Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
—Pero no iban a dejar de usarlo por eso. Los primos son así. Aún era un caso suyo, a pesar de que Ricardo no sirviese para nada. El pacto de manos fuera regía de todos modos.
—Volvamos al momento en que Londres se retiró del caso. Recibiste la orden: «Déjalo todo.» Obedeciste. Pero aún tardaste una temporada en volver a Londres, ¿no? ¿Hubo algún tipo de continuación?
—No entiendo bien, George.
En el fondo de su pensamiento, Smiley tomó escrupulosa nota, una vez más, de la evasiva de Sam.
—Por ejemplo, tu contacto amistoso en la Banque de l’Indochine, Johnny. Seguiste relacionándote con él, ¿no?
—Claro —dijo Sam.
—¿Y no te mencionó Johnny, por casualidad, como cosa anecdótica, qué fue de la veta de oro después de que recibieses tu telegrama de manos fuera? ¿Continuó llegando el dinero todos los meses, como antes?
—La cuenta quedó congelada. París cerró el grifo. Ni Indocharter ni nada de nada.
—¿Y Comercial Boris, el que no tenía antecedentes? ¿Vive feliz y tranquilo después de aquello?
—Volvió a casa.
—¿Había cumplido el plazo?
—Había hecho tres años.
—Normalmente hacen más.
—Sobre todo los agentes importantes —aceptó Sam, sonriendo.
—Y Ricardo, el aviador mexicano chiflado que sospechabas que era agente de los primos, ¿qué fue de él?
—Murió —dijo Sam, sin apartar los ojos de la cara de Smiley—. Se estrelló en la frontera tailandesa. Los muchachos lo achacaron a sobrecarga de heroína.
Presionado, Sam demostró recordar también aquella fecha.
—¿No se lamentó el suceso en el bar?
—No mucho. La opinión predominante parecía ser que Vientiane sería un sitio mucho más seguro sin Ricardo tiroteando el techo de White Rose de Madame Lulú.
—¿Dónde se expresaba esa opinión, Sam?
—Bueno, donde Maurice.
—¿Maurice?
—El Hotel Constellation. Maurice es el propietario.
—Comprendo. Gracias.
Aquí hubo un lapso definido, pero Smiley no parecía reacio a llenarlo. Observado por Sam, por sus tres ayudantes y por Fawn, el factótum, Smiley dio un tirón a las gafas, las ladeó, las volvió a colocar y volvió a apoyar las manos en la cubierta de cristal de la mesa. Luego volvió a hacer recorrer a Sam toda la historia, volvió a comprobar fechas, nombres y lugares, muy concienzudamente, como los interrogadores especializados de todo el mundo, atento por la mucha costumbre a los pequeños fallos y las discrepancias casuales y las omisiones, y a los cambios de tono, sin hallar nada, en apariencia. Y Sam, con su falsa sensación de seguridad, lo repasó todo, mirando con la misma sonrisa hueca con que miraba deslizarse las cartas sobre el tapete verde o veía cómo el girar de la ruleta empujaba la bola blanca de un espacio a otro.
—Sam, creo que deberías pasar la noche aquí con nosotros… —dijo Smiley, en cuanto se quedaron otra vez los dos solos—. Fawn se ocupará de la cama y demás. ¿Podrás soportarlo?
—Claro, hombre, por Dios —dijo Sam generosamente.
Entonces, Smiley hizo algo un poco inquietante. Tras entregarle un montón de revistas, telefoneó pidiendo el expediente personal de Sam, todos los volúmenes, y con Sam sentado allí ante él, los fue leyendo en silencio de punta a cabo.
—Veo que eres un Don Juan —comentó al fin, cuando ya la oscuridad se agolpaba en la ventana.
—Pss, más o menos —aceptó Sam, aún sonriendo—. Más o menos, sí.
Pero se percibía un claro nerviosismo en la voz.
Cuando llegó la noche, Smiley mandó a casa a las madres y dio orden, a través de los caseros, de que los archivos quedasen libres de excavadores lo más tarde a las ocho. No dio razón alguna. Les dejó que pensasen lo que quisieran. Sam debería estar en la sala de juegos a su disposición, y Fawn hacerle compañía y no dejarle suelto. Fawn se tomó la orden al pie de la letra. Hasta cuando las horas se arrastraban y Sam parecía dormitar, permaneció encogido como un gato en el umbral, y sin cerrar los ojos ni un momento.
Luego, se reunieron los cuatro en Registro (Connie, di Salis, Smiley y Guillam) y empezaron una larga y cauta cacería de papeles. Buscaron primero los expedientes operativos que deberían haber estado archivados en el sector del Sudeste Asiático, en las fechas que Sam les había dado. No había ninguna ficha en el índice y no había ningún expediente tampoco, pero esto no era demasiado significativo. Estación Londres, de Haydon, había adquirido la costumbre de apoderarse de las fichas operativas y confinarlas a su propio archivo interno. Así que cruzaron lentamente el sótano, entre el repiqueteo de sus pisadas sobre los mosaicos cubiertos de pardo linóleo, hasta llegar a una alcoba enrejada como una antecapilla, donde descansaban los restos de lo que en otros tiempos había sido archivo de Estación Londres. Tampoco allí encontraron ninguna ficha, ningún documento.
—Buscad los telegramas —ordenó Smiley, y comprobaron los libros, tanto los de entrada como los de salida y, por un momento, Guillam llegó a sospechar que Sam mentía, hasta que Connie señaló que las hojas de comunicación importantes habían sido mecanografiadas con una máquina distinta: una máquina que, según resultó más tarde, no había sido adquirida por los caseros hasta seis meses después de la fecha que figuraba sobre el papel.
—Buscad boyas —ordenó Smiley.
Las boyas del Circus eran las copias duplicadas de documentos importantes que hacía Registro cuando los expedientes amenazaban con estar en constante movimiento. Se guardaban en carpetas de hojas sueltas como números atrasados de revistas, con un índice cada seis meses. Después de mucho buscar, Connie Sachs desenterró la carpeta del Sudeste Asiático que cubría el período de seis semanas que seguía inmediatamente al comunicado de Collins. Allí no había ninguna referencia a una posible veta de oro soviética ni a Indocharter Vientiane, S. A.
—Probad en FP —dijo Smiley, utilizando, algo muy raro en él, iniciales, que por lo demás detestaba.
Se dirigieron, pues, a otro extremo de Registro y buscaron en Fichas Personales, primero Comercial Boris, luego Ricardo, luego por el alias Chiquitín, dado por muerto, al que Sam había mencionado, al parecer, en su desdichado primer informe a Estación Londres. De vez en cuando, mandaban arriba a Guillam a preguntarle a Sam algún pequeño detalle, y Guillam le encontraba leyendo
Field
y dando sorbos a un buen vaso de whisky, vigilado infatigablemente por Fawn, que rompía la rutina (como pudo saber más tarde Guillam) con planchas, primero sobre dos nudillos de cada mano, luego sobre las puntas de los dedos. En el caso de Ricardo, probaron con posibles variaciones fonéticas y las buscaron también en el índice.
—¿Dónde están archivadas las organizaciones? —preguntó Smiley.
Pero el índice de organizaciones tampoco contenía ficha alguna de aquella
Société Anonyme
llamada Indocharter Vientiane.
—Buscad el material de enlace.
Los contactos con los primos en los tiempos de Haydon se realizaban exclusivamente a través del Secretariado de Enlace de Estación Londres, del que tenía él mismo, por razones obvias, la dirección personal y que tenía sus fichas propias de toda la correspondencia interna. Volvieron a la antecapilla y salieron de nuevo con las manos vacías. Para Peter Guillam la noche estaba adquiriendo dimensiones surrealistas. Smiley apenas decía palabra. Su rostro gordinflón parecía de piedra. Connie, en su emoción, había olvidado las molestias y dolores artríticos y saltaba de una estantería a otra como mocita en baile. Guillam, que no era, ni mucho menos, un burócrata nato, se arrastraba tras ella fingiendo seguir su ritmo y secretamente agradecido por aquellos viajes arriba a consultar a Sam.
—Ya le tenemos, George —decía Connie entre dientes—. Estate seguro de que hemos agarrado ya a ese sapo bestial.
El doctor di Salis se había ido a saltitos en busca de los directores chinos de Indocharter (Sam recordaba aún, sorprendentemente, los nombres de dos de ellos) y trajinó con ellos primero en caracteres chinos, luego en alfabeto latino y, por último, en lenguaje comercial cifrado chino. Smiley estaba sentado en una silla leyendo las fichas sobre las rodillas, como el que va en el tren, ignorando tercamente a los demás pasajeros. A veces, alzaba la cabeza, pero los sonidos que oía no procedían del interior de la habitación. Connie había iniciado por propia iniciativa una búsqueda de referencias relacionadas con las fichas con que deberían estar teóricamente ligados los expedientes del caso. Había fichas personales de mercenarios, y de aviadores autónomos. Había fichas técnicas sobre los métodos de Centro para lavar el dinero con que pagaba a los agentes, e incluso un tratado, que ella misma había escrito hacía mucho ya, sobre el tema de los pagadores secretos responsables de las redes ilegales de Karla que actuaban sin conocimiento de las residencias correspondientes a la organización general. No se habían añadido al apéndice los apellidos impronunciables de Boris Comercial. Había fichas de antecedentes sobre la Banque de l’Indochine y sus lazos con el Banco Narodny de Moscú, fichas estadísticas sobre la creciente importancia de las actividades de Centro en el Sudeste Asiático y fichas de estudio sobre la propia residencia de Vientiane. Pero las negativas no hacían más que multiplicarse, y al multiplicarse no hacían sino confirmar lo dicho. En toda su persecución de Haydon no se habían tropezado en ninguna otra parte con una eliminación de huellas tan sistemática y completa. Era la mejor orientación de todos los tiempos.
Y llevaba inexorablemente a Oriente.
Sólo un dato indicaba aquella noche al culpable. Cayeron sobre él entre el amanecer y la mañana, mientras Guillam dormitaba de pie. Fue Connie quien lo olisqueó, Smiley lo posó silencioso en la mesa, y los tres juntos lo examinaron a la luz de la lámpara como si fuera la clave del tesoro enterrado: una reseña de certificados de destrucción, una docena en total, con el criptónimo autorizador garrapateado con un rotulador negro hacia la línea media, lo que producía un agradable efecto de carboncillo. Las fichas condenadas se relacionaban con «correspondencia sumamente secreta con H/anexo»… lo que quería decir, con el jefe de Estación de los primos, el entonces como ahora hermano en Cristo de Smiley, Martello. El motivo de la destrucción era el mismo que el que Haydon había dado a Sam Collins para abandonar el campo de investigaciones de Vientiane:
«Riesgo de comprometer delicada operación norteamericana.»
La firma que condenaba las fichas al incinerador era el nombre de trabajo de Haydon.
Volviendo al piso de arriba, Smiley invitó a Sam una vez más a su habitación. Sam se había quitado la pajarita y el rastrojo de la mandíbula sobre el abierto cuello de la camisa blanca le hacía parecer bastante menos fino y delicado.
Smiley envió primero a Fawn a por café. Dejó que llegase y esperó a que se largase otra vez, no sin servir antes dos tazas, sólo para dos, azúcar para Sam, una sacarina para Smiley por lo de adelgazar. Luego, se acomodó en un sillón junto a Sam en vez de poner por medio un escritorio, para crear un ambiente de más intimidad.
—Creo, Sam, que deberías hablarme un poco de la chica —dijo, con mucha suavidad, como si comunicase tristes nuevas—. ¿Fue por caballerosidad por lo que la omitiste?
A Sam pareció más bien divertirle.
—¿Perdiste las fichas, verdad, muchacho? —preguntó, con el mismo tono íntimo propio de vestuario de caballeros.
A veces, para obtener una confidencia, uno ha de hacer otra.
—Las perdió
Bill —
contestó suavemente Smiley.
Sam se sumergió, con cierta teatralidad, en meditación profunda. Encogiendo una mano de jugador, examinó las yemas de los dedos, lamentando su lastimoso estado.
—Ese club mío funciona prácticamente solo ya —reflexionó—. Si he de serte sincero, me empieza a aburrir. Dinero, dinero. Tengo ganas de cambiar, de hacer algo.
Smiley comprendió, pero tenía que ser firme.
—No tengo ningún recurso, Sam. Apenas si puedo alimentar las bocas que ya he contratado.
Sam dio un sorbo pensativo a su café solo, sonriendo a través del vapor.
—¿Quién es ella, Sam? ¿De qué asunto se trata? Nadie va a juzgar nada. Es agua pasada, te lo aseguro.
Sam, de pie, hundió las manos en los bolsillos, movió la cabeza y, muy a la manera de Jerry Westerby, empezó a dar vueltas por la habitación, examinando las lúgubres y extrañas cosas que colgaban de la pared: fotos de guerra de grupo de catedráticos de uniforme; una carta enmarcada, manuscrita, de un primer ministro muerto; de nuevo el retrato de Karla, que ahora examinó desde muy cerca, una y otra vez.
—«Nunca desperdicies tus monedas» —comentó, tan cerca de Karla que su aliento empañó el cristal—. Eso es lo que mi buena madre solía decirme. «Nunca regales tus valores. Recibimos muy pocos en la vida. Hay que ser parco a la hora de dar.» Da la sensación de que hay un plan en marcha. ¿Es cierto o no? —preguntó.
Limpió luego el cristal con la manga y prosiguió:
—Parece que hay mucha hambre en esta casa vuestra. Me di cuenta nada más entrar. Está puesta la mesa grande, me dije. El nene comerá esta noche.
Y llegó hasta la mesa de Smiley, se sentó en la silla como si la probase para ver si era cómoda. La silla giraba, además de balancearse. Sam probó ambos movimientos.
—Necesito una solicitud de investigación —dijo.
—Arriba, a la derecha —dijo Smiley, y observó cómo Sam abría el cajón, sacaba una cuartilla de papel amarillo y la colocaba sobre el cristal de la mesa para escribir.
Escribió durante un par de minutos en silencio, deteniéndose de vez en cuando por consideraciones artísticas y reanudando luego la escritura.
—Si aparece la chica, dímelo —dijo, y, con un saludo teatral a Karla, se fue.
Una vez se hubo ido, Smiley cogió el impreso de la mesa, avisó a Guillam y se lo pasó sin decir una palabra. En la escalera, Guillam se detuvo a leer el texto:
«Worthington, Elizabeth, alias Lizzie, Alias Ricardo, Lizzie.» Ésa era la primera línea. Luego los detalles: «Edad unos veintisiete. Nacionalidad británica. Estado civil, casada, datos del marido desconocidos, nombre de soltera también desconocido. 1972—3 esposa de facto de Ricardo, Chiquitín, ya muerto. Ultimo lugar de residencia conocido, Vientiane, Laos. Ultima ocupación conocida: mecanógrafa—recepcionista de Indocharter Vientiane, S. A. Empleos anteriores: camarera de club nocturno, vendedora de whisky, buscona elegante.»