El honorable colegial (20 page)

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Authors: John Le Carré

Utilizaba a modo de espejos los revestimientos de mármol de las tiendas: estanterías de ámbar, de jade, anuncios de tarjetas de crédito, aparatos eléctricos y pirámides de negras maletas que parecía que nadie llevaba nunca. En Cartier, una linda muchacha colocaba perlas en una bandejita de terciopelo, acostándolas allí para el día. Al percibir su presencia, alzó los ojos y le miró; y el viejo Adán se agitó brevemente en Jerry, pese a sus obsesiones. Pero una ojeada a la indolente sonrisa, al traje astroso y a las botas de cabritilla, dijo a la chica cuanto quería saber: Jerry Westerby no era un posible cliente. Jerry pudo ver noticias de nuevas batallas al pasar por un quiosco de periódicos. La Prensa en lengua china llevaba fotos en portada de niños diezmados, aullantes madres y soldados de casco tipo norteamericano. Jerry no pudo determinar si era Vietnam o Camboya o Corea o Filipinas. Los caracteres rojos de los titulares daban la sensación de salpicaduras de sangre. Quizás Ansiademuerte tuviese suerte al fin.

Sediento por los excesos de la noche anterior, Jerry atravesó el Mandarín y se sumergió en la penumbra de Captain’s Bar, pero sólo bebió agua en el lavabo de caballeros. Compró al salir un ejemplar de
Time
pero no le gustó cómo le miraban los trituradores de paisano y se fue. Uniéndose de nuevo a la multitud, se dirigió tranquilamente a Correos, un edificio construido en 1911 y que había ido deteriorándose desde entonces, pero que ahora parecía una exótica y rancia antigüedad a la que habían hermoseado las masas de hormigón de los edificios colindantes. Dobló luego, cruzó bajo los arcos y entró en Pedder Street, pasando bajo un puente verde de material corrugado por donde circulaban las sacas de correos como pavos decapitados. Giró otra vez y cruzó hasta el Connaught Centre, utilizando el puente de peatones para despejar más el campo.

En el resplandeciente vestíbulo de acero, una campesina limpiaba los engranajes de una escalera automática con un cepillo de alambre y en el paseo un grupo de estudiantes chinos contemplaban con respetuoso silencio
Óvalo punteado,
de Henry Moore. Jerry miró atrás y vislumbró la cúpula parda de los Juzgados viejos empequeñecida por las paredes colmenescas del Hilton:
La Reina contra Westerby,
«Y se acusa al detenido de chantaje, corrupción, afecto fingido y algunas cosas más que ya iremos inventándonos antes de que termine el día». El puerto estaba lleno de embarcaciones, la mayoría pequeñas. Tras él, los Nuevos Territorios, con las cicatrices de las excavaciones, pugnaban en vano contra las cenagosas nubes de contaminación. A sus pies, nuevos almacenes y chimeneas de fábricas que eructaban un humo parduzco.

Volviendo sobre sus pasos, pasó ante las grandes firmas comerciales escocesas. Jardines, Swire, y vio que estaban con el cierre echado. Debe ser fiesta, pensó. ¿Nuestra o suya? En Statue Square, había un tranquilo festival con surtidores, sombrillas de playa, vendedores de coca—cola y como medio millón de chinos en grupos o pasando ante él como un ejército descalzo, lanzando ojeadas a su estatura. Altavoces, compresores, música aullante. Al cruzar Jackson Road, el nivel de ruidos bajó un poco. Ante él, en una extensión de césped inglés perfecto, se solazaban quince individuos vestidos de blanco. La partida de criquet de todo el día no había hecho más que empezar. En el extremo receptor, un individuo flaco y desdeñoso que llevaba una gorra pasada de moda jugueteaba con los guantes. Jerry se quedó mirando sonriente, con campechana cordialidad, el
bowler
lanzó la bola. Velocidad media, un poco de efecto, bola segura. El bateador pegó con buen estilo, erró e inició un
legbye
en movimiento lento. Jerry previo una partida larga y tediosa, con aburrimiento general. Se preguntó quién jugaría con quién, y decidió que era la mafia habitual del Pico que jugaba sola. Al otro lado de la calle, se alzaba el Banco de China, un inmenso y acanalado sarcófago festoneado de consignas púrpura alabando a Mao. En su base, leones de granito miraban miopes mientras rebaños de chinos de camisa blanca se fotografiaban unos a otros junto a sus flancos.

Pero el banco en que Jerry tenía puestos los ojos quedaba directamente detrás del brazo del
bowler.
Ondeaba arriba una bandera inglesa y, para mayor seguridad, había abajo una furgoneta blindada. Las puertas estaban abiertas y sus bruñidas superficies brillaban como si fuesen de pirita. Mientras Jerry seguía hacia él en su errabundo arco, brotaron de pronto de la negrura del interior un grupo de guardias de casco, amparados por altos hindúes con rifles de elefante que escoltaron tres cajas de dinero negras por las amplias escaleras abajo, como si contuviesen la Hostia Consagrada. El camión blindado se alejó y durante un instante angustioso Jerry tuvo visiones de las puertas del banco cerrándose.

No visiones lógicas. Ni tampoco visiones nerviosas. Sólo que, durante un momento, Jerry esperó el fracaso con el mismo veterano pesimismo con que prevé el hortelano la sequía o el atleta un estúpido esguince la víspera de la gran competición. El agente de campo con veinte años a cuestas prevé una frustración impredecible más. Pero las puertas siguieron abiertas y Jerry se desvió hacia la izquierda. Da tiempo a los guardias a tranquilizarse, pensó. Proteger el dinero les habría puesto nerviosos. Se fijarán mucho, recordarán cosas.

Dio la vuelta, se dirigió lento e indolente hacia el Club Hong Kong: pórticos de Wedgwood, contraventanas a rayas y un olor a comida inglesa rancia en la entrada. La cobertura no es mentira, te dicen. Cobertura es lo que crees. Cobertura es lo que eres.
Una mañana de domingo el señor Gerald Westerby, un periodista no demasiado notable, se dirige a uno de sus abrevaderos favoritos…
En las escaleras del Club, Jerry hizo una pausa, se tanteó los bolsillos, dio luego una vuelta completa y se dirigió decididamente a su destino, recorriendo dos lados largos de la plaza mientras controlaba por última vez pies vacilantes y rostros huidizos.
El señor Gerald Westerby, al descubrir que no anda muy bien de dinero, decide hacer una visita rápida al banco.
Los guardias hindúes, con sus fusiles de elefante despreocupadamente colgados al hombro, le miraron sin interés.

¡Salvo que el señor Jerry Westerby no deba hacer eso!

Maldiciéndose por su estupidez, Jerry recordó que pasaba de las doce y que los bancos cerraban sus oficinas al público a las doce en punto. Después de las doce, sólo había servicio interno en los pisos superiores, cosa que había tenido en cuenta para planear la operación.

Tranquilízate, pensó. Maquinas demasiado. No pienses: haz.
En el principio fue la acción.
¿Quién le había dicho esto? El viejo George, por supuesto, citando a Goethe. ¡Que lo dijese precisamente él!

Cuando iniciaba la entrada, le inundó de pronto el desánimo, y se dio cuenta de que era miedo. Tenía hambre. Estaba cansado. ¿Por qué le había dejado George tan sólo? ¿Por qué tenía que hacerlo todo él? Antes de la caída, habrían mandado niñeras delante de él (habría habido alguien dentro del banco incluso) sólo por ver si se ponía a llover. Habría habido un equipo de recepción para coger la presa antes casi de que él saliera del edificio y un coche dispuesto para la fuga, por si tenía que largarse en calcetines. Y en Londres (pensó dulcemente, contestándose), estaría el bueno de Bill Haydon, verdad, pasándoselo todo a los rusos, bendito sea. Pensando esto, Jerry se provocó una extraordinaria alucinación, rápida como el fogonazo de una cámara fotográfica, y que además se desvaneció con la misma lentitud. Dios había respondido a sus oraciones, pensó. Los viejos tiempos estaban allí otra vez en realidad, y en la calle había un equipo completo de apoyo. Tras él había aparcado un Peugeot azul con dos tipos fornidos, dos ojirredondos, dentro que miraban un programa de las carreras de Happy Valley. Antena de radio, todo completo. A su izquierda, pasaban perezosamente matronas norteamericanas cargadas con cámaras y guías de viaje y la obligación positiva de observar. Y del banco mismo, cuando él avanzaba tranquilamente hacia la entrada, surgieron un par de solemnes y adinerados individuos que lucían exactamente esa mirada torva que los vigilantes utilizan a veces para desalentar al ojo inquisitivo.

Senilidad, se dijo Jerry. Vas para abajo, amigo, no lo dudes. La chochez y el miedo te han puesto de rodillas. Y subió las escaleras, gallardo como un petirrojo en un cálido día de primavera.

El vestíbulo era tan grande como una estación de ferrocarril, la música grabada igual de castrense. La zona de las ventanillas estaba cerrada y no vio a nadie que atisbase, ni siquiera un fantasma escondido. El ascensor era una dorada jaula con una escupidera llena de arena para cigarrillos, pero en la novena planta, la amplitud de abajo había desaparecido por completo. Espacio era dinero— Un estrecho pasillo color crema conducía a una mesa de recepción vacía. Jerry avanzó tranquilamente, fijándose en la salida de emergencia y, en el ascensor de servicio, cuyo emplazamiento ya le habían indicado, por si tenía que hacer una zambullida. Extraño que supieran tanto, pensó, con tan pocas fuentes; deben haber sacado un plano del arquitecto de algún sitio. Sobre la mesa de recepción, un letrero de teca decía «Cuentas en administración: información.» Al lado, un mugriento libro de bolsillo sobre la predicción del futuro por las estrellas, abierto y muy anotado. Pero ningún recepcionista, porque los sábados son distintos. Los sábados es cuando tienes más posibilidades, le habían dicho. Miró alegremente a su alrededor, sin nada en la conciencia. Un segundo pasillo recorría a lo ancho el edificio, puertas de oficina a la izquierda, sólidas mamparas forradas de vinilo a la derecha. De detrás de las mamparas llegaba el lento tecleo de una máquina de escribir eléctrica en la que alguien rellenaba un formulario legal, y el lento sonsonete sabatino de secretarias chinas con poco más que hacer que esperar que llegara el almuerzo y la tarde libre. Había cuatro puertas de vidrio esmerilado con mirillas tamaño penique para mirar en ambas direcciones, Jerry bajó por el pasillo, y fue mirando en cada una de las mirillas como si mirar fuese su recreo, manos en los bolsillos, una sonrisa un poco bobalicona arriba. La puerta de la izquierda, le habían dicho, una puerta, una ventana. Se cruzó con él un empleado, luego una secretaria de lindos y tintineantes tacones, pero Jerry, aunque astroso, era europeo y llevaba traje y nadie se metió con él.

—Buenos días, amigos —murmuró.

—Buenos días, señor —le desearon ellos a cambio.

Había rejas de hierro al final del pasillo y rejas de hierro en las ventanas. Y una luz de noche azul en el techo, supuso que por motivos de seguridad, pero cómo saberlo: fuego, protección de espacio, no sabía, no se la habían mencionado los instructores, y la química no era su especialidad precisamente. La primera estancia era una oficina, desocupada, a excepción de unos cuantos polvorientos trofeos deportivos, que había en el alféizar y un escudo de armas bordado del club de atletismo del banco en la pared del tablero. Pasó ante una pila de cajas de manzanas etiquetadas «Cuentas en administración». Debían estar llenas de títulos de propiedad y testamentos. La tradición tacaña de las viejas casas comerciales chinas se resistía a morir, al parecer. Un aviso en la pared decía «Privado» y otro «Sólo visitas concertadas».

La segunda puerta daba a un pasillo y a un pequeño archivo, igualmente vacío. La tercera era un lavabo, «Sólo Directivos», la cuarta tenía un tablero de anuncios para el personal justo al lado y una luz roja sobre la jamba y un gran rótulo en Letraset que decía «J. Frost cuentas en administración, sólo visitas concertadas, no entren cuando la luz esté encendida». Pero la luz no estaba encendida y la mirilla tamaño penique mostraba a un hombre solo en su escritorio, con la sola compañía de un montón de carpetas y rollos de costoso papel atados con cinta de seda verde a la manera inglesa, y dos televisores de circuito cerrado para las cotizaciones de la Bolsa, apagados, y la vista del puerto, obligatoria para la imagen de alto ejecutivo, cortada con líneas gris lápiz por las obligatorias persianas de librillo. Un hombrecillo lustroso, gordinflón, de aire próspero, con un traje chillón de lino verde Robin—Hood, trabajaba allí, demasiado concienzudamente para ser sábado. Tenía la frente húmeda; negras medias lunas en los sobacos, y (para el informado ojo de Jerry) la plomiza inmovilidad del hombre que se recupera muy despacio del libertinaje.

Una habitación de esquina, pensó Jerry. Sólo una puerta, ésta. Un empujón y listo. Echó un último vistazo al pasillo vacío. Jerry Westerby a escena, pensó. Si no sabes hablar, baila. La puerta cedió sin resistencia. Penetró alegremente, con su mejor sonrisa tímida.

—Vaya, Frostie, qué hay,
super.
¿Llego tarde o temprano? Ay, amigo mío, ¿sabes?, me ha pasado la cosa más
extraordinaria
del mundo ahí fuera, en el pasillo, casi tropecé con ellas, con un montón de cajas de manzanas llenas de papeluchos legales. Quién será el cliente de Frostie, me pregunté, «¿Semillas de naranja Cox? ¿Belleza para playa?» Belleza de playa, conociéndote. Me pareció divertido, después de las cabriolas de anoche por los salones.

Lo que, por muy insustancial que pudiese parecerle al atónito Frost, permitió a Jerry entrar en el despacho, cerrar la puerta rápido, mientras sus anchas espaldas tapaban la única mirilla y su alma enviaba oraciones de gratitud a Sarratt por un aterrizaje suave y pedía amparo a su Hacedor.

A la entrada de Jerry siguió un momento de teatralidad. Frost alzó la cabeza despacio, manteniendo los ojos semicerrados, como si la luz los dañase, lo cual era probable. Tras fijarlos en Jerry, pestañeó y los desvió, luego le miró otra vez para confirmar que era de carne y hueso. Después, se enjugó el sudor de la frente con el pañuelo.

—Dios santo —dijo—. Es su señoría. ¿Qué demonios haces tú aquí, aristócrata repugnante?

A lo que Jerry, aún junto a la puerta, respondió con otra gran sonrisa y alzando una mano en saludo pielroja, mientras determinaba exactamente los puntos peligrosos: los dos teléfonos, la caja gris de comunicación interna y la caja fuerte del armario con cerradura pero sin combinación.

—¿Cómo te dejaron entrar? Supongo que les deslumbraste con tu condición ilustre. ¿Qué pretendes con esto, con irrumpir aquí así?

No estaba ni la mitad de irritado de lo que sus palabras sugerían, y había abandonado la mesa y se contoneaba por el despacho.

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