombres mirando, haraganeando, dedicados afanosamente a no hacer nada: el mendigo que estira de pronto los brazos y bosteza, el limpiabotas tullido que se lanza a por tus pies en fuga y al perderlos bate con fuerza un cepillo con otro, la vieja buscona que vende pornografía birracial y que abocina la boca con la mano y lanza una palabra hacia el andamiaje de bambú que hay encima; aunque Jerry tuviese registradas todas estas escenas en su mente, le resultaban ahora tan tenebrosas como cuando llegó por vez primera a Oriente. ¿Veinte años? ¡Dios Santo! Veinticinco. ¿Macarras? ¿Vendedores de lotería? ¿Traficantes de droga ofreciendo papelines de «amarilla dos dólar, azul cinco dólar… para cazar dragón, muy rápido»? ¿O estaban pidiendo un cuenco de arroz en los puestos de comida de al lado? En Oriente, compadre, para sobrevivir necesitas saber que no sabes.

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